Declaración de objetivos
Esta lección se propone:
- Explorar las enseñanzas fundamentales del llamado, “Sermón del Monte”.
- Comprender la intención de la ley de Dios según Jesús, comparándola con las creencias populares de su tiempo
- Observar las diferencias entre el “Reino de Dios” predicado por Jesús y las expectativas mesiánicas de su entorno.
Introducción
Las tensiones entre las enseñanzas de Jesús y la religión de Israel, tal como era practicada en su tiempo, afloran en todo el Nuevo Testamento, pero se registran de manera más directa en los cuatro Evangelios. En este capítulo, abordamos de manera especial el llamado “Sermón del monte”, uno de los textos más importantes sobre las enseñanzas ética-teológicas de Jesús, centrándonos concretamente en las bienaventuranzas y en dos temas teológicos fundamentales predicados por Jesús: el sentido de la ley de divina y el concepto de “reino de Dios”.
El sermón del monte (Mateo 5:1-7:29)
Aunque los tres evangelios sinópticos reportan el notorio sermón del monte, es el primero el que más relevancia da a las enseñanzas de Jesús en esta ocasión, en términos de extensión. Este es el primero de cinco sermones reportados por Mateo, intercalados por diferentes narrativas.1
Este primer sermón, dirigido a la multitud y a los discípulos (Mateo 5:1; Lucas 6:20) está constituido por tres grandes partes: la primera presenta las características de los ciudadanos del reino de los cielos (Mateo 5); la segunda expone los principios correctos necesarios para la vida de los súbditos del reino (Mateo 6); y la tercera recuerda los privilegios y responsabilidades de los ciudadanos del reino (Mateo 7).
Las enseñanzas de Jesús se pueden agrupar en tres tipos: enseñanzas a través de acciones, enseñanzas veladas (parábolas) y enseñanzas directas (preceptos). En este sermón predominan claramente las enseñanzas directas.
Preludio: Las bienaventuranzas (Mateo 5:1-16)
La primera palabra de las bienaventuranzas es: “Felices…” Jesús empieza su mensaje hablando de felicidad, un insólito preludio2 dirigido a un pueblo oprimido, a una multitud en la que abundan los hambrientos y los enfermos, en la que no faltan quienes lloran o quienes sufren víctimas de la injusticia. Hay quienes se sorprenden de que Jesús empiece así un sermón en el que va a hablar de ley y de justicia. Pero es natural que el enviado del Dios de amor empiece hablando a su pueblo de felicidad.
Jesús sabe que en su auditorio hay oyentes bien distintos: en un extremo se encuentra la gran mayoría, el pueblo llano (am ha aretz), desgraciado, que teme la ley, por sentirse fácil víctima y transgresor de sus severas exigencias; y en el otro extremo, un sector muy minoritario, el de los ricos saduceos, que afirma que la pobreza es el “castigo” divino que los pobres merecen, del mismo modo, que la riqueza de la que disfrutan las clases altas es el signo de la bendición divina, no teniendo Dios otra forma de retribuir a los seres humanos que en esta vida. A unos y otros condenan los fariseos, que se tienen a sí mismo como los más religiosos, para quienes la observancia de la ley es un verdadero motivo de jactancia frente al resto de la población pecadora. Su rigidez y aparente escrupulosidad en la obediencia de la ley y de las tradiciones que la rodean, les vale, entre los pobres transgresores, cierta consideración y autoridad. Si la ley es el camino para alcanzar la salvación, los fariseos van en cabeza. Su religión es, visiblemente, la religión de la exigencia y de la norma. La fórmula rabínica “Dios santifica mediante los preceptos”, comprendida de un modo legalista, hace depender la santificación de las obras humanas. Ante estas expectativas, ¿cómo va Jesús a hacer sentir la necesidad de la gracia si primero su auditorio no toma conciencia de las profundas exigencias de una ley que tan fácilmente transgredimos? ¿Qué clase de felicidad puede prometer este maestro a unos y otros, en un mundo tan injusto y complejo como el nuestro?
Jesús introduce su sermón con ocho bienaventuranzas (Mateo 5:3-12) que han sido consideradas, junto con los diez mandamientos, como una expresión de la voluntad divina, con las que Jesús revela los valores prioritarios de su enseñanza.3
Esta porción de las Escrituras ha sido explicada de diversos modos por diferentes escuelas de interpretación. Para algunos, en este pasaje Jesús presenta el programa de su reino, introduciendo la nueva ley de Cristo (nova lex Christi) que promueve la ética de su gobierno con normas referentes al comportamiento del cristiano (interpretación moralista).4 Otros, entienden que el sermón ha sido escrito para desanimarnos a conseguir por nuestros propios esfuerzos los ideales presentados, de modo que comprendamos que la única manera de alcanzar estos absolutos es a través de la justicia de Cristo y de su gracia (interpretación luterana).5
Ninguna de las dos interpretaciones parece hacer justicia completamente al sentido del texto. Entendemos que las palabras de Jesús, presentando un ideal muy elevado que no es nada fácil alcanzar, no representan la voluntad de dar una ley nueva (Mateo 5:17-18), ni tampoco un mensaje disuasorio contra la buena voluntad humana. Precisamente las bienaventuranzas expresan más bien la invitación de Jesús a ir más allá del sentido legal de la ley y a entregarse totalmente, mediante la acción, en la búsqueda del reino de Dios, sabiendo que Dios ha abierto el camino hacia él.
La palabra “felices” (makarioi) no indica aquí una satisfacción pasajera, sino un gozo profundo y total del ser, que describe la actitud de levantar cabeza, de ponerse en camino hacia el reino, de seguir adelante con determinación y con gozo.
1. “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). El término “pobres” utilizado aquí define los “mendigos” de Espíritu, es decir, aquellos que se sienten pobres, dependientes, que reconocen su pobreza y desean enriquecerse espiritualmente. Para ellos es el reino de los cielo, es decir que el camino hacia el reino de Dios comienza cuando reconocemos nuestra necesidad espiritual. En camino hacia el reino están aquellos que se sienten necesitados espiritualmente.
2. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). Se trata del llorar, del penar y sufrir provocado por la condición humana caída: nuestro encuentro con Dios nos sensibiliza al pecado y esto provoca el contraste entre el ideal del reino de Dios y lo lejos que estamos de ese ideal en el contexto de nuestra vida cotidiana bajo el pecado. Los que lloran por este desfase están en camino hacia Dios y reciben consolación de su parte.
3. “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5). El término griego para “manso” (praeis) define a los que toleran, aguantan, los que se dominan para no devolver los golpes recibidos y renuncian a ser tan agresivos como los demás. Ser manso es la actitud no violenta que Dios propone para vencer la violencia del otro. La promesa de Dios para ellos es la herencia de la tierra, obtenida no por una conquista a la fuerza sino por el testimonio y la solidez de la mansedumbre.
4. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). En el camino del Reino están los que sienten la necesidad de la justicia divina. Esta justicia no se puede obtener por uno mismo, sino que es dada gratuitamente por Dios y recibida a través de nuestra relación con Él. La noción de “justicia” (tsedek, heb.), que está en el trasfondo de esta palabra, reúne a la vez el significado de equidad y el de compasión. A los que suspiran por ese tipo de justicia Dios les saciará con su justicia.
5. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7). En marcha hacia el Reino de Dios están los solidarios, aquellos que simpatizan y se identifican con el prójimo doliente, es decir los que tienen una actitud de compasión en su corazón hacia el prójimo sufriente o necesitado. En la Biblia, la misericordia es un atributo divino. A los que son misericordiosos Dios les otorgará su misericordia.
