5. «BOB»

Tanto Roger como yo atesoraremos para siempre la manera en que el amado Señor nos unió. Roger fue bautizado en marzo de 1947, y nuestro pastor, L.W. Taylor, con frecuencia nos reunía cuando salíamos a distribuir casa por casa los folletos de La Voz de la Profecía. Estos eran invitaciones para que la gente escuchara el programa radial de La Voz de la Profecía y tomara estudios bíblicos. De alguna manera, Roger y yo siempre quedábamos en el mismo equipo, ya sea que nos llevaran en auto hasta la estación de recolección en la calle St. Catherine, Montreal, o que repartiéramos los folletos de La Voz de la Profecía en las tardes de sábado. A veces éramos los únicos dos que quedábamos para tomar nuestros tranvías de regreso a casa. Entonces Roger sugería que camináramos juntos, conversando sobre todas las verdades que habíamos aprendido y que amábamos.

Un domingo, mientras estaba de turno en el Hospital de Convalecencia de Montreal, recibí una llamada telefónica. Hacía un par de sábados que no iba a la iglesia. No estaba acostumbrada a recibir llamadas en mi trabajo, así que pensé que debía tratarse de algo relacionado con mi madre. Pero era Roger. Su voz era tan baja que apenas podía escucharlo, así que le pregunté: “¿Es Bob?”

“Sí”, respondió.

Por alguna razón pensé que su nombre era Robert, así que lo llamé Bob, y él respondió a ese nombre. Desde entonces fue “Bob”. Un día finalmente le pregunté por qué sus amigos, Cynthia y Cyril, lo llamaban Roger.

“Ese es mi nombre”, me dijo.

“Bueno, ¿por qué no me dijiste que no te llamabas Bob?”, le pregunté.

Su respuesta fue increíble: “Bueno, es que pensé que era un apodo inglés para alguien que te gustaba.” Ambos nos reímos muchísimo. Y Roger fue “Bob” por muchos años, y mi familia se refirió a él como Bob durante mucho tiempo. De hecho, si no hubiera publicado sus libros, para toda su familia y amigos probablemente siempre habría sido simplemente Bob. Pero alabado sea el Señor, por el nombre que fuera, le dio a muchísimas personas esperanza en un Salvador.

Volviendo a aquella llamada telefónica: ¡Roger me estaba invitando a salir!

Ya sabes cuál sería mi respuesta a la pregunta de Roger: “¿Estarás libre el próximo domingo?”

Por supuesto, fue: sí.

Nos encontramos el domingo siguiente y caminamos y visitamos el Santuario de San José en Queen Mary Road. El santuario quedaba justo enfrente de donde yo vivía. Y fuimos al hermoso museo de cera, que era donde Roger quería ir. Fue en el museo donde Roger me tomó la mano por primera vez y mi mundo entero de repente se transformó. Qué don tan maravilloso ha dado Dios al hombre y a la mujer: enamorarse. No podía esperar los fines de semana en que no trabajaba para poder estar con él. Era la persona más atenta y educada que jamás había conocido.

Sin embargo… tenía un defecto muy triste, y al principio me resultaba difícil de entender. Nunca era puntual. No importaba la hora que me dijera que pasaría a buscarme, siempre llegaba tarde.

Mi madre decía: “Hilda, ¿por qué no te vas, y así no te encontrará aquí cuando llegue?” Pero yo no tenía corazón para hacerle eso, porque mi querido Roger siempre tenía una buena razón o explicación para llegar tarde. O bien había pasado casi toda la noche leyendo las Escrituras, o había empezado a estudiar por la mañana y no se daba cuenta de la hora hasta que ya era mucho más tarde de lo que pensaba.

Por supuesto, después de ver pasar tranvía tras tranvía desde la ventana de mi cuarto piso, sin que él viniera en ninguno, resultaba muy tentador seguir el consejo de mi madre. Pero la alegría que Roger mostraba cuando finalmente estaba conmigo borraba todos mis malos sentimientos, y nunca olvidaba pedirme perdón.

Luego llegó aquella velada especial a mediados del verano, cuando me hizo la gran pregunta: “¿Quieres casarte conmigo?” Ni siquiera tuve que pensarlo. Él era lo mejor y lo más grande que me había pasado en la vida. Estaba en el séptimo cielo, como solíamos decir. Tomé el teléfono de inmediato y llamé a mi madre para contarle la maravillosa noticia. Por supuesto, para ella era demasiado pronto para aceptarlo.

“No conozco a este muchacho, y probablemente tú tampoco sepas tanto de él”, fue su respuesta.

Quedé devastada, por decir lo menos, y derramé muchas lágrimas. ¿Por qué no podía ver lo feliz que yo estaba y cuánto lo amaba?

Mi madre no fue la única en molestarse con la relación entre Roger y yo. Yo trabajaba en el hospital de convalecencia y dormía allí durante la mayor parte de nuestro noviazgo. El edificio tenía un vigilante nocturno y, cuando llegaba, tocaba la campana para que viniera a dejarme entrar. Pero siempre tardaba un rato, y parecía que no iba a venir. Cuando al fin llegaba, estaba muy disgustado porque Roger me daba un último beso de despedida.

“¡Ay, ustedes, chicas!”, resoplaba. “¿Cuándo van a aprender a entrar antes de que cierren la puerta? Estoy en el otro extremo del edificio, y aún tengo que esperar a que terminen ese último beso de buenas noches.”

Aquella noche en particular estaba muy enojado, pero yo rápidamente le dije: “Sí, pero no todas las noches un hombre le pide matrimonio a una mujer.”

No hace falta decir que Roger y yo comenzamos como amigos y pronto nos convertimos en novios. Y seguimos siendo novios toda nuestra vida.