La salvación y tú: lo que realmente significa ser salvo

Salvation And You: What It Really Means to Be Saved – Come And Reason Ministries

INTRODUCCIÓN

En todo el mundo, el cristianismo se entiende comúnmente como una religión centrada principalmente en ser salvado de las consecuencias del pecado. Pero si le preguntaras a la mayoría de los cristianos, dirían que la salvación se encuentra en tener una relación personal con Jesús.

Y probablemente estarías de acuerdo con eso; yo también.

Pero en mi práctica clínica y a lo largo de mis conferencias internacionales, la mayoría de los cristianos con los que he hablado, en realidad, no se refieren a una buena amistad con Jesús (Juan 15:15). En realidad, se refieren a tener una buena relación legal con Jesús, quien actúa como su abogado para protegerlos del castigo de Dios, argumentando los méritos de Su sangre para pagar la deuda de su pecado. Sin embargo, en este escenario, el propósito principal de Jesús es servir como un medio para nuestro fin: evitar el infierno. Incluso puede que se les haya dicho que, en el Día del Juicio, podrán esconderse detrás de Jesús mientras Dios los juzga por sus pecados; el Padre simplemente no verá su pecado y los declarará santos y limpios, aunque su carácter sea todo lo contrario. Las personas se aferran a Jesús por terror y desconfianza hacia lo que Dios les haría si no lo tuvieran.

Si esa explicación de la salvación te ha dejado confundido o insatisfecho, no estás solo. Tal vez sientas un poco de disonancia cognitiva con respecto a este Dios que la Biblia declara que es amor. Bueno, si Él es amor, ¿por qué querrías esconderte de Él?

¿Pero sabías que hay otra forma de entender la salvación, una que es real —no legal ni teórica? Es la salvación que enseñó Jesús, una que trata de sanar el corazón y la mente para eliminar el miedo, la culpa, la vergüenza y el egoísmo, y restaurar el amor, la paz, la alegría, la justicia y la felicidad en el interior.

Si has luchado por encontrar esa paz duradera que ofrece Jesús, esa vida abundante que Él ha prometido, entonces tal vez la realidad del plan sanador de Dios haya sido oscurecida por diversas teorías humanas, símbolos, metáforas o sistemas. Por eso esta breve revista trata sobre la realidad, sobre nuestro Dios Creador real y Su plan verdadero para sanar, reparar, limpiar, restaurar y regenerar tu corazón y mente, aquí y ahora, con un amor infinito que transformará por completo tu mundo.

Si eso despierta algo en tu corazón, ¡te encantará lo que estás a punto de leer!

PARTE 1: SALVACIÓN Y LA LIMPIEZA DE TU ESPÍRITU

En una de las cartas más tempranas del apóstol Pablo a la creciente iglesia cristiana, él escribió:

“Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo. Que todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”
(1 Tesalonicenses 5:23 NVI84, énfasis añadido).

¿Es solo una coincidencia que Pablo enumerara estos tres dominios —espíritu, alma y cuerpo— en el orden que lo hace, o fue ese orden inspirado por el Espíritu Santo? ¿Podría ser que revela que la sanación de nuestra enfermedad del pecado comienza con nuestro espíritu, pasa a nuestra alma y culmina en nuestro cuerpo?

La palabra griega traducida como “cuerpo” es soma y se refiere a la estructura física de nuestro ser, lo cual es lo más fácil de identificar y diferenciar del alma y el espíritu. La Biblia está llena de instrucciones para la salud del cuerpo: orientación sobre higiene, dieta, ejercicio y descanso. Si usamos la metáfora de una computadora, el soma correspondería al hardware, los componentes físicos de la máquina que se pueden tocar.

La palabra griega para “alma” es psique, de donde provienen palabras como “psiquiatría” y “psicología”, y se refiere a nuestra individualidad, patrones de pensamiento, preferencias aprendidas, sesgos, métodos de vida y singularidad personal. La psique correspondería al software de una computadora, incluyendo todo lo que aprendemos, como el lenguaje, lo que creemos que es verdad, nuestros valores, nuestra moral y creencias—es decir, nuestra mente.

La palabra griega para “espíritu” es pneuma, y se traduce a una variedad de palabras en inglés como “viento”, “espíritu”, “fantasma” y “aliento”, como en el “aliento de vida”. Este espíritu, el aliento de vida, corresponde a la energía vital de nuestro ser y, ante todo, es la energía vivificante que proviene de Dios.

“Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra [cuerpo] y sopló en su nariz aliento de vida [espíritu], y fue el hombre un ser viviente”
(Génesis 2:7 NVI84).

Cuando una persona muere, las tres partes del ser se separan; el cuerpo regresa al polvo y el aliento de vida, la energía vital de Dios, el “espíritu”, regresa a Dios:

“Y el polvo vuelva a la tierra, como antes fue, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio”
(Eclesiastés 12:7 NVI84).

La palabra “espíritu” aquí se usa para indicar el aliento de vida, la energía vital. Pero la palabra tiene significados adicionales que Pablo utiliza al escribir a los Corintios:

“Aunque no estoy físicamente presente, estoy con ustedes en espíritu… cuando se reúnan en el nombre de nuestro Señor Jesús y yo esté con ustedes en espíritu, y el poder de nuestro Señor Jesús esté presente”
(1 Corintios 5:3-4 NVI84).

Nuestro espíritu, como Pablo lo usa aquí, se refiere a nuestras afecciones, actitudes del corazón y motivos verdaderos de acción, y es allí donde Dios actúa mediante Su Espíritu para hacernos sentir insatisfacción con el pecado, para darnos un anhelo de algo más, para crear convicción, una inquietud incómoda, cuando nos estamos apartando de Él y de Su camino para nuestras vidas. El espíritu es el deseo más profundo de nuestro corazón, nuestras preferencias, nuestras inclinaciones—lo que nos resuena y también la atmósfera actitudinal que creamos y preferimos. ¿Tenemos un espíritu de amor o de odio, de bondad o de crueldad, de humildad o de arrogancia, de mansedumbre o de brutalidad, de cobardía o de valentía?

Pensá en tu ser querido más cercano—quizás un hijo o cónyuge—que se va a un viaje peligroso, tal vez a una zona de guerra, y con lágrimas le decís: “Estaré contigo en espíritu.” ¿Qué querés decir? ¿Que vas a ir físicamente con él? No. ¿Que vas a tener una experiencia fuera del cuerpo y lo vas a acompañar como una especie de fantasma? Por supuesto que no.

Querés decir que estarás con él en corazón, en simpatía, compasión, actitud, deseando su bien, compartiendo en sus luchas y heridas, regocijándote en sus triunfos, celebrando su éxito, manteniéndolo en tus afectos y oraciones. Tu energía interna está orientada hacia su bienestar. Estar con tu hijo “en espíritu” es estar en armonía con él desde tu ser más profundo, resonando y conectando con él a través de los lazos invisibles de energía del universo cuántico que Dios ha creado. Es la alineación del corazón, afecto, buena voluntad e intenciones por la salud y felicidad del otro.