6. “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). La expresión “limpio de corazón” describe literalmente a los que son puros en el fondo de su ser, es decir, los que son puros en la fuente de sus intenciones, de sus sentimientos y de sus acciones. Esta limpieza de corazón es la cualidad requerida para estar en marcha hacia Dios, aspirando a una conducta recta, a una personalidad auténtica, honesta y transparente, que es el requisito para ver a Dios.
7. “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Los pacificadores son aquellos que promueven la paz, la armonía y el entendimiento entre los seres humanos. Dios, siendo el gran Artífice de la paz, ha reconciliado al ser humano consigo mismo y con el prójimo a través del don de su Hijo. En camino hacia su Reino están aquellos que desean reflejar el carácter de Dios siendo pacificadores, es decir viviendo el ministerio de la reconciliación (cf. 2 Corintios 5:18-20).
8. “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:10). En camino hacia Dios están aquellos que son víctimas de persecuciones debidas a su compromiso por seguirle poniéndose de parte de su justicia, cuando la persecución es la consecuencia de la elección de vivir con Dios y de hacer su voluntad. Aquellos que sufren estos acosos recibirán el reino de los cielos.
Las bienaventuranzas terminan reforzando la idea paradójica de que el cristiano, a pesar de las diferentes formas de sufrimiento que va a padecer por seguir los caminos de Dios, un día se alegrará y gozará de vivir lo que los profetas y Cristo vivieron. De momento, sus seguidores tienen la misión de ser “sal de la tierra (Mateo 5:13), y “luz del mundo” (Mateo 5:14-16).
Cristo y la ley: la enseñanza de Jesús frente al fariseísmo (Mateo 5:17-6:18).
Los fariseos que escuchan a Jesús sin duda se preguntan: “¿Qué va a decir este joven maestro que no sepamos? ¡No se le ocurrirá abolir, o suavizar las exigencias de la Torah! O la confirma o lo denunciamos por falso profeta”. Por eso Jesús, que vive a la escucha del corazón humano, responde, de entrada, a sus preguntas tácitas: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir, porque de cierto os digo que antes que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:17-18). Nadie tiene autoridad para alterar la ley, ni siquiera Dios, puesto que eso sería contradecirse a sí mismo. “De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; pero cualquiera que los cumpla y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos” (Mateo 5:19).
“No he venido a abrogar la ley” (5:17-20)
Jesús prosigue su discurso. No ha venido a abrogar la ley divina porque esta ley es necesaria: es la norma de funcionamiento que el Creador revela a sus criaturas para proteger su existencia en esta tierra. Es inseparable del pacto ofrecido por un Padre que quiere lo mejor para sus hijos. Forma parte de la conciencia moral incorporada a nuestra propia esencia, y nos recuerda, desde fuera, los deberes que fácilmente dejamos de respetar y obedecer desde dentro. El espíritu de la ley es eterno como Dios, y permanente, como él quisiera que fueran nuestros compromisos. Si la ley es la protectora de nuestro bien y la defensora de la verdad, ¿podría alguien abolir la verdad, o desautorizar al bien? ¿Puede llegar un tiempo, unas circunstancias, o una dispensación tal, en que la verdad deje de ser verdad y donde el bien deje de ser bueno? Para ello el ser humano tendría que dejar de ser humano y Dios tendría que dejar de ser amor (1 Juan 4:8).
Jesús insiste, para que quede bien claro: “No he venido a abolir, sino a cumplir” (Mateo 5:17). Esta declaración inapelable muestra que Jesús comparte la fe de su pueblo en la inmutabilidad de la ley.6 Más aún. El verbo griego pleróo, traducido aquí por “cumplir”, significa “llevar a su fin”. Es sobre todo “llenar”, “colmar”, “llevar a su perfección” una cosa.7 Jesús manifiesta su intención de llevar la ley a su plenitud de la misma manera que se llena una medida.8 Hasta los teólogos más liberales tienen que reconocerlo: Jesús no rompe con la Ley que Dios había dado a su pueblo en el Monte Sinaí. No la anula ni la menosprecia. Jesús va al fondo de una Ley que es la especificación de cómo poner en práctica la voluntad divina.9
“Oísteis que fue dicho”: Jesús intérprete de la ley (5:21-48)
Conocedor de las desviaciones humanas en la comprensión de la revelación divina, Jesús dedica un gran esfuerzo a interpretar la ley y a rectificar errores. “Por tanto, os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 5:20). Jesús piensa en las interpretaciones tradicionales de la Torah. Porque toda ley necesita ser interpretada. Los reglamentos de aplicación, parte orgánica de todo ordenamiento jurídico, son los que permiten pasar de lo general a lo particular, del código teórico a la realidad concreta de la vida, de los ideales a los actos. Pero Jesús tiene su propia interpretación, que revela, tras las normas de la ley, los principios en que éstas se basan y pone de relieve sus implicaciones.
En nuestra vida espiritual y moral los seres humanos podemos guiarnos por diversos criterios, que van desde los mínimos hasta los ideales. De cara a la voluntad divina, expresada en su ley, podemos aferrarnos a “la letra que mata” o buscar “el espíritu que vivifica” (2 Corintios 3:6). Podemos contentarnos con una mera obediencia exterior de la norma, basada en acciones visibles que tienen como fin solamente el cumplimiento de una tarea o regla, o buscar una obediencia espiritual, interior, que brota del corazón, y que busca entender e interiorizar lo que el espíritu nos inspira. Podemos entregar al templo o a los pobres una parte superflua de nuestros bienes y cumplir con la letra de la ley, o entregarnos nosotros mismos completamente a Dios viviendo el espíritu de la ley.
De una ley de mínimos a una conducta basada en ideales
- Frente a la visión jurídica de la ley, imperante en los círculos del poder, Jesús propone una visión ética de base espiritual. Su principal interés es poner de relieve los altos ideales que Dios tiene para nosotros (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”) y mostrar que contentarse con cumplir “la letra de la ley” es contentarse con mínimos, a veces elementales. Su objetivo es llevarnos a buscar el cumplimiento de las profundas intenciones de Dios para con nosotros, y no perder el tiempo en buscar transgresiones a las “jotas” y “tildes” de la ley en el comportamiento de nuestros semejantes.
- Jesús sabe que el descuido de la vida espiritual favorece siempre el moralismo. Paulatinamente la ética del amor pierde su flexibilidad, su carácter de respuesta renovada a las necesidades del otro y queda fosilizada en normas, tradiciones y prácticas que amenazan la libertad y la creatividad necesarias para el desarrollo personal. Intentando exponer la esencia ética de la Ley, el sabio Hillel ya había dicho “Todo lo que te parezca malo no lo hagas a nadie. Ahí tienes toda la Torah, el resto es comentario”.10 Jesús recoge la bella fórmula, pero esencialmente negativa, y la traduce de modo positivo: “Todas las cosas que quisiereis que los demás hiciesen por vosotros, hacedlas vosotros por ellos: eso es la ley y los profetas” (Mateo 7:12). Allí donde Hillel aconseja abstenerse de hacer daño, Jesús invita a practicar el bien sin otros límites que los de la propia capacidad.
