Nuestra verdadera identidad es amar sin miedo
ni inseguridad. Nuestro más alto potencial nos encuentra
cuando nos orientamos en esa dirección.
El poder del amor y la compasión
transforma la inseguridad.
— Doc Childre
Cuando tenía seis años, asistía a primer grado en una pequeña escuela cristiana rural de dos aulas en el sur de Nueva Jersey. Los grados del uno al cinco estaban en un aula; los del seis al ocho en otra. Uno de los placeres del recreo era columpiarse en uno de los tres columpios de asiento de madera en nuestro pequeño patio de juegos. Cuando finalmente llegaba el recreo, corríamos hacia los columpios, ansiosos por asegurar uno de los pocos asientos codiciados. Los de primer grado rara vez conseguíamos uno, ya que los niños mayores eran mucho más rápidos y casi siempre llegaban primero.
Como suelen hacer los niños, comenzamos a idear otras formas imaginativas de divertirnos, y pronto descubrimos la emoción de correr por debajo del columpio mientras un niño mayor se balanceaba de pie sobre el asiento, impulsándose con fuerza de un lado a otro. Rápidamente se formaron filas frente a cada columpio. Uno por uno corríamos por debajo del columpio, calculando el momento justo para evitar ser golpeados. Pronto llegó mi turno. Corrí tan rápido como me lo permitían mis piernas de primer grado, pero me equivoqué en el cálculo y ¡bam!, el columpio me golpeó con toda su fuerza en la frente, abriéndome una herida por la que empezó a salir sangre.
Caí hacia atrás y comencé a gritar de dolor. Mis recuerdos de los niños gritando, el director cargándome al interior de la escuela y mi madre llevándome al médico son vagos y borrosos. Pero tengo un recuerdo nítido y claro de estar en la camilla del consultorio del médico y verlo acercarse con una aguja que, a mis ojos de seis años, parecía medir metro y medio. Cuanto más se acercaba con la aguja hacia mi frente, parecía que iba a clavármela directamente en el ojo.
Quería correr, huir lo más rápido posible, porque tenía miedo. Pero mi madre me sostuvo con fuerza. Intenté zafarme, supliqué, lloré, pero mi madre no me soltó. Me amaba demasiado. Pero hizo más que eso. Me habló, me dijo palabras amorosas, palabras de aliento, asegurándome que estaba allí, que todo estaría bien. Aunque sus palabras no eliminaron todo el miedo de mi mente infantil, sí lo redujeron. El amor y el miedo luchaban entre sí en un campo de batalla de dolor.
El amor de mi madre me ayudó a mantenerme firme, porque sin duda, si ella no hubiera estado allí demostrando ese amor, habría salido corriendo. Mi sistema límbico estaba disparado, el miedo aumentaba, y mi cerebro infantil no podía procesar las emociones que estaba sintiendo ni elegir el camino saludable. No era lo suficientemente maduro para comprender la importancia de mantenerme firme. A los seis años, todo lo que podía pensar era en el dolor. Todo lo que quería era evitar esa aguja. Aunque a esa edad no entendía por qué mi madre me sometía a ese dolor, como adulto estoy profundamente agradecido con ella por haberme sujetado con fuerza, por haberme contenido, aunque doliera, aunque diera miedo. Gracias a su amor, pude sanar.
Ahora comprendo lo que no apreciaba entonces: dejar que el miedo tome el control (sistema límbico) solo empeora el resultado. La herida no se habría cerrado bien, podría haberse infectado y, si no moría, sin duda tendría una cicatriz horrible.
¿Es bíblica la sumisión al abuso?
He tenido pacientes que han estado atrapados en relaciones abusivas —relaciones en las que les golpeaban, les gritaban o les amenazaban constantemente— y me preguntaban si debían someterse a eso porque la Biblia dice que debemos ser sumisos. Esta es una pregunta importante, y la respuesta requiere entendimiento. La Biblia sí nos llama a la sumisión, pero la sumisión bíblica nunca permite que uno sea abusado. ¿Cómo podemos saber esto?
La palabra griega que se traduce como “sumisión” en el Nuevo Testamento es hupotasso, un verbo compuesto que significa “ordenarse a uno mismo por debajo de otro” o “ceder”. El apóstol Pablo instruye a los cristianos a que se “sometan unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21). Esto significa que todos —esposos, esposas, pastores, miembros laicos, hombres, mujeres— estamos llamados a sumisión, no que un grupo domine a otro.
Entonces, ¿cómo podemos saber cuándo estamos ejerciendo una verdadera sumisión bíblica y cuándo nos estamos sometiendo por miedo o por una falsa creencia de que debemos dejar que otros abusen de nosotros? Aquí es donde debemos entender los principios de Dios y Su ley de amor, la ley de libertad. El amor requiere libertad. Cuando nos encontramos en una situación en la que una persona se niega a concedernos libertad y, en cambio, busca controlarnos, manipularnos, dominarnos o dañarnos, la verdadera sumisión bíblica no es ceder a ese abuso, sino mantenerse firmes en amor. ¿Qué hizo Jesús cuando fue confrontado por los líderes religiosos que querían dominar, manipular y controlar? ¿Se sometió a sus exigencias?
