Esta sección describe las circunstancias en las que Juan recibió las visiones de Apocalipsis y su encuentro visionario con el Cristo glorificado, quien lo comisionó para escribir las cosas que estaba a punto de ver en visión y transmitirlas a las siete iglesias en Asia Menor:
9Yo, Juan, vuestro hermano y copartícipe en la aflicción, el reino y la paciencia en Jesús, estaba en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. 10Estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, 11que decía: “Escribe en un libro lo que ves y envíalo a las siete iglesias: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardis, a Filadelfia y a Laodicea.”
12Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo, y al volverme vi siete candelabros de oro, 13y en medio de los candelabros, vi a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido con una túnica que llegaba hasta los pies y ceñido con un cinto de oro a la altura del pecho. 14Su cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como la nieve, y sus ojos como llama de fuego; 15sus pies semejantes al bronce bruñido, como en un horno encendido; su voz como estruendo de muchas aguas; 16y tenía en su mano derecha siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.
17Y cuando lo vi, caí a sus pies como muerto; y él puso su mano derecha sobre mí, diciendo: “¡No temas! Yo soy el primero y el último, 18el que vive; estuve muerto, pero he aquí que vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades. 19Escribe, pues, las cosas que has visto, las que son y las que han de suceder después de estas. 20En cuanto al misterio de las siete estrellas que has visto en mi mano derecha y de los siete candelabros de oro: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias.”
Juan en Patmos (1:9)
Juan comienza su relato diciendo a los lectores que se hallaba en Patmos a causa de su fiel testimonio del evangelio (Apoc. 1:9). Patmos era una isla rocosa y árida en el mar Egeo, a unas cincuenta millas de Éfeso; la isla mide diez millas de largo y seis en su parte más ancha. Se ha sostenido comúnmente que la isla era utilizada por los romanos como colonia penal para delincuentes políticos, al igual que algunas otras islas Espóradas.¹ Los autores cristianos primitivos, cercanos al tiempo en que se escribió Apocalipsis, coinciden en que Juan fue desterrado a Patmos por las autoridades romanas para impedirle difundir el evangelio.
Como prisionero, el anciano apóstol soportó toda clase de privaciones en su exilio en Patmos. Las autoridades romanas lo trataban como a un criminal. La tradición cristiana temprana atestigua que fue obligado a realizar trabajos forzados en las canteras.² El padecimiento de Juan estuvo marcado por “cadenas perpetuas, ropas escasas, alimento insuficiente, dormir en el suelo desnudo en una prisión oscura y trabajar bajo el látigo de capataces militares.”³
La experiencia de Juan en Patmos dejó huellas en el lenguaje y la imaginería del Apocalipsis. Por ejemplo, la tribulación que él sufrió por su fiel testimonio del evangelio se convirtió en un anticipo de la experiencia del pueblo fiel en un mundo hostil a lo largo de la historia, pero especialmente de la gran tribulación que el pueblo de Dios habrá de atravesar en el tiempo del fin (cf. Apoc. 7:14). Asimismo, cuando mencionó que las islas y montañas desaparecerán en el desenlace escatológico (6:14; 16:20), probablemente tenía en mente la isla montañosa de Patmos junto con sus islas hermanas.
Es especialmente notoria la prominencia de las imágenes del mar y el agua en el libro (ocurre veintiséis veces). Expresiones como “como estruendo de muchas aguas” (1:15; 14:2) evocan el sonido melódico del mar inquieto alrededor de Patmos; el área delante del trono de Dios en las visiones le apareció al apóstol “como un mar de vidrio semejante al cristal” (4:6), mientras que el reflejo del sol naciente y poniente en el mar de Patmos se convirtió en la fuente de la metáfora “como un mar de vidrio mezclado con fuego” (15:2).
El significado metafórico del mar en el libro cambia finalmente de positivo a negativo. Como Juan estaba confinado en Patmos, el mar llegó a significar para él separación y sufrimiento. Las aguas tempestuosas alrededor de Patmos se convirtieron en símbolo de las perturbadoras condiciones sociales y políticas del mundo. El mar está claramente relacionado con el abismo (pozo sin fondo), la morada de Satanás y sus demonios (cf. Apoc. 13:1 con 17:8). Es de ese mar metafórico de donde el apóstol vio surgir a la bestia para oprimir al pueblo de Dios (13:1). La prostituta Babilonia fue vista sentada “sobre muchas aguas” (17:1; cf. v. 15). También del mar simbólico obtienen los mercaderes figurativos de Babilonia, que venden sus doctrinas y políticas corruptas, todas sus riquezas y lujos (18:17–24).
