Capítulo 5 – La oración, el gran esencial

Tú conoces el valor de la oración: es un tesoro más allá de todo precio. Nunca, nunca la descuides.
— Sir Thomas Buxton
La oración es la primera cosa, la segunda cosa, la tercera cosa necesaria para un ministro. Ora, pues, mi querido hermano: ora, ora, ora.
— Edward Payson

La oración, en la vida del predicador, en su estudio, en su púlpito, debe ser una fuerza visible, penetrante, dominante, un ingrediente que lo coloree todo. No debe jugar un papel secundario, no debe ser un mero barniz. A él se le ha dado estar con su Señor “toda la noche en oración.” El predicador, para entrenarse en oración abnegada, tiene el mandato de mirar a su Maestro, quien, “levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba.” El estudio del predicador debe ser un aposento de oración, un Betel, un altar, una visión, y una escalera, para que cada pensamiento ascienda al cielo antes de dirigirse al hombre; para que cada parte del sermón esté impregnada del aire del cielo y sea seria, porque Dios estuvo en el estudio.

Así como la locomotora nunca se mueve hasta que el fuego ha sido encendido, así la predicación —con toda su maquinaria, perfección y pulido— está completamente detenida, en cuanto a resultados espirituales, hasta que la oración enciende y crea el vapor. La textura, fineza y fuerza del sermón es como basura si no está impulsado por la poderosa fuerza de la oración. El predicador debe, por medio de la oración, poner a Dios en el sermón. Debe, mediante la oración, mover a Dios hacia el pueblo antes de poder mover al pueblo hacia Dios con sus palabras. El predicador debe haber tenido audiencia y libre acceso a Dios antes de poder tener acceso al pueblo. Un camino abierto hacia Dios para el predicador es la garantía más segura de un camino abierto hacia el corazón del pueblo.

Es necesario repetir y volver a repetir que la oración, como mero hábito, como una actuación hecha por rutina o de forma profesional, es una cosa muerta y podrida. Esa clase de oración no tiene ninguna conexión con la oración por la que nosotros abogamos. Estamos destacando la verdadera oración, la que compromete y enciende cada elemento elevado del ser del predicador —una oración nacida de una unión vital con Cristo y la plenitud del Espíritu Santo, que brota de las profundas y desbordantes fuentes de compasión tierna, un interés inextinguible por el bien eterno de los hombres, un celo consumidor por la gloria de Dios, una convicción absoluta de lo difícil y delicado del trabajo del predicador y de la necesidad imperiosa de la ayuda más poderosa de Dios. Solo la oración fundada en estas convicciones solemnes y profundas es oración verdadera. La predicación respaldada por esa oración es la única predicación que siembra las semillas de la vida eterna en los corazones humanos y edifica a los hombres para el cielo.

Es cierto que puede haber predicación popular, agradable, atractiva, predicación con gran fuerza intelectual, literaria y mental, con cierta medida y forma de bien, con poca o ninguna oración; pero la predicación que logra el propósito de Dios en la predicación debe nacer de la oración desde el texto hasta la conclusión, debe ser entregada con la energía y el espíritu de la oración, debe ser seguida y hecha germinar, y mantenida en fuerza vital en los corazones de los oyentes por las oraciones del predicador mucho tiempo después de que la ocasión haya pasado.

Podemos excusar la pobreza espiritual de nuestra predicación de muchas formas, pero el verdadero motivo se encuentra en la falta de oración urgente por la presencia de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hay predicadores innumerables que pueden entregar sermones magistrales según su estilo; pero los efectos son efímeros y no entran como factor real en el ámbito espiritual donde se libra la guerra feroz entre Dios y Satanás, entre el cielo y el infierno, porque no han sido hechos militantemente poderosos ni espiritualmente victoriosos por medio de la oración.

Los predicadores que obtienen resultados poderosos para Dios son los hombres que han prevalecido en sus ruegos ante Dios antes de atreverse a hablar ante los hombres. Los predicadores más poderosos en sus aposentos con Dios son los más poderosos en sus púlpitos con los hombres.

Los predicadores son seres humanos, y están expuestos —y con frecuencia atrapados— por las corrientes humanas predominantes. Orar es un trabajo espiritual, y la naturaleza humana no ama el trabajo espiritual agotador. La naturaleza humana quiere navegar hacia el cielo con una brisa favorable, con un mar lleno y tranquilo. La oración es un trabajo humillante. Rebaja el intelecto y el orgullo, crucifica la vanagloria, y firma nuestra bancarrota espiritual, y todo eso es difícil de soportar para la carne y la sangre. Es más fácil no orar que soportar eso. Así llegamos a uno de los males más clamorosos de estos tiempos —quizá de todos los tiempos—: poca o ninguna oración. De estos dos males, quizá la poca oración es peor que ninguna. La poca oración es una especie de farsa, un calmante para la conciencia, una comedia y un engaño.

La poca estima que damos a la oración es evidente por el poco tiempo que le dedicamos. El tiempo que le dedica a la oración el predicador promedio apenas cuenta en el total del día. Con frecuencia, la única oración del predicador es junto a su cama, en pijama, listo para acostarse, y quizás con algunos pocos momentos apresurados de oración mientras se viste por la mañana. Qué débil, vana y mínima es esa clase de oración comparada con el tiempo y la energía dedicados a orar por los hombres santos dentro y fuera de la Biblia. ¡Cuán pobre e insignificante es nuestra oración infantil comparada con los hábitos de los verdaderos hombres de Dios en todas las edades! A los hombres que consideran la oración como su principal ocupación y dedican el tiempo correspondiente a su importancia, Dios les entrega las llaves de su reino, y por medio de ellos realiza sus maravillas espirituales en este mundo. La gran oración es la señal y el sello de los grandes líderes de Dios, y la garantía de las fuerzas victoriosas con que coronará sus labores.

El predicador está comisionado para orar tanto como para predicar. Su misión está incompleta si no hace ambas cosas bien. El predicador puede hablar con toda la elocuencia de los hombres y de los ángeles; pero a menos que pueda orar con una fe que atraiga todo el cielo en su ayuda, su predicación será “como címbalo que retiñe” para propósitos permanentes de honra a Dios y salvación de almas.