1. CANADÁ Y LOS PRIMEROS AÑOS

¿Qué hace a un guerrero de oración?

¿Qué llevó a Roger y a mí a amar tan profundamente al Señor?

Dwight Nelson, un ministro destacado de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, llamó a Roger Morneau “un guerrero de oración”. Y ahora, como la viuda de Roger, me han pedido que escriba acerca de su vida y de la mía. Pero me pregunto: ¿qué nos llevó a amar tan profundamente al Señor y a desear con tanta intensidad que todos experimenten por sí mismos una vida íntima con Dios? Tanto Roger como yo estábamos arraigados en el catolicismo. Ese trasfondo espiritual nos dio una reverencia por Dios y por la vida en una cultura propia de pertenecer a familias católicas fieles. ¿Cómo pudimos dejar atrás las tradiciones católicas y emprender un camino marcado únicamente por la fe en Dios, tal como se define en la Biblia? Con este propósito, continuaré relatando los pasos que llevaron tanto a Roger como a mí a amar a Dios más que a la vida misma. Con Dios existe la amistad íntima y eterna que no deja fuera a ninguno de nuestros amigos cristianos terrenales. Querido lector, si lo deseas, acompáñame mientras cuento las formas en que Dios guió a Roger y a mí.

¿Dónde comenzar? Supongo que el único lugar es desde el mismo principio.

Nací el 15 de junio de 1926, en el pequeño pueblo de Ansonville, en la provincia de Ontario, en el seno de una sólida familia católica, donde había amor, cuidado y abundancia de canto y música. Pesé 10 libras al nacer, en un parto de nalgas para una madre muy pequeña. El médico usó fórceps para ayudar en el alumbramiento, lo que causó una lesión permanente en mi brazo derecho, conocida hoy como parálisis de Erb, donde las terminaciones nerviosas se desprenden de los músculos.

A las 8:00 a.m. del 25 de mayo de 1925, en un día típicamente frío y nevado, mi madre, Mary Ann (Annie) Le Claire, se casó con mi padre, Raphael Simon Mousseau. La boda se celebró en un pueblito del norte de Ontario llamado Iroquois Falls. Algunos amigos y familiares se reunieron en la iglesia católica para la breve ceremonia. Mi abuela materna no había muerto hacía ni un año, por lo que no hubo recepción. Mamá y papá salieron de la iglesia para tomar el tren hacia Timmins y pasar una corta luna de miel. Papá trabajaba en la compañía de papel Abitibi y, como no tenía derecho a vacaciones, no pudieron disfrutar de una luna de miel larga.

Papá tenía 22 años y mamá 17. El futuro se veía prometedor y sus sueños eran grandes. Se amaban profundamente y creían que podrían enfrentar lo que trajera el porvenir. Mamá era una mujer hermosa, de 1,57 m de estatura, ojos azules, piel clara y cabello naturalmente rizado. Papá era alto, moreno y apuesto, siempre cantando o tarareando una melodía alegre. Yo llegué un hermoso martes por la mañana, nacida en casa. Mis padres hicieron todo lo posible por criarme sin malcriarme, pero como fui hija única, esto podría ponerse en duda. Mamá y papá me enseñaron con su ejemplo que, a menos que uno pudiera compartir lo que tenía con los demás —fuera comida, dulces, juguetes o cualquier cosa—, no debía tomarlo solo para sí mismo. Si no alcanzaba para compartir, se renunciaba.

Mis primeros recuerdos de mamá y papá son muy felices. Ambos amaban los deportes: jugaban al hockey, patinaban sobre hielo en pistas cubiertas y al aire libre, disfrutaban de deslizarse en trineo, del bobsleigh, de tirar de caramelo y de hacer palomitas en una canasta de alambre sobre la estufa de leña de la cocina. Años más tarde, papá no solo fue presidente de la Liga de Hockey Quebec-Montmorency, del Club de Esquí Mount Ste. Anne y de la liga local de sóftbol, sino que también formó el primer sindicato local de papeleros.

