Apocalipsis 19 describe la conclusión de la batalla de Armagedón, que culmina con la venida de Cristo. El resultado de la batalla final es la destrucción de las fuerzas confederadas del mal y la liberación del pueblo fiel de Dios. Los dos aliados de Satanás han sido arrojados al lago de fuego. Todos los que apoyaron a Babilonia han sido muertos por la gloria de la aparición de Cristo y están esperando el juicio final. Apocalipsis 20 describe la situación durante el milenio y el destino de Satanás y de sus seguidores en el juicio final.
El Milenio (20:1–10)
La batalla de Armagedón da como resultado la desolación y despoblación de la tierra. Los vientos destructores de las siete últimas plagas (Apoc. 7:1) han causado gran destrucción, convirtiendo la tierra en un desierto estéril. Como lo describió Elena White, toda la tierra se verá como “un yermo desolado. Las ruinas de ciudades y aldeas destruidas por el terremoto, árboles arrancados de raíz, rocas desgarradas arrojadas por el mar o arrancadas de la misma tierra, se esparcen sobre su superficie, mientras que enormes cavernas marcan el lugar donde las montañas han sido desgajadas desde sus cimientos”.¹ La venida de Cristo trae la destrucción de los impíos, cuyos cuerpos cubren toda la tierra. El estado de la tierra se asemeja mucho al de la tierra en su forma caótica antes de la Creación (cf. Gén. 1:2). También se parece a Palestina durante el Exilio, tal como lo retrató Jeremías:
“Miré la tierra, y he aquí que estaba asolada y vacía; y los cielos, y no había en ellos luz. … Miré, y no había hombre, y todas las aves del cielo habían huido. Miré, y la tierra fértil era un desierto, y todas sus ciudades estaban derribadas delante del Señor, delante del furor de su ira.” (Jer. 4:23–26)
En ese estado caótico, este planeta se convierte en el lugar del encarcelamiento de Satanás durante los mil años, hasta que reciba su castigo final en el lago de fuego (Apoc. 20:10):
1 Y vi a un ángel que descendía del cielo, que tenía en su mano la llave del abismo y una gran cadena.
2 Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años.
3 Y lo arrojó al abismo, y lo encerró y puso sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos los mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo.4 Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años.
5 (Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años). Esta es la primera resurrección.
6 Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre estos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con Él mil años.7 Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión.
8 Y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; su número es como la arena del mar.
9 Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; y de Dios descendió fuego del cielo, y los devoró.
10 Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde están la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.
Los mil años, conocidos como el milenio, son el período que comienza con la Segunda Venida de Cristo (ver Apoc. 19:11–21). El Apocalipsis no explica si este es un período literal o simbólico de tiempo. Aunque ambos son posibles, el simbolismo del texto apunta a lo último. Sin embargo, el libro presenta el milenio como un período real de tiempo que concierne a Satanás con los ángeles caídos por un lado y al pueblo resucitado de Dios por el otro.
El encadenamiento de Satanás (20:1–3)
Juan observa a un ángel que desciende del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en su mano. Él prende al dragón y lo ata; luego arroja al dragón al abismo y lo encarcela con seguridad por mil años, para que “no engañase más a las naciones hasta que fuesen cumplidos los mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo” (Apoc. 20:3).
Toda esta escena está expresada en lenguaje figurado. El dragón es identificado como Satanás, la serpiente antigua de Génesis 3 y el gran adversario de Dios y de su pueblo (cf. Apoc. 12:9). La cadena que ata a Satanás también es simbólica, pues un ser espiritual no puede ser atado con cadenas. Como se mostró anteriormente, el abismo es el lugar donde Satanás y sus fuerzas demoníacas son confinados hasta que reciban su justa retribución (cf. Luc. 8:31; 2 Ped. 2:4). La palabra “abismo” se usa en Génesis 1:2 en el Antiguo Testamento griego—conocido como la Septuaginta—para describir la tierra “desordenada y vacía” al comienzo de la Creación. En Apocalipsis 20, el abismo denota el estado caótico de la tierra, causado por las siete últimas plagas.