Dios creó a los seres humanos de tal manera que, luego de que Adán recibió el “espíritu”, el aliento de vida, de su Creador, tuvo la capacidad de impactar, moldear, cambiar y alterar el tenor, vibración, carácter, condición, calidad y pureza de esa energía. Así como podemos contaminar el agua pura, también podemos contaminar la energía pura que recibimos de Dios. De hecho, por el pecado de Adán, contaminó la energía pura y motivadora del amor con miedo y egoísmo, y todos nacemos con una vida, un espíritu, que heredamos de Adán, uno que ya está contaminado por el miedo y el egoísmo y que necesita limpieza espiritual (Salmo 51:5).

Esto es lo que Pablo nos dice cuando nos informa que todo nuestro ser necesita ser santificado: nuestras energías motivacionales (espíritu, pneuma) necesitan ser santificadas.

Cómo funciona realmente la salvación

Pero, ¿qué significa esto en términos prácticos?

Significa que la salvación requiere una limpieza del espíritu de la contaminación del pecado (miedo y egoísmo). La salvación —la limpieza, la eliminación del pecado— comienza con nuestro espíritu (pneuma), se mueve hacia nuestra alma o mente (psique), y concluye con nuestro cuerpo (soma) en la Segunda Venida.

Para poder cooperar inteligentemente y de la forma más efectiva con Dios en la limpieza de nuestro espíritu, debemos comprender qué es nuestro espíritu. El espíritu es la parte de nuestro ser que se conecta con el Espíritu de Dios, y es el medio por el cual Dios nos inspira, energiza, anima, motiva y convence. Nuestro espíritu es donde la energía sanadora de Dios interactúa con nuestra energía (deseos y motivaciones más profundos) para influirnos. El Espíritu es el poder vivificante de Dios que da vida.

Jesús dijo:

“El Espíritu da vida; la carne no vale para nada”
(Juan 6:63 NVI84).

El espíritu es la fuente, la energía, el poder que da vida a nuestro ser—es el aliento de vida que Dios nos dio; pero el Espíritu Santo es el poder sostenedor, sanador, purificador, vigorizante, inspirador, transformador, renovador y regenerador de Dios que limpia nuestro espíritu, ilumina nuestra mente, inspira nuestros cantos, motiva nuestro corazón, purifica nuestra conciencia, ennoblece nuestro pensamiento, y nos sella al reino de amor de Dios.

“Y también ustedes, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de su salvación, y habiendo creído en él, fueron marcados con un sello, el Espíritu Santo prometido. Este garantiza nuestra herencia hasta la redención final de los que son posesión de Dios, para alabanza de su gloria”
(Efesios 1:13-14 NVI84).

Es el Espíritu Santo quien nos trae los nuevos deseos saludables, los nuevos motivos, y la presencia misma de Jesús. Es por medio del Espíritu Santo que llegamos a participar de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Pero cuando el Espíritu se mueve en nuestro corazón —nuestro ser más íntimo—, debemos elegir decir “sí” a su dirección: perdonar, rechazar las viejas formas carnales de deshonestidad, egoísmo, suposiciones maliciosas, chismes, celos, venganza… y, en cambio, alinear nuestro corazón con el “Espíritu”, la actitud del propio Jesús: amar a nuestros enemigos y bendecir a los que nos persiguen.

Cuando sus discípulos le preguntaron si debían hacer descender fuego sobre los samaritanos, Jesús dijo:

“Ustedes no saben de qué espíritu son. Porque el Hijo del Hombre no vino para destruir las vidas de los hombres, sino para salvarlas”
(Lucas 9:55–56 RVR1960, énfasis añadido).

Los discípulos estaban alimentando un espíritu que era enemigo de Dios, un espíritu de venganza, en lugar de un espíritu de amor y gracia. ¡Necesitaban limpieza espiritual!

Mientras el Espíritu Santo nos trae la verdad, el amor y la convicción, nosotros decidimos aceptar o rechazar las energías purificadoras del Espíritu de Dios. Si, en lugar de permitir que nuestro espíritu sea limpiado, nos aferramos al resentimiento, la amargura, la falta de perdón, la dureza, los celos o el deseo de venganza, entonces entristecemos al Espíritu (Efesios 4:30).

Pero al responder al movimiento del Espíritu Santo sobre nuestro espíritu, pasamos de simplemente estar vivos físicamente y ser buscados por el Espíritu Santo, como el pastor busca la oveja perdida, a vivir plenamente. Cuando elegimos permanecer conectados con Dios en una relación viva de fe y confianza, experimentamos el poder vivificante de Dios que purifica nuestro espíritu. Cuando rendimos nuestro corazón y mente a Jesús con fe, entonces recibimos la presencia interior del Espíritu Santo, quien renueva nuestro espíritu, transforma nuestros motivos, deseos, corazón y actitudes, y purifica nuestro ser más íntimo con amor, gozo, esperanza y verdad, tomando lo que Jesús logró y reproduciendo Su espíritu en nosotros.

Como escribió Pablo:

“He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”
(Gálatas 2:20 NVI84).

Elegir la muerte

Sin embargo, si no permanecemos en una relación viva de fe y confianza con Dios—si, en cambio, seguimos nuestro propio camino y hacemos lo que queremos después de nuestra conversión—eso sería como atarse una bolsa de plástico sobre la cabeza y cortar el acceso al aire que da vida.

Cuando nos desconectamos del Espíritu Santo, volvemos a respirar dentro de nuestra alma los desechos espirituales: miedos, incertidumbres, culpa, vergüenza, dudas, errores, malentendidos, defectos, negaciones, racionalizaciones, heridas emocionales, dolores, desilusiones y errores. Nuestro espíritu entonces comenzará a perder la atmósfera celestial de gozo, paz, paciencia, amor y esperanza.

Así como el aire dentro de la bolsa de plástico se vuelve viciado, nuestro espíritu también se vuelve viciado y estancado—y así como lo que ocurre cuando respiramos aire viciado, nuestro espíritu eventualmente pierde energía e impulso, y nos desanimamos y sentimos la tentación de rendirnos.

Pero cuando mantenemos nuestra conexión viva de fe con Dios, nuestra comunión diaria con Él, entonces respiramos diariamente Su Espíritu y somos llenos de Su presencia, Su vida, Su energía, Su amor, Su afecto, Su bondad, Su gracia, Su verdad y Su poder.

Nuestro espíritu es nuestra energía vital. El Espíritu de Dios es la energía plena de la tercera Persona divina, quien se une a nosotros con todo el poder de la Deidad, trayéndonos el “Espíritu del Señor”—la nueva actitud de amor en lugar de odio. Como escribió Pablo a Timoteo:

“Porque no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía [miedo], sino de poder, de amor y de dominio propio”
(2 Timoteo 1:7 RVR1960).

