Una vida santa no es simplemente una vida moral, ni una vida decorosa.
Es una vida apartada para Dios, marcada por la presencia constante del Espíritu Santo y por un fervor real en la comunión con Cristo.
— E. M. Bounds
La oración y la santidad siempre van de la mano.
No puede haber verdadera vida de oración sin una vida santa, ni puede mantenerse la santidad sin oración constante.
La santidad le da fuerza y dirección a la oración.
La oración mantiene viva y ardiente la santidad.
La santidad es el alimento natural del alma que ora.
El corazón limpio ora con libertad, con audacia, con ternura, con profundidad.
El corazón contaminado, en cambio, no puede orar de verdad.
La oración se le vuelve pesada, distante, hueca.
La santidad no significa perfección sin pecado,
sino una entrega total a Dios,
una separación del mundo,
una obediencia sincera a la voluntad divina.
Significa vivir para agradar a Dios en todo.
Cuanto más santo es el corazón, más natural es la oración.
Cuanto más nos apartamos del pecado, más nos acercamos al trono.
Cuanto más vivimos para Cristo, más anhelamos su presencia.
Un predicador santo es un predicador que no depende de su talento, sino del Espíritu.
No se confía a sí mismo, sino que vive rendido.
Sus oraciones no son un deber que cumple, sino una necesidad que lo consume.
No puede estar lejos de Dios, porque su alma se debilita sin Él.
La santidad es más que no hacer lo malo.
Es un fuego interior que desea solo lo que agrada al Señor.
Es una sensibilidad espiritual que detecta lo que enfría el alma y huye de ello.
Es una vigilancia constante, una renuncia voluntaria, un anhelo por lo eterno.
El predicador sin santidad puede impresionar, pero no transforma.
Puede hablar bien, pero no conmueve el cielo.
Puede llenar auditorios, pero no llena los altares.
Dios usa a los hombres santos.
No a los perfectos, pero sí a los consagrados.
Hombres que han sido lavados, quebrantados, moldeados.
Hombres que han pasado por el horno y han salido con olor a cielo.
Hombres que oran porque han sido santificados,
y son santificados porque oran.
La santidad no es una opción para el predicador.
Es su atmósfera.
Es su defensa.
Es su fuente.
Es su respaldo.
Sin santidad, la oración se debilita.
Pierde confianza.
Pierde fuego.
Pierde pureza.
Pierde poder.
Por eso, quien desea ser un hombre de oración debe ser un hombre de santidad.
Debe vigilar su alma,
limpiar su corazón,
disciplinar su mente,
guardar su lengua,
cuidar sus ojos,
proteger sus pensamientos,
crucificar su carne,
y vivir en el Espíritu.
Y entonces —solo entonces— la oración será profunda, rica, eficaz y gloriosa.