El ministerio de oración no es una etapa en la vida del predicador:
es toda su vida.
— E. M. Bounds
El predicador nunca debe dejar de orar.
Mientras tenga aliento, mientras haya almas que salvar, mientras haya pecado en el mundo y gloria por alcanzar,
su llamado a orar permanece.
La oración no es algo que se domina y se deja atrás.
No es una técnica que se aprende y se archiva.
Es una relación que se profundiza.
Es un camino que se recorre.
Es una batalla que nunca cesa.
La necesidad de oración es constante.
Las fuerzas que se oponen son constantes.
Las almas en juego son constantes.
Y Dios sigue esperando a ser buscado.
Por eso, el predicador no debe cansarse.
Aunque vea poco fruto.
Aunque parezca que el cielo calla.
Aunque otros no entiendan su carga.
Debe seguir orando.
Dios tiene sus tiempos.
Dios prueba la perseverancia.
Dios forma al intercesor mientras este clama.
Y cuando la respuesta llega,
es abundante, gloriosa, perfecta.
El ministerio sin oración se agota.
Pierde pasión.
Pierde visión.
Pierde dirección.
Pero el ministerio que ora se renueva cada día.
Recibe fuerza.
Recibe luz.
Recibe dirección.
Recibe a Dios mismo.
Predicar sin orar es hablar en vano.
Servir sin orar es trabajar en carne.
Liderar sin orar es caminar a ciegas.
Pero orar es traer el cielo a la tierra.
Por eso, el predicador debe hacer de la oración
su primer pensamiento al despertar,
su último suspiro al dormir,
su motor diario,
su sostén secreto,
su mayor deleite.
Porque cuando ora, todo es posible.
Y cuando no ora, todo se pierde.
¡Oh, que el fuego de la oración no se apague jamás en el corazón del predicador!
Que viva en el altar.
Que persevere en el clamor.
Que nunca se conforme.
Que nunca deje de buscar a Dios.
Porque el ministerio de oración nunca termina.
Solo se profundiza, hasta que el predicador vea a su Señor cara a cara,
y ya no necesite orar… porque estará con Él para siempre.