Por eso incluso los cristianos de muchos años deben permanecer intencionales en sus rutinas diarias: comenzar cada día en comunión personal con Dios, meditando en Su Palabra, en Su creación y en Su providencia, y hablando con Él. Debemos invitar al Espíritu Santo a nuestro corazón para que limpie, renueve, refresque y vigorice nuestro espíritu, de modo que experimentemos “el fruto del Espíritu [que] es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio propio”
(Gálatas 5:22–23 NVI84).

Como escribió Pablo a los Filipenses:

“Si tienen algún estímulo por estar unidos a Cristo, algún consuelo en su amor, algún compañerismo en el Espíritu, algún afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento”
(Filipenses 2:1–2 NVI84).

PARTE 2: CÓMO JESÚS LIMPIA NUESTRO ESPÍRITU COMO NUESTRO SUSTITUTO

En la sección anterior, exploramos cómo somos santificados en espíritu, alma y cuerpo (1 Tesalonicenses 5:23). Hablamos de cómo nuestro espíritu es nuestra energía vital, recibida de Dios, que nos vigoriza y motiva a actuar, y cómo nuestro espíritu puede ser purificado por el Espíritu Santo que habita en nosotros, o seguir corrompido por nuestro rechazo a Dios y nuestra elección del mal.

También vimos cómo el Espíritu Santo limpia nuestro espíritu al tomar lo que Cristo logró y reproducirlo en nosotros. Cuando entregamos nuestro corazón a Jesús, nuestro espíritu se une al Suyo, Su amor echa fuera nuestro miedo, y recibimos un nuevo temperamento espiritual que nos da vigor y motiva nuestras vidas. De Jesús recibimos un espíritu de amor, confianza, lealtad, abnegación, bondad, misericordia, mansedumbre y dominio propio.

Ahora, en esta sección, examinaremos cómo la muerte vicaria, abnegada y sustitutiva de Jesús provee nuestra salvación, nuestra redención, nuestro nuevo nacimiento, y la limpieza del pecado.

En primer lugar, debemos ser absolutamente claros en este punto:

Ningún ser humano podría ser salvado del pecado sin la vida sin pecado y la muerte sacrificial sustitutiva de Jesús. Él se hizo un ser humano real y se colocó voluntariamente en una posición que no le pertenecía naturalmente con el propósito de liberarnos de la posición que sí era naturalmente nuestra; es decir, tomó nuestro lugar. Él se sustituyó a sí mismo por nosotros.

La pregunta es:
¿Por qué fue necesaria Su muerte para salvarnos?


Convertirse en la justicia de Dios

En 2 Corintios 5:21, Pablo declara lo que la muerte de Cristo debía lograr:

“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en él”
(NVI84, énfasis añadido).

Según este pasaje, el propósito de la muerte sacrificial y sustitutiva de Cristo no fue legal; no fue penal. No fue un pago.
Tampoco fue para apaciguar la ira de Dios o propiciar Su enojo, porque Dios nunca fue nuestro problema.

Dios siempre ha estado a nuestro favor (Romanos 8:31); Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo (2 Corintios 5:19). Dios no cambió por el pecado de Adán, ni Su ley cambió. Lo que cambió fue la condición de Adán: de ser sin pecado, leal, fiel y digno de confianza, pasó a ser pecador, desleal, infiel e indigno de confianza; se convirtió en un ser dominado por el miedo y el egoísmo. ¡Adán ya no tenía un corazón puro ni un espíritu recto!

Por eso Jesús se convirtió en nuestro sustituto humano, tomando la humanidad dañada por Adán, para que nosotros pudiéramos convertirnos en la justicia de Dios, para que la humanidad pudiera ser limpiada del pecado y restaurada al ideal perfecto de Dios.

¿Por qué fue necesaria la muerte de Cristo para salvarnos?

Si Dios es amor, y ama tanto al mundo que envió a Su Hijo (Juan 3:16); si Dios es misericordioso—lleno de misericordia (Deuteronomio 4:31), perdona gratuitamente (Isaías 55:7), y no lleva un registro de nuestras faltas (1 Corintios 13:5)—entonces, ¿por qué no podía simplemente perdonarnos sin necesidad de que Jesús muriera?

Primero, ¡Dios sí nos perdonó libremente! Fue Su amor y perdón lo que envió a Su Hijo para hacer lo necesario para salvarnos.

Pero el perdón de Dios, extendido gratuitamente desde Su corazón amoroso, no elimina la pecaminosidad que hay en nosotros. Y la salvación es algo más que perdón—es sanidad. La salvación requiere que la pecaminosidad —que es miedo y egoísmo— sea reemplazada por lo contrario: amor y confianza, lo que da como resultado justicia, pureza y santidad.

Así que, como dijo Juan el Bautista:

“Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
(Juan 1:29 NVI84, énfasis añadido).

Jesús vino para quitar el pecado, destruir la muerte (2 Timoteo 1:10) y la causa de la muerte (Hebreos 2:14), sanando así a esta creación. Y ese pecado —el miedo y el egoísmo— que es el elemento corruptor y esencial que infecta, contamina, mancha y deteriora nuestros espíritus (corazones) y nuestras almas (mentes), debe ser purgado, eliminado, destruido y limpiado de la humanidad.


Jesús tuvo que hacer dos cosas para salvarnos:

  1. Revelar la verdad para liberarnos de las mentiras de Satanás, ganándose nuestra confianza (influencia moral).
  2. Proveer, para salvar a la especie humana creada en Edén, un espíritu humano limpio, purificado, renovado y perfeccionado (vida, corazón, energía motivadora), que recibimos mediante nuestra confianza en Él.

Cuando Adán pecó, se corrompió a sí mismo, infectando su vida con el pecado. Su espíritu (vida, corazón, energía motivacional) fue contaminado con miedo y egoísmo. Sus motivos ya no estaban impulsados por el amor y el desinterés, sino por el miedo y el instinto egoísta de supervivencia del más fuerte.

Y cada ser humano es un descendiente, una extensión de esa misma vida (espíritu).

Todos nacemos infectados con pecado, con miedo y egoísmo, con impureza (Salmo 51:5). Por lo tanto, para salvarnos de esta condición pecaminosa terminal, Jesús no solo debía restaurar nuestra confianza en Dios mediante la verdad, sino también purificar esa vida, erradicar la pecaminosidad (el miedo y el egoísmo) de la humanidad.

Para lograr eso, Jesús debía participar de esa misma humanidad, de la misma vida (espíritu) que se le dio a Adán en Edén, que había sido contaminada, y purificarla.

La humanidad como familia

Dios puede crear nuevas especies cuando quiera.

Después de que Adán pecó, Dios podía haber reunido polvo, formado un nuevo cuerpo, soplar el aliento de vida y crear un nuevo ser humano sin pecado. Pero ese ser no habría sido parte de la creación original, no estaría relacionado con Adán y Eva; habría sido una creación nueva y distinta.