- La manera en que Jesús se refiere a la ley muestra que no la considera ni una realidad caduca, ni un código inamovible. Sus repetidos “oísteis que fue dicho pero yo os digo” (Mateo 5:21-22, etc.) revelan que para él la ley es a la vez absoluta en sus demandas y relativa en su formulación. Así, el no haber llegado a asesinar a nadie no significa haber cumplido el espíritu del “No matarás”. El espíritu del mandamiento que exige “no matar” se respeta cuando se procura no herir. Y no solamente se puede herir con los puños o con las armas: también se hiere, y a veces de mayor gravedad, con las palabras y con los desprecios. Porque el maltrato verbal puede ser ya criminal. Hay palabras asesinas, e incluso silencios homicidas. Si queremos que nuestra justicia no se quede al nivel de la de los escribas y fariseos, no podemos contentarnos con el mínimo de “no matar”. Para ser “justo” ante Dios no basta con abstenernos de cometer acciones extremadamente dañinas, sino que se requiere que la intención y de nuestras actitudes estén inspiradas por los altos ideales divinos, que confluyen siempre en la vivencia del amor (Mateo 5:21-26).
- Así pues Jesús no retoca la ley, ni intenta aportar una ley nueva, sino que invita a cambiar de actitud espiritual para leer a través del amor la ley de siempre. Jesús sabe que lo que todos sus oyentes necesitan no son nuevas prácticas, sino un nuevo nacimiento. Hasta ahora creíamos que la ley nos hablaba de hacer: la interpelación de Jesús nos invita a interiorizarla para que se transforme en ser.11
¿Y qué hay de las “méritos” y de las “buenas obras”? (Mateo 6:1-18)
Jesús echa por tierra el valor meritorio de una ética farisea basada en un simple cómputo de “buenas obras hechas” y “malas acciones evitadas”. Porque Jesús sabe que hasta las obras más religiosas pueden hacerse al margen de Dios. Orar para aparentar piedad (y no para ponernos en comunión con Dios), dar limosna para ser admirados (y no por amor al necesitado) y ayunar para parecer espirituales (y no para hacernos más disponibles para servir a Dios), todo ello nos daría una “justicia” semejante a la de los escribas y fariseos (Mateo 6:1-18). “Por tanto, os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 5:20).
No cabe duda de que estas explicaciones han debido incomodar a los que ya encontraban la antigua ley demasiado pesada, y dejar profundamente inquietos a los que se creían observadores modelo de la ley, ya que buscar el espíritu de cada mandamiento es bastante más exigente que contentarse con respetar la letra. Aguantar a nuestros padres ancianos, privarnos de robar, retenernos de mentir, cuidar de no consumar el adulterio, guardar el sábado de puesta a puesta de sol…, todo ello podemos hacerlo, y de hecho solemos hacerlo, y hasta podemos sentirnos satisfechos de nuestra conducta…Pero amar de corazón, sinceramente, buscar de veras el bien del otro, vivir el espíritu de la ley ¿quién consigue hacerlo con sus propias fuerzas? Porque siempre se podría amar mejor: no hay límites para el amor ni para el ideal divino.
La justicia que predica Jesús molesta a los estrictos fariseos y les resulta mortificante para su orgullo espiritual, pues desenmascara su hipocresía. Porque Jesús afirma que la justicia farisaica no da acceso al reino de Dios: su comportamiento no muestra que Dios esté reinando en sus vidas. Creyéndose santos y justos, resulta que se encuentran excluidos del Reino. Ellos que habían escalado, tras penosos esfuerzos, las más escarpadas laderas de la ley y creían haber alcanzado la cima. Y ahora llega este joven maestro y les dice que esa presunta cumbre desde la que se pavonean no es ni siquiera una colina, que ese camino no es el camino, y que a la vista de los ideales de Dios, están poco más o menos en los mismos mínimos que los que se quedaron en el llano. ¡Qué contrariedad descubrir que su única recompensa está en el miserable tesoro de justicia propia conseguido con sus simulacros de obediencia! ¡Qué lejos se encuentran de la ley de amor, de la obediencia interior del espíritu de la ley, que Jesús les revela! Es de ese espíritu del que Jesús afirma que no había que perder ni una jota ni una tilde.
Jesús insiste en que no solamente no ha venido a abolir esa ley, sino que ha venido a cumplirla
- Cumplir una ley es satisfacerla, llevarla a su plenitud, darle su pleno sentido. Porque la ley no estaba siendo cumplida: ningún ser humano podía pretender cumplirla. Jesús la cumple en sus enseñanzas, la cumple revelando su espíritu, su sentido íntimo, su pleno alcance, toda su extensión, toda su fuerza. En el sermón del monte Jesús presenta una edición revisada, explicada, de la ley divina. Una perfecta interpretación, que traduce en un lenguaje accesible a todos lo que Dios espera de nosotros, que no son meras obras aparentemente buenas, sino la entrega del corazón. Porque hasta que no entregamos el corazón a Dios no le hemos dado nada.
- Jesús cumple la ley en su propia vida. Por la integridad de su conducta, por su completo abandono a la voluntad divina, por la incomparable perfección de su obediencia, por la absoluta plenitud de su amor, Jesús es la ley personificada. Quien contempla a Jesús tiene un ejemplo perfecto del espíritu de la ley. Quien vive en Jesús vive la ley.12 Jesús enseña que el problema nunca estuvo en la ley sino en su interpretación y en nuestra vivencia de ella.
El espíritu de la ley (6:19-7:29)
Debido a los numerosos apéndices que la turbulenta historia religiosa de Israel había añadido a la legislación bíblica en el transcurso de los siglos, cada vez era más difícil discernir la primera intención de la ley. El giro tomado por ciertas tradiciones había acabado desfigurando el sentido de la Alianza con Dios. En demasiados puntos la letra de la ley había llegado a ocultar su espíritu. Instaurada para ofrecer una mejor calidad de vida, la ley amenazaba con asfixiar al hombre en un corsé de observancias minuciosas. La tradición oral había ido recargando la ley con una serie de interpretaciones que sentaban jurisprudencia y adquirían un valor jurídico idéntico —si no superior— al de los preceptos mosaicos.13 La explicación de la Torah llegó a substituirla, hasta el punto de que para los escribas era “más grave rebelarse contra las palabras de los maestros que contra las palabras de la Torah”.14
Así los objetivos de Dios se perdían entre los pormenores de los reglamentos. Jesús no se cansará de fustigar a los escribas y fariseos que “toman asiento en la cátedra de Moisés […] y lían fardos pesados y los cargan a las espaldas de los demás” (Mateo 23:3-4), ni de repetir que la esencia de la ley es el amor (Mateo 22:39-40). Se discutía, por ejemplo, sobre la cláusula que permitía el repudio (Deuteronomio 24:1-4). Para la escuela de Hillel, prácticamente cualquier argumento era válido para repudiar a la mujer (por ejemplo, no saber cocinar), mientras que la escuela de Samai, más conservadora, mantenía que el único caso admisible de ruptura era por infidelidad. Jesús recuerda que en el plan divino original ninguna cláusula preveía el repudio: “en el principio no era así” (Mateo 19:1-9). Según el ideal divino, se esperaba que tanto el hombre como la mujer fuesen lo suficientemente responsables como para asumir plenamente sus compromisos. Jesús concede que siendo tan “duros de cerviz” y vulnerables, condicionados por nuestros errores, algunos tan irreversibles como el adulterio (o la porneia), somos capaces de hacer sufrir hasta el punto de que el divorcio es, a veces, la alternativa menos devastadora. Jesús reconoce que la ley se adapta a la historia del hombre. El carácter dinámico de la revelación bíblica nos permite descubrir sus principios intemporales más allá y a través de todos los mandamientos formulados por necesidades de nuestras historias humanas.
