Capítulo 13 – El carácter y la conducta ayudan o dificultan la oración

Nuestro carácter da tono a nuestras oraciones.
Si deseamos una vida de oración poderosa, debemos vivir vidas puras y llenas del Espíritu.
— E. M. Bounds

La vida de oración no está separada de la vida diaria.
El poder de la oración no solo depende de lo que decimos en secreto, sino de lo que somos en público y en privado.
El carácter y la conducta del predicador o fortalecen o sabotean su vida de oración.
No se puede orar con poder si se vive en la carne, si se descuida la obediencia, si se vive sin santidad.

Dios no escucha con agrado las oraciones de un corazón dividido, ni responde a las súplicas de labios que bendicen mientras el corazón desobedece.
No basta con saber orar, ni con tener el hábito de orar.
Es necesario tener un corazón limpio, una conciencia sin ofensa, una conducta que respalde la intercesión.

La oración no es magia que funciona al margen del carácter.
Es una obra espiritual que exige que el alma viva en comunión con Dios en cada aspecto de su existencia.

El predicador que desea poder en la oración debe cuidar su lengua, sus pensamientos, sus relaciones, sus hábitos.
Debe ser un hombre irreprochable en lo que depende de él.
Un hombre que se examine a sí mismo a diario, que confiese su pecado sin demora, que camine con un temor reverente.

La oración es una labor sagrada, y no se le puede entrar con ligereza, ni con hipocresía, ni con orgullo.
Un espíritu altivo es abominación delante de Dios, aunque ore.
Un corazón que guarda rencor, que tolera el pecado secreto, que desprecia al hermano o que no camina en perdón, bloquea la oración.
“No me has llamado de corazón, dice el Señor. Aunque multipliquéis la oración, no os escucharé.”

El predicador debe vivir de tal manera que su misma vida sea una oración.
Su caminar diario debe ser un incienso constante,
sus acciones una ofrenda grata,
sus palabras una intercesión encarnada.

Un predicador no puede tener dos rostros: uno en el púlpito y otro en casa.
No puede predicar la oración y vivir sin ella,
predicar la humildad y ser arrogante,
predicar la fe y andar en incredulidad.
Eso destruye su autoridad espiritual.
Eso apaga el fuego del altar.

El predicador que ora con poder es aquel que vive con coherencia.
Aquel cuya vida secreta respalda lo que su boca proclama.
Aquel que no solo busca a Dios en el aposento, sino que lo honra con cada decisión, con cada paso, con cada silencio.

La unción se mantiene con obediencia.
La autoridad se sostiene con integridad.
La oración eficaz nace de un corazón que, aunque imperfecto, es sincero y se arrepiente pronto.

Que el predicador, entonces, cuide su carácter.
Que cultive la verdad, la limpieza, la compasión, la rectitud.
Que viva con la conciencia de que su vida es su mensaje,
y que su comunión con Dios está en juego en cada elección.