12. El Ministerio de Jesús en galilea – Atilio R. Dupertuis

Declaración de objetivos

  • El primer objetivo de este capítulo es entender por qué el Señor Jesús desarrolló una primera (y quizá la mayor) parte de su ministerio en la provincia de Galilea, a pesar de que en Judea se encontraba el centro de la vida religiosa y la lógica pareciera indicar que ese era el lugar ideal para llevar a cabo su misión.
  • También es importante tomar conciencia de que algunos de los eventos más memorables de su ministerio ocurrieron en Galilea, de Nazaret a Capernaúm, su centro de operaciones, junto al mar de Galilea. No menos de dieciocho de sus parábolas y veinticinco de sus milagros se llevaron a cabo en esta región.
  • Comprender por qué Jesús pronunció en Nazaret su sermón programático, y cómo este anuncia su misión mesiánica y su revolucionario concepto sobre el Reino de Dios.
  • Sacar las lecciones espirituales contenidas en torno al milagro en el que Jesús alimenta a una gran multitud.

Introducción: la tierra de Galilea

Galilea es una región montañosa al norte de Palestina, con una llanura fértil bordeando el lago de Genesaret. En su parte montañosa se encontraban las poblaciones de Naín, Nazaret, Caná y Séforis. En la llanura, junto al también llamado “mar” de Genesaret, estaban las ciudades de Capernaum, Corozaín y Betsaida . Esta región era rica en agricultura: abundaban los cereales, las frutas, los olivos y la vid. La gente se dedicaba, además, a la ganadería y a la pesca, y no faltaban los comerciantes y los pequeños artesanos de los diferentes oficios.

En tiempos de Jesús, la región llamada Galilea correspondía a grandes rasgos a la heredad que les tocó a las tribus de Zabulón, Isacar y Aser. Posteriormente, el rey Salomón concedió algunas ciudades de esta región a Hiram, el rey de Tiro, como agradecimiento por la ayuda que éste había proporcionado a David su padre, en la preparación para la construcción del templo (1 Crónicas 14:1). Hiram, sin embargo, quedó muy desilusionado con el regalo recibido, y llamó a estos territorios la “tierra de Cabul” (1 Reyes 9:13), que significa “tierra de desencanto”, o tierra buena para nada. Más tarde Salomón reedificó algunas de las ciudades que le había devuelto el rey de Tiro (2 Crónicas 8:2).

Al morir Salomón en el año 931 a.C., el reino se dividió y diez de las doce tribus hebreas, lideradas por Jeroboam, se separaron y formaron el reino del norte. Las tribus de Judá y Benjamín se mantuvieron fieles a Roboam y formaron el reino del sur. La designación bíblica más común para estos dos reinos es “Israel” y “Judá”. El reino dividido sobrevivió aproximadamente tres siglos, hasta que el reino del norte fue invadido por los asirios. Samaria, la capital, resistió el sitio durante tres años, pero fue capturada finalmente en el año 722 a.C. (2 Reyes 17:5). La mayoría de los habitantes, incluida la clase dirigente y la élite social, fue deportada a otras tierras ocupadas por el imperio asirio y fueron traídas gentes de esos lugares a Samaria. Nos dice el relato bíblico: “Y trajo el rey de Asiria gente de Babilonia, de Cuta, de Ava, de Hemat y de Sefarvaim, y los puso en las ciudades de Samaria, en lugar de los hijos de Israel; y poseyeron a Samaria, y habitaron en sus ciudades” (2 Reyes 17:24-33). Las diez tribus fueron al cautiverio, del cual jamás regresaron y fue así como perdieron para siempre su identidad nacional. Galilea entraba en el reino del norte.

Los israelitas que se quedaron, perdieron en gran manera su cultura y costumbres ancestrales, y absorbieron en parte las culturas de los pueblos paganos de la región, por lo que en tiempos de Jesús ya había una marcada diferencia entre los judíos y los samaritanos. Por razones similares, muchos de los habitantes de Galilea, en tiempos de Jesús, constituían una población mixta con una religión híbrida que básicamente se había separado del judaísmo. A Galilea la solían llamar “Galilea de los gentiles” (Mateo 4:15). Los judíos del sur consideraban a los galileos judíos de segunda clase, porque permitían también núcleos de población que eran paganos o, al menos, influenciados por las culturas paganas que los rodeaban.1

En el año 63 a.C., Pompeyo conquistó Jerusalén y Palestina pasó a depender del poder de Roma cuando Jesús nació el emperador Octavio Augusto (del 31 a.C. al 14 d.C.) gobernaba en Roma, y cuando murió gobernaba el emperador Tiberio (del 14 al 37 d.C.). El gobierno imperial romano dominaba militarmente la región, garantizaba el orden público y exigía el pago de impuestos al estado romano y fidelidad del pueblo judío al emperador. Con todo, los judíos gozaban de cierta libertad e independencia en cuestiones administrativas internas.2

Los relatos sobre el ministerio de Jesús en Galilea

El relato del ministerio público de Jesús y de los acontecimientos que lo precedieron es similar en los Evangelios sinópticos. Los tres describen su bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista y su retiro al desierto por cuarenta días de ayuno y meditación.3 Después de lo cual volvió a Galilea y visitó su hogar en Nazaret (Lucas 4:16-30). Posteriormente se trasladó a Capernaúm desde donde continuó su misión. El evangelio de Lucas indica que “Jesús mismo al comenzar su ministerio era como de treinta años” (Lucas 3:23), lo cual lo colocaría al inicio de su ministerio entre los años 27 y 28, conclusión a la que han llegados los historiadores al combinar la información que da este evangelio con detalles históricos acerca del período de gobierno del emperador Tiberio.

