3. Todo don bueno y perfecto

Uno de los dones más preciosos que Dios nos da es el derecho de ser parte de una familia. La voluntad de Dios es que cada bebé que nazca en la tierra tenga un padre y una madre amorosos que lo críen hasta que desarrolle todo su potencial como creación única del Padre celestial. Esa es la voluntad de Dios.

Es Su voluntad que cada uno de nosotros obtenga seguridad, amor y un sentido de identidad de nuestra familia viva y aun de aquellos que nos precedieron. Él quiere que conozcamos nuestras raíces. Creo que esa es una de las razones por las que dedicó tanto espacio en la Biblia a las genealogías. Esas largas listas nos muestran que Él no quiere que rechacemos nuestra herencia. Es algo bueno averiguar acerca de nuestros antepasados y darle gracias por todo lo bueno que hayamos recibido de ellos.

Además, es voluntad de Dios que un hombre y una mujer se unan en un triángulo de amor con Él en la cabeza, reflejando Su amor y unidad en el matrimonio. Este es un don de Dios, dado por primera vez en el Jardín del Edén cuando el Señor dijo que no era bueno que el hombre estuviera solo.

Un hijo es un don de Dios para sus padres, un deleite en su juventud y una ayuda en su vejez. Dios da a los padres el derecho y privilegio de criar descendencia piadosa.

El matrimonio y la familia fueron las piedras angulares que Dios colocó para una sociedad segura de individuos. Él quiere que la familia sea un baluarte contra todas las influencias malignas de Satanás en este mundo—una protección contra los ataques al espíritu humano que enfrentamos a causa de nuestro mundo lleno de pecado.

La familia y el hogar son todo esto y más. Son dones buenos y perfectos que descienden del Padre. Sin embargo, también son dones que Él nos pide sostener con ligereza, sin ponerlos jamás por encima de Él y de Su obra. A menudo pensamos en la idolatría en términos de tierras paganas e imágenes talladas. Pero la idolatría es simplemente amar y servir cualquier cosa más que a Dios. Tu esposa, tu esposo, tus hijos o tus padres podrían ser un ídolo en tu corazón.

Puedes preguntar: “¿No dice I Timoteo 5:8 que el hombre que no cuida de su familia es peor que un incrédulo?”
Sí, definitivamente. Nunca debemos abandonar nuestra responsabilidad por la familia. Dios no requeriría que un hombre abandonara a su esposa e hijos por el evangelio. Tampoco es Su voluntad que descuidemos nuestras responsabilidades con los padres ancianos. Él señaló el descarado egoísmo de los fariseos que se excusaban de apoyar a sus padres mientras decían estar “haciendo la obra de Dios” (Marcos 7:11).

Se podría escribir casi como una ecuación matemática:

RESPONSABILIDAD – DERECHOS = RECOMPENSAS DE LA RELACIÓN CON DIOS

Aunque Él nunca nos exige ser irresponsables con respecto a nuestra familia, sí nos pide que coloquemos nuestro amor por la familia y nuestro deseo de estar con ellos en el altar. El amor por Dios y la obediencia a Su llamado deben estar primero: antes que los padres, antes que el matrimonio y los hijos. Debemos someter estos dones a Sus propósitos mayores.

Considera las siguientes Escrituras:

“El que ama a padre o madre más que a Mí, no es digno de Mí; y el que ama a hijo o hija más que a Mí, no es digno de Mí” (Mateo 10:37).

“Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre y madre, y mujer e hijos, y hermanos y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser Mi discípulo” (Lucas 14:26).

El versículo de Lucas resulta particularmente perturbador cuando lo leemos por primera vez. ¿Acaso Dios quiere realmente que “odiemos” a nuestros padres, a nuestra esposa, a nuestros hijos o a nuestra propia vida? No. Jesús estaba usando una exageración deliberada para subrayar un punto. Debemos amar a Dios tanto, que nuestro amor por aquellos más queridos parezca odio en comparación.

Yo mismo luché con estos conceptos en el pasado. Conocí hijos de evangelistas, pastores y misioneros que crecieron resentidos y enojados con Dios aparentemente a causa del ministerio de sus padres. No todos, de ninguna manera. La mayoría de mis amigos que fueron criados en servicio cristiano de tiempo completo continuaron siendo cristianos firmes, muchos entrando al ministerio ellos mismos. Pero aun así estaban aquellos pocos, y las preguntas que levantaban permanecían en mi corazón, pinchándome de vez en cuando.

