Capítulo 1 – Se necesitan hombres de oración

Estudia la santidad universal de vida. Toda tu utilidad depende de eso, porque tus sermones duran solo una o dos horas; tu vida predica toda la semana. Si Satanás logra que un ministro sea codicioso, amante del elogio, del placer o de la buena comida, ha arruinado su ministerio. Entrégate a la oración, y obtén de Dios tus textos, tus pensamientos, tus palabras. Lutero pasaba sus mejores tres horas en oración.
— Robert Murray McCheyne

Estamos constantemente esforzándonos, si no tensionándonos, por idear nuevos métodos, nuevos planes, nuevas organizaciones para hacer avanzar a la Iglesia y lograr crecimiento y eficacia para el evangelio. Esta tendencia del día tiene una inclinación a perder de vista al hombre o a hundir al hombre en el plan u organización. El plan de Dios es dar mucha importancia al hombre, mucho más a él que a cualquier otra cosa. Los hombres son el método de Dios. La Iglesia busca mejores métodos; Dios busca mejores hombres. “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.” La dispensación que anunció y preparó el camino para Cristo estaba ligada a ese hombre Juan. “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado.” La salvación del mundo proviene de ese Hijo en la cuna. Cuando Pablo apela al carácter personal de los hombres que arraigaron el evangelio en el mundo, resuelve el misterio de su éxito. La gloria y eficacia del evangelio dependen de los hombres que lo proclaman. Cuando Dios declara que “los ojos del Señor recorren toda la tierra para mostrar su poder a favor de los que tienen un corazón perfecto para con él”, declara la necesidad de los hombres y su dependencia de ellos como canal a través del cual ejercer su poder sobre el mundo. Esta verdad vital y urgente es una que esta era de maquinaria tiende a olvidar. Olvidarla es tan perjudicial para la obra de Dios como lo sería sacar al sol de su esfera. Seguirían oscuridad, confusión y muerte.

Lo que la Iglesia necesita hoy no es más maquinaria o mejor, ni nuevas organizaciones o métodos novedosos, sino hombres a quienes el Espíritu Santo pueda usarhombres de oración, hombres poderosos en oración. El Espíritu Santo no fluye a través de métodos, sino a través de hombres. No viene sobre maquinaria, sino sobre hombres. No unge planes, sino hombres—hombres de oración.

Un historiador eminente ha dicho que los accidentes del carácter personal tienen más que ver con las revoluciones de las naciones de lo que los historiadores filosóficos o los políticos democráticos están dispuestos a admitir. Esta verdad tiene su plena aplicación en el evangelio de Cristo; el carácter y conducta de los seguidores de Cristo cristianizan el mundo, transfiguran naciones e individuos. En cuanto a los predicadores del evangelio, esto es eminentemente cierto.

El carácter, así como el destino del evangelio, está confiado al predicador. Él forma o destruye el mensaje de Dios al hombre. El predicador es el conducto de oro por el cual fluye el aceite divino. El conducto no solo debe ser de oro, sino estar abierto y sin defecto, para que el aceite tenga un flujo pleno, sin obstáculos, sin desperdicio.

El hombre hace al predicador. Dios debe hacer al hombre. El mensajero es, si es posible, más que el mensaje. El predicador es más que el sermón. El predicador hace el sermón. Así como la leche vivificadora del seno de la madre no es más que la vida de la madre, todo lo que dice el predicador está teñido, impregnado por lo que él es. El tesoro está en vasos de barro, y el gusto del vaso impregna y puede decolorar. El hombre, todo el hombre, está detrás del sermón. Predicar no es una actuación de una hora. Es el desbordamiento de una vida. Se tarda veinte años en hacer un sermón, porque se tarda veinte años en hacer al hombre. El sermón verdadero es algo viviente. El sermón crece porque el hombre crece. El sermón es fuerte porque el hombre es fuerte. El sermón es santo porque el hombre es santo. El sermón está lleno de unción divina porque el hombre está lleno de unción divina.

Pablo lo llamó “mi evangelio”; no porque lo hubiera degradado con sus excentricidades personales o desviado por apropiación egoísta, sino porque el evangelio fue puesto en el corazón y sangre del hombre Pablo, como una encomienda personal para ser ejecutada con sus rasgos paulinos, para ser encendido y capacitado por la energía ardiente de su alma ardiente. Los sermones de Pablo —¿cuáles fueron? ¿Dónde están? ¡Esqueletos, fragmentos dispersos, flotando en el mar de la inspiración! Pero el hombre Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, en forma, figura y estatura plenas, con su mano moldeadora sobre la Iglesia. La predicación no es más que una voz. La voz muere en el silencio, el texto se olvida, el sermón se desvanece de la memoria; el predicador vive.

El sermón no puede elevarse, en su fuerza vivificadora, por encima del hombre. Los hombres muertos dan sermones muertos, y los sermones muertos matan. Todo depende del carácter espiritual del predicador. Bajo la dispensación judía, el sumo sacerdote llevaba inscrito en letras enjoyadas sobre un cintillo dorado: “Santidad a Jehová.” Así también, todo predicador en el ministerio de Cristo debe ser moldeado y dominado por este mismo lema sagrado. Es una vergüenza clamorosa que el ministerio cristiano caiga por debajo del sacerdocio judío en santidad de carácter y de propósito. Jonathan Edwards dijo: “Seguí con mi búsqueda ansiosa de más santidad y conformidad con Cristo. El cielo que deseaba era un cielo de santidad.” El evangelio de Cristo no se mueve por oleadas populares. No tiene poder de propagarse por sí mismo. Se mueve en la medida en que los hombres encargados de él se mueven. El predicador debe personificar el evangelio. Sus características divinas más distintivas deben estar encarnadas en él. El poder constrictivo del amor debe estar en el predicador como una fuerza proyectada, excéntrica, dominante, y abnegada. La energía de la negación de uno mismo debe ser su ser, su corazón, su sangre y sus huesos. Debe salir como un hombre entre los hombres, revestido de humildad, permaneciendo en mansedumbre, sabio como serpiente, inocente como paloma; con las ataduras de un siervo y el espíritu de un rey, un rey de porte real y elevado, con la sencillez y dulzura de un niño. El predicador debe entregarse, con todo el abandono de una fe perfecta que se vacía a sí misma y un celo que se consume a sí mismo, a su obra por la salvación de los hombres. Deben ser hombres decididos, heroicos, compasivos, valientes —mártires— quienes se apoderen y moldeen una generación para Dios. Si son servidores de conveniencia, buscadores de cargos, si complacen a los hombres o los temen, si su fe tiene un débil asidero en Dios o en su Palabra, si su abnegación se ve quebrantada por cualquier fase del yo o del mundo, no podrán apoderarse de la Iglesia ni del mundo para Dios.

La predicación más aguda y fuerte del predicador debe ser para sí mismo. Su trabajo más difícil, delicado, laborioso y profundo debe ser consigo mismo. La formación de los doce fue la gran, difícil y perdurable obra de Cristo. Los predicadores no son fabricantes de sermones, sino formadores de hombres y formadores de santos, y solo está bien entrenado para esta tarea quien se ha hecho a sí mismo un hombre y un santo. Dios no necesita grandes talentos, ni gran erudición, ni grandes predicadores, sino hombres grandes en santidad, grandes en fe, grandes en amor, grandes en fidelidad, grandes para Dios —hombres que siempre prediquen con sermones santos desde el púlpito y con vidas santas fuera de él. Estos pueden moldear una generación para Dios.