Interrogado por sus contemporáneos sobre qué era, a su parecer, lo esencial de la ley, Jesús resume el contenido de todos los mandamientos en una sola frase, con un solo verbo: “Amarás al señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:28-31; cf. Mateo 22:15-46; Lucas 20:20-47). Es importante observar que esta respuesta es una cita de Deuteronomio 6:4, es decir, de la confesión de fe de Israel. Jesús responde a la pregunta sobre la ley con una confesión de fe. Así revela que su comprensión de la esencia de toda la revelación divina, incluida la legislación, es la fe y el amor: “Porque de estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:40). Su noción de la observancia de la ley va más allá de los límites de la ética y se inscribe en la esfera de la fe, donde la fidelidad a Dios y el amor al prójimo son la expresión de un compromiso espiritual más importante que el respeto de un código. Se puede decir que Jesús “absolutiza” las exigencias morales de la ley (la exigencia del amor) al mismo tiempo que relativiza la letra, guiando al ser humano en dirección del ideal propuesto por Dios. Si el espíritu de la ley es el amor (Mateo 22:34-40), jamás puede quedar caduco. Por eso, Jesús invita a dejarse guiar por él en un camino de superación constante.
La actitud de Jesús frente a la ley no representa, como algunos suponen, una “humanización” de las leyes del AT. En realidad Jesús las radicaliza porque el amor es más exigente que cualquier precepto. En un pasaje como Mateo 23:23, por ejemplo, las expresiones pintorescas no deben hacernos olvidar el fondo de la argumentación: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”. Jesús no reprocha a sus interlocutores la observancia de lo accesorio sino el olvido de lo esencial (Mateo 23:23; Marcos 7:8-13). Les reprocha que, aferrándose a la letra pequeña de la ley, transgredan su espíritu. Para él, la irrupción del evangelio transforma al hombre y lo orienta en su trayectoria, pero no alejándolo de la ley, sino ayudándole a vivirla. Zaqueo deja de robar y devuelve lo hurtado (Lucas 19:8-10). El publicano deja sus negocios sucios y se vuelve apóstol (Mateo 9:9-13). La prostituta se convierte en discípula (Lucas 7:36-50). Los valores que dominaban la mediocre vida de estos pecadores se trastocan. Ahora son humildes en vez de arrogantes. Se esfuerzan por dar en vez de recibir. Comparten lo que tienen para ayudar a otros. Si ostentan algún poder lo utilizan para servir. Siguiendo a Jesús son capaces de amar sin ser correspondidos, de perdonar a sus enemigos e incluso de morir por ellos.
En Mateo 5, el itinerario del creyente, se inspira de un ideario tan elevado que culmina con la invitación a ser “perfectos” (Mateo 5:48). En el original, el verbo griego está en futuro, y así deberíamos dejarlo. Traducirlo como imperativo es desalentador. Porque ¿quién puede ser jamás perfecto como Dios? Mateo, sin duda reflejando bien el realismo del maestro, se expresa en futuro: “Seréis perfectos”, es decir, un día llegaréis a ser como Dios desea. Pero no dice cuándo, ni exige que lo obtengamos inmediatamente, ni por nosotros mismos. Dios lo promete, con él todo es posible (1 Tesalonicenses 5:23-24; Filipenses 4:13).
Dos maneras de entender la ley
Teniendo en cuenta estas consideraciones, resulta evidente que para Jesús el sentido de la ley no era el mismo que para sus interlocutores fariseos. Una comparación entre los dos puntos de vista permitirá comprender la posición de cada uno:
- Los fariseos tendían a hacer depender la salvación de la cantidad de buenas acciones realizadas. A su visión cuantitativa de la ley Jesús opone una visión cualitativa basada en las motivaciones. Lo que cuenta es la calidad de la actitud y de la relación con el otro (Mateo 5:21-26).
- En el fariseísmo la visión de la ley era meritoria, orientada a conseguir la salvación a través de las obras. Para Jesús, la misión de la ley es funcional (Marcos 2:27), y su función inmediata no es salvarnos —a no ser de nosotros mismos— o proporcionarnos ocasiones de ganar méritos, sino orientarnos en nuestras relaciones con Dios y el prójimo.
- En el fariseísmo la formulación de la Torah estaba considerada como absoluta, definitiva e inamovible, incluso casi por encima de Dios.15 Para Jesús, la formulación de la ley es relativa, en el sentido de que se puede y se debe reformular: “oísteis que fue dicho, más yo os digo” (Mateo 5:21, 27, 32, 34, etc.). Los mandamientos son hitos que delimitan el camino en la dirección del bien. Su letra hay que entenderla en aras de su intención primera.
- Los fariseos consideraban la ley como una realidad atemporal. Sin embargo, Jesús era consciente de que las leyes mosaicas tienen una dimensión histórica, en el sentido de que ciertos mandamientos se dictaron cuando la situación lo hizo necesario. Por ejemplo, si Moisés dio una ley sobre el divorcio fue “por la dureza de vuestro corazón… pero en el origen no era así” (Mateo 19:8). Ciertas leyes del Pentateuco no representan el plan original de Dios, sino su voluntad de hecho en vista de la realidad humana (Ezequiel 20:25).
Los fariseos esperaban la salvación mediante el cumplimiento de la ley. El propósito de la Torah —enseñaban— es que “por la obediencia de la ley los hombres reciban la aprobación de Dios, justificación, vida y una parte del mundo futuro”.16 Jesús, descartando totalmente la idea de que la observancia salva, abunda en la función pedagógica de la ley (Gálatas 3:24), que consiste en recordarnos el ideal divino. Así, a la mujer adúltera le dice: “Ni yo te condeno, vete y no peques más” (Juan 8:11). Lo que equivale a decirle: “Te has arrepentido y has decidido cambiar de rumbo. Ahora ya puedes vivir una vida en armonía con el proyecto que Dios tiene para ti”.
Jesús lleva su interpretación de la ley más allá del mero comportamiento moral, a las antípodas tanto del legalismo como del moralismo. La dinámica de su ética es un constante llamado a la conciencia, que motiva a avanzar incesantemente hacia la plenitud del amor (Mateo 5:43-48). Las palabras de la ley, resumidas en un doble amarás, no son para él estrictas órdenes u obligaciones (barreras cruzadas en nuestra ruta para obligarnos a seguir por el camino recto, o protecciones construidas para impedir caídas y accidentes) sino revelaciones de la gracia divina.
Jesucristo en su mensaje de la montaña da un nuevo eco a las palabras de la ley. Palabras nuevas en continuidad con los viejos textos (“Oísteis que fue dicho, pero yo os digo”) dirigidas a quienes están dispuestos a aprender y desaprender17 cada día y a seguir sus pisadas. Para el cristiano la persona de Jesús ocupa el lugar que sus contemporáneos asignaban a la ley. Seguir a Jesús (Juan 14:6-23; Gálatas 2:20) equivale a entrar en la alianza renovada (Jeremías 31:31). Su ley no es un código que paraliza con prohibiciones y amenazas, sino un ideal que impulsa al servicio en una vida cada vez más útil y más plena (Juan 10:10).
