5. El Amor Contraataca

El amor no tiene nada que ver con lo que esperas recibir;
tiene que ver con lo que se espera que des —que es todo.

—Anónimo

Ella tenía solo diecinueve años y sufría, con un dolor terrible, cuando la conocí. Su cuerpo estaba destrozado, pero tenía suerte de estar viva. Sam, diminutivo de Samantha, era el tema de conversación del hospital, una especie de milagro. Se había alistado en el ejército de los EE. UU. justo después de terminar la secundaria, inscribiéndose en el entrenamiento de Fuerzas Especiales y en la escuela de paracaidismo militar en Fort Bragg.

Poco después de completar el entrenamiento básico, llegó a Fort Bragg para la preparación extenuante de paracaidista. Aprendió a empacar su propio paracaídas, a cargar correctamente su equipo y a saltar de forma segura desde un avión. Le enseñaron a cortar un paracaídas defectuoso y a desplegar el de emergencia en caso necesario. Practicó cómo aterrizar correctamente, caer y rodar. Completó todos sus saltos de entrenamiento sin dificultad y se sentía orgullosa de su logro cuando finalmente llegó el día de la graduación.

Las familias de los graduados fueron invitadas a una ceremonia como ninguna otra en el país. Los graduados en Fort Bragg no caminan por un pasillo con toga y birrete mientras suena “Pomp and Circumstance”, sino que descienden flotando en paracaídas con uniforme de combate completo al rugido de los aviones Hércules C-130. Con las gradas llenas de familiares emocionados, los aviones comenzaron a sobrevolar y paracaídas tras paracaídas se abrían, decorando el cielo con pequeños soldados verdes danzando en el viento. Los graduados aterrizaban en el campo de desfile frente a las gradas donde los observaban sus familias.

De pronto, un suspiro recorrió al público cuando un paracaídas no se abrió. Con todos los ojos clavados en el soldado que caía del cielo, la multitud miró ansiosamente mientras el paracaídas enredado era cortado y se desplegaba el de emergencia. Pero entonces gritos llenaron el campo cuando el paracaídas de emergencia también se enredó y no se abrió. Los padres de Sam no sabían que ella era la soldado cuyo paracaídas había fallado. Mamá y papá observaban en silencio atónito, orando por la soldado desconocida que luego descubrirían era su hija.

Sam siguió su entrenamiento; cuando tocó tierra, cayó y rodó. La fuerza del impacto le rompió ambas piernas, la pelvis y causó daños en su columna sacra. Pero, asombrosamente, sobrevivió.

Recuerdo el alboroto en el hospital. “Qué milagro; Dios debe tener un propósito para su vida”, dijo una enfermera. Pero otra la desafió rápidamente: “Si Dios iba a hacer un milagro, ¿por qué no hizo que el paracaídas funcionara? No, me pregunto qué hizo ella para ofender a Dios y que le hiciera esto”.

Pensé en Sam y en por qué se había lesionado. ¿Intervino el Dios “bueno” para salvarla? ¿Intervino el dios “malo” para castigarla? ¿El dios “indiferente” no se preocupó?


Ley Natural

Sabía que si Sam había recibido el paracaídas que ella misma había empacado, sus padres no la odiarían por no haberlo hecho correctamente. Ahí fue cuando me impactó: Dios no odia a la humanidad por caer en el pecado. Lo que los padres de Sam odiaban era que ella hubiera saltado de un avión con un paracaídas que no funcionaba. ¿Por qué? Porque resultó en dolor y sufrimiento para alguien a quien amaban.

De nuevo, asumiendo que Sam empacó su propio paracaídas, nadie tuvo que imponerle un castigo por haberlo hecho mal. Aunque el ejército le dio instrucciones explícitas sobre cómo empacar el paracaídas, si ella no cumplía con esas reglas, el gobierno no tenía que castigarla para ser justo. En cambio, el gobierno intervino para detener lo que con justicia debía ocurrir cuando alguien salta de un avión sin un paracaídas funcional. Tan pronto como tocó el suelo, el mismo gobierno que le dijo cómo evitar daños volcó sus recursos en sanar el daño hecho.

Rescatistas en tierra, ambulancias, médicos, enfermeros, fisioterapeutas —todos los recursos gubernamentales necesarios para salvar y sanar a Sam— fueron movilizados de inmediato. Incluso antes de que impactara contra el suelo, los socorristas ya se dirigían al punto de impacto.

