Una idea es como un virus: resistente y altamente contagiosa. La semilla más pequeña de una idea puede crecer. Puede crecer hasta definirte o destruirte.
—Dom Cobb, en la película Origen
Todos tenemos nuestras propias ideas sobre Dios. Hace dos mil años, un grupo religioso devoto vio a Dios en forma humana y lo declaró poseído por el demonio. Su idea de Dios era la de un poderoso conquistador que derrotaría a sus enemigos nacionales y establecería su reino terrenal. Les repugnaba que Jesús se relacionara con paganos, pobres, enfermos y otros marginados de la sociedad, y se indignaron ante su pretensión de divinidad. El juicio farsa ante Poncio Pilato solo fue posible porque ya lo habían juzgado culpable. Su veredicto fue inmediato: este hombre que afirmaba ser Dios era un impostor, un blasfemo y merecía la muerte.
Durante la Edad Media, fanáticos cristianos quemaban en la hoguera a los supuestos herejes por traducir la Biblia del latín a las lenguas del pueblo. Quienes estrangularon y quemaron el cuerpo de William Tyndale creían estar cumpliendo la voluntad divina. Compartían el mismo defecto que quienes crucificaron a Jesús: su idea de Dios era perversa y distorsionada; un dios punitivo que usa la coerción y la fuerza para lograr sus objetivos, un dios que no respeta el libre albedrío humano. Convencidos de ser embajadores de Dios, torturaban y asesinaban a sus enemigos, tal como lo haría su dios.
En nuestros días, muchos perpetúan la idea de un dios coercitivo y castigador. Se nos ha dicho que Dios envía desastres naturales como el huracán Katrina y el terremoto de Haití como castigo por acciones como la legislación a favor de los derechos de los homosexuales y la práctica del vudú. Las explicaciones para el tsunami que devastó el sur de Asia varían desde el castigo divino por la persecución de los cristianos en esa región hasta su respuesta a la alta tasa de abortos. Algunos han sugerido que el Holocausto fue el castigo de Dios al pueblo judío por no aceptar a Cristo. Muchos hoy comparten la opinión de un predicador contemporáneo que criticó la noción de un Dios sufriente y servidor con las palabras: «No puedo adorar a alguien a quien podría golpear». [1] Pero ¿acaso no fue eso precisamente lo que hicimos con Jesús?
El primer libro de la Biblia narra cómo una idea falsa acerca de Dios, como un virus satánico, se infiltró en la mente humana, provocando desconfianza y temor. Se insinuaba que Dios nos mentía y que no velaba por nuestro bienestar (Génesis 3:4, 5). Esto causó una ruptura drástica en la relación entre Dios y su pueblo, que ahora se escondía entre los arbustos atemorizado (Génesis 3:10). Desde entonces, la mayor parte de la humanidad ha vivido con miedo, intentando aplacar a una deidad airada y castigadora.
Jesús vino a transformar nuestra idea de Dios. Nos mostró la verdadera naturaleza de Dios al relacionarse con pecadores y marginados sociales en lugar de juzgarlos y condenarlos. Reveló el corazón de Dios al morir en la cruz, negándose a usar la fuerza contra sus enemigos, perdonándolos. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9) y «El Padre y yo somos uno» (Juan 10:3), su vida y muerte no suelen considerarse una revelación de la verdadera naturaleza de Dios. En cambio, la misión de Cristo se reduce frecuentemente a la de un chivo expiatorio por nuestros pecados, el blanco de la ira divina. Esta imagen de un Dios airado genera «cristianos» airados. Esta falsa concepción de Dios ha sido responsable de la mayoría de las atrocidades cometidas por cristianos durante los últimos diecisiete siglos. Nuestras erróneas concepciones de Dios nos han llevado a tratar a nuestros enemigos como lo haría nuestro dios: quemándolos, estrangulándolos, disparándoles o bombardeándolos, en lugar de permanecer fieles al camino de Cristo.
Es hora de cambiar nuestra idea de Dios. Hace más de 2000 años, Dios se hizo hombre para disipar la oscuridad que rodeaba nuestra imagen de él, liberarnos del miedo y asegurarnos que el Dios omnipotente del universo es como Jesús: no coercitivo, humilde y con un amor altruista. Jesús vino a mostrarnos que el poder infinito de Dios se corresponde con su humildad; a revelar que el Reino de Dios no se define por vencer a nuestros enemigos en campos de batalla o tribunales, sino por nuestro servicio y amor hacia ellos; y a iluminarnos con la idea de que el Reino de Dios se extiende por la persuasión y la verdad, no por la fuerza ni la coerción.
Si el cristianismo actual ha de contribuir a poner fin a la cadena de odio y violencia en el mundo, debemos examinar las ideas sobre Dios que albergamos en lo más profundo de nuestra mente. Debemos reevaluar nuestra concepción de Dios para ver si armoniza con el carácter de Jesús. Cuando finalmente abandonamos al dios violento de nuestros antepasados y nos volvemos al Dios de paz y amor altruista para toda la humanidad, nos convertimos en pacificadores, capacitados para crear comunidades donde podamos convivir sin temor a Dios ni a los demás.
Dorothee Cole
1 de noviembre de 2013
[1] Mark Driscoll (pastor de Mars Hill en Seattle), en una entrevista con Relevant Magazine , número 24 (enero/febrero de 2007). Véase < http://web.archive.org/web/20071013102203/http://relevantmagazine.com/god_article.php?id=7418> ;.