Una pareja amiga de nuestra familia atravesó la tragedia de que su hijo se apartara de Dios después de haber pasado años como misioneros en África. El clamor angustiado de ese padre resonó en mi espíritu: “¡He ganado a miles de africanos para Jesús, y he perdido a mi propio hijo!”

Ese hijo en particular más tarde se arrepintió y ahora es ministro del evangelio. Aun así, la pregunta permanece: ¿lastiman las exigencias y sacrificios del ministerio a nuestros hijos?

Cuando nuestra hija Karen era una niña pequeña, yo luchaba con esto. Las responsabilidades de nuestra misión requerían que estuviera ausente durante semanas. Vivíamos en un pequeño departamento junto a la primera escuela de capacitación de Juventud con una Misión, en Lausana, Suiza, pero yo pasaba mucho tiempo en el tren o volando hacia y desde el aeropuerto de Ginebra.

Además de predicar y compartir las noticias de nuestra misión en desarrollo en las iglesias de Europa Occidental, también hacía viajes a Europa del Este, predicando y, en ocasiones, llevando Biblias. Era un riesgo, por supuesto, y me preocupaba. Sabía que Dios me decía que lo hiciera, pero ¿y si me arrestaban? ¿Quién cuidaría de Darlene y de los niños? ¿Estaba siendo responsable? ¿Y qué de esas ausencias? ¿Podría ser un buen padre y esposo y aún así obedecer el llamado de Dios en mi vida?

Una vez, cuando Karen tenía trece meses, regresé a casa y descubrí que no me reconocía. Quería quedarse en brazos de una amiga, rehusando venir con su propio papá. Sentí como si una cuchilla se clavara en mi pecho, aunque razonaba que era demasiado pequeña para saberlo.

Unos años después, notamos apego y miedo en ella y en su hermanito David cada vez que yo salía de viaje. Una vez, mientras yo estaba afuera, pasó un avión y David—de dos años—señaló hacia arriba y exigió: “¡Que bajen a papá del avión!”

Otra vez, regresé de un viaje y tuve que ir de inmediato al aeropuerto ese mismo día para recibir a un invitado. Karen, entonces de cuatro años, le preguntó a su mamá dónde estaba yo.

Sin pensar, Darlene respondió: “Se fue al aeropuerto.”
Un momento después, Darlene se dio vuelta y vio lágrimas rodando por los ojos de Karen. Rápidamente añadió: “Fue a buscar a alguien, no a irse.”

Sin perder el ritmo, Karen se secó las lágrimas. “¡Tenía algo en el ojo!”, dijo valientemente.

Todo parecía demasiado duro. Yo había crecido como hijo de un ministro, y sabía que “el ministerio viene primero”. Nunca me rebelé ni me aparté de Dios, aunque mis primeros recuerdos eran de vivir en una carpa fuera de un pequeño pueblo en Arizona, donde mis padres estaban plantando una iglesia.

Teníamos cajas como muebles, tapas de lata como platos, y mi mamá y mi papá estaban afuera cada día haciendo ladrillos de adobe con barro, literalmente construyendo su nueva iglesia con tierra y sudor. Pero no crecí sintiéndome privado de nada. De hecho, mis padres me inculcaron un amor por el evangelio y el ministerio. Era un privilegio, no un sacrificio.

Entonces, ¿cómo podía lidiar con este creciente sentimiento de privación en mis hijos y en Darlene y en mí? Cada vez más, temía cada viaje y el dolor de la separación.

Un año, a comienzos de la primavera, regresé de otro viaje ministerial. Después de un desayuno apresurado, Dar preparó a Karen para el preescolar, luego abrigó a David con ropa de invierno y lo mandó afuera a jugar. Mientras yo esperaba que ella se uniera a mí en la pequeña sala de estar, observaba a través de la ventana la figura regordeta de David, ocupado con sus camiones de juguete sobre la hierba aún marrón. Había cambiado tanto en las pocas semanas que estuve fuera. Empecé a contar los días que disfrutaríamos antes de que tuviera que irme otra vez. Había tan poco tiempo. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Dar vino y se acurrucó a mi lado en el sofá, metiendo los pies debajo de sí.

—Loren, he estado orando mucho acerca de estas separaciones que hemos tenido —comenzó.

Suspiré. —Sí, querida. Yo también. —Sabía que me extrañaba y que especialmente se preocupaba cuando viajaba a países detrás de la Cortina de Hierro.

Ella se inclinó hacia adelante. —¡No tiene por qué ser tan malo, Loren! Creo que Dios tiene algunas llaves para nosotros, algo que aprender que hará todo esto más llevadero. —Entonces comenzó a contarme de una conversación que había tenido con un compañero de trabajo mientras yo estaba fuera.

