15. Cuando el Bien Prevalece

Ama muchas cosas, porque en ello reside la verdadera fuerza,
y quien ama mucho hace mucho,
y puede lograr mucho, y lo que
se hace con amor se hace bien.

Vincent van Gogh

Hemos explorado diversas visiones de Dios y descubierto que las perspectivas que incrementan el amor son sanadoras, mientras que aquellas que incitan al miedo son destructivas. En este capítulo, exploraremos esta aplicación en escenarios reales de amor centrado en los demás, para ver cómo el amor vence nuestros instintos naturales de temor.

Amor y miedos en el día de la boda

Barbara vino a verme por su cuenta. Tenía un historial de por vida de miedo, ansiedad y preocupación. Aunque se preocupaba por las cuentas, sus hijos y la salud de su familia, su temor principal giraba en torno a lo que los demás pensaban de ella. No le agradaba quién era, temía el rechazo y, por lo tanto, estaba aterrada ante actividades en las que sería el centro de atención. Le daba miedo hablar en público y rechazaba casi todas las invitaciones a fiestas o reuniones sociales. Si llegaba a estar en un evento grupal, se apartaba hacia una esquina e intentaba fundirse con el papel tapiz.

Pero una catástrofe se avecinaba a solo unas semanas de distancia. La hija de Barbara se iba a casar. Durante los últimos tres meses, a medida que se acercaba la fecha, la ansiedad de Barbara había ido en aumento. Con cada día que pasaba, la presión y tensión crecían hasta que estuvo al borde del colapso. Desesperada, vino a verme. ¿Por qué temía tanto al evento? No era por alguna preocupación sobre la pareja de su hija. Barbara estaba aterrada porque en las bodas, las madres son las últimas en entrar: tendría que caminar por el pasillo con todos mirándola. Su ansiedad se había vuelto tan insoportable que incluso pensaba en no asistir a la boda de su propia hija.

En cuanto descubrí la fuente de su ansiedad, supe lo que necesitaba. Necesitaba la ley del amor. Necesitaba dejar de centrarse en sí misma y enfocarse en otra persona. Así que le dije: “¿De quién será ese día tan especial?”

“De mi hija.”

“¿Y en quién estás enfocada?”

Bajó la cabeza y dijo: “En mí misma.”

La desafié: “¿Por qué no intentas dejar de pensar en ti? Pensá en tu hija, en su felicidad, en lo mucho que significará para ella que su mamá esté sentada justo ahí al frente. Pensá en la alegría que tu hija sentirá ese día. Pensá en cómo podés dar de vos misma para bendecirla.” Sabía que el amor vence al miedo, que su corteza cingulada anterior (parte de la corteza prefrontal donde experimentamos amor, empatía y altruismo) necesitaba activarse con amor por su hija. Si lograba eso, su sistema límbico se calmaría y su experiencia cambiaría.

Volvió a verme después de la boda. “No lo puedo creer”, dijo sonriendo. “No estuve nerviosa ni ansiosa en absoluto. Solo pensaba en mi hija, en lo hermosa que se veía con su vestido de novia, en lo feliz que estaba. Pensé en lo contenta que estaría de verme allí, y simplemente caminé por el pasillo sin ningún miedo.”

“El amor perfecto echa fuera el temor” (1 Jn 4:18). ¡El amor sana! El amor erradica el miedo. El único poder en el universo que puede sanar nuestros corazones y liberarnos del miedo es el poder del amor.

Imaginá que salís a la calle y, al hacerlo, ves que un camión de dieciocho ruedas se dirige hacia vos. ¿Qué emoción experimentás? ¡Miedo! Ahora imaginá que tu hijo de tres años sale caminando a esa misma calle. El camión se dirige hacia él. Hay justo el tiempo suficiente para correr y empujarlo fuera del camino, pero si lo hacés, vos vas a ser atropellado. ¿Qué hacés? ¡Lo empujás fuera del camino! Y cuando ves a tu hijo rodar hacia un lugar seguro en el pasto, ¿qué emoción experimentás? ¡Alegría! En ambas situaciones, te atropella un camión; en la primera, solo hay miedo, pero en la segunda, el amor ha vencido al miedo.

El amor es el único poder que puede sanarnos y liberarnos del miedo. No puede ser ordenado. No puede ser forzado. No puede ser exigido. Solo puede ser dado libremente. Nuestros corazones llenos de temor no pueden producir este amor; solo podemos recibirlo de Dios y dejar que fluya a través de nosotros hacia otros.

Amor versus lujuria

Charlie vino a verme abatido, desanimado y sin esperanza. Yo era su última parada antes de llevar a cabo su plan de quitarse la vida. Dijo que venía a verme por insistencia de su esposa, no porque creyera que realmente pudiera ayudarlo, sino porque, a estas alturas, pensaba que no podía hacerle daño.