Crear un ser humano completamente nuevo no habría salvado a Adán, Eva ni a sus descendientes de su condición de pecado terminal. No habría salvado a la creación que Dios hizo en Edén. No habría purificado la vida que se le dio a Adán.

Cuando Dios creó a Adán, le dio el aliento de vida—o energía vital—y cada ser humano ha recibido la vida desde ese mismo aliento dado a Adán. Eva no fue formada del polvo, y no recibió su propio aliento de vida. En cambio, fue formada del tejido vivo del cuerpo de Adán, tejido que ya estaba vivo—una extensión del mismo aliento de vida (energía vital) que Dios sopló en Adán.

Las palabras griegas (pneuma) y hebreas (ruaj) para “aliento” son las mismas que se traducen como “espíritu”. Ese aliento vivificante de Dios le fue dado a Adán puro, santo, sin mancha, con la resonancia, el carácter, la motivación y la inclinación al amor.
El aliento, el espíritu, es la energía interna motivacional que nos anima y nos impulsa a todos.

Adán fue creado en Edén con un espíritu de pureza, santidad y amor. Sus deseos y motivos naturales estaban perfectamente en armonía con Dios y con el cielo.

Además, Adán tenía la capacidad, en su fuerza y habilidad humana dada por Dios, de decir no a la tentación, y en su estado no caído, podía desarrollar un carácter maduro, santo y justo, fijando así su espíritu en la pureza eterna y lealtad a Dios.


La prueba en el Edén

Adán y Eva debían desarrollar un carácter maduro y santo en el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Era allí donde debían ejercer sus capacidades dadas por Dios para pensar, razonar y elegir por sí mismos.

Allí debían elegir experimentar:

  • el amor,
  • la confianza,
  • la lealtad,
  • la fidelidad,
  • la justicia…

…y así afirmarse en la santidad y retener un espíritu puro, una vida sin pecado;

o, en cambio, podían elegir creer las mentiras de Satanás, romper su confianza en Dios, y así conocer por experiencia el miedo, el egoísmo, la culpa, la vergüenza y el mal, corrompiendo su espíritu, su vida, el aliento que Dios les dio para animarlos.


El espíritu contaminado que heredamos

Como Dios les dio a Adán y Eva capacidad procreadora, ese mismo aliento de vida es compartido por todo ser humano.
Somos extensiones de Adán, y la triste realidad es que Adán alteró la calidad de esa energía vital. Su pecado cambió la motivación de amor puro a una vida contaminada por el miedo y el egoísmo. Todos nacemos con esta motivación —el espíritu de miedo—, y tal espíritu está en desacuerdo con Dios y con el cielo.

El miedo provoca egoísmo, que es lo opuesto al amor. Está fuera de la armonía con Dios y Su diseño para la vida, y resulta en ruina y muerte (Romanos 6:23; Santiago 1:15; Gálatas 6:8).

Jesús y la familia humana

Entonces, ¿qué se necesitaba para salvar a la humanidad de esta condición de pecado terminal?

Se necesitaba un ser humano que fuera parte de Adán, parte de esta creación; un ser humano que participara de esa misma vida, ese mismo espíritu o energía vital que fue soplado en Adán en Edén—una vida que ahora está infectada por el miedo y el egoísmo—y que luego venciera y erradicara esa contaminación, purificando esa vida, destruyendo la condición terminal, eliminando el miedo y el egoísmo, y restaurando el amor puro y perfecto de Dios en esta creación humana, perfeccionando/limpiando el espíritu—la vida dada a Adán y compartida por todos nosotros.

Así, Jesús vino como el segundo Adán, participando de esa misma vida que se le dio a Adán y que se transmitió a través de David (Romanos 1:3; Hebreos 2:14). Él recibió Su vida humana a través de Su madre María—una humanidad, una vida, que había sido dañada por el pecado, infectada con miedo y egoísmo, y terminal debido a la caída de Adán (Gálatas 4:4).

La humanidad de Jesús, recibida de Adán a través de María, podía ser tentada con miedo y egoísmo. Esto se reveló en Getsemaní, cuando sufrió intensamente emociones humanas y angustia, siendo tentado a actuar en interés propio y no ir a la cruz.

Pero, como el Padre de Su humanidad fue el Espíritu Santo (Mateo 1:18–20), Jesús también nació con una vida espiritual pura, no contaminada. Como ser humano real, participando de la vida transmitida desde Adán y también de la vida dada por el Espíritu Santo, Jesús pudo enfrentar la tentación usando solamente Sus capacidades humanas para decir no a cada tentación proveniente de la infección de Su espíritu humano (vida) heredado de Adán, y decir sí a Dios, viviendo una vida santa y pura (Hebreos 4:15), en armonía con el Espíritu Santo.


La victoria en la cruz

En la cruz, Jesús eligió únicamente la vida pura, la energía pura del amor, que había recibido del Espíritu Santo, y así destruyó la infección causante de muerte, la cualidad, carácter, inclinación y motivación corrupta de miedo y egoísmo que contaminaba la energía vital dada a Adán (2 Timoteo 1:10).

En la cruz, Jesús destruyó la naturaleza carnal y pecaminosa terminal, y resucitó en una humanidad purificada, convirtiéndose en el nuevo Cabeza de la humanidad (Hebreos 5:9). Ahora se presenta ante Dios, no solo como el Hijo de Dios preexistente, sino también como el Hijo del Hombre, el representante de la humanidad—Jesús, un ser humano real, sin pecado y perfecto. Él está en el concilio celestial como sustituto de Adán, cumpliendo el papel que originalmente Dios le había dado a Adán.


Nuestra unión con Él

Ahora, por medio de la fe, cada uno de nosotros puede recibir esa misma vida pura y divina (espíritu, vida) a través del Espíritu Santo, quien toma lo que Cristo logró y lo reproduce en nosotros, nos vigoriza con un espíritu renacido.

Cristo es la vid, y nosotros somos los sarmientos (Juan 15:5); al ser injertados en Cristo por la fe, recibimos ese nuevo espíritu vivificante a través del Espíritu Santo que mora en nosotros. Morimos al viejo espíritu de miedo y egoísmo, y vivimos una nueva vida con un nuevo espíritu de amor y confianza. Como escribió Pablo:

“El amor de Cristo nos impulsa, porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por tanto, todos murieron. Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó”
(2 Corintios 5:14–15 NVI84, énfasis añadido).

Con esta nueva vida, este nuevo espíritu, esta energía espiritual purificada, somos motivados, animados, impulsados con nuevos deseos, actitudes y prioridades, de modo que nos convertimos en participantes reales de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4).