Al pensar en esta escena moderna, imaginé los gritos de horror resonando en el cielo cuando los ángeles vieron a Adán y Eva creer las mentiras de la serpiente, comer del fruto y caer hacia su perdición eterna. Pero Dios ya se estaba moviendo, incluso antes de que aterrizaran en el pecado, para atender su necesidad urgente. Jesús, el “Cordero que fue inmolado desde la creación del mundo” (Ap 13:8), ya estaba allí para recibirlos en sus brazos de amor.

Cada agencia en el gobierno de Dios saltó a la acción para sanar y salvar, no solo a Adán y Eva, sino también a vos y a mí. Mentiras creídas rompieron el círculo de amor y confianza. Pero, gracias a Dios, el Amor no se rindió. El amor contraatacó. Jesús intervino. ¡La raza humana —de la cual todos formamos parte— sería salvada!

La Intercesión del Amor

El amor no podía abandonarnos. Dios no podía darnos la espalda. Prefería morir antes que dejarnos ir. Aunque se creyeran mentiras, aunque el cerebro humano ya no fuera amoroso sino temeroso y egoísta, aunque la muerte acechara a la humanidad, Dios se derramó instantáneamente para salvar y sanar.

Tan pronto como nuestros primeros padres creyeron mentiras sobre Dios, rompieron el círculo de amor y confianza, y se corrompieron con el principio del “yo primero”, el Amor descendió del cielo e inició la intercesión. Dios intervino; se puso entre nosotros y el asalto canceroso del pecado. Interviene para curar a la humanidad, para salvarnos de la muerte eterna.

Dios intercede de tres maneras:

  1. Se opone a los principados y potestades de las tinieblas al mantener controladas a las fuerzas del mal. La Biblia dice que envía a sus ángeles para restringir los cuatro vientos (Ap 7:1) y coloca un cerco de protección alrededor de su pueblo, disuadiendo a las agencias satánicas (2 Reyes 6:17; Job 1:10; Sal 91:11).
  2. Intercede también en nuestros corazones y mentes. Envía su Espíritu para obrar en nuestros cerebros, iluminándonos con la verdad, convenciendo, atrayendo, cortejando, poniendo en nuestros corazones un deseo de bien —un anhelo de amor (Gn 3:15; Jn 16:8). Desde la caída de Adán y Eva, el Amor ha estado luchando contra el mal, obstaculizando su intención mortal mientras al mismo tiempo combate para erradicar la infección del miedo y el egoísmo del corazón humano.
  3. Jesús intercedió en el curso mismo del pecado. Se hizo pecado por nosotros (2 Co 5:21). Asumió nuestra condición terminal para conquistar, vencer y sanar. “Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores” (Is 53:4, NVI 1984). Sí, Jesús se hizo uno de nosotros para revertir todo el daño que el pecado causó a su creación y para restaurarnos, sus hijos, a la unidad con Dios. Jesús vino a aplastar la cabeza de la serpiente (Gn 3:15), a destruir a Satanás y erradicar la infección del pecado de este mundo (Heb 2:14).

Por la intercesión de Dios, ahora hay dos principios antagónicos en guerra en el planeta Tierra: el amor y la supervivencia del más fuerte. El principio de amor de Dios fue resumido por Jesús al dar su vida por nosotros (Jn 15:13). Esto significa: “Te amo tanto que haré lo que sea necesario para tu salud, bienestar y bien, incluso si es necesario dar mi vida para que vivas”. Ese amor divino está en guerra con el principio de supervivencia del más fuerte, que dice: “Me amo tanto que haré lo que sea necesario para protegerme, avanzar y exaltarme, incluso si es necesario matarte para poder vivir”.

Dar mi vida para que vivas, o matarte para que yo viva. Estos son los dos principios en guerra en cada uno de nuestros corazones.


Conocer la Verdad

Dios está obrando, por medio de su Espíritu, para iluminar, sanar y restaurar. Jesús dijo: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8:32).

La verdad entra en la mente a través de los circuitos de la corteza prefrontal. Pero el enemigo no solo intenta confundir nuestro pensamiento con mentiras, también inflama nuestro sistema límbico. “Que nadie, al ser tentado, diga: ‘Es Dios quien me tienta.’ Porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni tienta a nadie. Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte” (Stg 1:13–15).