Con esto en mente, no es de extrañar que en su última visión del cielo nuevo y la tierra nueva, Juan observe primero que “el mar ya no existía más” (Apoc. 21:1). El texto no se refiere a cualquier mar, sino al mar que rodeaba Patmos, llenando al anciano apóstol de un profundo anhelo por el tiempo en que el mar no existirá más. La ausencia del “mar” en la tierra nueva significa la ausencia de todo mal que el sufrimiento y el dolor de “Patmos” traen en esta vida.
El verdadero dolor, sin embargo, que el Revelador sintió en Patmos fue mayor que su sufrimiento físico. Estaba profundamente preocupado por la situación de las iglesias, ubicadas en siete ciudades de la provincia de Asia (cf. Apoc. 1:11), privadas de su liderazgo. El apóstol desterrado conocía las posibles amenazas a esas iglesias. La situación en ellas se iba desestabilizando poco a poco debido a la creciente hostilidad de las autoridades romanas en Asia contra los cristianos. También llegaron algunos informes preocupantes que esas iglesias estaban en serias dificultades. La mayoría estaba dividida y, en algunas, la mayoría de los creyentes participaban en la propagación de la apostasía. La autoridad de Juan también estaba siendo cuestionada.
Muchos cristianos en Asia luchaban con respecto a su identidad. Las circunstancias adversas podían llevar a muchos a preguntarse si Dios seguía en control y qué depararía el futuro a la iglesia. Necesitaban con urgencia orientación y ánimo. Sin embargo, el anciano apóstol no podía estar con ellos. Su preocupación por su bienestar espiritual era, a veces, abrumadora. Juan mismo estaba en gran angustia y necesitaba una palabra de seguridad y aliento.
Los cristianos nunca deben olvidar que cada vez que se encuentran en un “Patmos” rodeados de un interminable y furioso “mar”—sea lo que sea que ese mar signifique para ellos—no están solos. La experiencia de Patmos siempre resulta en una revelación de Jesucristo. Fue porque Daniel experimentó el cautiverio en Babilonia que hoy tenemos el libro de Daniel en la Biblia. De la misma manera, Juan tuvo que ir a Patmos para que hoy tengamos el libro de Apocalipsis. Jesús, que visitó a Juan en visión en esa isla árida, es el mismo Jesús que está presente con su pueblo para sostenerlo y apoyarlo hoy. Él estará con ellos siempre, hasta el fin del mundo (Mat. 28:20).
El Encuentro de Juan con Cristo (1:10–20)
En el día del Señor (1:10a)
No sabemos cuánto tiempo estuvo realmente Juan en Patmos antes de que Cristo se le apareciera en la visión. Juan declara solamente, de manera breve, que mientras estaba en medio de su aflicción, fue llevado en visión en “el día del Señor” (Apoc. 1:10). Parece que, para él, “el día del Señor” era un día especial. Sin embargo, en ninguna parte dice qué día era, aunque evidentemente los cristianos del primer siglo lo entendían.
En la Biblia, hay dos días especificados como del Señor. El primero es el sábado, el séptimo día. El sábado es llamado “mi [de Dios] sábado” (Éx. 31:13; Ez. 20:12, 20) y el día santo del Señor (Is. 58:13). Jesús se llamó a sí mismo “Señor del sábado” (Mat. 12:8; Mar. 2:28). Esto muestra claramente que Juan pudo haber recibido la visión en el sábado, como día del Señor.
Otro día referido como del Señor en la Biblia es el “día del Señor” escatológico, mencionado a menudo tanto en el Antiguo Testamento (Is. 13:6–13; Joel 2:11, 31; Am. 5:18–20; Sof. 1:14; Mal. 4:5) como en el Nuevo Testamento (1 Tes. 5:2; 2 Pe. 3:10). Se refiere al tiempo en que Dios pondrá fin a la historia de este mundo y establecerá un nuevo orden. En el Nuevo Testamento, el día del Señor se refiere exclusivamente a la Segunda Venida.