Aunque Jesús nació en Belén de Judea, vivió en Nazaret, en la provincia de Galilea unos treinta años, exceptuando el tiempo que pasó en Egipto en su niñez, hasta el comienzo de su vida pública. Nazaret era una villa pequeña pero estaba cerca de áreas más metropolitanas como Tiberias y Séforis. A diferencia de las áreas circundantes donde la población era mayormente gentil, Nazaret contaba con una fuerte presencia judía. Los evangelios sinópticos dedican mucho espacio al ministerio de Jesús en Galilea, que duró tal vez un año y medio. Algunos de los eventos más memorables de su ministerio ocurrieron en Galilea. No menos de dieciocho de sus parábolas y veinticinco de sus milagros se llevaron a cabo en esta región. Su primer milagro—la transformación del agua en vino—lo realizó en Caná de Galilea, y también el último—la pesca milagrosa— después de su resurrección, en la costa del Marcos de Galilea.

Después de dejar Nazaret, Jesús estableció su centro de operaciones en Capernaum, junto al Marcos de Galilea. Esta famosa extensión de agua se conoce también como Marcos de Tiberiades y Lago Genesaret, y está situada en una depresión de la tierra a 210 metros bajo el nivel del Marcos Fue en este lago donde Jesús realizó tres de sus milagros notables: Caminar sobre el agua, calmar la tempestad y la pesca milagrosa.

¿Por qué comenzó Jesús su ministerio en Galilea y no en Jerusalén, donde estaba el centro de la vida religiosa y del estudio de la Torah? Es posible que el encarcelamiento de Juan el Bautista por Herodes, haya sido una señal clara de que no sería prudente continuar el ministerio en Judea; esto lo pondría inmediatamente en confrontación con los líderes religiosos, quienes resultaron ser sus peores enemigos. Ya más avanzado su ministerio, el apóstol Juan nos dice que “andaba Jesús en Galilea; pues no quería andar por Judea, porque los judíos procuraban matarle” (Juan 7:1). Además, siendo que Judea estaba poblada mayormente por judíos, ellos sin duda, podían presionar más fácilmente a Pilato para predisponerlo negativamente contra Jesús, mientras que Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, gobernaba sobre una población más tolerante. Jesús quería además, hacer claro que su ministerio no era sólo para los judíos sino también para los gentiles, y en Galilea tendría más oportunidades para relacionarse con ellos. Además Capernaum, estaba en la ruta comercial entre Europa y Asia, por lo que las noticias de lo que ocurría allí podrían esparcirse rápidamente por todo el imperio. Evidentemente había allí una aduana, ya que Jesús llamó a un cobrador de impuestos en esas cercanías (Mateo 2:13-14).

El discurso en la sinagoga de Nazaret

Después de salir victorioso en su encuentro con el tentador, nos dice el relato que “Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la tierra de alrededor. Y enseñaba en las sinagogas de ellos, y era glorificado por todos” (Lucas 4:14-15). Un día sábado, se hizo presente en la sinagoga de Nazaret, sin duda la sinagoga a la que había asistido con su familia durante muchos años, porque esa era su costumbre, y participó en el servicio. El hecho de que Lucas comenzara la narración del ministerio público de Jesús en Nazaret, resalta el hecho de que Él vino como el ungido de Dios para traer salvación a todos los que creen en él, tanto judíos como gentiles. Durante los treinta años que vivió en Nazaret lo conocieron muy bien y sin duda lo honraban como a un ciudadano ejemplar. Los tres evangelios sinópticos narran la visita de Jesús a la sinagoga de Nazaret ese sábado (Mateo 13:53-58; Marcos 6:1-6; Lucas 4:16-30), pero sólo Lucas da detalles del contenido del mensaje de Jesús y la reacción de sus oyentes.

La sinagoga era una institución muy importante en la vida judía. Su origen se remonta a la era del exilio babilónico, unos seis siglos a.C., cuando el templo había sido destruido y no había un lugar sagrado donde reunirse. El propósito de la sinagoga no era originalmente el de servir como centro religioso, sino que obedecía a propósitos prácticos: mantener unida a la comunidad y no perder las costumbres y tradiciones que eran parte de su vida. La palabra sinagoga significaba originalmente “asamblea”, “congregación”. En tiempos de Jesús, la sinagoga desempeñaba un papel fundamental en la vida de los judíos, ya que servía para distintos propósitos: allí no sólo se celebraban las reuniones y asambleas de la comunidad, sino que también se adoraba a Dios y se estudiaba su Palabra. Era común además, que la sinagoga tuviera una escuela. Gracias a estas escuelas la sociedad judía se mantenía relativamente familiarizada con las Escrituras.4

La parte central de la liturgia en la sinagoga, se componía de la lectura de un fragmento de alguno de los libros de la ley más otro de los profetas, a lo que seguía un comentario de edificación para los presentes. Normalmente se ofrecía esta parte a algún rabino5 visitante, y sin duda los presentes estaban ansiosos de escuchar a Jesús, porque se rumoreaba que había comenzado a hablar del reino de Dios. Jesús leyó una porción de la profecía mesiánica de Isaías 61 donde dice, “El Espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19). Sin duda leyó en hebreo y tradujo al arameo, el idioma que el pueblo hablaba en ese tiempo; luego se sentó para comentar sobre la porción recién leída. A manera de mostrar respeto por la Palabra de Dios, era costumbre que el lector permaneciera de pie mientras leía lo porción bíblica, pero cuando el rabino hablaba a la concurrencia en la sinagoga lo hacía sentado.6 Al comenzar la exposición Jesús hizo referencia directa a su persona: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (4:21).

Era el año agradable del Señor, que anunciaba que la era mesiánica había llegado; el reino de Dios se había hecho presente. Sin duda un eco del año del jubileo en Israel, un año esperado con ansiedad por muchos, que llegaba al final de cada período de siete años. En este año se recuperaban las propiedades perdidas, las deudas eran canceladas y los esclavos recuperaban su libertad (Levítico 25:10-13). Este año apuntaba tipológicamente a Jesús, quién vino a “pregonar libertad a los cautivos” (Lucas 4:18), no sólo para Israel, sino para toda la humanidad.