Nuestros espíritus —nuestra energía interna, nuestras motivaciones y deseos— ahora provienen de Jesús, y ya no de lo que heredamos de Adán. Así crecemos diariamente en piedad, y aunque aún seamos tentados por nuestros viejos hábitos y respuestas condicionadas, nuestros espíritus renovados y renacidos ya no están cautivos del miedo y el egoísmo.

“Porque no nos ha dado Dios un espíritu de miedo [que heredamos de Adán], sino de poder, de amor y de dominio propio [que recibimos por la fe de Jesús]”
(2 Timoteo 1:7 RVR1960).

Estamos cambiando literalmente de una vida (espíritu) de miedo y egoísmo a una vida (espíritu) de amor y confianza por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros. Y esto solo es posible porque Jesús, como nuestro sustituto humano, tomó la humanidad infectada por Adán y la purificó. Jesús reveló la verdad para ganarse nuestra confianza, y nos proporciona un nuevo espíritu, una nueva vida, sin pecado y pura.

Carácter cristiano

Nuestro carácter es la combinación de nuestra mente y nuestro corazón, también conocido como alma y espíritu—o, dicho de forma simple, nuestros pensamientos y sentimientos.

Para tener un carácter cristiano maduro, para ser como Jesús en carácter, debemos:

  • Tener la verdad internalizada en nuestra mente, y
  • Tener el nuevo espíritu animador de amor y confianza viviendo en nuestro corazón.

Dios obra a través del Espíritu Santo para traer sanidad a nuestro carácter, y por eso el Espíritu Santo es conocido como el Espíritu de verdad y amor.
La verdad sana nuestras mentes, elimina las mentiras y restaura la confianza, y el amor anima nuestro corazón, transforma nuestros deseos y limpia nuestro espíritu.


Metáforas bíblicas que enseñan esta realidad

Jesús dijo:

“Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él.
Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre, también el que se alimenta de mí vivirá por mí.
Este es el pan que bajó del cielo. Sus antepasados comieron el maná y murieron, pero el que se alimenta de este pan vivirá para siempre”
(Juan 6:53–58 NVI84, énfasis añadido).

Jesús no está sugiriendo canibalismo aquí; estas son figuras del lenguaje (símbolos) que representan lo que nuestra alma y espíritu necesitan para tener vida.

Más tarde, Jesús actualizó estos símbolos en la Última Cena—pan y vino, que enseñan la misma lección. Pero todo este lenguaje es simbólico.
Entonces, ¿qué significa en la realidad?


La Palabra hecha carne

“En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. […]
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”
(Juan 1:1, 14 NVI84, énfasis añadido).

Jesús es el Verbo de Dios, quien se hizo un ser humano real y completo.
Así que el Verbo—la verdad de Dios que vino a morar con nosotros—se hizo carne.

Esto fue enseñado simbólicamente mediante el sistema de sacrificios, en el cual el cordero representaba a Jesús.

Y así como la carne del animal sacrificado y el pan sin levadura se convertían en elementos estructurales para el cuerpo de quien los comía físicamente, aportando energía física y salud, así también Jesús es el Verbo de Dios, la encarnación de la verdad, que debemos «ingerir» en nuestra mente.


Transformación interna

Cuando participamos de la verdad revelada por Jesús, esa verdad se convierte en bloques de construcción en nuestra mente: reforma nuestro entendimiento, la estructura de nuestra individualidad, el marco de nuestra perspectiva.

La verdad de Jesús nos libera de las mentiras del diablo y restaura nuestra confianza en Dios.
Y en esa confianza, abrimos nuestro corazón a Dios e invitamos al Espíritu Santo, quien nos trae la “sangre/vino”, la “vida/espíritu” de Cristo.

Entonces experimentamos Su amor, Su poder, Su presencia, y recibimos un nuevo corazón y un espíritu recto: recibimos la vida de Cristo y nos convertimos en participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4).

Esto está simbolizado por el vino/la sangre, porque:

“la vida está en la sangre”
(Levítico 17:11 NVI84).

Somos nacidos de nuevo a una nueva vida, con un nuevo poder que nos anima, nos purifica y proviene de Jesús.


La transformación del carácter

Así, al participar de la verdad en Jesús, limpiamos nuestra mente del error, y al confiar en Él, participamos de Su vida/espíritu, lo cual limpia nuestro espíritu.

Nuestro carácter es limpiado y somos transformados.

A medida que maduramos en nuestra comprensión y en nuestra experiencia con Dios, llegamos al punto en el que estamos tan afirmados en la verdad—intelectualmente (en nuestra mente/alma) y espiritualmente (en nuestro corazón/energía animadora de amor y confianza)—que ya no podemos ser movidos por ninguna mentira ni tentación.

Eso es lo que significa estar sellados para Dios.

PARTE 3: JUSTICIA IMPUTADA E IMPARTIDA — LEY DE DISEÑO VS. LEY IMPUESTA

La manera en que entendemos la Biblia y sus temas —como la justicia imputada e impartida— está determinada por el tipo de ley a través del cual los interpretamos.

Si creemos que la ley de Dios funciona igual que las leyes humanas —reglas impuestas que requieren castigo impuesto—, entonces interpretaremos las Escrituras de forma legalista y penal, lo cual es una fantasía, porque el universo de Dios no está construido sobre leyes impuestas, y por lo tanto, esa no es la forma en que la realidad realmente funciona.

Pero si adoramos a Dios como Creador, y entendemos que Sus leyes son leyes de diseño, sobre las cuales toda la realidad existe y opera —tanto las leyes físicas (como la gravedad o la física) como las leyes morales—, entonces interpretamos las Escrituras objetivamente y con verdad, de la manera en que la realidad realmente funciona.


La ley de diseño: cómo funciona en la práctica

Cuando entendemos que la ley de Dios es de diseño, comprendemos que violarla daña directamente al que la viola y resulta en sufrimiento y muerte, a menos que el Creador restaure al ser dañado (el pecador) y lo regrese a la armonía con Dios y Su diseño para la vida.

Por eso la Biblia enseña que la ley debe estar escrita en nuestros corazones y mentes (Hebreos 8:10), y que los que siembran para la carne “de esa naturaleza [es decir, no por castigo externo de Dios] segarán corrupción” (Gálatas 6:8 NVI84).


La ley impuesta: una distorsión peligrosa

Pero si sustituimos la ley de Dios por una ley humana, negando que Sus leyes son de diseño, creemos la mentira de que la ley de Dios funciona como las leyes creadas por los pecadores: reglas artificiales que no gobiernan la realidad, sino que requieren una autoridad que imponga castigos.

Si vemos la ley de esta manera, entonces sacamos conclusiones completamente distintas sobre el problema del pecado y el plan de salvación, incluyendo el significado de los términos justicia imputada y justicia impartida.


Todo tratamiento eficaz comienza con un diagnóstico correcto

Si el diagnóstico es incorrecto, el tratamiento también lo será.

Justicia imputada e impartida son términos técnicos que pretenden comunicar aspectos del tratamiento de Dios para el problema del pecado.