Me contó que nunca se había sentido bien consigo mismo. A menudo era objeto de burlas, chistes y acoso. Odiaba la escuela, donde no formaba parte de ningún grupo y tenía muy pocos amigos. Almorzaba solo y nunca tuvo una cita. Se sentía solo, herido y asustado. Temía el rechazo, temía ser ridiculizado, temía lo que los demás pensaran de él. Fue en la secundaria cuando se involucró por primera vez con la pornografía. Cuando se sentía rechazado, solo o inútil, recurría al porno. En lugar de enfrentar sus poderosas emociones, en lugar de procesar el dolor, se replegaba sobre sí mismo, aislándose de la realidad. Creó un mundo de fantasía girando en torno a imágenes pornográficas.

Tras graduarse, su vida social mejoró. La universidad era mucho menos estresante, sus compañeros no parecían juzgarlo ni burlarse, y pronto hizo algunos amigos. Pero el porno seguía siendo su vía de escape. Cuando algo lo estresaba, cuando las emociones se intensificaban, cuando comenzaba a preocuparse por el rechazo o por lo que pensaban los demás, se sumergía en su hábito. Y al hacerlo, su situación solo empeoraba. Perdía el respeto por sí mismo. Su conciencia lo acusaba. Se sentía avergonzado, lleno de culpa e inseguro. Pero no sabía qué hacer. Quería cambiar, pero se sentía abrumado por los poderosos sentimientos que lo paralizaban.

Así que Charlie seguía haciendo lo que sabía hacer: huir. Huía de sí mismo y de sus miedos, inseguridades, culpa, insuficiencia y vergüenza, y buscaba consuelo en los brazos de mujeres—esta vez reales. Charlie conocía a muchas mujeres, pero sin importar cuántas relaciones tuviera, seguía sintiéndose vacío, solo e inútil. Incluso después de casarse, su condición empeoró. Siempre que él y su esposa discutían o atravesaban momentos de estrés, Charlie huía de sí mismo, de sus emociones y de sus responsabilidades, volviendo a sus fantasías pornográficas.

Charlie vivía con miedo: miedo al rechazo, miedo al fracaso, miedo a no lograr cambiar nunca. Había perdido la esperanza. Había renunciado a sí mismo. Estaba a un paso de huir permanentemente cuando vino a verme. Charlie necesitaba amor—no la barata imitación en la que se había sumergido, sino el amor que se entrega por otro.

Durante el tratamiento, le hice saber a Charlie que me importaba y poco a poco construimos una alianza terapéutica—una relación en la que Charlie se sintiera seguro. Fue una batalla para él. Tomó muchas medidas para evitar la tentación, como no tener computadora ni acceso a Internet, y evitar casi toda la televisión, donde las imágenes sexuales fácilmente disponibles provocaban ansias de porno. Aunque estas intervenciones eran necesarias y útiles, por sí solas no sanarían su corazón.

Charlie no solo necesitaba ser amado, sino amar a otros, preocuparse por los demás más que por sí mismo. Su corteza prefrontal necesitaba activarse con empatía y compasión para otros, para así superar los impulsos de su sistema límbico por la gratificación personal. Así que durante una sesión le pedí que imaginara visitar un sitio pornográfico y hacer clic entre las imágenes—una chica desnuda tras otra—hasta que la siguiente imagen que apareciera fuera la de su hija de diecinueve años.

Su reacción fue inmediata y poderosa. Con una expresión de disgusto dijo: “¡Eso sería horrible!”

“¿No lo disfrutarías?”

“¡Por supuesto que no! Apenas puedo soportar pensarlo.” Su voz comenzaba a sonar irritada.

Mirándolo fijamente, le dije: “Cada una de esas chicas es la hija de alguien.”

Se quedó atónito. No dijo nada durante un buen rato. Finalmente, admitió que las personas en esas imágenes nunca habían sido personas para él, sino objetos. Pensar que esas chicas podían ser su hija—o el orgullo y alegría de alguien más—eliminó todo placer de ese hábito vil. Charlie estaba empezando a amar. A medida que comenzaba a pensar realmente en las mujeres de esos sitios—en su dignidad, salud, bienestar—y se permitía preocuparse por ellas, como un padre, ya no encontraba placer en la pornografía. Su adicción se rompió. El amor lo había liberado. El amor estaba ahora presente en su vida, aplastando la serpiente bajo sus pies.

Dispárame a mí primero

El 2 de octubre de 2006 comenzó como tantos otros días en el condado de Lancaster, Pennsylvania: levantarse temprano, completar las tareas matutinas, un desayuno abundante y luego a la escuela. Marian Fisher, de trece años, y su hermana Barbie, de once, no tenían idea de lo que iba a suceder ese día. Así que se dirigieron a su escuela de una sola aula en la aldea de Nickel Mines, Pennsylvania.