Nuestros malos deseos surgen de nuestros sistemas límbicos, nuestros propios centros de emoción y deseo.

Dios trabaja constantemente para sanar y restaurar el amor perfecto en nuestros corazones, usando solo sus métodos de verdad, amor y libertad. Satanás, el polo opuesto del amor, trabaja para destruir. El padre de la mentira tuerce, distorsiona y tergiversa todas las intervenciones de amor de Dios porque, como ya vimos, las mentiras creídas rompen el círculo de amor y confianza y nos mantienen temerosos de Dios. Cuando respondemos al amor de Dios y practicamos sus métodos, nuestras regiones cerebrales superiores se fortalecen. Pero cuando elegimos el egoísmo, nuestro sistema límbico se fortalece, la culpa aumenta y la función de la corteza prefrontal se ve afectada. Solo al volver a una relación de confianza con Dios nuestros cerebros pueden sanar y nuestros caracteres ser purificados.

Una aldea remota

Imaginá una aldea remota en África. Ningún occidental moderno ha puesto un pie allí jamás. Los nativos viven de la tierra, usando los mismos métodos y herramientas ancestrales que sus antepasados durante los últimos mil años. No saben nada de ciencia moderna, tecnología ni medicina.

Un día, un grupo de misioneros médicos llega a esta aldea para proveer cualquier cuidado de salud que pueda ser necesario. El día que llegan, se encuentran con un niño retorciéndose de dolor cerca del borde del campamento. Al examinarlo, rápidamente diagnostican apendicitis aguda. Sin una cirugía de emergencia, morirá.

Afortunadamente, los misioneros médicos tienen un quirófano móvil y todo el equipo necesario para realizar esta operación que salva vidas. Recogen al niño, que patea y grita, y comienzan la intervención de emergencia. Mientras el equipo médico trabaja con furia para salvarle la vida al niño, otros tres niños observan atentamente desde un escondite cercano. El personal médico sostiene al niño mientras una enfermera le clava una aguja en el brazo e infunde líquidos. El paciente aterrorizado se retuerce violentamente hasta que le inyectan una medicina y rápidamente queda inconsciente. Los tres niños se asustan al ver a un hombre enmascarado tomar un cuchillo afilado y abrir el abdomen de su amigo. Aterrados, corren a la aldea gritando que han llegado invasores a capturarlos, colocarlos sobre una mesa y destriparlos como a cerdos.

Toda la aldea se agita. Los niños, los ancianos, los débiles y los asustados comienzan rápidamente una evacuación, huyendo de esta terrible amenaza. Los guerreros comienzan a trazar planes para luchar contra estos invasores hostiles. Cuando los misioneros médicos finalmente se acercan a la aldea, son atacados y expulsados. Nadie en esa comunidad será tan tonto como para permitir que estos bárbaros se acerquen.

¿Qué podría hacer el equipo médico para generar confianza? Si hubieran llamado a soldados y tomado la aldea por la fuerza, ¿se restauraría la confianza? Si tan solo los misioneros tuvieran un miembro de esa tribu, alguien que conociera al pueblo y hablara su idioma, que pudiera ir delante de ellos y contarles la verdad a los aldeanos. Si tan solo alguien del equipo de salud pudiera nacer en esa aldea, crecer entre ellos y revelar que eran amigos y no enemigos…

Así es con Dios y la raza humana desde que nuestros primeros padres rompieron el círculo de amor y confianza. Estamos enfermos y muriendo. Dios ha estado trabajando para salvarnos y sanarnos, para restaurarnos a la confianza para que le permitamos curarnos. Pero nuestras mentes oscurecidas, como las de los aldeanos, muchas veces han malinterpretado lo que Dios intenta hacer. Hemos visto a Dios como aterrador u hostil y, como resultado, hemos rechazado a sus mensajeros, atacado a sus profetas y expulsado a sus representantes. “Las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad a los pueblos” (Is 60:2). Por eso, Dios nos envió a su Hijo, la “luz verdadera que alumbra a todo ser humano” (Jn 1:9 NRSV), para revelar el verdadero carácter de Dios y así ganarnos de nuevo para la confianza, reconectarnos al círculo de amor.