Es particularmente significativo que el sábado en la Biblia tiene un sentido escatológico (Is. 58:13–14; 66:23) y es una señal de liberación (Deut. 5:15; Ez. 20:10–12). Por lo tanto, es bastante posible que Juan haya acuñado la frase “el día del Señor” para combinar ambos conceptos bíblicos en uno: decir a sus lectores que fue llevado en visión al día escatológico del Señor para contemplar los eventos durante la conclusión de la historia de la tierra (cf. Apoc. 1:7), y también decirles que esta visión ocurrió en el sábado. Esto encajaría con la presentación de los eventos finales en Apocalipsis, dentro de los cuales el sábado, como mostraré más adelante, desempeña un papel central en el drama del tiempo del fin.
Cristo como Sacerdote (1:10–12)
Mientras Juan estaba en visión, oyó detrás de él una gran voz que le hablaba (Apoc. 1:10). La voz sonaba como trompeta. En la Biblia, un sonido de trompeta representa la voz de Dios. Esa fue la voz que proclamó los Diez Mandamientos desde el monte Sinaí (Éx. 19:16), y será oída de nuevo anunciando la venida de Cristo en las nubes (Mat. 24:31; 1 Cor. 15:52; 1 Tes. 4:16). Esa voz ahora comisiona a Juan a escribir en un libro las cosas que está a punto de ver y enviarlas a las siete iglesias (Apoc. 1:11).
La voz que Juan oyó le sonaba familiar, pues era la voz de Jesús, a quien había escuchado durante unos tres años y medio. Cuando se volvió para ver al que le hablaba, vio siete candelabros de oro y, en medio de ellos, “uno semejante al Hijo del Hombre” (Apoc. 1:12–13). Eran candelabros separados con lámparas en la parte superior. Juan explica más adelante que los candelabros representaban a las siete iglesias de Asia a las que originalmente se envió el Apocalipsis (1:20; cf. 1:11).
La visión recuerda al antiguo templo judío. En el templo de Jerusalén, los candelabros daban luz (1 Re. 7:49). También significaban el plan de Dios de que Israel fuera su testigo portador de luz a las naciones circundantes (Is. 42:6–7; 49:6; 60:1–3). Jesús definió el papel de la iglesia en términos de una lámpara que da luz a un mundo en tinieblas (Mat. 5:14–16; cf. Fil. 2:15). La lámpara debe estar sobre un candelabro para dispersar su luz (cf. Mar. 4:21; Luc. 8:16). Si la iglesia fallaba en su función de iluminar al mundo, perdería su razón de existir (Apoc. 2:5).
El foco de la escena, sin embargo, no está en las iglesias, sino en Cristo en medio de ellas. Juan lo ve vestido con una túnica larga y ceñido con un cinto en la cintura. El historiador judío Josefo describe al sumo sacerdote que servía en el templo de Jerusalén vestido con una túnica larga que llegaba hasta los pies y con un cinto alrededor de la cintura.⁴ Isaías profetizó del Mesías diciendo que “la justicia será cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura” (Is. 11:5). Una tarea diaria de los sacerdotes en el templo de Jerusalén era mantener encendidas las lámparas en el lugar santo. Recortaban y rellenaban las lámparas que se apagaban, cambiaban la mecha de las que se habían extinguido, las llenaban con aceite fresco y las volvían a encender (Éx. 30:7–8).⁵
La imagen de Jesús vestido con un ropaje sacerdotal y caminando entre los candelabros (Apoc. 2:1) lo presenta como un sacerdote que ministra a las iglesias y las ayuda en sus necesidades y circunstancias. La escena recuerda la promesa del pacto dada a Israel en su camino hacia la Tierra Prometida: “Y andaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Lev. 26:12). Ahora, en el andar simbólico entre los candelabros, Jesús cumplía esta promesa del pacto. Todo esto tenía como propósito asegurar tanto a Juan como a las iglesias la presencia de Cristo y su promesa de estar continuamente con su pueblo hasta el fin del mundo.
La Representación de Cristo (1:13–16)
Jesús viene a Juan como el Señor exaltado, pero aparece como “uno semejante al Hijo del Hombre” (Apoc. 1:13), es decir, como un ser humano. Este era el título preferido de Jesús para sí mismo (Mat. 26:46; Mar. 13:26; Luc. 19:10). Juan ya había tenido una vislumbre de la gloria de Jesús en el monte de la Transfiguración (Mar. 9:2–3; cf. 2 Pe. 1:16–17). Sin embargo, el Cristo exaltado que Juan ve en su visión tiene una apariencia totalmente distinta de la de Jesús en la carne. El apóstol encuentra que el lenguaje humano es insuficiente para describir su aspecto. Al intentar describirlo, Juan recurre a imágenes antiguas y descripciones del Antiguo Testamento sobre Dios.
