Pero sobre todo, sobresalía en la oración. La profundidad e intensidad de su espíritu, la reverencia y solemnidad de su lenguaje y actitud, y la brevedad y plenitud de sus palabras solían impresionar incluso a los extraños, así como traían consuelo a otros. El marco más solemne, vivo y reverente que he sentido o contemplado fue el de su oración. Y verdaderamente era un testimonio. Él conocía y vivía más cerca del Señor que otros hombres, pues los que más lo conocen, más motivos tienen para acercarse a Él con reverencia y temor.
— William Penn sobre George Fox
Las gracias más dulces, por una ligera perversión, pueden dar los frutos más amargos. El sol da vida, pero las insolaciones son mortales. La predicación debe dar vida; puede matar. El predicador tiene las llaves; puede cerrar tanto como abrir. La predicación es la gran institución de Dios para plantar y madurar la vida espiritual. Cuando se ejecuta correctamente, sus beneficios son incontables; cuando se ejecuta mal, ningún mal puede exceder los resultados dañinos que provoca. Es fácil destruir el rebaño si el pastor no está alerta o si el pasto es dañado; fácil capturar la ciudadela si los centinelas duermen o si el alimento y el agua están envenenados. Dotado de tales prerrogativas, expuesto a tantos males, involucrando tantas graves responsabilidades, sería una parodia de la astucia del diablo —y una calumnia a su carácter y reputación— que no trajera sus influencias maestras para adulterar al predicador y su predicación. Frente a todo esto, la exclamación interrogativa de Pablo, “¿Y para estas cosas, quién es suficiente?”, nunca está fuera de lugar.
Pablo dice: “Nuestra suficiencia proviene de Dios, quien asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto; no de la letra, sino del espíritu, porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.” El ministerio verdadero es tocado por Dios, capacitado por Dios, hecho por Dios. El Espíritu de Dios está sobre el predicador en poder ungido, el fruto del Espíritu está en su corazón, el Espíritu de Dios ha vitalizado al hombre y la palabra; su predicación da vida, da vida como la primavera da vida; da vida como la resurrección da vida; da vida ardiente como el verano la da; da vida fructífera como la da el otoño. El predicador que da vida es un hombre de Dios, cuyo corazón siempre está sediento de Dios, cuya alma sigue ardientemente tras Dios, cuyo ojo está fijo solo en Dios, y en quien —por el poder del Espíritu de Dios— la carne y el mundo han sido crucificados. Su ministerio es como la generosa corriente de un río que da vida.
La predicación que mata es la predicación no espiritual. La capacidad del predicador no proviene de Dios. Fuentes inferiores a Dios le han dado energía y estímulo. El Espíritu no es evidente ni en el predicador ni en su predicación. Pueden ser proyectadas y estimuladas muchas clases de fuerzas por medio de la predicación que mata, pero no son fuerzas espirituales. Pueden parecer fuerzas espirituales, pero no son más que sombras, imitaciones; pueden parecer tener vida, pero es una vida magnetizada. La predicación que mata es letra; puede estar bien estructurada y ordenada, pero sigue siendo letra: la letra seca, áspera, la cáscara vacía. La letra puede tener el germen de la vida, pero no tiene el aliento de primavera para despertarlo; son semillas invernales, tan duras como la tierra del invierno, tan frías como el aire invernal, sin deshielo ni germinación por parte de ellas. Esta predicación de letra tiene la verdad. Pero incluso la verdad divina no tiene poder vivificador por sí sola; debe ser energizada por el Espíritu, con todas las fuerzas de Dios a su favor. La verdad, no vivificada por el Espíritu de Dios, mata tanto o más que el error. Puede ser la verdad sin mezcla, pero sin el Espíritu, su tono y toque son mortales; su verdad es error, su luz es oscuridad. La predicación de letra carece de unción, no está suavizada ni aceitada por el Espíritu. Puede haber lágrimas, pero las lágrimas no hacen funcionar la maquinaria de Dios; las lágrimas pueden ser solo el aliento del verano sobre un témpano cubierto de nieve, nada más que charcos en la superficie. Puede haber sentimientos y fervor, pero son la emoción del actor y el entusiasmo del abogado. El predicador puede emocionarse por sus propias chispas, ser elocuente sobre su propia exégesis, fervoroso al entregar el producto de su propio intelecto; el profesor puede usurpar el lugar e imitar el fuego del apóstol; el cerebro y los nervios pueden ocupar el lugar y fingir la obra del Espíritu de Dios, y por medio de estas fuerzas la letra puede brillar y centellear como un texto iluminado, pero el brillo y el centelleo serán tan estériles como un campo sembrado de perlas. El elemento que da muerte yace detrás de las palabras, detrás del sermón, detrás de la ocasión, detrás del estilo, detrás de la acción. El gran obstáculo está en el predicador mismo. No tiene en sí mismo las poderosas fuerzas que crean vida. Tal vez no se le pueda reprochar nada en cuanto a su ortodoxia, honestidad, pureza o fervor; pero de alguna manera el hombre, el hombre interior, en sus lugares secretos, nunca se ha quebrantado ni se ha rendido a Dios; su vida interior no es una gran autopista para la transmisión del mensaje de Dios, del poder de Dios. De algún modo, el yo y no Dios reina en el lugar santísimo. En algún lugar, sin que él lo note, algún conductor espiritual no conectado ha tocado su ser interior, y la corriente divina se ha detenido. Su ser interior nunca ha sentido su completa bancarrota espiritual, su total impotencia; nunca ha aprendido a clamar con un grito inefable de desesperación y desamparo hasta que el poder de Dios y el fuego de Dios vinieran, llenaran, purificaran y empoderaran. La autoestima, la auto-capacidad, en alguna forma perniciosa, ha profanado y violado el templo que debía ser sagrado para Dios. La predicación que da vida le cuesta mucho al predicador —muerte al yo, crucifixión al mundo, el trabajo doloroso de su propia alma. Solo la predicación crucificada puede dar vida. Solo de un hombre crucificado puede venir predicación crucificada.