Pero tristemente, aunque “la luz brilla en las tinieblas, … las tinieblas no la comprendieron” (Jn 1:5 NVI 1984). Hasta que entendamos la luz —la verdad sobre Dios revelada en Jesús— nuestras mentes no pueden ser sanadas. ¿Por qué? Porque las mentiras creídas inflaman el sistema límbico y dañan la corteza prefrontal, obstruyendo el flujo de amor en nuestro ser. La verdad, en cambio, destruye las mentiras, restaura la confianza y, al construir esa relación de confianza con Dios, su amor salvador comienza a fluir nuevamente a través de nosotros. Es ese amor fluyendo en nosotros el que sana el cerebro y transforma el alma.

El primer paso en el proceso de sanación es conocer la verdad sobre Dios.

La batalla en el cerebro convertido

Es la verdad acerca de Dios la que destruye las mentiras y nos devuelve a la confianza. En la confianza abrimos nuestros corazones y experimentamos el amor de Dios, que vence al miedo y nos capacita para dar en lugar de buscar constantemente recibir. Esto es la conversión: la experiencia de un cambio fundamental en el motivo principal del corazón —de nuestro egoísmo inherente basado en la supervivencia del más fuerte, hacia un amor centrado en los demás.

Aunque podemos experimentar la conversión en un instante (como el ladrón en la cruz junto a Cristo, o Saulo en el camino a Damasco), la transformación sanadora de Dios en nuestras vidas ocurre de forma gradual, constante, progresiva. Toma tiempo para que los circuitos neuronales no saludables se degraden y se formen otros saludables.

Imaginá que estás infectado con ántrax. Sin tratamiento, morirás. La infección ya ha causado un daño significativo para cuando acudís al médico. El médico te proporciona un antibiótico que curará tu condición, pero tenés que confiar en el médico y seguir su plan de tratamiento. El momento en que tomás tu primera dosis de antibiótico, saliste del camino de la muerte y entraste en el de la vida. Esto sería análogo a la conversión. Pero, ¿se resolverán todos tus síntomas ese día? ¿O habrá un proceso de sanación gradual?

De manera similar, todos nacimos muertos en delitos y pecados —una condición terminal de egoísmo (Sal 51:5; Ef 2:1). Pero cuando vemos la verdad acerca de Dios, entramos en la conversión en una relación de confianza con Jesucristo y aceptamos su tratamiento para nuestras vidas; salimos del camino de la muerte y entramos en la vida eterna. Es en esta relación salvadora que el poder sanador de Dios comienza a obrar en nuestras vidas. Sin embargo, hasta que Cristo regrese, la sanación de nuestras mentes, la transformación de nuestro carácter, la reconfiguración de nuestros cerebros es una batalla continua, mientras los antiguos circuitos neuronales se degradan y se forman caminos saludables.

Esto es lo que Pablo describe en Romanos 7. A continuación, lo parafraseo con lo que considero que Pablo está diciendo, incorporando algunas ideas sobre fisiología cerebral:


¿Qué diremos entonces? ¿Es mala y egoísta la ley escrita porque aumenta la cantidad de maldad y egoísmo que vemos? ¡De ninguna manera! Porque no habría sabido qué es la maldad y el egoísmo si no fuera por la eficacia diagnóstica de la ley escrita. No habría sabido que codiciar era malo y egoísta si el mandamiento no dijera: “No codiciarás.” Pero el egoísmo, aprovechándose del hecho de que la ley escrita es solo una herramienta diagnóstica y no una cura, magnificó en mí cada deseo codicioso. Porque sin la capacidad diagnóstica de la ley, el pecado es irreconocible.

Una vez pensé que estaba sano y libre de la infección de la desconfianza, el miedo y el egoísmo, pero entonces el mandamiento me examinó, expuso cuán infectado estaba, y me diagnosticó como terminal. Descubrí que el mismo mandamiento dado solo para diagnosticar mi condición, yo sin querer traté de usarlo como una cura, y entonces mi condición solo empeoró. Porque el egoísmo, aprovechándose del hecho de que el mandamiento solo puede diagnosticar y no curar, me engañó haciéndome pensar que podía ser sanado esforzándome por guardar los mandamientos, pero mi estado terminal solo empeoró. Así que comprendé esto: la ley escrita diagnostica perfectamente, y el mandamiento es el estándar de lo que es correcto y bueno, separado por Dios, para revelar lo que es malo y destructivo.