La descripción de Jesús se asemeja a la figura divina con apariencia humana en Daniel 10:5–12. Pero Jesús es mucho más que eso. También posee las características de Dios en el Antiguo Testamento. La frase “uno semejante al Hijo del Hombre” evoca la misma de Daniel 7:13–14. Jesús tiene los cabellos blancos como “el Anciano de Días” en Daniel 7:9. Sus ojos son como llama de fuego, sus pies como bronce bruñido, y su rostro resplandece como la figura divina de la visión de Daniel (Dan. 10:6; cf. Mat. 17:2). Su voz, como estruendo de muchas aguas, era la voz de Dios en Ezequiel 43:2 (cf. Dan. 10:6). En las imágenes de esta figura semejante a un hombre, Juan reconoció rápidamente al Señor glorificado con todos sus atributos y prerrogativas divinas.
Al aplicar estas imágenes del Antiguo Testamento a Cristo, Juan usa las palabras “como” o “semejante a”, lo que sugiere un significado metafórico más que literal. En el mundo antiguo, el cabello blanco o canoso significaba sabiduría y experiencia (Job 15:10; Prov. 20:29). Los ojos de Cristo, como llama de fuego, denotan su capacidad de penetrar hasta lo más íntimo del corazón humano (Apoc. 2:18, 23); sus pies, semejantes al bronce bruñido, simbolizan estabilidad y fortaleza (Ez. 1:7); su voz, como trompeta y como estruendo de muchas aguas, era la voz de Dios hablando (Ez. 43:2); su rostro resplandeciente evocaba la exaltación de Jesús (Mat. 17:2–3). Además, equipado con la espada de dos filos que sale de su boca (Heb. 4:12), Cristo aparece y actúa con toda la autoridad de Dios.
En cuanto a las descripciones del Antiguo Testamento, esta representación de Jesús apelaba en particular a los judíos. Sin embargo, para los gentiles, la misma descripción podía evocar la imagen de la diosa helenística Hécate, adorada en Asia Menor occidental durante la época de Juan. Los paganos le atribuían autoridad universal; la consideraban fuente y soberana del cielo, la tierra y el Hades (el inframundo), y el agente por medio del cual llegaría el fin. Se manifestaba en tres formas, correspondientes a cada parte del universo: su forma celestial era Selene o Luna; su forma terrenal, Artemisa o Diana; y su forma del inframundo, Perséfone. Se la llamaba la “portadora de llaves”, pues se creía que poseía las llaves de las puertas del cielo y del Hades. Se la invocaba con palabras como: “el principio y el fin eres tú, y solo tú reinas sobre todo. Porque de ti son todas las cosas, y en ti existen todas las cosas. Eterna, ven a su término.”⁶
Vemos aquí cómo Jesús se presenta a los gentiles como su única esperanza. Todo lo que esperaban encontrar en la religión pagana podían hallarlo en Cristo. Su autoridad superaba la de Hécate y cualquier otra autoridad en el cielo, en la tierra o debajo de la tierra (cf. Fil. 2:10). Por virtud de su propia muerte en la cruz, Jesús quebrantó el poder de la muerte, y esto lo facultó para poseer “las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:18). A causa de su muerte y resurrección, Jesús vive por los siglos, acompañando y sosteniendo a su pueblo.
Palabras de Ánimo a Juan (1:17–20)
Jesús vino a Patmos para dar ánimo a Juan. Juan era el pastor de las iglesias en Asia, y como líder, también necesitaba aliento. Abrumado por la gloria del Señor, el anciano apóstol cayó postrado a sus pies, como antes lo había hecho en el monte de la Transfiguración (Mat. 17:6–7). Al girar, Juan volvió a experimentar la mano calmante de Cristo y sus palabras tranquilizadoras: “¡No temas!” (según el griego original; Apoc. 1:17). Juan había escuchado estas palabras de labios de Jesús muchas veces (Mat. 14:27; 17:7; 28:10; Luc. 5:10; Jn. 6:20). Pero en Patmos tenían un significado especial para él.