Satanás es encadenado en Apocalipsis 20, durante la Segunda Venida. La tierra desolada sirve como su prisión por mil años (Apoc. 20:7). Allí es encadenado junto con los ángeles caídos por una cadena de circunstancias. No hay humanos vivos para tentar ni dañar (20:3). Aquellos que murieron creyendo en Cristo fueron resucitados y se unieron a los santos vivos, y ambos grupos han sido llevados al cielo (1 Tes. 4:16–17). Los que rechazaron a Dios están muertos (Apoc. 19:21). Todo lo que Satanás y sus fuerzas demoníacas pueden hacer es contemplar las consecuencias de su rebelión contra Dios. Al final del milenio, Satanás será liberado de su encarcelamiento para realizar una vez más sus actividades engañosas (20:3, 7–10).
Los santos en el cielo (20:4–6)
Mientras Satanás y sus ángeles caídos están confinados a la tierra, los santos glorificados se sientan en tronos y son autorizados para juzgar. Algunos de ellos nunca probaron la muerte sino que fueron transformados y trasladados al cielo (1 Tes. 4:17). El resto son aquellos que fueron resucitados en la venida de Cristo. Muchos de ellos murieron como mártires por su fidelidad a “la palabra de Dios y por el testimonio” de Jesús, como se retrata en la escena del quinto sello (Apoc. 6:9–11). Entre los resucitados están los hijos de Dios del tiempo del fin, quienes escogieron no ponerse del lado de Babilonia ni recibir la marca de la bestia. Fueron al sepulcro a “descansar de sus trabajos” (14:13). Ahora han vuelto a la vida, transformados, y serán llevados al cielo por mil años junto con los santos vivos (1 Tes. 4:15–17).
El Apocalipsis especifica claramente que resucitar a los santos es la primera resurrección, la cual ocurre al inicio del milenio (Apoc. 20:5). El resto de la humanidad será resucitada al final del milenio, lo cual coincide con la liberación de Satanás de su confinamiento solitario (20:5–7). Los que participan de la primera resurrección son “bienaventurados y santos”, porque no están sujetos a “la segunda muerte” (20:6), que será el destino de los impíos cuando sean arrojados al lago de fuego (20:14–15; 21:8). Aquí se cumple la promesa dada a los fieles en Esmirna: que “no sufrirán daño de la segunda muerte” (2:11).
Aunque el texto no declara explícitamente dónde están los redimidos resucitados durante el milenio, Apocalipsis 7:9–17 y 19:1–10 muestran que están en el cielo. Anteriormente, Jesús usó un lenguaje correspondiente a las costumbres hebreas de boda para describir su regreso a la tierra (ver Apoc. 19:7–9). Después de desposar a su novia, regresó a la casa de su Padre en el cielo para preparar un lugar para su pueblo. Tras preparar ese lugar, Cristo volverá para llevar a su pueblo a ese lugar celestial (Juan 14:3). Pedro también habla de la herencia incorruptible reservada para el pueblo de Dios en el cielo (1 Ped. 1:4). Todo esto muestra que el pueblo de Dios pasará el milenio en el lugar celestial preparado para ellos por Cristo.
¿Qué hará el pueblo de Dios en el cielo durante el milenio? El texto dice que reinarán con Cristo como sacerdotes y reyes por mil años (Apoc. 20:6). Aquí se cumple la promesa de Cristo a los vencedores en Laodicea: compartirán su trono (3:21). El pueblo peregrino de Dios, que a menudo sufrió persecución y humillación en la tierra por su fidelidad al evangelio, será exaltado para compartir el trono de Jesús. Como sacerdotes, están en la presencia inmediata de Dios y tienen acceso a los registros del gobierno de Dios sobre el universo.
Durante su reinado milenial, los santos resucitados están autorizados a ejercer juicio (Apoc. 20:4). Esto recuerda la promesa de Jesús a sus discípulos de que, en su venida, ellos “se sentarán en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mat. 19:28). Pablo señaló el tiempo cuando los santos juzgarán al mundo e incluso a los ángeles (1 Cor. 6:2–3). El hecho de que los santos ejerzan juicio durante el milenio tiene que ver con la cuestión que Satanás planteó al inicio del Gran Conflicto, acerca de la justicia de las acciones de Dios en el universo. A lo largo de la historia, Satanás introdujo muchas dudas sobre el carácter de Dios y su trato hacia los seres que creó.