Los oyentes inicialmente se maravillaron de “las palabras de gracia que salían de su boca”, pero no podían entender que viniesen de Jesús, y se preguntaban: “¿no es éste el hijo de José?” Sin duda Jesús conocía a todos los presentes y ellos lo conocían a él; es posible que su madre y sus hermanos estuvieran presentes ese sábado. En un momento Jesús sintió que no lo seguían, y que estaban listos para cuestionar sus enseñanzas, provocarlo con proverbios y a exigirle que hiciera algún milagro, si realmente era el Mesías. No podían creer que aquél que había surgido de la pobreza y la humildad pudiese ser el Mesías. “No apreciaban el hecho de que la verdadera grandeza no necesita ostentación externa. La pobreza de ese hombre parecía completamente opuesta a su aserto de ser el Mesías. Se preguntaban: “Si es lo que dice ser, ¿por qué es tan modesto?”7

Muy viva, particularmente en esta época, era la esperanza mesiánica. Desde el exilio, al extinguirse la dinastía davídica en Jerusalén, y la trayectoria poco gloriosa de los que le siguieron, se había propagado la convicción de que Dios haría surgir un nuevo David que volvería a la nación el esplendor inicial. El término Mesías significa ungido en hebreo, y se aplicaba al rey, al cual se le ungía la cabeza con aceite en los ritos de entronización. Aunque no había unidad de criterio en cuanto a cuál sería la misión del Mesías, predominaba la idea de que vendría a liberar a su pueblo del yugo extranjero e inauguraría un período de paz y prosperidad para su pueblo. Al aplicarse esto a sí mismo, Jesús suscitó la sorpresa y la irritación de sus oyentes.

Para mayor disgusto de los presentes, Jesús relató lo que había pasado en los días de los profetas Elías y Eliseo, y al hacerlo, se identificó él mismo con los profetas. Elías fue enviado a auxiliar a una viuda, pero no de Israel, y Eliseo sanó a un leproso que resultó ser el comandante del ejército enemigo. Esto hizo enfurecer a los oyentes, porque parecía que Jesús estaba poniendo más interés en los gentiles que en su pueblo. Ellos esperaban que Dios liberara a Israel de los enemigos paganos, pero Jesús nada decía de ello; en cambio hablaba de la gracia, gracia para todos, inclusive para otras naciones, en lugar de gracia para Israel y juicio para los demás. La actitud de los oyentes en la sinagoga rápidamente cambió de admiración a enojo; finalmente lo echaron de la sinagoga, y desde un peligroso cortado cercano quisieron despeñarlo. Pero Jesús pasó en medio de ellos y se alejó del peligro. Después de este incidente, Jesús fue a Capernaum donde enseñaba los sábados, y allí la gente “se admiraba de su doctrina, porque su palabra era con autoridad” (Lucas 4:31-32).

Jesús estableció su centro de operaciones en Capernaum y desde allí viajaba a aldeas cercanas proclamando la llegada del reino de Dios. En su enseñanza insistía en el amor infinito de Dios por los más débiles y desvalidos, y prometía el perdón y la vida eterna a los pecadores siempre que su arrepentimiento fuera sincero. El énfasis de Jesús en la sinceridad moral más que en la observancia estricta del ritual judío provocó la enemistad de los fariseos, que temían que sus enseñanzas pudieran incitar a los judíos a rechazar la autoridad de la ley. Los escribas y doctores de la ley,8 se mostraban especialmente recelosos ante las actividades de Jesús, porque les quitaba muchos seguidores, a veces los desautorizaba, y porque se temían que podrían predisponer a las autoridades romanas en contra de una eventual restauración de la monarquía.

Jesús alimenta a una multitud

La alimentación de los cinco mil, es posiblemente el milagro más conocido de Jesús y el único que se encuentra registrado en los cuatro evangelios canónicos (Mateo 14:13-21Marcos 6:31-44Lucas 9:10-17 y Juan 6:5-15). Los discípulos habían regresado de la misión encomendada por Jesús (Marcos 6: 7-13, Lucas 9:1-6), “y le contaron al Señor todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado” (Marcos 6:30). A pesar de la creciente oposición de parte de los dirigentes religiosos, la fama de Jesús se extendía rápidamente. En cierto momento, Jesús decidió retirarse con sus discípulos a un lugar apartado, para descasar y tener tiempo a solas con ellos, “porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer” (Marcos 6:31). El lugar elegido por Jesús fue Betsaida, una ciudad situada a un kilómetro y medio al noreste del Marcos de Galilea. Es posible que no les haya sido fácil pasar desapercIbídos, aunque Galilea era una región bastante poblada. Según Josefo, el historiador judío, en ese pequeño territorio—65 kilómetros de norte a sur y 40 kilómetros de este a oeste— había 204 pueblos y aldeas.

Cuando la gente se enteró que Jesús y sus discípulos iban a cruzar solos el lago en una barca, se adelantaron, y cuando Jesús llegó al otro lado, muchos, que habían ido “a pie desde las ciudades” (Mateo 14:13), ya lo estaban esperando. Al encontrarse con la multitud, Jesús tuvo compasión de ellos, y “sanó a los que de ellos estaban enfermos” (Mateo 14:14). El evangelio de Marcos agrega, que al ver a la multitud Jesús “tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas” (Marcos 6:34). La situación de una oveja dejada sola es realmente grave, no sabe encontrar el camino, ni pastos, ni agua, y está indefensa ante los innumerables peligros que la acechan.