La legalización de la justicia (modelo falso)

Si creemos que el pecado causa un problema legal (porque creemos que la ley de Dios funciona como la humana), entonces atribuiremos significados legales a estos términos, como por ejemplo:

  • “ajustar nuestra situación legal en los libros celestiales”, o
  • “darnos un crédito legal que mejora nuestra calificación de justicia”, o
  • “pasar de estado legal de ‘injusto’ a ‘justo’.”

Veamos descripciones comunes dentro de este marco legalista:

  • “Jesús vivió una vida perfecta y sin pecado, y cuando confías en Él, Él toma Su justicia y la acredita a tu cuenta. Accedes a la justicia no por algo que hayas hecho, sino porque Cristo la aplica a tu cuenta. Esta justicia imputada te coloca en buena posición ante el Padre como si hubieras hecho lo correcto desde el principio” (énfasis añadido).
  • La justicia imputada es “atribuir algo a una cuenta, usado en la Biblia con referencia legal al pecado y la salvación registrados por Dios… Cuando la Escritura habla de imputación de bien o mal, no sugiere que haya un cambio en el carácter moral. La Escritura afirma que, desde la perspectiva de Dios, la justicia o el pecado se le atribuyen a la cuenta de un individuo” (énfasis añadido).

Observá que en ambas definiciones el problema del pecado se define en términos legales, usando el lente de la ley humana: reglas impuestas, contabilidad legal, castigos legales, créditos, deudas y cambios en registros.


Este modelo legalista es un engaño teológico completo

Todo este marco teológico legalista es falso, porque se basa en la mentira de que la ley de Dios es como la ley humana.
Es una ficción. Una fantasía. No tiene base en la realidad funcional del universo.

¿Cuál es la realidad?

Como ya se mencionó, Dios no cambió cuando Adán pecó, ni Su ley cambió. Lo que cambió fue la condición real de Adán.
Adán no entró en problemas legales con Dios; entró en problemas letales.
Pasó de ser un ser que vivía y operaba en la ley viviente del amor de Dios, a ser un ser infectado de miedo y egoísmo.

En lugar de permanecer en un estado de unión amorosa con su Creador, viviendo en armonía con Su ley de diseño inmutable, entró en un estado de “muerte en delitos y pecados”, una condición de pecado terminal que, sin remedio por parte del Creador, resultaría en muerte.


La infección de muerte se propaga

Y como Dios le dio a Adán y Eva la capacidad de procrear seres a su imagen, una vez que se infectaron con el pecado, al reproducirse solo podrían dar a luz hijos infectados con esa condición terminal.
Así, como enseña la Escritura, nacemos en pecado, concebidos en iniquidad (Salmo 51:5).

No nacemos legalmente culpables (eso es fantasía); nacemos terminales (eso es realidad):
nacemos muertos en delitos y pecados.

Pensemos en un ejemplo:
Una pareja con VIH (SIDA) tiene un hijo, y el niño nace infectado.
¿Qué hizo mal ese bebé? ¡Nada!
No tiene culpa por su condición.
Pero aun así tiene una condición que, sin tratamiento, le causará síntomas y eventualmente la muerte.

¡Esa es la condición de cada ser humano desde que Adán pecó!


El problema no es legal: es una condición real

Nacemos con una condición terminal de pecado; no con culpa legal.

Por lo tanto, la solución al problema del pecado no es legal, sino real.
Consiste en la eliminación real de la condición pecaminosa en nuestros corazones y mentes, y su reemplazo por una condición que esté en armonía con Dios:
una naturaleza recta, justa, regenerada.

La verdadera solución para nosotros como pecadores individuales es que debemos:

  • nacer de nuevo,
  • ser recreados,
  • renovados,
  • limpiados,
  • purificados,
  • tener nuestros corazones circuncidados por el Espíritu,
  • recibir un corazón de carne en lugar del de piedra,
  • recibir la mente de Cristo…

Todo esto es enseñado mediante metáforas bíblicas y lecciones objetivas —como por ejemplo vestirnos con la túnica de la justicia de Cristo.

Eso no significa que solo somos “vistos como” justos.
Significa que realmente llegamos a ser justos (2 Corintios 5:21).


La realidad exige que seamos realmente transformados, no solo declarados limpios

En el modelo legalista, “justicia” no significa que somos hechos justos, sino que Dios legalmente nos declara justos por causa de Jesús, y ajusta nuestros registros en el cielo para contarnos como justos, aunque seguimos siendo injustos en realidad.

Eso es un fraude. Un engaño. Un juego de manos. ¡Una farsa!

El impacto funcional de esta falsa teología es que engaña a personas sinceras, haciéndoles creer que están bien con Dios, mientras siguen siendo injustas en su corazón, y lentamente mueren a causa de su condición de pecado.


Ejemplo del cáncer: una metáfora reveladora

Este modelo legal es como decirle a una persona con leucemia (cáncer en la sangre), que sí hay una cura real que puede llevar su enfermedad a remisión, pero en lugar de dársela, le dicen que lo que necesita es reclamar a su hermano sano como sustituto legal.

Así, cuando el médico venga a examinarlo, mirará a su hermano sano en lugar de al enfermo, y escribirá en su historia clínica que está perfectamente sano.

Entonces el médico le dice: “Listo, no hay más registro de enfermedad”, mientras el paciente sigue muriendo de leucemia.

Otro ejemplo del fraude legalista

Otra forma de describir este fraude sería así:

Tu hijo está muriendo de cáncer. Vas al médico buscando ayuda. Este médico no hace nada por el cuerpo del niño, pero toma su historia clínica, saca todos los documentos que registran la enfermedad, y los reemplaza por hojas en blanco.

Luego te entrega el expediente “limpio” y te dice:

“Ya pueden irse a casa; ya no hay ningún registro de enfermedad.”


Una religión sin poder

Pablo advirtió a Timoteo sobre este tipo de cristianismo sin poder:

“Debes saber que en los últimos días vendrán tiempos difíciles.
La gente estará llena de egoísmo y avaricia; será jactanciosa, arrogante, blasfema, desobediente a sus padres, ingrata, impía,
insensible, implacable, calumniadora, libertina, despiadada, enemiga del bien,
traicionera, impetuosa, vanidosa, y más amiga del placer que de Dios.
Tendrán apariencia de piedad, pero negarán su poder.
¡A esa gente evítala!”
(2 Timoteo 3:1–5 NVI84, énfasis añadido).


La triste evidencia empírica

Es un hecho triste que los datos epidemiológicos muestran casi ninguna diferencia entre hogares cristianos y no cristianos en cuanto a:

  • abuso de drogas,
  • adicción al alcohol,
  • consumo de pornografía,
  • violencia doméstica,
  • abuso infantil.

Estos cristianos luchan con una forma de religiosidad que tiene apariencia de piedad, pero no tiene poder para vivir en victoria.

¿Por qué?

