2. Herencia familiar

Cuando mi padre, Tom Cunningham, con su rostro cuadrado y su cabello oscuro y ondulado, tocaba la guitarra y cantaba en las reuniones de mi abuelo, no tenía problemas para atraer a las chicas.

Sin embargo, hubo una excepción.

Un día, mi padre y mi abuelo se encontraron en un pequeño pueblo de Oklahoma donde otra familia de evangelistas itinerantes también estaba celebrando reuniones. La historia de los Nicholson era pintoresca.

El padre de espíritu vivaz, Rufus Nicholson, había sido aparcero en Oklahoma cuando, a los cuarenta años, dejó atrás sus esporádicas borracheras, respondió al llamado de Jesús, subió a su familia a una carreta cubierta y comenzó a predicar. Cuando Jewell, la tercera de los cinco hijos de los Nicholson, tenía doce años, estaba orando en la orilla del arroyo una tarde de verano. De repente oyó a Dios hablarle con voz clara. No le sorprendió a Jewell escuchar a Dios; en sus reuniones campestres la gente testificaba con frecuencia esa experiencia. Ahora, Dios le decía: “Quiero que prediques Mi Evangelio.” A los diecisiete años, Jewell ya era una de las predicadoras habituales del clan Nicholson.

Cuando Tom Cunningham conoció a Jewell Nicholson, quedó fascinado con aquella esbelta joven de ojos negros chispeantes y lengua afilada. Comenzó a cortejarla, pero Jewell estaba tan ocupada con su propio llamado que al principio apenas le prestó atención. Él persistió durante meses hasta que finalmente ella se abrió a él. Entonces le planteó la gran pregunta, y se casaron en una sencilla ceremonia en Yellville, Arkansas. Tom tuvo que pedir prestados tres dólares para la licencia.

Como recién casados, mi padre y mi madre comenzaron a viajar de pueblo en pueblo, predicando en las calles o bajo refugios temporales hechos con postes cubiertos de ramas, que la gente llamaba brush arbors (enramadas).

Aquellos fueron tiempos difíciles cuando mis padres recién se habían casado. Sus posesiones consistían en un Chevy de ocho años, algunos instrumentos musicales, algo de ropa y, por supuesto, sus Biblias. Con esas provisiones esperaban plenamente hacer la obra de Dios, y hacerlo con eficacia. Lo que, por supuesto, significaba escucharlo con claridad. Tanto Papá como Mamá hablaban mucho de la guía divina y del papel importante que jugaba en tener un ministerio fructífero. Conocían bien la “voz interior”, a veces bastante audible, otras veces más como una impresión que llegaba a la mente ya formada. También sabían lo que era escucharlo hablar a través de las Escrituras, de sueños y de visiones.

El propósito más alto de la guía, decía Papá, era hablar a la gente de Jesús. “Estamos cumpliendo un mandato urgente del mismo Jesús”, decía cuando conversaba con Mamá acerca de la guía que buscaban. “La Gran Comisión, esa es la clave: ‘Id por todo el mundo y predicad el Evangelio.’” Si Dios realmente comisionaba a personas para la tarea de ir a todas partes a dar las Buenas Nuevas, seguramente los guiaría.

Mis padres iban adonde creían que Dios les decía que fueran. Conducían hasta reuniones en medio de tormentas de nieve y lluvias heladas, y vivían en la parte trasera del automóvil. Vivían de lo que la congregación quisiera darles o de las monedas que la gente les arrojaba a los pies si hablaban en la calle. Pero la escasez era de poca importancia, porque todo el tiempo estaban aprendiendo a escuchar la voz de Dios y obedecer. Con ese espíritu de aventura al seguir la dirección de Dios, lograron fundar tres iglesias, todas las cuales aún existen hoy.

Mientras tanto, la familia de Papá y Mamá iba creciendo. Mi hermana Phyllis nació en 1933. Dos años después nací yo en Taft, California, aunque mis primeros recuerdos son de un polvoriento pueblo del desierto de Arizona y de una casa-tienda de lona de cinco metros por lado, con cajas como muebles. Sin embargo, nunca me sentí privado. De hecho, crecí sintiéndome privilegiado.

Mis padres estaban construyendo una iglesia para un grupo de sesenta feligreses. Con sus propias manos hicieron todos los ladrillos de adobe, que secaron al sol y usaron para las paredes del templo.