En Navidad, mamá y papá me acomodaban en un trineo rodeada de regalos. Luego tiraban del trineo sobre la nieve crujiente que cubría las veredas de madera. Íbamos repartiendo obsequios navideños, en su mayoría hechos o tejidos a mano, para tíos, tías y muchos primos. Todos los niños esperaban con ilusión los deliciosos dulces caseros, galletas y manzanas acarameladas de la tía Annie. Aunque esos eran recuerdos felices, jamás olvidaré la Navidad en que, tras repartir los regalos a nuestra querida familia, al volver a casa, papá tropezó y cayó sobre un tubo de hierro negro que sobresalía de la acera. El dolor fue tan intenso que tuvo que subirse al trineo conmigo, y mamá nos arrastró hasta casa. Yo era demasiado pequeña para recordar qué lo mantuvo en cama durante semanas, pero tuvo que quedarse en casa para recuperarse.

En Ansonville, el pueblo donde nací, parecía que todos eran parientes. En aquellos años, cada hogar estaba bendecido con muchos niños. En verano pasábamos mucho tiempo en los lagos cercanos. Mamá y papá eran nadadores expertos, y papá era salvavidas. Yo misma lo vi salvar a personas de ahogarse. Él había nacido en Fort Coulonge, provincia de Quebec, y su familia vivía frente al río Ottawa, por lo que todos aprendieron a nadar desde pequeños. De hecho, cualquiera que viviera cerca del río lo hacía. Nadar era algo natural para todos los jóvenes de su tiempo.

Siempre pensé que los veranos en el lago con amigos y familia fueron lo mejor de mi infancia. Había abundancia de frutos silvestres, y todos colaborábamos en recogerlos. Recuerdo en especial los arándanos, porque eran mis favoritos. Por supuesto, los niños comíamos más de lo que lográbamos llenar en nuestros baldes. Papá tenía su manera de cocinar frijoles en la arena: usaba una gran olla de hierro en la que ponía los frijoles, líquido y condimentos, la tapaba con una pesada tapa de hierro, la envolvía en periódicos, cavaba un hoyo en la arena, colocaba allí la olla, la cubría y encendía una hoguera encima. Durante toda la noche alimentaba el fuego con las ramas que nosotros recogíamos, y los frijoles quedaban listos al día siguiente. Ese era su trabajo y lo disfrutaba mucho.

Papá adoraba contar historias alrededor de la fogata, especialmente de animales salvajes aterradores, imitando sonidos y ruidos. Luego nos costaba mucho dormir, convencidos de que cualquier crujido era un oso que venía por nosotros.

Mamá y papá también amaban cantar juntos. Mamá cantaba un poco desafinada, mientras que papá tenía una fuerte voz de tenor. Siempre recordaré la alegría de oírlos. También les gustaba bailar por la casa. Papá zapateaba, y nosotros aplaudíamos animándolo.

La familia de papá era muy musical. Uno de mis tíos-abuelos, Euchere Mousseau, tocaba el violín de oído, y él y mi tía tuvieron una gran familia: siete hijas y un hijo. Todos tocaban instrumentos musicales —piano, órgano, cuerdas y armónica— además de tener hermosas voces. Así entretenían a familiares y amigos en muchas veladas felices. No había lugar para la soledad.

La madre de mi padre, Mary, tocaba el órgano maravillosamente para él y sus hermanos. Y cuando yo la visitaba, lo hacía solo para mí. La abuela Mary era la más dulce y bondadosa que se pudiera desear. Siempre alegre, solo la veía llorar cuando llegábamos de visita o al despedirnos. Se esmeraba para que nuestra estancia fuera agradable. Aunque se levantaba temprano y se acostaba tarde, siempre encontraba tiempo para abrazarme, darme besos y decirme lo buena niña que era. Fui su única nieta durante 16 años. Ella tuvo ocho hijos, y mi padre, el mayor, se casó varios años antes que los demás.

Mi abuelo, Euchere Mousseau, fue secretario municipal y luego alcalde de Fort Coulonge durante muchos años. Le apasionaba la política y seguía todas las elecciones. Recuerdo de pequeña que un señor McDonald se postulaba a un cargo en Fort Coulonge, y el abuelo quería que lo eligieran, así que toda la familia participó en la campaña. Hubo marchas y vítores. Como él estaba mucho fuera de casa, nunca lo llegué a conocer tanto como a mi abuela. Ella era bajita y robusta, como era común en esos tiempos. Yo la veía degollar las gallinas que íbamos a comer, y aunque yo lloraba suplicando: “¡No lo hagas!”, ella me explicaba con tristeza que debía hacerlo porque el abuelo no estaba y la familia necesitaba comer. Siempre me costaba comer después de eso.