No. Jesús nunca pecó, y por lo tanto, siempre fue perfectamente sumiso a Su Padre celestial. Sin embargo, se mantuvo firme ante los abusos de los líderes religiosos. Los llamó hipócritas, sepulcros blanqueados y generación de víboras. Esto no fue falta de amor; fue la más pura manifestación del amor. El amor permanece firme. No huye. No golpea. No ataca. No se venga. El amor, en libertad, se mantiene firme por lo correcto, lo sano, lo bueno y lo verdadero. A veces, mantenerse firme significa hablar con claridad y firmeza. A veces significa apartarse de una relación. Otras veces, significa permanecer en una situación difícil pero sin ceder a la manipulación ni al pecado. Pero nunca significa tolerar el abuso como si fuera la voluntad de Dios.
El amor verdadero, la sumisión verdadera, fluye de un corazón sano, libre, maduro, que elige amar aunque duela. Pero si aún no hemos madurado hasta ese punto, si nuestras heridas nos hacen vulnerables al abuso, entonces lo más amoroso que podemos hacer por nosotros mismos y por los demás es salir de esa situación y buscar sanidad.
El amor no significa pasividad. El amor no significa permitir que otros pequen sin consecuencias. El amor no significa ser una víctima. El amor siempre busca restaurar, sanar y salvar. Pero para hacerlo, el amor debe ser firme, no miedoso.
El poder transformador del amor firme
Recuerdo una paciente que tenía grandes problemas para mantener sus límites. Había crecido en una familia muy controladora, donde nunca se le permitía decir “no”, donde expresar su opinión era castigado, y donde se esperaba que fuera sumisa sin cuestionamientos. Como adulta, continuaba relacionándose con los demás de la misma manera. Permitía que otros la usaran, la controlaran, se aprovecharan de su bondad. No sabía cómo decir “no”, y cuando lo intentaba, se sentía culpable.
Comenzamos a trabajar con una nueva perspectiva. Ella comenzó a comprender que la sumisión bíblica no se trata de dejar que otros la lastimen, sino de elegir libremente amar a los demás mientras se respeta a sí misma. Aprendió que podía decir “no” con amabilidad. Comenzó a poner límites, a mantenerse firme, a no huir ni agredir. Se encontró a sí misma experimentando paz por primera vez en años. El miedo ya no tenía el control. El amor, no el miedo, se convirtió en su motivación.
Este es el tipo de sumisión al que Dios nos llama —una que fluye del amor, no del temor. Una sumisión libre, madura, basada en la verdad y en la libertad. El tipo de sumisión que Jesús modeló perfectamente.
El ejemplo de Jesús
Jesús fue el ejemplo supremo del amor que permanece firme. Cuando fue golpeado, no golpeó de vuelta. Cuando fue acusado falsamente, no se defendió con violencia. Cuando fue rechazado, no huyó. Y cuando fue clavado en la cruz, no maldijo a sus verdugos. Oró por ellos.
Jesús no fue una víctima pasiva. Fue un ser humano divino que eligió, con plena libertad, mantenerse firme en el amor. Enfrentó el odio, la violencia, la mentira, y el pecado con una fuerza de carácter inquebrantable, pero sin odio, sin temor, sin agresión. Jesús se sometió completamente al Padre, y esa sumisión lo hizo inquebrantable frente al mal.
Cuando permitimos que el amor de Dios habite en nosotros, cuando conocemos la verdad sobre quién es Dios —un Dios de amor, libertad y verdad—, entonces también podemos permanecer firmes. Ya no somos esclavos del miedo. No huimos del conflicto. No nos sometemos a la manipulación. No respondemos con agresión. No caemos en el juego del enemigo. Permanecemos firmes, en el amor.
El amor expulsa el miedo
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18). Esta es una de las declaraciones más poderosas de la Escritura. Nos dice que el amor y el miedo no pueden coexistir plenamente. Donde el amor madura, el miedo se desvanece. El amor verdadero no necesita controlar. El amor verdadero no manipula, no amenaza, no se defiende con violencia. El amor verdadero permanece firme, libre y lleno de verdad.
Dios nos ha diseñado para vivir en este tipo de amor. Nuestro cerebro funciona mejor en amor. Nuestras relaciones sanan cuando el amor está presente. Nuestro cuerpo prospera cuando no vivimos en miedo crónico. Pero esta clase de amor no surge de la nada. Es el resultado de conocer a Dios, de experimentar Su gracia, de comprender Su carácter. Y a medida que esta verdad penetra en nuestro corazón y mente, somos transformados.
Permanecer firmes hoy
Hoy, Dios nos invita a permanecer firmes. No a pelear. No a huir. No a ceder al abuso. No a vivir con miedo. Sino a permanecer firmes en Su amor. A mantenernos fieles a la verdad. A decir “sí” cuando corresponde y “no” cuando es necesario. A amar sin ser manipulados. A ser libres, incluso en medio del dolor.
El amor que permanece firme no es debilidad. Es la mayor fortaleza que existe. Es el amor que sanó a la humanidad caída. Es el amor que venció a Satanás. Es el amor que llevó a Jesús a la cruz. Y es el amor que Dios quiere colocar en tu corazón.