Durante el milenio, Dios se pone a sí mismo a prueba para ser juzgado por los humanos que Él ha salvado. Permite a los santos resucitados acceder a los registros de los eventos de la historia para encontrar respuestas a todas las preguntas sobre la justicia de sus decisiones respecto a los que se perdieron. Durante este proceso, Dios “sacará a la luz lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones” (1 Cor. 4:5). Los redimidos también podrán encontrar respuestas a las preguntas relacionadas con la dirección de Dios en sus propias vidas en la tierra.
Al concluir el milenio, todas las cuestiones relacionadas con la justicia de Dios quedan resueltas para siempre. Las acusaciones de Satanás quedan refutadas. El pueblo de Dios puede ver, sin lugar a dudas, la grandeza del amor y cuidado de Dios manifestado incluso en sus propias vidas en la tierra. Ahora están listos para presenciar la administración de la justicia de Dios en el juicio final.
La liberación de Satanás (20:7–10)
Al concluir el milenio, Satanás es liberado de su confinamiento solitario en el abismo. La liberación de Satanás es similar a la liberación de las huestes demoníacas del abismo y a permitirles dañar a las personas en el momento de la quinta trompeta (Apoc. 9:1). La liberación de Satanás ocurre simultáneamente con la resurrección de los muertos no salvos durante la segunda resurrección (ver 20:5). Si Satanás había sido atado por la ausencia de personas en la tierra, su liberación se inicia con la resurrección de los impíos (20:7–8). Sin embargo, su liberación es solo por un corto tiempo.
La resurrección de los impíos le da a Satanás una nueva oportunidad de operar como lo hizo en el pasado. Ve su última oportunidad de destronar a Dios y tener dominio sobre el mundo. Mediante sus actividades engañosas, logra reunir a los impíos de todos los períodos de tiempo contra el pueblo de Dios, que está acampado en la Ciudad Santa: la Nueva Jerusalén (Apoc. 20:8). Aunque el descenso de la Nueva Jerusalén no se menciona hasta Apocalipsis 21, es evidente que la ciudad con los santos dentro ha descendido antes del ataque de Satanás. Bajo el liderazgo de Satanás, los impíos rodean la Ciudad Santa, listos para atacar y destruir al pueblo de Dios, de manera semejante a lo que hicieron durante la batalla de Armagedón. Sin embargo, el ataque no ocurre, porque Dios interviene para proteger a su pueblo dentro de la ciudad. Entonces fuego desciende del cielo y destruye a Satanás y a sus huestes.
Al retratar esta escena, Juan utiliza un lenguaje que evoca las profecías contra Gog y Magog en Ezequiel, de la misma forma en que utilizó lenguaje referido al Antiguo Testamento sobre Babilonia para describir al sistema religioso apóstata del tiempo del fin en los capítulos 16–18. En Ezequiel 38–39, Gog y Magog son los enemigos reunidos contra Israel en Palestina que serán completamente destruidos por Dios. Juan aplica este motivo del Antiguo Testamento para describir el ataque final de Satanás contra los santos al concluir el milenio y para mostrar la intervención milagrosa de Dios en la protección de su pueblo (ver Ez. 38:22–23; 39:6).
El último ataque contra la Ciudad Santa demuestra la dureza de corazón de aquellos que rechazaron a Dios. Aunque la intervención milagrosa de Dios les hace darse cuenta del engaño de la seducción de Satanás, no cambian. Sus corazones rebeldes están llenos del mismo odio contra Dios y su pueblo que demostraron anteriormente. Esto confirma, una vez más, que justamente se les ha asignado la destrucción.
La escena concluye con la derrota total de Satanás y de quienes lo siguieron. Fuego arrojado del cielo los consume. Satanás y los ángeles caídos encuentran su fin en el lago de fuego, compartiendo así el destino de los otros dos miembros del triunvirato (Apoc. 20:10). El texto declara que serán “atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (20:10; cf. 14:10–11). Como se mostró anteriormente, la frase “por los siglos de los siglos” denota la continuación de una acción hasta que cumple el propósito de Dios. El castigo de Satanás es irreversible. Todos los que lo siguieron deben compartir su destino (mientras que el pueblo de Dios está seguro dentro de la ciudad bajo la protección divina). Esto se describe en detalle en los versículos 11–15.