Darlene había confiado en Joe Portale, uno de los jóvenes líderes de nuestra misión. Le contó a Joe que sabía que el Señor nunca nos permitía atravesar algo difícil que Él mismo no hubiera experimentado mientras vivía en la tierra. Esa era parte de Su justicia: no nos pedía que entregáramos derechos que Él mismo no hubiera entregado.

Pero Darlene le preguntó a Joe: ¿Cómo podía Dios entender el dolor que ella sentía en todas nuestras separaciones? Jesús nunca estuvo casado. ¿Cómo había atravesado Él esta prueba? Ni siquiera había estado separado de Aquel que era más cercano a Él. Aun estando en la tierra, Jesús decía que Él y el Padre eran uno.

Ella me contó cómo Joe le recordó que el Señor sí enfrentó la separación de su familiar más cercano. Cuando Jesús colgaba en la cruz, clamó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?” Por primera vez en toda la eternidad, Jesús el Hijo sintió el dolor de la separación de Su Padre al cargar sobre Sí todos los pecados del mundo. Nuestros pecados lo separaron de Su Padre, y Él clamó con el dolor de esa terrible soledad.

Ahora Dar se inclinó emocionada hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas.

—Él sabe cuánto nos extrañamos, Loren… ¡Él también lo pasó!

La rodeé con mi brazo y la sostuve fuerte. Era verdad, tan verdad. Nos abrazamos y oramos allí en nuestra pequeña sala en Suiza. Cada uno entregó a Dios su derecho de estar juntos, acordando ir a donde Él nos dijera, en familia o por separado. Oramos por Karen y David, diciéndole a Dios una vez más, como lo habíamos hecho cuando nacieron, que eran Suyos, no nuestros. Seríamos responsables de ellos, pero los pondríamos en Sus manos y confiaríamos en Él sus vidas.

Unos días después de nuestra oración en la sala de estar, fuimos sorprendidos con dones notables. Un amigo nos dio un auto para nuestro uso. Otro hombre llamó desde Holanda y nos habló de una casa rodante que estaba disponible a un precio especialmente bajo. Luego llegó dinero por correo—exactamente lo suficiente para comprar la casa rodante. Parecía que esos dones venían de la mano del Señor. Él había escuchado nuestras oraciones de entrega y nos estaba dando una manera de estar más juntos mientras yo viajaba en Su obra.

Dios también nos mostró otros pasos a seguir, porque aun teniendo la casa rodante, había ocasiones en las que debía ir solo. Guiamos a nuestros hijos, aun siendo tan pequeños, a dar el mismo paso de entrega. Antes de mi siguiente viaje, Darlene les dijo a los niños que yo debía ir a hacer algo muy importante que Dios me había pedido: predicar y contarle a la gente acerca de Jesús. Así, en nuestra sala, con mis maletas listas junto a la puerta, Darlene y los niños pusieron sus manos sobre mí y oraron, entregándome a Jesús para esa misión en particular. David dijo con su vocecita de dos años: “Dios, ayuda a papá a predicar bien.”

Hizo toda la diferencia. Había una sensación de que los cuatro éramos un equipo, y ellos me estaban enviando. Cuando tomé mis maletas para irme, el miedo a la separación y el apego de los niños desaparecieron.

Más tarde, mientras mi avión despegaba del aeropuerto de Ginebra, pensé en ese cambio. Entonces me di cuenta de que su resentimiento por nuestras separaciones no era más que un reflejo de mi propia actitud. Cuando yo entregué mis derechos en esta área, nuestros hijos de cuatro y dos años se relajaron y estuvieron tranquilos. Entró una nueva seguridad: cada miembro de nuestra familia estaba en las manos de Dios, y Él cuidaría de nosotros.

Recordé a los individuos que había conocido, hijos de pastores o misioneros resentidos. ¿Eran sus reacciones un reflejo de los sentimientos de sus padres? ¿Escucharon de sus padres acerca del privilegio de servir a Jesús, o escucharon acerca de los sacrificios?

En los meses siguientes, el Señor nos mostró más pautas prácticas. Leí 1 Reyes 5:14, y creo que Dios me mostró a través de ese pasaje un modelo para nuestra planificación. Cuando el Señor pidió a Salomón que construyera Su templo en Jerusalén, le dio tanto un plano para el santuario como pautas para los obreros. Los hombres, que tenían que viajar al norte, al Líbano, para extraer piedra para el templo, eran enviados solo por un mes a la vez. Luego podían volver a sus hogares por dos meses antes de regresar a trabajar en el templo de Dios.