Nos incluían en su trabajo y en el proceso de aprender a escuchar a Dios. Muy temprano, a los seis años, tuve una experiencia personal de escuchar a Dios después de un culto dominical por la noche, y supe por primera vez que le pertenecía. Pero lo que más significaba para mí era oír Su voz en los sucesos cotidianos, de lunes a domingo. Uno de esos eventos ocurrió cuando yo tenía nueve años y vivíamos en Covina, California, un pueblito lleno de naranjos a cincuenta kilómetros al este de Los Ángeles.

Casi era la hora de la cena una tarde, y entré corriendo a la casa dejando que la puerta mosquitera golpeara. Mi hermana Phyllis, de once años, rápidamente me recordó con un dedo en los labios que nuestra nueva hermanita, Janice, estaba dormida en la habitación contigua. Me metí en la cocina, donde Mamá sacaba un pan de maíz del horno. Levanté la tapa de una gran olla sobre la estufa, aspirando el delicioso aroma de frijoles rojos con tocino salado.

“Loren, no tenemos leche. ¿Puedes ir a la tienda de la viuda y comprar un poco?” Mamá no tenía cambio, solo un billete de cinco dólares. “Ahora ten cuidado con esto. Es nuestro dinero de la compra para toda la semana.”

Metí el billete en el bolsillo de mis jeans, silbé a Teddy, mi perrito marrón, y me dirigí a la tienda de la viuda. Tardé un rato en llegar. Iba pateando una lata, y me detuve una o dos veces para examinar una chapita de botella y recoger un palo para hacerlo sonar contra las cercas de los vecinos.

Subí corriendo los escalones de la tienda—una sala convertida en almacén—, seleccioné dos botellas de leche y fui al mostrador, donde la viuda esperaba con lápiz y libreta para anotar mis compras. Pero cuando metí la mano en el bolsillo para sacar el billete, se me detuvo el corazón. Revolví en el bolsillo izquierdo, en los traseros, en el de la camisa. No estaba.

“¡Perdí el dinero!”, sollozé. Dejando la leche atrás, regresé corriendo lo más rápido que pude por el mismo camino. Teddy me seguía jadeando mientras yo buscaba frenéticamente en todos los sitios donde recordaba haberme detenido. No había caso. El billete de cinco dólares no aparecía por ningún lado. No quedaba otra cosa que volver y decirle a Mamá que había perdido su dinero.

Mamá seguía en la cocina cocinando cuando entré por la puerta trasera, cerrándola lo más suavemente posible. Al verme la cara, supo de inmediato que algo andaba mal. Su rostro se ensombreció cuando le conté lo que había hecho—era una gran pérdida para nosotros—, pero pronto se iluminó.

“Ven, hijo, vamos a orar. Le pediremos a Dios que nos muestre dónde está ese dinero.”

Allí mismo, en la cocina, puso su mano sobre mi hombro delgado y habló con Dios. “Señor, Tú sabes exactamente dónde se esconde ese billete de cinco dólares. Ahora te pedimos que nos lo muestres. Háblanos a la mente, por favor, porque Tú sabes que necesitamos ese dinero para alimentar a la familia esta semana.”

Mamá permaneció en silencio, con los ojos cerrados. La tapa de los frijoles repiqueteaba sobre la olla hirviendo.

De pronto apretó mi hombro. “Loren,” dijo en voz más baja, “Dios me acaba de decir que el dinero está debajo de un arbusto.” Rápidamente salió por la puerta y yo corrí tras ella.

La tarde caía cuando repasamos mi camino hacia la tienda, revisando cada arbusto y cada seto. Casi estaba demasiado oscuro para ver cuando Mamá se detuvo y miró hacia un frondoso arbusto de hoja perenne. “¡Probemos ese!”, dijo con entusiasmo, dirigiéndose de inmediato hacia allí. Nos inclinamos a mirar debajo y, allá en la base del tronco, estaba el arrugado billete de cinco dólares.

Esa noche, bebiendo vasos de leche junto con los frijoles y el pan de maíz, Mamá y yo le contamos a Phyllis, a Papá (¡y también al bebé!) cómo Dios había cuidado de nosotros ese día. En nuestra familia no pensábamos en esas experiencias como una escuela para aprender a confiar en Dios, pero eso era exactamente lo que eran. Ésta fue una rica herencia que llegué a valorar cada vez más al crecer.