Evidentemente los líderes espirituales, y en particular los fariseos y los sacerdotes,9 que debían preocuparse por el rebaño, no lo alimentaban con la Palabra de Dios, sino que sus enseñanzas consistían en vanas repeticiones y tradiciones humanas. Como dijo Jesús, eran “ciegos guías de ciegos” (Mateo 15:14) que invalidaban el mandamiento de Dios para seguir sus tradiciones (Marcos 7:8). Si los líderes espirituales de la nación carecían de una visión espiritual, ¿cómo podrían alimentar a quienes estaban bajo su cuidado? No es de extrañar, por lo tanto, que Jesús viera a las multitudes como ovejas sin pastor.10 Y esas multitudes que seguían a Jesús, sentían sin duda, el anhelo por encontrar a un auténtico pastor; es por eso que seguían ávidamente a Jesús. No es de extrañarse que en medio del fervor nacionalista11 que reinaba, la gente comenzara a ver a Jesús como el Mesías, como el rey que esperaban y las multitudes lo seguían con entusiasmo. Lo que predominaba en el sentimiento popular, era un mesianismo político más bien que escatológico. Aún el justo y piadoso Simeón “esperaba la consolación de Israel” (Lucas 2:25).

La predicación y los milagros de Jesús, unidos al ministerio de sus discípulos, habían despertado las expectativas y anhelos profundos de las antiguas profecías que anunciaban la venida de un Mesías, que traería liberación y paz para el pueblo de Dios. Parecía que todo esto, finalmente, estaba a punto de cumplirse en Jesús, y por eso le seguían incansablemente. El día comenzaba a declinar; ya era pasado el medio día, por lo que se puede entender la preocupación de los discípulos. Se acercaron a Jesús para sugerirle que enviara a la gente a procurar alimentos en las poblaciones vecinas. La propuesta de los discípulos parecía razonable y lógica. Humanamente hablando era comprensible: el lugar estaba desierto, se acercaba la noche, y las provisiones de los oyentes eran sin duda insuficientes. La gente había venido en principio simplemente a oír a Jesús, y además ellos habían interrumpido los planes de un descanso merecido en la compañía de su maestro.

Pero para sorpresa de los discípulos, Jesús les dijo: “Dadles vosotros de comer”. No podían desentenderse de las necesidades de la multitud. “¿Que vayamos y compremos pan?” En esta respuesta de los discípulos vemos sus dificultades para estar a la altura de lo que el Señor les estaba pidiendo. No entendieron lo que Jesús les decía porque pensaban en términos humanos: “¿Que vayamos y compremos pan por doscientos denarios, y les demos de comer?” Estaban además reaccionando con incredulidad; no pensaban que lo que el Señor les decía fuera posible. Actuaron como los israelitas en el desierto: “Y hablaron contra Dios, diciendo: ¿Podrá poner mesa en el desierto?” (Salmo 78:19). Cuando Jesús dio la orden de alimentar a la multitud, los discípulos deberían haber sabido que les daría también el poder y los recursos necesarios para hacerlo. Es cierto que los discípulos nunca antes habían visto a Jesús hacer un milagro de esta magnitud, y ellos mismos, a pesar del éxito de su misión reciente, tampoco habían hecho nada parecido. Pero tenían que aprender a confiar en Jesús en cada nueva circunstancia y comprender que su poder no tenía límites.

Antes de que el Señor pudiera actuar en beneficio de las multitudes, era necesario que sus discípulos se dieran cuenta de su propia insuficiencia. No debemos olvidar que la venida del Reino se puede establecer solamente cuando el hombre reconoce su propia incapacidad y pide a Dios que actúe con su poder. Al mismo tiempo, la pregunta “¿Cuántos panes tenéis?” serviría para que se dieran cuenta de que cuando el discípulo coloca lo poco que tiene en las manos del Señor, él es capaz de multiplicarlo en forma milagrosa. Por esta razón, nunca debemos pensar que “somos poca cosa” cuando pensamos en el servicio para el Señor, porque en sus manos, aun el hombre o la mujer más sencillos, pueden ser un medio de bendición para muchos.

Y nosotros también debemos aprenderlo, porque con mucha facilidad miramos lo poco que somos o lo poco que tenemos y nos inunda el mismo pesimismo derrotista que a los discípulos. Debemos aprender que si nos ponemos en las manos de Cristo, él puede usarnos de forma maravillosa para traer esperanza y vida a muchos otros. Debemos echar fuera de nosotros esa forma de pensar que nos lleva a creer que puesto que hay cosas que no podemos hacer por nosotros mismos, no vale la pena ni intentarlo. Elena de White dice al respecto: “Muchos que son aptos para hacer una obra excelente, logran poco porque intentan poco. Miles de cristianos pasan la vida como si no tuvieran ningún gran fin que perseguir, ni ningún ideal elevado que alcanzar. Una razón de esto es la baja estima en que se tienen a sí mismos. Cristo pagó un precio infinito por nosotros, y quiere que estimemos nuestro propio valor en conformidad con dicho precio”.12

Los discípulos le informaron que sólo contaban con cinco panes y dos peces. Jesús entonces les mandó que hiciesen recostar a todos por grupos. A pesar de que los discípulos no habían estado a la altura de lo que el Señor les había mandado, sin embargo, no por eso los desechó, sino que siguió contando con ellos; les dio el privilegio de ser sus colaboradores y de repartir el pan bendecido. Levantando los ojos al cielo invocó la bendición para que esa provisión mínima pudiera ser suficiente para alimentar a la multitud. Era al mismo tiempo una lección gráfica para sus discípulos y para la multitud, indicándoles que el poder siempre viene de lo alto, que con la bendición de Dios lo difícil se hace posible.

La multiplicación de los panes y los peces fue una maravillosa manifestación del poder creador del Señor Jesús. A partir de una minúscula provisión, después de haberla bendecido, la repartió a la multitud en forma aumentada. Lo que al final sobró, doce canastas llenas, era mucho más que la provisión inicial con la que habían comenzado.