Hice una regla de nunca estar fuera de casa más de treinta días seguidos, y que el tiempo total lejos en un año nunca superara los cuatro meses. Hacer de esto una prioridad nos ha costado miles de dólares a lo largo de los años, pues a veces volaba de regreso a casa desde un continente al otro lado del mundo, solo para regresar muy pronto al mismo continente. En otras ocasiones, significaba llevar a mi familia conmigo, confiando en que Dios proveería cuatro pasajes aéreos en lugar de uno.

¿Un gasto insensato de dinero? No, no cuando uno se da cuenta de la prioridad que Dios le da a la familia. Dios siempre fue fiel para proveer el dinero que necesitábamos para estar juntos como familia, aunque eso significara privarnos de cosas como tener un auto o una casa. Como todos en Juventud con una Misión, Darlene y yo no teníamos salario. Dios proveyó nuestras necesidades, usualmente a través de los dones de amigos.

A veces, Su provisión fue dramática, subrayando la importancia que Él daba a no permitir que nuestras separaciones fueran demasiado largas. Así ocurrió un invierno cuando vivíamos en Hawái, comenzando una escuela de JUCUM. Yo necesitaba ausentarme por un total de dos meses para un ciclo de ministerio en Europa, Tailandia, Singapur y finalmente Australia. Sabía que esto rompería la regla que habíamos establecido años antes de no estar separados más de treinta días consecutivos. Sin embargo, no tenía suficiente dinero para llevar a Darlene y a los niños conmigo. De hecho, ni siquiera tenía suficiente dinero para todo mi viaje: solo lo suficiente para llegar a Melbourne, Australia.

Darlene y yo hablamos y oramos al respecto. ¿Y si ella y los niños podían reunirse conmigo en Australia, acortando nuestra separación a la mitad? Oramos de nuevo y ambos estuvimos convencidos de que el Señor quería que lo planearamos así. De algún modo, creíamos, Dios abriría el camino para ella y los niños. Y Él también tendría que proveer lo necesario para que yo regresara a Hawái desde Melbourne.

Poco después de esa oración, llegó un cheque de 100 dólares por correo, pero había otro miembro de JUCUM—Paul Hawkins—que estaba saliendo a un viaje misionero distinto. Creímos que Dios nos estaba guiando a darle esos 100 dólares a Paul. Cuando llegó el momento de mi partida, salí hacia Europa con mi pasaje parcial.

Unos días después, Dar me contó que había llegado otro cheque de 100 dólares. Pero ella sintió que debía entregarlo también a otra persona necesitada.

Entonces un hombre de negocios llamó a Dar desde Chicago. Era un conocido del que no habíamos sabido nada en años. Preguntó a Darlene si todavía vivíamos para Dios. ¿Cómo estábamos? ¿Seguíamos en la obra del Señor?

Ella respondió sus preguntas, preguntándose por qué había llamado después de tantos años.

El hombre cerró esa inesperada llamada diciendo que solo quería saber de nosotros porque Dios le había dicho que hiciera cierta cosa. Nada más.

Unos días más tarde, Darlene recibió un cheque de ese mismo hombre de negocios. Era exactamente la cantidad necesaria para tres pasajes de ida y vuelta a Australia.

Mientras tanto, yo estaba en Tailandia. Prediqué en una iglesia allí, y uno de los hombres sintió una impresión inusual. Nunca antes habían dado dinero a occidentales—esta pequeña iglesia estaba más acostumbrada a recibir dólares misioneros que a darlos. Pero este hombre se levantó y le dijo a los demás, en tailandés, que sentía que debían darme algo de dinero. Era lo suficiente para pagar mi regreso a Hawái desde Melbourne, Australia. Y, como no podía entrar legalmente a Australia para encontrarme con mi familia sin un boleto de salida, me sentí aliviado y lleno de gozo.

Los cuatro nos reencontramos en Australia, cortesía de nuestro amoroso Padre celestial. Eso fue hace varios años. Ahora, nuestros hijos son adolescentes. Karen, de diecinueve años, ha obedecido el llamado de Dios y se ha unido a Juventud con una Misión en Hong Kong y Taiwán por varios meses. David, nuestro hijo de diecisiete años, se puso recientemente junto a Karen en una reunión y sorprendió a Darlene y a mí con un discurso.