El juicio final (20:11–15)
Habiendo declarado brevemente el destino de Satanás y de su ejército, Juan ahora ofrece una descripción más detallada de cómo tendrá lugar la destrucción de los impíos:
11 Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos.
12 Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, que es el libro de la vida; y los muertos fueron juzgados por las cosas escritas en los libros, según sus obras.
13 Y el mar entregó los muertos que había en él, y la Muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras.
14 Y la Muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda: el lago de fuego.
15 Y el que no fue hallado inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego.
Cuando Satanás y su ejército rodean la Ciudad Santa y están a punto de llevar a cabo su ataque, Dios aparece de repente sentado en un trono. El trono de Dios, que ha sido fuente de esperanza y liberación para el pueblo de Dios a lo largo de la historia del Gran Conflicto (cf. Heb. 4:16), ahora se convierte en fuente de terror para los impíos. Ante la presencia de Dios y la grandeza del momento, el universo entero se estremece en terror cataclísmico (Apoc. 20:11).
El momento ha llegado para que los muertos sean juzgados (cf. Apoc. 11:18). Todos los muertos—sin importar cómo murieron—son resucitados en la segunda resurrección y llevados a juicio: “El mar entregó los muertos que había en él, y la Muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras” (20:13). Toda persona que haya vivido en la tierra pero rechazó a Dios es llevada a juicio delante del trono divino. Personas de todos los tiempos y de todas las clases sociales están allí. Nadie está exento; todos deben rendir cuentas por las malas acciones que cometieron.
El momento ha llegado para que Dios “juzgue al mundo con justicia” (Sal. 96:13; 98:9). Se abren los libros de registro. Aquí se mencionan dos tipos de libros. Los primeros son los registros de las obras humanas, que muestran si una persona ha sido leal a Dios o a Satanás. El segundo es el libro de la vida con los nombres de aquellos que pertenecen a Dios (Luc. 10:20; Fil. 4:3; Apoc. 3:5). Aquellos cuyos nombres no estén en el libro de la vida terminarán en el lago de fuego (20:15). Ahora son “juzgados por las cosas escritas en los libros, según sus obras” (20:12; cf. Rom. 2:6).
Cuando los no salvos están de pie ante el trono de Dios, es como si se corriera un velo y toda su vida se desplegara ante sus ojos. Pueden ver cuánto intentó Dios salvarlos; sin embargo, conscientemente y con plena voluntad rechazaron su misericordia y rehusaron su oferta de salvación. Ahora comprenden lo que han perdido como consecuencia de las decisiones que tomaron. No obstante, reconocen la justicia de Dios. El reino de Dios no sería un lugar feliz para ellos. Han vivido sus vidas en rebelión contra Dios, por lo que pasar la eternidad en su presencia no sería gozoso para ellos. Por eso, su destrucción en el lago de fuego aparece como una manifestación de la misericordia de Dios hacia ellos, en lugar de un castigo vengativo de un Dios iracundo.
Así, todos los que rechazaron la misericordia de Dios encuentran su fin en el lago de fuego, que está “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mat. 25:41). El lago de fuego no es un infierno ardiente eterno, como muchos cristianos creen. Más bien, es una descripción metafórica de toda la tierra ardiendo en fuego (Apoc. 20:9). Es significativo que Juan equipare el lago de fuego con la muerte segunda (20:14). Esto contrasta con la primera muerte, referida en la Biblia como un sueño. El lago de fuego se refiere a la destrucción completa (Mat. 10:28), no al comienzo de un tormento consciente eterno. Es el lugar donde todos los rebeldes contra Dios encuentran su final definitivo. El fuego arde el tiempo suficiente para consumirlo todo por completo, hasta que no quede nada que quemar. Sus llamas destruyen todo por completo, dejando “ni raíz ni rama” (Mal. 4:1): “Satanás la raíz, sus seguidores las ramas”.² Todos dejarán de existir.
La muerte segunda también significa el fin de la muerte: “La Muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego” (Apoc. 20:14). Como afirmó Pablo: “El último enemigo que será destruido es la muerte” (1 Cor. 15:26). La vida eterna para los redimidos solo puede comenzar cuando este gran enemigo haya sido abolido. Una eternidad sin pecado y sin pecadores está ahora lista para comenzar.