Los evangelios dejan bien claro que, desde su infancia, Jesús observa cuidadosamente las leyes de Moisés (Lucas 2:22-29).18 Se viste de acuerdo a los preceptos reglamentarios (Mateo 9:20; 14:36), asiste fielmente a los servicios de la sinagoga cada sábado (Lucas 4:16) y cita dichas leyes como expresión de la voluntad divina, tanto para sí mismo como para los demás. A pesar de lo que pretenden ciertos sectores del mundo cristiano, Jesús respetó profundamente la ley de Moisés. Los relatos de los evangelios no presentan el menor indicio de que Cristo haya minimizado las transgresiones de la ley o las considere a la ligera. Incluso cuando perdona a pecadores, si bien ofrece generosamente su perdón, incluso a los acusados de las faltas más graves, siempre los invita a volver al respeto de la ley. Tras decirle a la mujer adúltera “yo no te condeno”, añade a renglón seguido “vete y no peques más” (Juan 8:11). Luego para Jesús el adulterio sigue siendo pecado, porque la ley divina tiene vigencia permanente.
Si tomamos en cuenta el conjunto de sus declaraciones, vemos que para Jesús la ley de Moisés es a la vez un legado valioso que importa conservar y una realidad mal entendida que necesitaba ser explicada.19 La ley liberadora se puede convertir en legislación opresora, y el respeto que le era debido por fidelidad a la alianza, acaba por degenerar en legalismo. Las palabras de Jesús confirman este sesgo, fustigando la observancia legalista y meritoria de la ley, e intentando devolverle sus funciones protectoras en la vida espiritual del creyente.
La gran aportación de Jesús a la interpretación de la ley es que la intención del acto es lo que más cuenta, y que el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Con ello Jesús abre un nuevo horizonte de relaciones, no en vistas al más allá, sino aquí y ahora. En la mayoría de religiones, la salvación pasa por el cumplimiento de ritos y normas. La revolución que Jesús lleva a cabo —anunciada ya por los profetas— es la de mostrar que la vía de acceso a Dios no pasa por unas prácticas religiosas determinadas para todos, sino por nuestra relación de cada uno con la persona del Mesías. El camino de la salvación que enseña Jesús, en continuidad con la antigua ley de Moisés y en ruptura con las tradiciones que la habían enmascarado, es a la vez camino de comunión personal y de servicio. No requiere intermediarios sino relaciones directas y lleva directamente a Dios pasando por el hombre.20
Una formulación variable
A la luz del Nuevo Testamento, podríamos decir que, en cuanto al fondo (o espíritu) la ley es tan inmutable como el Legislador: su intención se resume y se realiza en el amor, porque Dios es amor (1 Juan 4:8, 16). En cuanto a la forma (o la letra) la ley se adapta al hombre y a sus circunstancias.21 En su formulación bíblica, ha sido elaborada para el hombre (Marcos 2:27). Todo lo que concierne, por ejemplo, a “tu buey, tu asno, tu siervo, tu viña, tu trigo, etc”. se refiere a formas de vida que cambian con las sociedades y las distintas culturas. Jesús, con sus repetidos “oísteis que fue dicho […] más yo os digo” (Mateo 5:21, passim) nos enseñó que la formulación de cada mandamiento podría ser actualizada, pero que los principios siguen siempre vigentes.22 La ley se inscribe necesariamente en la historia del hombre. En lo que respecta al fondo no puede ser cambiada, ya que es expresión de a la voluntad divina. En lo que respecta a la forma, al depender de las circunstancias históricas, deber ser constantemente explicada, como hizo Jesús en el sermón del monte. Las enseñanzas de Jesús nos ayudan a entender la ley. Gracias a ellas, sus intenciones, implicaciones y principios adquieren para nosotros pleno significado. A los que no han descubierto todavía esta ventaja “hasta el día de hoy, cuando leen el Antiguo Testamento, les queda el mismo velo (de Moisés) no descubierto, el cual desaparece en Cristo” (2 Corintios 3:14-16).
A quienes se preguntan si la ley ha sido abolida -total o parcialmente-, si ha sido modificada, o si todavía sigue en vigor, vemos que resulta improcedente dar una respuesta general y que se impone responder de manera más matizada cabe señalar que Jesús no permite afirmar que la ley haya sido abolida: “No he venido a abolir sino a cumplir” (Mateo 5:17). Ni Pablo que enseñe a abandonar o transgredir la ley del Antiguo Testamento: “¿Anulamos la ley por la fe? Al contrario, confirmamos la ley” (Romanos 3:31). Lo que dejan ambos muy claro es que nuestros esfuerzos por respetarla tienen poco que ver con nuestra justificación, que es obra de Cristo (Romanos 3:21-31) ni con nuestra santificación, que es obra del Espíritu Santo (1 Tesalonicenses 5:23-24). La función primera de la ley es la de servir de referencia de cara a las exigencias éticas de la vida cristiana.
Desde sus primeras formulaciones, la ley de Moisés, sobre todo en sus aspectos morales, ha contribuido de un modo único a fecundar el pensamiento humano y a sensibilizar las conciencias con sus reflexiones y propuestas. Hoy podríamos decir que a esta ley toda la humanidad le debe algo, por razones diversas, e incluso contradictorias: creyentes y agnósticos, legisladores y místicos, reformadores y revolucionarios, todos encontramos en ella inspiración y desafíos.23 La historia ha dado la razón a los que anunciaron que: “La ley que nos ha sido confiada hablará a cada generación su propio lenguaje”.24
Jesús y el concepto de Reino de Dios
En el centro del sermón del monte Jesús exhorta, como la cosa más importante de la vida espiritual a “buscar primeramente el reino de Dios y su justicia” hasta el punto de que “todos las demás cosas” se dan por añadidura (Mateo 6:33). Y en el corazón de la oración modelo dada a sus discípulos les enseña a rogar a Dios: “Venga tu reino” (Mateo 6:10). ¿Qué es ese reino de Dios que importa tanto buscar, y cuya venida debemos pedir?
Las expresiones “reino de Dios” y “reino de los cielos” son muy frecuentes en la predicación de Jesús.25 Para entender el sentido de esta expresión es importante tener en cuenta que el término “reino” traduce la palabra griega basileia (y la hebrea malkuth) que significa a la vez el ejercicio del poder de un rey sobre sus súbditos, el territorio y las personas sobre las que el rey ejerce su soberanía. Esto quiere decir que “el reino de Dios” no es ante todo un lugar sino un hecho relacional: el hecho de que Dios reina sobre sus criaturas. Por lo tanto “entrar en el reino de Dios” significa primeramente aceptar la soberanía divina sobre nuestra vida. Por eso Jesús podía decir, predicando a sus contemporáneos, que “el reino de Dios se ha acercado” (Mateo 3:2), o que ya “está entre nosotros” (Lucas 17:20-21).
Desde los tiempos más antiguos de su historia el pueblo de Israel había entendido que la realeza solo pertenece de pleno derecho a Dios, y que los reyes de la tierra no son sino sus lugartenientes.26 En tiempos de Jesús Israel ya no es un reino, ni tiene en realidad un rey como en los comienzos de su existencia política. El país está ocupado por el imperio romano y los reyezuelos de la dinastía de los Herodes son meros marionetas en manos de los romanos. Sin embargo, los israelitas conservan vivas unas expectativas nostálgicas de la época esplendorosa del reinado de David y Salomón, y esperan que, a través de un descendiente glorioso de aquellos reyes, Yahvé reine definitivamente, desde Israel, sobre todas las naciones, e incluso sobre el universo entero (ver Salmos 47 y 96). Esta esperanza del reino del Mesías mezcla y confunde, en la mente de los israelitas, la restauración política, que debería liberar de la esclavitud romana, con una trasformación de índole espiritual.