Es fácil entender por qué la gente se entusiasmó con el milagro; la expectativa popular era que el Mesías vendría como un segundo David y que ocuparía el trono de Israel, liberaría a su pueblo del poder extranjero que los dominaba y así traería paz y prosperidad sin límites. Esta expectativa se observa cuando Juan el Bautista contestó a los emisarios de Jerusalén, que vinieron a preguntarle quién era, les dijo sencillamente: “Yo no soy el Cristo [el Mesías]” (Juan 1:20). Andrés encontró a su hermano Pedro y le dijo: “Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)” (Juan 1:41). El ángel que le dio a María la noticia de que sería la madre del Mesías, le dijo: “Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Éste será grande, y será llamado hijo del altísimo; y el Señor le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:31-33). Aún la mujer samaritana junto al pozo, sabía que el Mesías iba a venir (Juan 4:25). Y sin duda el mismo sentimiento estaba presente en la multitud que presenció el milagro del pan y de los peces.

El entusiasmo de sus seguidores les llevó a actuar, y allí mismo quisieron “arrebatarle y hacerle rey” (Juan 6:15). Desde su punto de vista nacionalista, había llegado la hora. Habría sanidad para los enfermos y pan para los necesitados. Dios se había acordado de su pueblo; pronto serían libres. Percibiendo Jesús sus intenciones y que sus intereses eran únicamente materiales, les dijo: “De cierto de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis. Trabajad, no por la comida que perece, sino por la que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del hombre os dará” (Juan 6:26-27). Al oír la palabra “trabajar” preguntaron qué debían hacer, en qué consistía ese trabajo para poner en práctica las obras de Dios, qué esperaba Dios. Es probable que pocos entendieran la respuesta de Jesús debido a la mentalidad legalista a que estaban acostumbrados, les dijo: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado” (Juan 6:29).

Lo seguían por el concepto equivocado que tenían del Mesías: Jesús sanaba a los enfermos y alimentaba a las multitudes, ¿qué más querían que eso? Como si no hubiera sido suficiente señal el pan multiplicado que habían comido, le pidieron señales a Jesús. Hicieron referencia al maná que había caído milagrosamente en el desierto, sin duda insinuando que esperaban que Jesús hiciera una señal similar a la de Moisés. El maná, que los sustentó en su peregrinaje por el desierto, había sido un símbolo de algo mucho mayor. Pero el Señor les dijo: “De cierto de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, más mi Padre os da el verdadero pan del cielo” (Juan 6:32). Y enseguida agregó: “Yo soy el pan de vida”.

La expresión “el pan de vida” habla de la preexistencia de Jesús. Él es el verdadero pan que “descendió del cielo”, expresión que aparece ocho veces en su discurso (Juan 6:33, 38, 41-42, 46, 50-51, 58). Él no fue creado; existió siempre. El que descendió del cielo era el Verbo de Dios, y el Verbo era Dios, quién “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Siete veces en el evangelio de Juan se registra que Jesús usó la expresión “Yo soy”, que enfatiza una existencia propia, independiente, que sólo Dios posee.

El pan es un sinónimo de alimento, lo que nutre y da vida, y al equiparase con el pan, Jesús está diciendo que es esencial para la vida; se presentó como el verdadero, como el único que puede satisfacer para siempre las necesidades del alma: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan 6:35). “El Espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Jesús no está hablando de la vida física y temporal, sino de la vida eterna. Está hablando en el contexto de lo acontecido el día anterior cuando milagrosamente proveyó pan material, y quería que entendieran que Jesús estaba interesado en otro nivel, el espiritual, eterno, que sólo se podía lograr alimentándose de pan espiritual, del mismo enviado de Dios.

Comer su carne y beber su sangre

Jesús continuó diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida” (Juan 6:54-55). Estas palabras de Jesús han causado discusión y controversia a través de la historia de la iglesia. En la teología católica estas palabras se toman literalmente y se asocian con la última cena. En base a ello han desarrollado el concepto de “transubstanciación”, es decir, que cuando el sacerdote eleva la ostia y la bendice, misteriosamente esta cambia de substancia: lo que era pan ya no es más pan, sino es literalmente el cuerpo de Cristo, aunque siga teniendo la apariencia de pan, y sepa a pan.13

Y no es de sorprenderse, porque la gente que escuchó a Jesús hablar de comer su carne y beber su sangre encontraron que eran palabras duras; no pudieron captar la enorme verdad espiritual que el Señor estaba presentando, y muchos lo abandonaron. Pero cuando uno presta atención al contexto nota inmediatamente que Jesús con frecuencia usaba metáforas, lenguaje figurado para expresar verdades que quería resaltar. Notemos algunos ejemplos que él: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12); “Yo soy la puerta” (Juan 8:9); “Yo soy el camino” (Juan 14:6); “Yo soy el buen pastor” (Juan 10:11); “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos” (Juan 15:5); comparó su cuerpo con un templo (Juan 2:19:21); una vida transformada con agua viva (Juan 4:14), y a los discípulos los comparó con la sal (Mateo 5:13), y la luz (Mateo 5:14). Habló de la “levadura de los fariseos”, que no tenía que ver con pan, sino “con la doctrina de los fariseos y saduceos” (Mateo 16:12).A nadie jamás se le ocurriría tomar literalmente estas expresiones y pensar que Jesús era una puerta literal, o un camino por donde se podía caminar, o un pastor cuidando ovejas reales en el desierto, o una planta. ¿Por qué entonces tomar literalmente sus palabras cuando se comparó con el pan, e insistir que se refieren literalmente a su cuerpo?