¿Acaso la ley, que fue buena al diagnosticar lo que estaba mal en mí, se convirtió en la causa de mi estado terminal? ¡Claro que no! Solo expuso lo que ya estaba en mí para que pudiera reconocer cuán podrido, decadente y cercano a la muerte estaba, y que a través del lente del mandamiento llegara a estar completamente disgustado del mal y del egoísmo y ansiara una cura.

Sabemos que la ley escrita es coherente, confiable y razonable; pero yo soy incoherente, poco confiable e irracional, porque la infección de la desconfianza, el miedo y el egoísmo ha deformado mi mente y dañado mi razonamiento. Estoy frustrado con lo que hago. Porque habiendo sido restaurado a la confianza, quiero hacer lo que está en armonía con Dios y sus métodos de amor; pero descubro que, aunque confío en Dios, los viejos hábitos, respuestas condicionadas, ideas preconcebidas y otros restos de la devastación causada por la desconfianza y el egoísmo aún no han sido eliminados por completo. Y si encuentro un viejo hábito que me lleva a comportarme de formas que ahora detesto, afirmo que la ley escrita es una herramienta muy útil para revelar el daño residual que necesita sanación.

Lo que ocurre es esto: en mi corteza prefrontal he llegado a confiar en Dios y deseo hacer su voluntad, pero los viejos hábitos y respuestas condicionadas, que surgen de circuitos neuronales no saludables que activan mi sistema límbico, ocurren casi como reflejos en ciertas situaciones. Estos circuitos no saludables aún no han sido totalmente eliminados y, por lo tanto, me hacen hacer cosas que no quiero hacer. Sé que mi mente solía estar completamente infectada por la desconfianza, el miedo y el egoísmo, que pervirtieron totalmente todos mis deseos y facultades, de modo que incluso cuando la desconfianza ha sido erradicada y la confianza ha sido restaurada, el daño causado por años de comportamiento desconfiado y egoísta aún no ha sido totalmente sanado. Así que a veces, tengo el deseo de hacer lo correcto, pero mi corteza prefrontal no está completamente sanada, por lo tanto, aún no tengo la capacidad de llevar a cabo el deseo.

Porque los viejos hábitos y respuestas condicionadas de circuitos neuronales enfermos que activan mi sistema límbico no son el bien que quiero hacer; no, son remanentes de mi mente egoísta no convertida. Así que si me encuentro haciendo lo que ya no deseo hacer, no soy yo, sino vestigios de antiguos hábitos y respuestas condicionadas que aún no han sido eliminados y que, por la gracia de Dios, pronto lo serán.

Entonces, encuentro esta realidad en acción: cuando quiero hacer el bien, los viejos hábitos egoístas y los sentimientos residuales de miedo están ahí conmigo. Porque en mi corteza prefrontal me regocijo en los métodos y principios de Dios; pero reconozco que aún estoy dañado por años de haber estado infectado con desconfianza y haber practicado los métodos de Satanás, de modo que aunque la infección de desconfianza ha sido eliminada, los viejos hábitos de miedo y autopromoción me tientan desde dentro. ¡Qué hombre dañado y corrupto soy! ¿Quién me librará y sanará de un cerebro y cuerpo tan enfermos y deformes? ¡Alabado sea Dios! —porque él ha provisto la solución sanadora a través de Jesucristo nuestro Señor. Así que, descubro que en mi corteza prefrontal ahora estoy renovado con confianza en Dios y amor por sus métodos, pero todo mi cerebro y cuerpo siguen dañados por años de comportamiento egoísta y autocomplaciente.


Por fin, pude verlo con claridad: las mentiras creídas rompen el círculo de amor y confianza. Sin amor ni confianza, el miedo y el egoísmo consumen la mente. Nuestros cerebros están dañados y llenos de toda clase de ideas distorsionadas y retorcidas sobre Dios, buscando frenéticamente alivio, pero hundiéndose cada vez más en la confusión. Solo cuando las buenas noticias sobre Dios eliminan esas imágenes distorsionadas de Él, nuestras mentes pueden empezar a sanar.