El padre de mi madre, Le Clair, estaba muy disgustado porque mis padres se casaron antes de que hubiera pasado un año de la muerte de su esposa. De entrada, nunca le agradó mi padre. En otro tiempo había sido vecino de los Mousseau en Fort Coulonge y nunca se llevó bien con ellos. Así que cuando mamá se casó con Raphael Mousseau, se molestó mucho. Dijo que no iría a la boda, pero cuando mis padres salieron de la iglesia lo vieron sentado al fondo, vestido con ropa de trabajo.

Mis padres se establecieron en Ansonville, el mismo pueblo donde vivía el abuelo Le Clair. Cuando enfermó gravemente, pidió a mi madre que consideraran vivir con él. Yo tenía 3 o 4 años. El abuelo necesitaba la ayuda de mis padres, y también fue una bendición para nuestra familia. Tenía una de las casas más bonitas del pueblo, construida por él mismo, de dos pisos y con cocina de verano. Era suficientemente grande para alojarnos a nosotros y a él.

El abuelo había perdido una mano en el molino de papel y usaba un gancho. Una vez, cuando yo tenía unos 4 años, me asustó tanto que no quise volver a acercarme. Yo iba por la casa llamando “¡Mamá, dónde estás?”, y él me llamó, me sujetó con su brazo del gancho y me sacudió con fuerza, mirándome a la cara. Yo lloré, claro. Mamá llegó, él me soltó, y ella me tranquilizó explicándome que el abuelo estaba enfermo y que por eso me había sacudido. Me pidió que me mantuviera alejada de él, algo que no necesitaba repetir.

El abuelo Le Clair murió en Pembroke, mientras visitaba en el hospital a su hermana moribunda. Mi tío John, hermano de mamá, había venido desde Quebec para acompañarlo, pero luego el abuelo enfermó gravemente y también fue hospitalizado. Como mi tío tuvo que regresar a su trabajo, avisó a mi madre que el abuelo estaba muy grave. Ella viajó a Pembroke para estar con él, dejándome con mi tía Josie. Yo estaba en primer grado y me parecía que mamá se había ido para siempre. Lloraba todos los días por ella.

Mis padres vivieron algunos años más en la casa del abuelo y luego decidieron venderla y mudarse a Iroquois Falls, a unos 5 km de Ansonville. Allí la Compañía Abitibi alquilaba casas a sus trabajadores. La nuestra necesitaba reparaciones, pero tenía cosas lindas también. Tenía un enorme cobertizo de leña adosado, y papá instaló un columpio para mí. Mamá podía verme desde la ventana de la cocina. La casa tenía una cocina grande, una sala amplia y una hermosa escalera que conducía al segundo piso. Mi cuarto estaba al final del pasillo, encima de la cocina.

Ese fue un hogar muy feliz. Mis padres trabajaron duro, empapelando la cocina y colocando linóleo nuevo. El resto tenía pisos de madera. Aunque eran oscuros, al limpiarlos brillaban dorados. Papá incluso compró un nuevo sistema de calefacción con un hornillo a base de aceite donde se podía ver la llama.

Papá cultivaba un gran huerto: papas, tomates, pepinos, chauchas y rábanos. Cuando no trabajaba, dedicaba su tiempo allí. Era tan suyo, que ni mamá podía entrar. Yo aprendí a la fuerza esa regla.

Tenía una gran amiga, Lillian Parron, que vivía a dos casas de la mía. A los 9 años estábamos locas por las muñecas de papel recortables. Íbamos a la heladería del pueblo, que también vendía dulces y revistas, y recogíamos periódicos y revistas viejas para recortar imágenes. Las llevábamos a mi cuarto y cada una debía tener su copia. Si solo había una foto de Shirley Temple, casi peleábamos. Mamá a veces intervenía y mandaba a Lillian a su casa llorando, pero en menos de una hora volvíamos a jugar juntas.

Lillian era hermosa, de cabello oscuro y ojos azules, y le encantaba cantar mientras nos mecíamos en su hamaca de jardín.

Tiempo después, cuando mis padres dejaron la casa como soñaban, recibimos la visita de la abuela Mousseau. Generalmente se quedaba con mi tía Edna en Ansonville, pero cuando quiso ayudar en nuestra casa, pidió a mamá permiso para lavar el piso. ¡Qué feliz fue al poder hacerlo! Tanto que le dijo a mi padre: “Annie me dejó lavar el piso hoy”.