Porque creen en el fraude penal/legal, basado en la mentira de que la ley de Dios funciona como la ley humana—y que la justicia imputada es simplemente que Dios considera legalmente justa a una persona que sigue siendo injusta.


La verdad: la justicia es real

Como se mostró en la Parte 2, la verdad es que la justicia es estar realmente bien con Dios en:

  • el corazón,
  • la mente,
  • la actitud,
  • el espíritu,
  • y el carácter.

La justicia genuina es real, no una ficción legal.
Como escribió Pablo:

“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en él
(2 Corintios 5:21 NVI84, énfasis añadido).

La vida sin pecado y la muerte sustitutiva de Jesús fueron para resolver el problema real causado por el pecado de Adán en la humanidad, para que seamos hechos justicia de Dios—no para que se nos declare justos mientras seguimos siendo injustos.

Entonces, ¿qué es la justicia imputada e impartida?

¿Y qué rol juega cada una en que realmente lleguemos a ser personas justas?


Justicia imputada

Al hacerse humano, Jesús tomó la humanidad dañada por Adán, vivió una vida sin pecado, destruyó la infección del pecado en la cruz y, por tanto, restauró a la especie humana a una posición correcta con Dios.

Pero la justicia perfecta de Jesús no nos hace justos como individuos, a menos que participemos de esa justicia.

¿Y qué nos impide participar de ella?
Creer las mentiras sobre Dios, mentiras que nos impiden confiar en Él.

Así, la justicia imputada nos ayuda a superar el espíritu de desconfianza y miedo, de modo que abrimos el corazón en confianza y podamos recibir la justicia impartida, la que nos transforma realmente.


¿Qué dice Pablo?

Pablo escribió que la mente carnal es enemiga de Dios (Romanos 8:7).
Nuestro estado natural —el que heredamos de Adán— desconfía de Dios, se opone a Él, y no armoniza con Él.

Creemos la mentira de que Dios es castigador, severo e implacable, y que se necesita hacer algo para aplacar Su ira.

Por tanto, en lugar de abrirle el corazón, nos mantenemos aterrorizados y desesperadamente buscamos protección legal mediante Jesús para evitar ser castigados por Dios.


El primer paso: ganar nuestra confianza

Así que el primer paso en la solución de Dios al problema del pecado en cada individuo es ganarse nuestra confianza.
¿Y cómo lo hace?

Imputando justicia—es decir, tratando al pecador como Cristo lo haría:

  • con misericordia,
  • gracia,
  • bondad,
  • comprensión,
  • aceptación y
  • amor.

Dios no nos imputa el pecado ni nos trata como el pecado merece, sino que nos trata con la justicia de Su Hijo.

En otras palabras, Dios no nos abandona, como Jesús fue abandonado en la cruz cuando se hizo pecado por nosotros.
Nos trata como lo haría con Jesús mismo.


Esta bondad nos lleva al arrepentimiento

Es esta amabilidad, gracia y compasión imputadas la que nos gana para la confianza.
Como escribió Pablo:

“¿No te das cuenta de que el amoroso deseo de Dios de conducirte al arrepentimiento es lo que debe motivarte?”
(Romanos 2:4, paráfrasis fiel).

Cuando experimentamos la justicia imputada de Cristo —Su amor, misericordia, paciencia y perdón— abrimos el corazón y somos transformados por la confianza.

Esto es el arrepentimiento: la experiencia de conversión, el momento en que el corazón cambia de desconfianza a confianza, cuando nuestro ser interior es justificado y reconciliado con Dios.


Ejemplo de Abraham

Esto fue exactamente lo que ocurrió con Abraham.
Él confió en Dios, y después de que su corazón fue transformado de desconfianza a confianza, Dios lo consideró justo.

¿Por qué? Porque su corazón estaba realmente en armonía con Dios otra vez.
No fue un ajuste legal. Fue un cambio real del estado de su corazón.


La justificación es real, no legal

Ser justificado —es decir, hecho justo ante Dios— ocurre en la mente y el corazón del pecador.

No hay nada penal o legal ocurriendo aquí, porque el problema no es penal ni legal, sino un estado real fuera de armonía con Dios y Su diseño para la vida.

Justicia impartida

Una vez que la justicia imputada nos gana para la confianza y nuestro corazón se abre a Dios, entonces recibimos la justicia impartida, que llena el corazón con la justicia de Cristo.

Recibimos:

  • nuevos deseos
  • motivos puros
  • sabiduría renovada
  • inspiración celestial
  • dirección y poder diario para triunfar

Todo esto proviene de la vida perfecta de Jesús (Su espíritu) que se infunde en nosotros a través del Espíritu Santo que mora dentro.

Nos convertimos en participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4);
ya no somos nuestros viejos “yo” pecaminosos y carnales, sino que es Cristo quien vive en nosotros (Gálatas 2:20).

Jesús es la vid, y nosotros somos las ramas que viven recibiendo diariamente la infusión de Su vida (espíritu de amor justo) mediante el Espíritu Santo (Juan 15:4–6).


Un ejemplo práctico: la mujer sorprendida en adulterio

Este principio se ilustra poderosamente en la historia de la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8:4–11).

Cuando fue arrastrada ante Jesús:

  • Él no le imputó su pecado (no la trató como culpable, ni la abandonó a su destino);
  • En cambio, la trató con Su justicia imputada, la justicia de lo que ella podría llegar a ser si confiaba en Él.

Y esa justicia imputada —Su gracia, perdón, bondad, el no contar su pecado contra ella—
la ganó para la confianza.

Ella entonces abrió su corazón y recibió un nuevo corazón y un espíritu recto: la justicia impartida de Jesús.


Resumen

  • La justicia imputada es el amor y aceptación de Dios hacia nosotros, aun cuando aún estamos en pecado.
    → Tiene el propósito de ganarnos para la confianza.
  • La justicia impartida es el carácter de Cristo implantado en nosotros mediante el Espíritu Santo,
    → Es la transformación real que ocurre cuando decimos sí a Dios y cooperamos con Él.

El Espíritu de Vida: examinando Romanos 8

Con todo lo anterior en mente, veamos cómo el apóstol Pablo describe en Romanos 8:1–15 esta realidad:
que estamos infectados con un espíritu de miedo y egoísmo, y que Jesús vino a destruir ese espíritu (energía, vida) de la humanidad y restaurar en nosotros Su Espíritu de amor y confianza.

Mientras leemos este pasaje, verás cómo el lente legalista da solo una forma externa de piedad, pero obstruye el poder real de Dios y mantiene a las personas atrapadas en un ciclo de miedo y egoísmo, aun cuando afirman haber sido legalmente perdonadas.


Romanos 8:1–2

“Por lo tanto, ahora no hay condenación para los que están en Cristo Jesús,
porque por medio de Él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.”

¿Por qué ya no hay condenación?

