10. LA FOTO DE MONSEÑOR

Fue en enero de 1948 cuando Roger se dedicó al trabajo de colportor —vendiendo libros adventistas de puerta en puerta. Vivíamos en Montreal. Algunos miembros de la iglesia de la Misión Francesa de St. Lawrence, junto con Roger, estaban haciendo canvassing allí. Hacia fines de ese año supimos que los dirigentes de colportores estaban organizando un programa de reclutamiento y capacitación en Toronto. Roger estaba interesado en asistir. Pero antes de que comenzara, el pastor Doreau nos pidió a Roger y a mí si estaríamos dispuestos a mudarnos a St. Rose, un pequeño pueblo francés en las afueras de Montreal. Se nos necesitaba para ayudar a cierta familia cuyo hijo adulto no había sido fiel en asistir a la iglesia, pero que había pedido ayuda al pastor de la Misión Francesa en Montreal. Su madre estaba postrada en cama y necesitaba asistencia.

El pastor Doreau hizo los arreglos con la familia para que nos dieran los gastos de vivienda gratuitos mientras cuidábamos de la madre de este joven. Teníamos nuestra propia entrada, cocina, baño y dormitorio con una puerta privada hacia la casa principal. En caso de necesitar ayuda, podían llamarnos fácilmente viniendo a la puerta que comunicaba con nuestro sector de la vivienda.

Así que nos mudamos de Montreal a St. Rose justo antes de Navidad. Donald, nuestro primogénito, tenía casi 3 meses. Roger se había comprometido a asistir al Instituto de Colportores, de modo que partió hacia Toronto poco después de que nos mudamos. Era el día antes de Año Nuevo de 1949, y la capacitación duraría una semana. ¡Qué largo fue para mí ese tiempo de estar sola con nuestro bebé! Era mi primera separación de Roger, y allí estaba yo en un pueblo extraño, en una casa con personas que no conocía, y con nuestras cajas aún sin desempacar. Ni siquiera teníamos teléfono.

Los días se arrastraban lentamente, pero por fin Roger regresó. Ahora nuestras vidas estaban llenas de felicidad y de una gran fe en lo que Dios tenía para nuestro futuro.

No pasó demasiado tiempo antes de que la querida dama cristiana a la que cuidaba durmiera en su Salvador. Su hijo, que rondaba los 30 años, tenía una novia de unos 20, como yo, y fui yo quien le dio la noticia del fallecimiento de la madre.

Era por la mañana. Roger estaba afuera haciendo canvassing y el hijo de la anciana estaba en el trabajo. Cuando le conté a esa joven que la madre de su novio acababa de morir, se aterrorizó. Gritó y lloró histéricamente. ¡Me asustó tanto! Traté de consolarla. Intenté asegurarle que Dios tenía el control y le expliqué lo poco que sabía: que su madre no era un espíritu ni andaba rondando por la casa como espíritu.

Pero ella estaba tan asustada y fuera de sí que temí que fuera a sufrir una especie de ataque que yo no sabría cómo manejar. Oré y oré. Su trasfondo era católico, y estoy segura de que por eso estaba tan mal informada respecto a la muerte. Lo entendía, pues yo también había sido católica.

Quizá unas semanas más tarde Roger estaba fuera haciendo canvassing el día en que Donald contrajo neumonía y tuvo serios problemas para respirar. Hice todo lo que se me ocurrió para consolarlo y ayudarlo a mejorar, pero fue un tiempo muy difícil. El médico vino a la casa y me indicó que pusiera a Donald bajo una especie de tienda con un vaporizador cerca de su cama. Cuando Roger regresó, los dos velamos junto a Donald esa noche y durante muchas otras largas noches hasta que volvió a estar bien.

Cuando dejamos St. Rose tras la muerte de la mujer, Roger continuó colportando en Montreal y también en los pueblos y ciudades cercanas, como St. Hyacinth y St. John. En ese tiempo vivíamos en St. Jerome, en un departamento en el segundo piso. Yo no trabajaba entonces, sino que me quedaba en casa para cuidar de Donald, que tenía alrededor de un año y ya caminaba. El departamento tenía un cuarto para Donald, donde mi madre, Annie, también dormía cuando venía de visita. Roger y yo habíamos convertido la sala en nuestro dormitorio. Al departamento se accedía por una escalera exterior, y la puerta de entrada daba a la cocina.

Fue allí donde Roger y yo tuvimos una experiencia aterradora. El sacerdote católico anunció en St. Jerome que un hombre andaba por el pueblo vendiendo literatura religiosa. El cura dijo que nadie debía comprar esa literatura ni tener nada que ver con el vendedor, pues su intención era lograr que abandonaran la Iglesia Católica.

Unas semanas después de oír eso, ocurrió una experiencia increíble. Cerca de la medianoche alguien golpeó la puerta de la cocina, la puerta exterior. Por supuesto, nosotros y nuestro hijo estábamos dormidos. Roger se levantó y abrió la puerta. Dos policías, hombres grandes, llenaron el umbral. Le dijeron a Roger que habían venido a inspeccionar nuestro departamento porque habían oído que él estaba distribuyendo literatura inapropiada. Entonces caminaron por el dormitorio donde Donald dormía y luego entraron a nuestro cuarto, que estaba al frente de la casa.

Sentada en la cama, aferrando las sábanas contra mi pecho, estaba aterrada al ver a esos dos policías entrar con paso firme. Pero allí, sobre nuestra cómoda —tan notablemente— Roger había puesto una foto de su tío, quien era arzobispo en la provincia de New Brunswick. Este tío acababa de ser ordenado como arzobispo de la Iglesia Católica. Uno de los policías dijo: “¡Miren! ¡Esa es una foto del Monseñor! ¿Qué estamos haciendo aquí? Estas son buenas personas. ¿Qué hacemos aquí?”.

Rápidamente se disculparon y se marcharon. Estábamos tan aterrados. Nos arrodillamos y simplemente lloramos y agradecimos a Dios por su ayuda. Reconocimos cómo Satanás estaba obrando y cómo Dios nos había protegido. Durante el tiempo restante en St. Jerome, Roger no volvió a tener más problemas con los sacerdotes.

En el piso de abajo vivía una familia con varios hijos. La hija mayor, Madelaine Dubey, era una hermosa joven de 17 o 18 años. Tenía muchas preguntas acerca de la religión, por lo que Roger le estaba dando estudios bíblicos. No habíamos vivido allí ni un año cuando Madelaine se enamoró de Jesús y de Su Palabra, y quiso ser bautizada. Nunca había ido a nuestra iglesia, así que Roger y yo la llevamos un sábado. No teníamos coche —Roger usaba una bicicleta como medio de transporte para su trabajo—, de modo que fuimos en autobús a la iglesia. Roger ya había hablado con el pastor de la Misión de St. Lawrence acerca de Madelaine, así que puedes imaginar nuestra confusión y angustia cuando ese sábado el pastor nos evitó a ella y a nosotros repetidamente. Literalmente nos dio la espalda. Roger y yo quedamos destrozados.

Al regresar a casa descubrimos que la madre de Madelaine se había enterado de que su hija había ido a la iglesia con nosotros y estaba muy enojada. Estos factores influyeron en nuestra decisión de mudarnos de nuevo a Montreal. La otra razón fue que volví a quedar embarazada, esta vez de nuestra hija, y necesitaba atención médica. La experiencia de semejante frialdad por parte de nuestro pastor hacia Madelaine fue devastadora y nos tomó años poder respirar con tranquilidad respecto a ello.