Por lo tanto cuando Jesús habla de comer su carne y beber su sangre usa un lenguaje figurado para enseñar una verdad espiritual que aclara más adelante: “El Espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Aquí el señor llama la atención a la importancia de su Palabra. Ya había dicho: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Si alguno de los oyentes de Jesús hubiera estado familiarizado con el Antiguo Testamento, sin duda hubiera podido percibir el paralelismo existente entre las palabras de Jesús y lo escrito por el profeta Jeremías: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó en mí, oh Jehová de los ejércitos” (Jeremías 15:16). Jesús dice que la única seguridad de sus hijos está en permanecer en él mediante el estudio serio de su Palabra. “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Juan 6:56). Elena de White resumió en forma sucinta qué significan las palabras de Jesús: “Comer la carne y beber la sangre de Cristo es recibirle como Salvador personal, creyendo que perdona nuestros pecados, y que estamos completos en él… el alimento no puede beneficiarnos a menos que lo comamos.… Así también Cristo no tiene valor para nosotros si no le conocemos como Salvador personal. Un conocimiento teórico no nos beneficiará”.14

El anuncio del Reino de Dios

“La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado…” (Lucas 16:16). Jesús no quiso decir que la ley y los profetas quedaron descontinuados. Simplemente que la ley y los profetas del Antiguo Testamento habían sido la palabra final de Dios hasta que llegó Jesús proclamando el arribo del reino de Dios, como el cumplimiento de lo anunciado por los profetas. La llegada del reino de Dios era prominente en la predicación del precursor de Jesús: “En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:1-2). El tema del reino de Dios fue también central en la predicación y enseñanza del Señor Jesús. Nos dice la Escritura que “Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios” (Marcos 1:14). En realidad la palabra “reino” se encuentra 221 veces en el Nuevo Testamento (52 veces como “Reino de Dios;” 31 veces como “reino de los cielos”, y 138 veces como “reino”). Sin duda Jesús centró su enseñanza sobre este motivo porque resonaba con una esperanza largamente acariciada por el pueblo de Israel. Por siglos habían esperado la venida un rey de la línea de David que derrotaría a los enemigos y les devolvería la autonomía nacional.

Esta esperanza, sin embargo, estaba más bien arraigada en la idea la de un mesianismo político, liberador, que en un reino escatológico. Veamos algunos ejemplos de esta esperanza entre el pueblo judío: “Simeón, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel” (Lucas 2:25); el domingo de la resurrección, los discípulos que se dirigían a Emaús le dijeron a Jesús cuando se unió a ellos: “[Nosotros] Esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21); durante la entada triunfal de Jesús a Jerusalén, la multitud gritaba entusiasmada, mientras agitaba hojas de palmas: “Bendito el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel” (Juan 12:13); cuando Jesús sanó a muchos enfermos y alimentó a una multitud de cinco mil personas con cinco panes y dos peces, la gente se entusiasmó y quisieron tomarlo por la fuerza y “hacerle rey” (Juan 6:15), era evidente que el día largamente esperado había llegado finalmente. Es notorio que cuando Jesús se reunió con sus discípulos en Galilea, antes de ascender al cielo, que ellos le preguntaran, “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6).

Jesús quería ayudar a sus oyentes a elevar la mirada más allá de lo temporal, hacerles ver que todo lo que los profetas habían anunciado apuntaba a algo mayor que lo material. Que si bien el reino que él anunciaba no era de este mundo (Juan 18:36), sí comenzaba en este mundo, no doblegando a los enemigos y restableciendo la soberanía de Israel, sino entronizando los principios divinos en los corazones humanos, en anticipación del establecimiento definitivo y eterno del reino de Dios más allá de la historia. Jesús enfatizó la naturaleza de su reino como teniendo dos dimensiones, una presente (aunque no terrenal) y otra futura. Enseñó a sus discípulos a pedir por el reino venidero: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga tu reino” (Mateo 6:10). Durante la última cena con ellos les dijo “Oseas digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (Lucas 22:18). Pero también expresó que el reino de Dios es ya una realidad presente. Cuando algunos fariseos le preguntaron cuándo vendría el Reino de Dios, Jesús les dijo: “El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 17:20-21).

En otra ocasión, cuando Jesús sanó a un endemoniado, ciego y mudo, “toda la gente estaba atónita, y decía: ¿Será éste aquel Hijo de David?” (Mateo 12:23). Pero algunos fariseos que estaban presentes, decían “Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios”. El Señor Jesús les respondió diciendo que lo hacía con la autoridad del Espíritu de Dios, y siendo que era así, “ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (v. 28). En realidad el reino de Dios ha sido inaugurado, ya está presente, aunque todavía no en todo su esplendor; será consumado en momentos de la segunda venida de Cristo.

El momento decisivo, la batalla decisiva en la lucha entre el bien y el mal tuvo lugar en la cruz; la guerra ya fue ganada pero la confrontación no terminó todavía. La consumación, el reino en su total plenitud será una realidad en la segunda venida de Cristo. El apóstol Pablo, quién recibió el evangelio “por revelación de Jesucristo” (Gálatas 1:12), expresó muy claramente la dimensión presente del reino de Dios, cuando escribió: “Con gozo dando gracias a Dios que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual os ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:12-13). El discípulo amado expresó las dos dimensiones del reino de Dios, el ya pero no todavía, en su primera carta: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios… Amados ahora [ya] somos hijos de Dios, y aún [todavía] no se ha manifestado lo que hemos de ser. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es” (1 Juan 3:1:2).