El lente legalista diría: “Porque Jesús pagó el precio legal por mi pecado, así que ahora no hay condena legal; estoy legalmente perdonado.”

Pero a través del lente de la ley de diseño, entendemos que estábamos realmente muriendo de una condición terminal.
La vida que heredamos de Adán está corrupta; Pablo explica que esa vida:

  • está en enemistad con Dios,
  • es incapaz de agradarlo,
  • y vive motivada por el miedo y el egoísmo.

Este “espíritu” es la ley de “pecado y muerte”, el impulso de supervivencia del más fuerte, que solo puede destruirnos, a menos que sea reemplazado por la ley del Espíritu de vida.

Por eso no hay condenación: ya no estamos motivados por el miedo, sino que tenemos una nueva energía vivificadora, el Espíritu de amor y confianza de Cristo.


Romanos 8:3–4

“Porque lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la naturaleza pecaminosa,
Dios lo hizo al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne pecaminosa y como ofrenda por el pecado.
Así condenó al pecado en la carne,
para que se cumpliera en nosotros la justicia de la ley,
que no vivimos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.”

La ley escrita es externa, no tiene poder para sanar, restaurar, regenerar ni transformar.
Solo puede revelar que estamos muertos en pecado.

Nuestra “carne” o naturaleza pecaminosa (vida animada por miedo y egoísmo) no puede vivir la ley de amor.

Por eso Jesús vino a condenar el pecado en la carne—es decir, a condenar todo lo que se desvía del diseño de Dios y causa dolor, sufrimiento y muerte—y a restaurar en la humanidad la ley de la vida, de modo que nosotros ahora podamos vivir por el Espíritu.


Romanos 8:5–6

“Los que viven según la carne piensan en las cosas de la carne,
pero los que viven según el Espíritu piensan en las cosas del Espíritu.
La mente pecaminosa es muerte,
pero la mente controlada por el Espíritu es vida y paz.”

Ambos —el converso y el no converso— tienen una naturaleza pecaminosa (espíritu de miedo y egoísmo).
Pero el no converso vive para satisfacer esa naturaleza, y crece en ella.
No ha muerto al yo ni ha recibido el Espíritu Santo.
En cambio, el converso ha sido ganado por el amor de Dios, y aunque aún tiene la vieja naturaleza, ha elegido vivir por el Espíritu, renunciando al yo, y permanece conectado a Dios.


Romanos 8:7–8

“La mente pecaminosa es enemiga de Dios.
No se somete a la ley de Dios ni puede hacerlo.
Los que viven según la naturaleza pecaminosa no pueden agradar a Dios.”

La mente natural está animada por el miedo y el egoísmo.
Eso es lo opuesto a la ley del amor de Dios.
Por tanto, está en enemistad con Él y no puede agradarlo.

Esta mente:

  • huye de Dios (como lo hicieron Adán y Eva),
  • piensa mal de Dios,
  • busca protegerse a sí misma.

Sin un nuevo nacimiento, la única energía que tenemos es el miedo y el egoísmo.
Por eso incluso el arrepentimiento es un don de Dios—cuando sentimos el deseo de cambiar, es porque el Espíritu Santo está obrando en nosotros.


Romanos 8:9–11

“Sin embargo, ustedes no viven según la carne sino según el Espíritu,
si es que el Espíritu de Dios vive en ustedes.
Y si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.
Pero si Cristo está en ustedes, el cuerpo está muerto por causa del pecado,
pero el espíritu vive por causa de la justicia.
Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes,
el que resucitó a Cristo dará vida también a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que vive en ustedes.”

Cuando confiamos en Jesús, renunciamos al viejo espíritu de miedo y egoísmo heredado de Adán, y recibimos una nueva energía vivificadora, el Espíritu de amor y confianza de Cristo.

Si no recibimos ese nuevo espíritu, no somos de Cristo—esto no es una cuestión legal, sino una realidad funcional y espiritual.


Romanos 8:12–14

“Por tanto, hermanos, tenemos una obligación,
pero no es con la naturaleza pecaminosa, para vivir conforme a ella.
Porque si viven conforme a ella, morirán;
pero si por el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán.
Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.”

La vida vieja debe ser abandonada.
Debemos elegir vivir por el Espíritu—confiar, rendirse, y permitir que Dios transforme nuestras motivaciones.
Los que son guiados por el Espíritu—no por normas externas, miedo o ley impuesta—son los hijos verdaderos de Dios.


Romanos 8:15

“Porque no recibieron un espíritu que los esclavice al miedo nuevamente,
sino que recibieron el Espíritu de adopción,
por el cual clamamos: ‘¡Abba, Padre!’”

El espíritu de miedo no viene de Dios.
Viene de Adán.
Y debe ser reemplazado por el Espíritu de amor y confianza de Cristo.

Cuando nos rendimos a Dios, el Espíritu Santo toma lo que Cristo logró y lo reproduce en nosotros, transformando nuestra identidad y haciendo que vivamos como verdaderos hijos e hijas de Dios.

¿Cómo responderás?

Cuando experimentamos la justicia imputada de Cristo —Su amor, afecto, misericordia, bondad, gracia, paciencia, perdón y Su profundo deseo de sanarnos—, abrimos el corazón y nacemos de nuevo, al confiar en nuestro Salvador.

Ese nuevo corazón, esa actitud espiritual correcta, esos nuevos deseos dentro de nosotrosson de Cristo, y los recibimos por la fe.

El poder para resistir los antiguos hábitos, el miedo, el egoísmo, los deseos carnales y las inclinaciones pecaminosas viene de Dios por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros.

Pero la elección es nuestra.

Cuando se presenta la tentación, por la fe podemos elegir decir sí a Jesús, sí a los nuevos motivos de amor y confianza,
y no al miedo y al egoísmo.

Y cuando elegimos decir sí al Espíritu de Cristo, entonces recibimos el poder divino para triunfar
pero no obtenemos ese poder hasta que tomamos la decisión.

Este es el principio de una relación cooperativa de fe y confianza en Jesús que desarrolla en nosotros un carácter semejante al de Cristo.


La verdadera justicia es real, no legal

No hay nada penal o legal en la solución de Dios al problema del pecado en nuestro corazón.

La justicia imputada e impartida son eventos reales, basados en la realidad, que ocurren dentro del corazón y la mente del individuo.

Tal como Jesús dijo:

“El reino de Dios está dentro de ustedes
(Lucas 17:21).


Una invitación final

Así que te animo:
si aún no lo has hecho, abre tu corazón e invita a Jesús a entrar y sé verdaderamente salvo.

Pedile al Espíritu Santo que:

  • te limpie,
  • te lave,
  • purifique tu espíritu,
  • te renueve con nuevos deseos y motivaciones,
  • te llene de amor por Dios y por los demás,
  • y que te haga partícipe de la naturaleza divina.

Recibí un espíritu nuevo, puro, semejante a Cristo:
un espíritu de amor y confianza.