Pero Jesús deja bien claro que el reino de Dios no es todavía un lugar determinado, sino una relación personal de los hombres con Dios. Él no impone su reino, como el poder de un general que conquista un país, sino que propone, como el labrador lanza su semilla sobre toda clase de terrenos, y su triunfo depende de la respuesta de éstos al reinado de Dios sobre nuestra vida (Mateo 13:1-23). Por eso ese reino, aunque no sea aun visible, ya está presente y activo como la semilla en la tierra o como la levadura que leuda la masa (Mateo 13:18-23, 33).
Si bien, hacia el final de su vida, Jesús, se deja aclamar como rey, lo hace de modo simbólico, como un rey pacífico, sin ninguna ambición política terrenal (Mateo 21:5). Su reino no es de este mundo (Juan 18:36). Un día, la realización plena del reino de Dios, tendrá lugar en la tierra nueva (1 Corintios 15:24), y entonces a la dimensión relacional especial se unirá también una dimensión territorial, y el reino de Dios será también espacial. Pero para llegar allí debemos aceptar primero que Dios reine sobre nuestra vida ya aquí y ahora. De modo que el reino de Cristo o el reino de Dios, como prefiramos llamarlo, no es sólo ni principalmente una realidad futura, sino que quisiera ser ya una realidad espiritual presente.27
Formar parte del reino de Dios es aceptar la soberanía divina sobre nuestra existencia, lo que requiere someter nuestra voluntad a la suya. Por eso Jesús dice: “No todo el que invoca: “Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21). Es evidente que Dios es señor de todo, pero al hacernos libres cada uno de nosotros somos, en cierto sentido, dueños del destino de nuestra vida, de modo que sólo si dejamos que Dios reine en ella, él ejerce de pleno derecho como nuestro rey, y nuestro corazón se convierte ya en “reino de Dios”. Esta noción implica que, para llegar un día al “reino de Dios” definitivo en la tierra nueva, hace falta que nosotros, los que deseamos ser sus habitantes allí, seamos ya aquí sus súbditos, y aun mejor, sus embajadores.
Principios permanentes del Reino de Dios
Jesús pasó su corta vida enseñando. Ser su discípulo significa seguirle, aceptar su mensaje y dejarse transformar por él. Una de sus enseñanzas más directas fue: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15-27; cf. 1 Juan 2:3-4). Hablando de Cristo, en su relación para con Dios, el apóstol Juan afirma que “el que guarda sus mandamientos permanece en él” (1 Juan 3:24). En esta tierra, permanecemos en el “Reino” de Dios (aquí, reino de la gracia), en la medida en que nos sometemos a la soberanía divina. Ahora bien, si Cristo es uno con el Padre (Juan 10:30; 12:45, etc.) sus propuestas no pueden ser distintas de las de Dios. Y si Dios no cambia en lo que concierne a sus leyes (Salmo 148:6; 119:152), Jesús también “es el mismo hoy que ayer y será el mismo siempre” (Hebreos 13:8). “Mis palabras —dijo— no pasarán” (Mateo 5:17-19).28
Los ideales de la ley del reino de Dios no pueden cambiar, porque Dios no cambia. El estilo de vida propuesto por Jesús incluye el respeto a esos ideales. Su mensaje no cambia la ley sino la relación del creyente con la ley. Su manera de observarla sigue basándose en tres principios permanentes: la búsqueda del espíritu de la ley, la primacía del amor y la necesidad de reformular sus preceptos, de manera a actualizar constantemente su pertinencia.
La búsqueda del Reino
El centro de la vida espiritual del cristiano es su relación con una Persona, no el acatamiento a una lista impersonal de reglamentos. Donde Dios reina, el eje de la vida no son las propias obras sino la acción transformadora divina Cristo ocupa en el nuevo pacto el lugar central que con el tiempo muchos rabinos habían dado a la ley. Al aceptarlo como Salvador y Señor, su voluntad (su ley) no desaparece sino que recupera su verdadero lugar, que es el corazón (Salmo 37:31; 119:11). Así se realiza el propósito más elevado de Dios para el hombre: “Dame, hijo mío, tu corazón y miren tus ojos por mis caminos” (Proverbios 23:26).
Cuando buscamos la soberanía divina sobre nuestra vida, queremos hacer su voluntad y no la nuestra, seguir sus caminos, normas y criterios, y no los nuestros. Cuando Jesús dice a sus discípulos: “Sin mí nada podéis hacer” (Juan 15:5), les está indicando también que no podemos guardar la ley sin su ayuda. A los que vivimos de este lado de la cruz, en lo que algunos llaman “reino de Cristo”, nuestra visión de la ley nos llega transfigurada por el filtro de Jesús.29
Al decir: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15), Jesús nos recuerda que el fundamento de la ley es el amor, y que el amor sobrepasa el ámbito de lo jurídico. En el reino de Cristo vivimos en armonía con la ley de Dios a través del amor generado por su Espíritu (Gálatas 5:22-23). Es difícil cumplir formalmente la llamada ley de Moisés sin amor, pero es imposible cumplir realmente la ley de Cristo a menos que sea por amor.
Las leyes del Reino (sin fronteras) de Cristo y las del estado teocrático de Israel
Resulta evidente que muchas leyes del estado teocrático de Israel perdieron su vigencia cuando éste cesó de representar al pueblo de Dios. Al quedar abierto el Reino a toda la humanidad a través de la iglesia, la antigua legislación civil deja de ser aplicable como tal, pero sus principios fundamentales de justicia y equidad no pueden jamás perder su validez.30
El cristiano, aunque “su Reino no es de este mundo”, debe ser solidario con la sociedad en donde vive, y no negarse a colaborar en servicios públicos de los que se beneficia. Jesús mismo dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Marcos 12:13-17), aunque no siempre resulte fácil distinguir lo que pertenece a cada uno. En cualquier caso, en el Reino de Dios el espíritu de esas normas todavía nos guía en la dirección de una ciudadanía inteligente y solidaria (Salmo 119:104).
Y es que muchas leyes detalladas en el código mosaico no son más que la aplicación concreta de otras muy anteriores, pertenecientes al orden de la creación, y que forman parte del proyecto divino para toda la humanidad, anterior a la elección de un pueblo. Cabe recordar que, cuando Jesús hace referencia al ideal divino para el hombre no apela a la ley de Moisés sino al orden de la creación (“En el principio no fue así”, Mateo 19:8), es decir, a las leyes del Reino de Dios.31
A esa categoría pertenecen los encargos sobre la protección de la naturaleza, del medio ambiente y de los seres vivos (Génesis 1:28; 2:15). ¿Quién puede negar que esta responsabilidad sigue todavía vigente? ¿Quién se atrevería a afirmar que la venida de Jesús dispensó a la humanidad de sus deberes para con la creación? Al contrario, cada vez es más urgente volver a recuperar el espíritu de esas normas. La tarea de conservar la naturaleza mediante una gestión inteligente y respetuosa, afecta a la humanidad de todas las épocas, y en especial la nuestra. Dios recuerda que debido a la acumulación de consecuencias irreversibles de este tipo de transgresiones, un día no le quedará más remedio que “destruir a los que destruyen la tierra” (Apocalipsis 11:18). Hasta los menos religiosos están hoy de acuerdo en que hemos infringido esas leyes, y que deberíamos hacer todo lo posible para reparar nuestros errores.32
Al estar basadas en la naturaleza del ser humano, estas normas no tienen nada que ver con el ministerio de Jesús ni con la desaparición temporal de Israel como nación teocrática. Los principios que regulan la salud siguen siendo básicamente los mismos, porque pertenecen a las leyes de Reino en esta tierra.33 Por tanto, el cristiano responsable cuida su cuerpo (1 Corintios 3:16-17; 6:19-20) y procura “comer y beber”, o hacer cualquier otra cosa para gloria de Dios (1 Corintios 9:27; 10:31), es decir, buscando lo mejor.34
También depende del orden de la creación el mandamiento que regula el ritmo del trabajo y del descanso (Génesis 2:2-3). Esta regulación del reposo, difícilmente puede ser considerada ceremonial, como algunos pretenden, ya que ninguno de los textos, ni siquiera el decálogo prescribe ninguna liturgia en relación con la observancia del sábado.35 No cabe incluir este precepto en el código ritual hebreo porque no tiene que ver con ningún rito. Su intención es mucho más profunda: al detener regularmente trabajo y consumo el hombre entra en comunión con el Creador y se pone en armonía con todo lo creado. Jesús afirma ser todavía “Señor del sábado” (Lucas 6:5).