Conclusión

Cuando Jesús inició su ministerio público en Galilea, lo hizo predicando acerca del reino de Dios. Los judíos habían esperado por generaciones que surgiera un nuevo rey de la descendencia de David, que restablecería el reino de Israel. El concepto del reino de Dios que predicaba Jesús, era mucho más amplio que la esperanza que abrigaba el pueblo. Era un reino donde reinaría la justicia, y donde el mal en todas sus dimensiones sería erradicado. Cuando Adán pecó, el tentador se convirtió, según las palabras de Jesús, en “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31). Esto creó una dolorosa distancia entre el cielo y la tierra; la raza humana se encontró separada de su Creador. Pero Dios, en su misericordia, puso en marcha un plan de rescate basado en la intervención de un sustituto, alguien que tomaría el lugar de Adán y resolvería su fracaso. La solución traída por Jesús, expresada en el concepto del reino de Dios, tenía dos momentos, uno presente y uno futuro. En realidad el reino fue inaugurado un viernes a las tres de la tarde, en las afueras de Jerusalén, cuando el Señor, pendiendo de la cruz, exclamó: “Hecho es” (Juan 19:30). En ese momento “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). Elena de White expresó esta misma verdad de la siguiente manera: “En la cruz del Calvario pagó el precio de la redención de la raza humana. Y así ganó el derecho de arrebatar a los cautivos de las garras del engañador”.15 “[Jesús] Se apoderó del mundo sobre el cual Satanás pretendía presidir como en su legítimo territorio. En la obra admirable de dar su vida, Cristo restauró a toda la raza humana al favor de Dios”.16 El reino que inauguró en la cruz, encontrará su total consumación en momentos de la segunda venida de Cristo, cuando vendrá como “rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16), y establecerá definitivamente su reino que “permanecerá para siempre” (Daniel 2:44).

Cuando aceptamos a Cristo nos convertimos en ciudadanos del reino de Dios, porque por la gracia de Dios somos “trasladados al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). Estamos ya en el reino, pero todavía no vemos su gloria. Este privilegio va acompañado con el desafío de vivir como ciudadanos del reino, de vivir conforme a los principios divinos de ese reino. Algunos principios del nuevo reino están mencionados por el apóstol Pablo, los que bien valdría la pena leerlos con frecuencia:

Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos. Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos. La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales. Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él (Colosenses 3:1-16).

Preguntas de estudio

  1. ¿Por qué Mateo habla de Galilea como “Galilea de los gentiles” (Mateo 4:15)?
  2. ¿Por qué Jesús comenzó su ministerio en Galilea y no en Jerusalén donde estaba el centro religioso de la nación?
  3. ¿Cuál era la función de la sinagoga en la sociedad judía en tiempos de Jesús?
  4. Explique por qué en la sinagoga de Nazaret la audiencia rechazó a Jesús y sus enseñanzas?
  5. Explique por qué Jesús centró su ministerio en Capernaum.
  6. ¿Por qué escogió Jesús el concepto de “el reino de Dios” como el tema central en sus enseñanzas?
  7. ¿Cómo demostraría usted que el ministerio de Jesús tuvo una intención universal, no limitada a los judíos?
  8. ¿Qué significa “comer la carne y beber la sangre” del Hijo de Dios?
  9. ¿Por qué los líderes religiosos se opusieron tan resueltamente al ministerio de Jesús?
  10. ¿Qué implica, en la vida práctica de un cristiano, el concepto de “ya, pero no todavía” del reino de Dios?

Bibliografía sugerente para profundizar

Barclay, William. Comentario al Nuevo TestamentoMateo. Barcelona: Editorial Clie, 1995.

Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento: Marcos. Barcelona: Editorial Clie, 2009.

Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento: Lucas. Barcelona: Editorial Clie, 1994.

Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento: Juan. Barcelona: Editorial Clie, 1996.

Carro, Daniel. Comentario Bíblico Nuevo MundoMateo. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 1993.

Cevallos, Juan Carlos. Comentario Bíblico Nuevo Mundo: Lucas. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2007.

Cevallos, Juan Carlos. Comentario Bíblico Nuevo Mundo: Juan.. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2004.

Hendricksen, William. Comentario Bíblico Nuevo MundoMarcos. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2012.

Nichol, Francis D. ed. Comentario Bíblico Adventista, Vol. 7-A. Comentarios de E. G. de White. Buenos Aires: ACES, 1978.

Nichol, Francis D. ed. Comentario Bíblico Adventista. Vol. 5, Mateo a Juan. Buenos Aires: ACES, 1984-92.

Veloso, Mario. Comentario del Evangelio de Juan. Boise, ID.: Pacific Press, 1997.

White, Elena de. El deseado de todas las gentes.

White, Elena de. Palabras de vida del gran maestro.

White, Elena de. El discurso maestro de Jesucristo.


1 Judea, la zona del sur, estaba menos poblada y era más pobre que Galilea, pero allí se encontraba Jerusalén, la capital, el Templo, centro de la religiosidad judía, y el Sanedrín, el centro político de la nación. Allí en el templo se suponía la presencia directa de Dios en medio de su pueblo. Diariamente, mañana y tarde, se ofrecían sacrificios a Dios en nombre de toda la nación; los fieles concurrían para ofrecer sacrificios y ofrendas personales de petición, de perdón o de acción de gracias durante todo el día. Tres veces al año, la Pascua, Pentecostés y Tabernáculos (al fin de las cosechas), eran muchos los que peregrinaban desde los distintos rincones del país hacia Jerusalén para celebrar las fiestas y alegrarse juntos por los favores divinos. Los sacerdotes, descendientes todos de la tribu de Leví, se mantenían de las ofrendas de los fieles, del pago de diezmos y de diversos impuestos. En tiempos de Jesús, podían haber hasta siete mil levitas, para atender tolo lo relacionado con el templo. En general eran gente pobre, vivían de las ofrendas y de oficios que buscaban por su cuenta. Las grandes familias sacerdotales, es decir, las vinculadas al sumo sacerdote, controlaban el comercio que se desarrollaba a expensas del Templo.

2 En cuestión de autogobierno, el Sanedrín era la institución más importante de la sociedad judía, con autoridad para todos los asuntos internos, aunque los ocupantes romanos podían limitar cuanto quisieran sus funciones. El sumo sacerdote presidía esta poderosa institución.