Dijo: “Karen y yo queremos agradecerles por ser nuestros padres. Siempre han estado ahí para nosotros. Nunca nos dejaron de lado al cumplir con la Gran Comisión. Ustedes no son solo misioneros de tiempo completo; ¡son padres de tiempo completo!”

En las relaciones familiares, como en todo lo demás en la vida, el principio de Dios siempre funciona: solo ganamos cuando entregamos. Cuando nos aferramos a algo, lo perdemos; cuando lo rendimos a Dios, lo ganamos. Si mantenemos a nuestros seres queridos en un puño cerrado, terminamos perdiéndolos. Poner a cualquier persona en primer lugar en nuestras vidas produce falsas expectativas, desilusión y dolor, y finalmente alienación. Solo Dios merece estar primero. No funciona de otra manera. Si entregamos nuestras familias a Dios, las ganamos. Cosechamos nuevas recompensas de relación: una relación más profunda con Dios y, sorprendentemente, mejores relaciones con los miembros de la familia.

Puede que estés soltero y te preguntes qué tiene que ver esto contigo. Quizás ya hayas crecido, te hayas mudado de tu casa y anheles una familia propia. La misma clave—la entrega—es igualmente verdadera para ti. Debes entregar tu derecho a casarte y abrazar el llamado de Dios en tu vida en este momento particular. Entonces Él podrá liberar, en Su tiempo perfecto, a tu compañero de vida, o podrá darte mayores privilegios como soltero para servirle.

Yo estuve soltero hasta los veintisiete años, viajando de país en país como misionero-evangelista. Anhelaba una esposa y odiaba estar solo. Recuerdo estar de pie en lo alto de la Torre Eiffel, mirando hacia París. La vista era impresionante, y en mi entusiasmo me giré para comentar sobre el hermoso panorama… pero no había nadie allí. Me sentí verdaderamente solo.

Mientras aún estaba en el Instituto Bíblico, había descubierto el pasaje en 1 Corintios 7 donde Pablo dice que ser soltero es un don. ¡Yo sinceramente esperaba que Dios no estuviera planeando darme ese don! Pasó el tiempo mientras hacía algunos intentos por mi cuenta para descubrir quién debía ser mi compañera de vida. Veía a una esposa como parte de mi equipo necesario como ministro, y siempre había muchas candidatas atractivas. Pero aún así, algo no estaba bien.

Entonces llegué a entender que este pasaje de 1 Corintios no debía pasarse por alto ni dejarse para otros. Lo reconsideré: tal vez Dios sí quería que estuviera soltero por el bien de Su llamado en mi vida.

Respondí poniendo mi derecho a casarme en el altar. Esa era una frase que aprendí de mis padres—poner algo en el “altar” era otra manera de decir: “Renuncio a mis derechos.” Le dije a Dios: “Está bien. Estoy dispuesto a no casarme nunca, si esa es Tu voluntad.”

Ocurrió algo asombroso. Hubo una nueva libertad. Ya no estaba obsesionado con lo que en broma llamaba La Búsqueda. Pude concentrarme en lo que Dios quería que hiciera después. Unos meses más tarde, mientras seguía persiguiendo el llamado de Dios en mi vida, mi camino se cruzó con el de una vivaz rubia en Redwood City, California. Ella también acababa de poner su deseo de casarse “en el altar”. Dios nos unió.

Algunas personas rechazan la idea de entregar a Dios su derecho a casarse. A menudo, se encuentran sin paz interior porque no pueden descansar—siempre están buscando “a la persona correcta”, preocupados por las oportunidades perdidas del pasado, consumidos por la envidia cuando un amigo cercano se casa y “abandona” las filas de los solteros.

Quienes nunca entregan este derecho a Dios pueden encontrarse con serios problemas más adelante, si llegan a casarse. Cuando llegan las luchas y los desacuerdos, como sucede con toda pareja casada, pueden ser acosados por la duda. Una voz interior puede acusar: “Nunca confiaste realmente en Dios para que te mostrara a tu pareja. ¿Y si al final te casaste con la persona equivocada?”

Cuánto mejor es entregar el derecho al matrimonio al Señor. En Su tiempo perfecto, si Él ve que puedes estar más pleno y ser más efectivo para Él con un compañero de vida que sin él, Él traerá justamente a la persona adecuada para ti y para Su Reino. En cualquier caso, como cristiano, querrás tener la seguridad de que tu matrimonio está firmemente establecido en el centro de Su voluntad. Y déjame asegurarte: Él escogerá una mejor esposa o esposo para ti de lo que tú podrías hacerlo. ¡Él sí que sabe elegir! Yo soy testigo de eso.