Las prescripciones previstas para los paganos conversos (véase Hechos 15:17) confirman que, en la iglesia primitiva, estos principios anteriores a Moisés que, por así decirlo, forman parte de la estructura de funcionamiento de la humanidad, como leyes del Reino tienen una validez independiente de la aparición del cristianismo. En realidad nuestro mundo necesita hoy más que entonces el respeto de la naturaleza y la responsabilidad ecológica, el cuidado de la salud, la lealtad y el amor en la pareja, y un ritmo equilibrado entre trabajo y descanso.
La ley moral del Reino
La llamada “ley moral”—código de conducta válido para todos los hombres de todas las épocas— forma parte de la alianza y está resumida en el decálogo. Como hemos visto, ninguna profecía ni promesa bíblica anuncia su desaparición en la nueva alianza. Al contrario, esta dice: “He aquí el pacto que haré […] después de aquellos días, dice el Señor: pondré mis leyes en la mente de ellos, las escribiré en su corazón” (Jeremías 31:31-34; Hebreos. 8:8-13; 10:16-17). Jesús no desea anular el decálogo sino que lo interioricemos. No suprime la ley moral sino que la profundiza y la completa. Es la ley del Reino de Dios. Sus principios son tan inmutables como Dios mismo (Mateo 5:17-18; Romanos 3:31).
En el esfuerzo por determinar qué leyes continúan vigentes, lo más importante es descubrir la voluntad divina. Esto es lo que el “reino de Cristo” presenta de manera abiertamente nueva. Para evitar el riesgo de acabar viendo la ley como algo impuesto, la nueva alianza consiste precisamente en la implantación del espíritu de la ley en el corazón como una fuerza interior.36 Con ello la búsqueda de la voluntad de Dios se convierte en parte esencial de la vivencia cristiana. Así pues, todas las leyes divinas se concretan en el amor agape, es decir, en el respeto total y en la búsqueda del bien supremo del otro, sea Dios, el prójimo, uno mismo o la naturaleza.
En conclusión, en la nueva alianza, la ley no desaparece, sino que sigue ocupando su lugar, asumida plenamente por la mente y el corazón (Hebreos 8:10). Sus aspectos ceremoniales se cumplen en el ministerio sacerdotal de Cristo. Sus exigencias éticas, perfectamente cumplidas por Jesús37, siguen representando el ideal divino para nosotros. En su esencia, la ley permanece en vigor y se cumple en nuestra vida por obra del Espíritu (Mateo 22:36-40; Romanos 13:8-10; Juan 15:12). Hasta que llegue el establecimiento definitivo del Reino de Dios, la ley sigue conservando su función de guiarnos en la existencia (Romanos 7:10). Pero sólo es un medio para llegar a un fin, que es vivir en Cristo (Romanos 10:4). Mientras avanzamos hacia el Reino de gloria, en nuestra calidad de peregrinos y hasta que se realice nuestra glorificación, necesitamos la ley en su triple función: pedagógica, indicándonos la voluntad divina, condenatoria, recordándonos la tensión entre los ideales divinos y la realidad humana caída, y normativa, señalándonos la dirección a seguir en las complejas encrucijadas de la vida. Sabiendo que lo que realmente cuenta es amar la voluntad divina, vivir en armonía con ella. Porque para Dios vale más lo que somos que lo que hacemos. Por eso lo esencial no es controlar nuestra conducta desde fuera sino transformarla desde dentro. Y eso es lo que ocurre por obra del Espíritu Santo cada día, y lo que ocurrirá cuando Dios reine plenamente sobre todos sus hijos en el universo redimido y el Reino de Dios y de su Cristo sea una realidad universal y definitiva.38 Entonces la ley divina, es decir, su voluntad de amor, será vivida por fin “como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10).
Palabras y conceptos claves
- Sermón del monte
- Ley divina
- Torah
- Ley moral
- Bienaventuranzas
- Legalismo
- Reino de Dios
- Fariseísmo
Preguntas de estudio
- ¿Cuál es el mensaje central del sermón del monte?
- ¿Cuáles son las grandes diferencias entre las enseñanzas de Jesús y las del judaísmo tradicional?
- ¿En qué consiste el legalismo y qué tiene de indeseable?
- ¿Cómo definirías, en unas pocas frases, en qué consiste el Reino de Dios y sus diferentes facetas?
Bibliografía sugerente para profundizar
Badenas, Roberto. Cristo y la ley. Buenos Aires: ACES, 2014.
Badenas, Roberto. Mas allá de la ley. Madrid: Safeliz, 2000, 211-289.
Kasper, Walter. Jesús, el Cristo. Santander: SalTerrae, 2007.
Klausner, Joseph. Jesús de Nazaret: su vida, época, enseñanzas. Barcelona: Paidós, 1991.
Meier, John P. Un judío marginal. Estella, Navarra: Verbo Divino, 2000.
White, Elena de. El discurso maestro de Jesucristo. Buenos Aires: ACES, 2011.
White, Elena de. Mensajes selectos. (3º ed.; Mountain View, CA.: Pacific Press, 1977), 1:248-283.
1 Los cinco sermones de Mateo se suceden en este orden: El sermón del monte (5:3-7:27); el sermón sobre la misión (10:5-42); el sermón sobre las parábolas del Reino (13:2-52); el sermón sobre la iglesia (18:1-35); y el sermón escatológico (24:4-25:46).
2 “Empleando una terminología musical, el Sermón de la Montaña puede compararse a una majestuosa sinfonía que desde los primeros compases, sin preparación inicial […] enunciara con precisión nitidísima sus temas fundamentales […] bordando luego variaciones en torno a ellos”. Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo (Barcelona: Luis Miracle, 1968), 354.
3 Ver también el evangelio de Lucas que presenta solo cuatro de la ocho bienaventuranzas (Lucas 6:20-23).
4 Esta nueva ley sería el equivalente de la ley de Moisés dada al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento.
5 Ver por ejemplo el libro de Glenn H. Stassen y David P. Gushee, Kingdom Ethics (Downers Grove, IL.: IVP Academic, 2003), 19-54.
6 La inmutabilidad de la ley es una idea arraigada en el judaísmo. “Creo de una fe perfecta que la Torah que se encuentra en nuestras manos es en su totalidad la misma que fue dada a Moisés nuestro maestro. Creo de una fe perfecta que esta Torah no será jamás modificada, y que ninguna otra ley será revelada por el Creador, bendito sea” (Principios nº 8 y 9 de la fe judía, tal como fueron formulados por Maimónides entre 1135 y 1204).