Al referirse a sí mismo como “el primero y el último” (Apoc. 1:17), Jesús se revela a Juan como el Dios del Antiguo Testamento (Is. 44:6; 48:12). La palabra griega para “último” es eschatos, de donde proviene “escatología”. Esto muestra que el enfoque de la escatología en Apocalipsis no es tanto sobre los eventos del fin, sino sobre Jesucristo y su presencia con su pueblo. Él tiene la última palabra respecto a los eventos finales. Como Dios eterno, es “el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Heb. 13:8). Él es “el que vive” y posee “las llaves de la muerte y del Hades” (Apoc. 1:18). Las llaves son símbolo de poder y autoridad. Cristo ha vencido la muerte. Sus seguidores ya no necesitan temerla, porque tanto la muerte como la morada de los muertos están bajo su control. Llegará el día en que la muerte, “el último enemigo… será destruida” (1 Cor. 15:26).
Ánimo para las Iglesias
Lo que Jesús hizo por Juan, también lo hizo por las iglesias. La segunda razón por la cual Jesús vino a Patmos fue darle a Juan siete mensajes distintos, comisionándolo para transmitirlos a las iglesias. En esos mensajes, Jesús tenía pleno conocimiento de la condición espiritual de cada iglesia. Él sabía que los efesios estaban retrocediendo en su amor, y que los de Esmirna sufrían y vivían en constante temor de lo que el futuro les traería. Conocía las circunstancias en las que vivían los cristianos de Pérgamo y que la iglesia en Tiatira estaba dividida. Sabía de la complacencia espiritual de los cristianos en Sardis y de la debilidad espiritual de los de Filadelfia. Y también sabía de la autosuficiencia y ceguera de los laodicenses.
Dado que Jesús conocía las situaciones y necesidades particulares de las iglesias, pudo relacionarse con cada una en sus circunstancias. Al dirigirse a las iglesias, se presentó ante cada una mencionando algunas de las características tomadas de la descripción compuesta de sí mismo en el primer capítulo de Apocalipsis:
- A la iglesia en Éfeso, se presenta como “el que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que anda en medio de los siete candelabros de oro” (Apoc. 2:1; cf. 1:13, 16).
- A la iglesia en Esmirna, como “el primero y el último, el que estuvo muerto y volvió a vivir” (2:8; cf. 1:17–18).
- A la iglesia en Pérgamo, como “el que tiene la espada aguda de dos filos” (2:12; cf. 1:16).
- A la iglesia en Tiatira, como “el Hijo de Dios, el que tiene ojos como llama de fuego y pies semejantes al bronce bruñido” (2:18; cf. 1:14–15).
- A la iglesia en Sardis, como “el que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas” (3:1; cf. 1:4, 16).
- A la iglesia en Filadelfia, como “el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre” (3:7; cf. 1:18).
- A la iglesia en Laodicea, como “el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios” (3:14; cf. 1:5a).
En cada caso, las características de Jesús se relacionan con las situaciones y necesidades específicas de las iglesias. Por ejemplo, a la iglesia en Éfeso, que estaba perdiendo su primer amor y enfrentaba la amenaza de falsos maestros, Jesús se presenta como el que sostiene su situación en la mano y camina en medio de ellos (Apoc. 2:1). A la iglesia en Esmirna, que atravesaba dura persecución, Jesús se presenta apropiadamente como el que había experimentado lo mismo y les da la promesa de resurrección (2:10–11). Hace promesas y presentaciones similares de sí mismo al resto de las iglesias.
Aquí pueden hacerse varias observaciones. Primero, Jesús se presenta a cada iglesia de una manera distinta. Sin embargo, ninguna iglesia individual tiene el cuadro completo de Jesús. Cada una recibe solo una parte de Él. Pero todas las iglesias juntas tienen la visión completa de Cristo. Es importante tener en cuenta que la revelación total de Jesús se da a través de toda la iglesia de Cristo, no a través de individuos o facciones aisladas del cuerpo mayor de creyentes. Además, no hay dos iglesias que compartan la misma faceta de Cristo. La razón es obvia: cada iglesia se encontraba en una situación única y tenía necesidades particulares, y Jesús supo adaptarse a cada caso.