Una mañana de febrero, tres meses después del incidente del dinero perdido, los niños aprendimos otro principio que seguiría siendo importante en nuestras vidas. Estábamos sentados alrededor de la mesa del desayuno cuando Papá anunció que tendría que ausentarse unos días. Me dio instrucciones, pues yo tenía diez años, de cuidar de la familia mientras él estaba fuera.

“Estaré en Springfield, Missouri,” dijo. “Eso está al otro lado del país, pero con teléfonos y todo, no estaremos realmente incomunicados.”

Fue por teléfono que recibimos la mala noticia. Papá había sufrido apendicitis. No podían operarlo—probablemente ya tenía peritonitis, y con las carencias de la guerra no había penicilina. Era solo cuestión de tiempo hasta que muriera.

Mamá colgó el teléfono y anunció que teníamos que orar—¡con fervor! Me metí detrás del sofá y allí me quedé, orando durante horas. Pasaron dos días, y Papá seguía igual. Necesitábamos oír algo de Dios—alguna palabra que nos ayudara a resistir. Entonces ocurrió un hecho que nunca olvidaría.

Tres días después del ataque de Papá, alguien golpeó la puerta. Vi a Mamá abrirla a la fría claridad de la mañana de febrero. Allí estaba un hombre de la iglesia. Me recordó a un director de funeraria que había visto una vez, con su rostro demacrado y ojos lúgubres. Se quedó de pie, sombrío, jugueteando con su sombrero, como si temiera decir lo que llevaba en mente.

“¿Qué pasa?”, preguntó Mamá, sin rodeos.

“Hermana Cunningham”, soltó al fin el hombre enjuto, “¡Dios me dio un sueño de su esposo volviendo a casa en un ataúd!”

Sentí que la lengua me pesaba dentro de la boca mientras observaba el rostro de Mamá. Ella pensó un momento y respondió: “Pues bien, señor,” dijo con amabilidad pero con firmeza muy marcada, “le agradezco mucho que haya venido a decirme esto. Por duro que sea, prometo preguntar a Dios si ese sueño realmente viene de Él. Con algo tan importante, Él mismo me lo dirá, ¿no es así?”

Era más una afirmación que una pregunta, y con eso agradeció de nuevo al hombre y le cerró la puerta. Tan pronto como él se fue, ella se puso a orar de inmediato. “¿Eres Tú, Dios? Prometo intentar aceptar las palabras de este hombre si realmente vienen de Ti. Solo déjame saberlo. Eso es todo lo que pido.”

Mamá tenía una relación tan confiada con su Padre celestial que esperaba plenamente que Él le respondiera en un asunto tan importante de manera paternal y sin dejar sombra de duda. Lo dejó en manos de Dios y se fue a dormir.

A la mañana siguiente, mientras nos sentábamos a desayunar avena humeante, Mamá puso a Jannie en su sillita y anunció que tenía buenas noticias. “Anoche tuve un sueño”, nos dijo a Phyllis y a mí.

Guardamos silencio. “¿Y bien?”

“En mi sueño Papá regresaba a casa, pero en un tren, ¡y llevaba puesto el pijama!”

Y así fue exactamente. Recibimos la noticia de que Papá se había recuperado lo suficiente como para volver a California. Le costó conseguir pasajes por las prioridades militares de la guerra, pero con ayuda de amigos logró conseguir una litera en un coche cama Pullman. Así que llegó justo como Mamá había sabido: en tren, vestido con pijama. En la estación se puso un pantalón sobre la parte de abajo del pijama. Debimos de ser un espectáculo, caminando por el andén, sosteniendo a nuestro padre aún débil y tembloroso, que avanzaba en pantuflas. A Papá no le importaba en lo más mínimo cómo se veía. A nosotros tampoco. Estaba en casa. ¡Y estaba vivo!

Más tarde, Mamá nos señaló un aspecto importante de la guía divina: “Recibir dirección de Dios para otra persona es complicado”, dijo. “Podemos oír una voz de confirmación a través de alguien más. Pero si Dios tiene algo importante que decirte, te hablará directamente.”

Con una herencia familiar como ésta, no resultaba sorprendente que yo también sintiera el mismo llamado a “ir por todo el mundo y predicar el Evangelio.” Un llamado que, como resultó, requeriría cada gramo de conocimiento sobre la guía que yo poseía.