3 En esa misma región los esenios tenían en Qumrán, una comunidad monástica a orillas del Marcos Muerto. Esperaban la venida del Mesías, quién restablecería la justicia, pondría fin al pecado y restauraría la independencia a Israel. Formaban una secta que había roto con el sistema político y religioso de la nación. Vivían en comunidades cerradas, dentro y fuera de las poblaciones. Eran muy estrictos en la observancia de las Escrituras.

4 En esa época una parte importante de la nación judía vivía ya en la diáspora, esparcida por las tierras del imperio. Estas comunidades se reunían en torno a sus sinagogas, donde leían la Escritura traducida al griego, tenían sus propios maestros e intentaban dialogar con la cultura grecoromana en la que se hallaban inmersos. Solo se hallaban relacionados con el centro religioso de Jerusalén mediante el pago de un impuesto anual para el sostén del templo.

5 Los rabinos o “maestros de la ley” solían ser fariseos. La palabra “fariseo” significa “separado”. Eran hombres piadosos que conocían bien la Ley y la cumplían rigurosamente. Predicaban una religión de un extremo formalismo, basada en sus tradiciones. Por eso le preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos?” (Mateo 15:2). Le atribuían la misma autoridad a la ley oral, la tradición de los ancianos que a la Palabra de Dios escrita. Ejercían mucha influencia entre el pueblo. Los fariseos querían estar separados de los impuros, es decir, de los que no conocían la ley ni la cumplían. Eran nacionalistas y hostiles a los romanos, pero no usaban la fuerza, sino que esperaban a un Mesías que establecería el reino de Dios echando a los romanos del país. Se consideraban el remanente de Israel y creían en la resurrección de los muertos y en el mundo venidero. Debido a su empeño por vivir según la voluntad de Dios, gozaban de mucha autoridad moral ante el pueblo. Se esforzaban por conocer bien las Escrituras y enseñarlas en las sinagogas y lugares de estudio. En contraste con los saduceos, los fariseos eran en su mayoría artesanos de la clase media, y por lo tanto estaban en contacto con la gente común.

6 La idea de enseñar sentado sobrevive en la expresión “sentar cátedra” (para “ hablar con autoridad”). La palabra “cátedra” se usa para designar la silla del catedrático o profesor.

7 White, El deseado de todas las gentes, 200.

8 Los escribas eran originalmente eran copistas o amanuenses que se dedicaban a copiar las Escrituras. Eventualmente podían llegar a ser doctores e intérpretes de la ley. Así ejercían una gran responsabilidad y tenían mucha influencia. Las palabras más duras que pronunció Jesús fueron contra este grupo y contra los fariseos, que siempre se oponían a sus enseñanzas. “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste a los pecadores recibe, y con ellos come” (Lucas 15:1:2). “En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; más no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas…¡Hay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros” (Mateo 23:2-4:15).

9 La aristocracia, junto con la élite sacerdotal, constituían la clase alta del país. Grandes propietarios y muchos de ellos eran saduceo, colaboraban políticamente con el poder romano, intentando mantener el orden público. Pueden considerarse como los menos religiosos de los distintos grupos, evidenciado en el hecho de que no creían ni en el reino venidero ni en la resurrección. Parecían estar más ocupados con la política que con la religión. Por colaborar con Roma y ser la clase privilegiada, veían a Jesús como un revolucionario peligroso, que podía provocar la intervención de Roma. No podían entender cómo Jesús era “amigo de publicanos y de pecadores” (Lucas 7:34).

10 En tiempos de Jesús se había desarrollado en Palestina una sociedad de clases, dirigida por una elite religiosa arrogante,que degeneró en desprecio por el pueblo llano. Jesús habló claramente a “aquellos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los demás” (Lucas 18:9). Despreciaban a la gente común, a la que llamaban “la gente de la tierra”, o sea las personas sin instrucción, sin conocimiento de la ley y de las tradiciones. Se encontraban en la misma categoría con quienes no cumplían con todos los detalles de la ley. La “gente de bien”, con respecto a Jesús mismo se preguntaban: “¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes, o de los fariseos? Mas esta gente que no sabe la ley, maldita es” (Juan 7:48, 48). Sin embargo, se preguntaban acerca de Jesús: “Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?” (Juan 7:15). En esta categoría de la gente de la tierra se encontraban los pobres, los publicanos, los samaritanos, los extranjeros, las prostitutas, los enfermos, los pastores de ovejas y las mujeres.

11 Los más fervorosos nacionalistas eran los zelotes, nombre que significa “celosos de Dios”. Los zelotes formaban un movimiento extremista y armado. Pertenecían a las clases sociales más pobres del pueblo (agricultores, jornaleros, pescadores). No se enfrentaban directamente con el ejército romano, sino que organizaban revueltas y asesinatos terroristas aprovechando las reuniones masivas. Generalmente contaban con el apoyo de las clases populares. El objetivo de los zelotes era lograr la independencia de Israel mediante la lucha armada. Formaban un grupo intransigente y militante. Uno de los doce discípulos, “Simón llamado Zelote” (Lucas 6:15), evidentemente había pertenecido a esta organización antes de su encuentro con Jesús.

12 White, Mensajes para los jóvenes, 190.

13 Esta enseñanza se constituyó en un dogma de la Iglesia Católica en el año 1215 d.C., durante el pontificado del papa Inocente III. Al comienzo mismo de la Reforma Protestante en el siglo XVI hubo un fuerte entredicho entre dos de los primeros reformadores, Lutero y Zwinglio. Lutero insistía en la presencia real de Jesús en el pan; el pan seguía siendo pan, pero su unía la presencia real de Jesús. La palabra que él usó para describir lo que sucedía con el pan una vez bendecido fue “consubstanciación”. En la eucaristía coexisten la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo con la sustancia del pan y del vino. Zwinglio, por otro lado, insistía que se trataba de un símbolo, no de una realidad física, sino espiritual.

14 White, El deseado de todas las gentes, 353.

15 White, Mensajes selectos, 1:364.

16 Ibíd., 402.