El mismo concepto puede observarse en los cuatro evangelios. Los cuatro narran la misma historia de Jesús, pero desde distintos ángulos. Así, cada uno ofrece una representación particular de su capacidad para suplir las diferentes necesidades de las personas a quienes originalmente iban dirigidos.
Lo mismo aplica a la vida de los cristianos. Muchos hoy saben mucho acerca de Jesús, pero les falta conocerlo personalmente. Su vida espiritual depende del conocimiento de otros: padres, esposos o pastores. El fuerte llamado de Apocalipsis es descubrir a Jesús de manera personal, como el que nos encuentra donde estamos. A medida que la iglesia proclama el evangelio al mundo, debe seguir el ejemplo de Cristo en la forma de presentarlo. El enfoque debe estar en Jesucristo —la mayor necesidad del mundo— y proclamarlo en palabras y hechos. Lo que Cristo desea es revelarse al mundo a través de la iglesia como el único que puede encontrarse con las personas en sus circunstancias particulares y satisfacer sus necesidades espirituales. Este es el tipo de luz que Jesús quiere que brille a través de la iglesia. Si la iglesia falla en este llamado, pierde su razón de existir.
Donde Abunda el Pecado, Sobreabunda la Gracia
Así como los siete mensajes comienzan de manera semejante, también concluyen de la misma forma. Cada uno termina con un llamado personal: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (cf. Apoc. 2:7). Se urgía a todo cristiano en cada iglesia a atender estos mensajes. Cada apelación a las iglesias contiene también una promesa al vencedor.
Los mensajes indican un declive espiritual en las siete iglesias. La primera, Éfeso, todavía era fiel a Dios, aunque no era del todo lo que Jesús deseaba. La segunda y tercera —Esmirna y Pérgamo— eran en general fieles; solo unos pocos miembros eran infieles. Tiatira era una iglesia dividida, con dos fases en su fidelidad a Cristo. La quinta y sexta —Sardis y Filadelfia— estaban en condiciones muy serias. La mayoría en ellas estaba en desarmonía con el evangelio, mientras que un remanente representaba a los fieles pocos. En Laodicea, en cambio, no había nada bueno que decir: era autosuficiente e indiferente. Recibe la amenaza: “Estoy a punto de vomitarte de mi boca” (Apoc. 3:16).
Sin embargo, junto con el evidente declive espiritual de las iglesias, se observa un aumento proporcional en las promesas que Jesús les da.⁷ Aunque cada iglesia se encontraba en mayor decadencia que la anterior, cada una recibía más promesas que la anterior:
- Éfeso recibe una promesa: alcanzar el árbol de la vida (Apoc. 2:7).
- Esmirna recibe dos: la corona de vida y escapar de la segunda muerte (2:10–11).
- Pérgamo recibe tres: el maná escondido, una piedra blanca y un nuevo nombre (2:17).
- Tiatira recibe cuatro: autoridad sobre las naciones, regirlas con vara de hierro, quebrarlas en pedazos y recibir la estrella de la mañana (2:26–28).
- Sardis recibe cinco: caminar con Jesús, vestirse de ropas blancas, no borrar su nombre del libro de la vida, ser confesados ante el Padre y ante los ángeles (3:4–5).
- Filadelfia recibe seis: ser guardados de la hora de la prueba, ser columnas en el templo, no salir jamás de allí, y tener escritos sobre ellos el nombre de Dios, el de la ciudad de Dios y el nuevo nombre de Cristo (3:10–12).
- Laodicea recibe una sola promesa: sentarse con Jesús en su trono (3:21). Pero esta promesa incorpora todas las demás. Sentarse con Cristo en su trono significa poseerlas todas.
Este aumento de promesas en proporción al declive espiritual de las iglesias recuerda las palabras de Pablo: donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia (Rom. 5:20).
Es importante tener presente que, en palabras de Elena White, “la iglesia, aunque enferma y defectuosa, es el único objeto en la tierra sobre el cual Cristo concentra su supremo interés. Constantemente la observa con solicitud y la fortalece por su Espíritu Santo.”⁸ La única esperanza de la iglesia está en Cristo. Él conoce a su pueblo, porque camina entre ellos y los cuida. Y al enfrentar la prueba escatológica, la iglesia tiene la promesa del Cristo exaltado: “¡No temas! Yo soy el primero y el último” (Apoc. 1:17). “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28:20).