7 X. Léon-Dufour, “cumplir”, en Diccionario del Nuevo Testamento (Madrid: Cristiandad, 1977), 165.
8 El verbo pleroo utilizado en Mateo 5:17 es el mismo que se utiliza en Mateo 23:32 para “colmar una medida”. Cumplir la ley supone, pues, que esta no había alcanzado su desarrollo definitivo, que era un esbozo o un proyecto destinado a ser completado.
9 Armand Puig i Tàrrech, Jesús, un perfil biogràfic (Barcelona: Proa, 2004), 423.
10 Talmud de Babilonia, Shabbat 31ª.
11 Como dice Jean Zumstein, el sermón del monte “revela a Jesús como el intérprete soberano y último de la Ley veterotestamentaria. Efectivamente, para Mateo, Cristo es el maestro que da a la voluntad de Dios su forma acabada y última. En este sentido, es el Mesías de la palabra” Mateo el teólogo (Cuadernos Bíblicos 58; Estella, Navarra: Verbo Divino, 1987), 10.
12 “La ley, pues, cuando la consideramos desde una perspectiva correcta, constituye la regla de vida para el pueblo de Dios y ha de ser comprendida dentro del contexto del pacto […] Es la revelación de la vida divina para su pueblo. Es, en primer lugar, un don de la gracia”. Ernest F. Kevan, La Ley y el Evangelio (Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1967), 59.
13 “Moisés recibió la Torah en el Sinaí. Él la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, y los profetas a los hombres de la gran sinagoga”. Mishna Abot. 1:1
14 Sanedrín 11:3
15 “Las tres primeras horas del día Dios se sienta y se ocupa de estudiar la Torah” (b Aboda Zara, 3b). Sobre la idea de que Dios mismo está sujeto a la Torah, véase también Midrash Bereshit Rabba 1:1-5.
16 Un texto rabínico fundamental dice, por ejemplo que “el Mesías vendrá cuando el pueblo judío al completo observe (correctamente) el sábado dos veces seguidas” (Talmud Shabbat 118b).
17 White, Mensajes selectos, 1:42.
18 En tiempos de Jesús, la ley de Moisés era la referencia suprema para cualquier judío religioso. En toda sinagoga, el Sefer Torah, o libro de la Ley, instalado en un arca sagrada tras un velo de preciosos tejidos, ocupa el lugar equivalente al del lugar Santísimo, hacia el que se dirige el fiel en oración. Cuando se descubre el libro de la Ley toda la congregación se levanta, transportada en un instante al día memorable cuando la asamblea de Israel se reunió por primera vez ante el Sinaí para recibir la Palabra de Dios por mediación de Moisés. El respeto devoto de la ley de Moisés inspira la vida de los judíos piadosos desde el éxodo hasta nuestros días.
19 El que una ley tan sagrada como esa resulte en la práctica fácil de tergiversar es una realidad difícilmente refutable en la historia de Israel, como lo sería en la de cualquier otro pueblo. El ser humano caído, en su incapacidad para responder con sus propias fuerzas a la voluntad de Dios, se ve abocado frente a la ley a una situación contradictoria. Las propuestas divinas, destinadas originalmente a hacernos felices, en lugar de continuar la obra liberadora deseada por el divino legislador, cuando se quieren imponer colectivamente a una sociedad derivan imperceptiblemente hacia un sistema legal coercitivo, cada vez más independiente de la vida espiritual de sus beneficiarios.
20 Incluso la salvación aportada por Jesucristo se pone a cuenta de su humanidad: “Porque hay un sólo Dios, y un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5-6).
21 Esto se aplica, incluso al decálogo. Así Deuteronomio 5:12-15 no da como razón de ser del sábado la comunión con el Creador (Éxodo 20:8-11) sino la proyección humanitaria en emulación a un Dios salvador.
22 Para una teología equilibrada de la ley, véase especialmente White, Mensajes selectos, 1:248-283.
23 Véase Roberto D. Badenas, Más allá de la Ley (Madrid: Safeliz, 1998), 27.
24 Menahot, 53 b.
25 En Mateo “la enseñanza respecto al reino es dominante”, Everett Harrison, Introducción al Nuevo Testamento (Grand Rapids, MI.: Eerdmans, 1980), 164.
26 Léon-Dufour, “Reino, rey, reinado”, en Diccionario del Nuevo Testamento, 377-378.
27 Oscar Cullmann, Cristo y el tiempo (Madrid: Cristiandad, 2008).
28 Jesús no sólo nunca abolió la ley, sino que declaró su propósito de cumplirla y llevarla a su plenitud. Hablando de la misión del Mesías, el profeta Isaías ya había anunciado que el Señor “se complació por amor de su justicia, en glorificar la Ley y engrandecerla” (Isaías 42:21). Cuando Jesús recuerda que no vino a abolir la ley ni a modificarla sino a magnificarla no resulta difícil determinar a qué ley se refiere, ya que a continuación cita tres mandamientos del decálogo (Mateo 5:21, 27, 33).
29 D. J. Moo, Dictionary of Jesús and the Gospels (Downers Grove, IL.: Intervarsity Press, 1999), 450.
30 El espíritu de esas leyes sigue en vigor, al menos en parte, en nuestra realidad cotidiana a través de nuestros códigos civiles. Así, Pablo, supuesto paladín de la anulación de la ley, afirma que las leyes del país donde vivimos (incluidas las relativas a impuestos) requieren respeto, siempre que la obediencia al Estado no entrañe infidelidad a Dios (Romanos 13:1-10).
31 En ese orden, podemos entender el primer mandato: “Creced y multiplicaos” (Génesis 1:28), que se refiere a la institución del matrimonio, y que concede al ser humano el privilegio de poblar la tierra (colectivamente, este es quizá el único mandamiento que la humanidad ya ha cumplido con creces).
32 Ver en ese sentido el interesante trabajo de Sigve K. Tonstad, The Letter to the Romans: Paul Among the Ecologists (Sheffield: Phoenix Press, 2016).
33 Ya en la creación, Dios propone para la subsistencia del hombre un régimen de vida sano a base de frutas, verduras y semillas (Génesis 1:29). Después del diluvio, ante la disminución de los recursos del mundo, Dios ofrece otras opciones y dicta las normas de nutrición anteriores al código Mosaico, que son patrimonio de toda la humanidad (Génesis 9:1-7). Las otras normas relacionadas con la salud y la higiene (contaminación por contacto, con enfermos, cuarentenas en caso de lepra, etcétera) detalladas en la Torah, pueden quedar superadas en la medida en que la calidad sanitaria de nuestra vida sea superior a la que ellas proponen. Estas normas (Levítico 11, etc.) se cumplen mediante una higiene y un comportamiento responsables.
34 Estas leyes no deben confundirse con las normas relacionadas con la contaminación por contacto, no registradas en el AT, pero vigentes en la tradición oral de Israel (Marcos 7; Gálatas 2:11-12). Cf. CBASD, 1: 770.
35 “Los grandes especialistas reconocen que no es correcto considerar el sábado como una ley ritual”. E. P. Sanders. “When a Law is a Law? The case of Jesús and Paul”, en Religion and Law, 143.
36 Jeremías 31:33 citado en Hebreos 8:10 y 10:16.
37 Pablo explica en su epístola a los Romanos que somos salvos por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán (Romanos 5:19).
38 “La Iglesia de Jesucristo no solamente es la Iglesia del evangelio, sino que es también la iglesia de la ley […] es la iglesia del evangelio verdadero y cristiano y de la ley verdadera y divina, porque en ella, la ley está y seguirá estando totalmente puesta al servicio del evangelio de la gracia y de la libertad” Gottlieb Söhngen, La Ley y el Evangelio (Barcelona: Herder, 1966), 139.