A las 10:25 a. m., Charles Carl Roberts IV, un conductor de camión lechero de treinta y dos años, entró a la escuela con una pistola de 9 milímetros. Luego ordenó a los niños que encontró que ingresaran a la escuela tablones de madera, una escopeta, una pistola paralizante, cables, cadenas, clavos, herramientas y otros objetos. A continuación, hizo salir a quince niños, una mujer embarazada y dos mujeres con bebés, y luego clavó tablas de madera de dos por cuatro y dos por seis en la entrada.

Usó tiras de plástico y trozos de alambre para atar los tobillos y muñecas de las diez niñas de primaria que quedaban. No está claro cuáles eran sus verdaderas intenciones, pero cuando llegó la policía, se volvió furioso, desesperado y cada vez más agitado. A las 11:07 a. m., cuando se hizo evidente que tenía la intención de matar a las niñas, el amor intervino.

Marian Fisher, de trece años, se levantó y pidió ser la primera en recibir el disparo. Ofreciendo su vida con la esperanza de que su hermana y amigas fueran liberadas, los sobrevivientes la oyeron decir: “Dispárame a mí y deja libres a las otras.” El atacante disparó y mató a Marian. Apenas su cuerpo sin vida cayó al suelo, su hermana Barbie, de once años, se levantó y dijo: “Dispárame a mí después”, esperando también salvar a las demás niñas. El atacante le disparó a Barbie. Fue herida en la mano, pierna y hombro, pero sobrevivió.

Charles Roberts mató a cinco de las niñas y dejó a las otras cinco gravemente heridas antes de volverse el arma a sí mismo y quitarse la vida. Pero lo que será recordado por generaciones es el increíble desinterés de Marian y Barbie. Una vez más vemos el amor abnegado en acción (Jn 15:13).

El amor no tiene miedo. El amor no busca protegerse. El amor es escandaloso. Lo da todo por los demás.

Cada día se libra la batalla: amar a los demás o buscar el yo. Solo hay dos opciones en la vida, dos caminos, dos destinos, dos principios, dos decisiones y, en última instancia, dos tipos de personas. La Biblia los llama “trigo y cizaña”, “ovejas y cabras”, “vid fructífera y vid seca”, “mujer pura y ramera”, “justos y malvados”, “salvos y perdidos”. Pero en el fondo, el amor se reduce a enfocarse más en los demás que en uno mismo, a dar en lugar de tomar. En cada acto de la vida, estos dos principios—amar a los demás o buscar el yo—luchan por el control de nuestros corazones.


Cuando Cristo está en el corazón

4 de octubre de 2006, condado de Lancaster, Pennsylvania—dos días después del tiroteo mortal de las diez niñas amish, la comunidad amish demostró el amor en acción, el perdón sin reservas, cuando se reunieron para recaudar fondos para la familia del asesino.

El medio World Net Daily informó:

En lo que se ha llamado un sorprendente ejemplo de “la imitación de Cristo”, la comunidad amish, devastada por el asesinato a sangre fría de cinco de sus escolares, está recaudando dinero para la familia del asesino. Residentes amish de las zonas rurales del condado de Lancaster, Pennsylvania, han iniciado un fondo benéfico no solo para las familias de las víctimas, sino también para la viuda y los hijos del asesino en masa…

Dwight Lefever, portavoz de la familia Roberts, dijo que un vecino amish consoló a la familia del asesino y les extendió el perdón después del tiroteo. Y el columnista Rod Dreher, al reaccionar ante la demostración de apoyo de los amish hacia la familia del asesino, escribió: “Ayer, en NBC News, vi a una partera amish que había ayudado a dar a luz a varias de las niñas asesinadas por el atacante decir que estaban planeando llevar comida a la casa de la familia del asesino. Dijo—y cito de memoria con fidelidad—‘Esto es posible si tenés a Cristo en el corazón’.”²


El amor lo arriesga todo

18 de agosto de 2001, Orlando, Florida—Edna Wilks, de quince años, su amiga Amanda Valance y varios amigos más acababan de terminar su primera semana como estudiantes de primer año en la escuela secundaria. Para celebrarlo, se reunieron en el lago Conway para nadar de noche. Era una noche cálida. El cielo estaba despejado y todos estaban animados.

Poco después de entrar al agua, Edna sintió que algo le rozaba el brazo izquierdo. Al principio pensó que era uno de sus amigos, pero luego vio que un caimán emergía junto a ella. Antes de que pudiera gritar, el animal la agarró y la arrastró bajo el agua. Más tarde dijo: “Empezó a dar vueltas conmigo y escuché algo romperse en mi cuerpo. Pensé: ‘Voy a morir así’.”

Pero entonces, por un instante, el caimán soltó su agarre y Edna salió a la superficie gritando por ayuda. Pero los demás ya estaban nadando hacia la orilla lo más rápido que podían. Edna empezó a gritar: “¡Regresen! ¡No me dejen! ¡Por favor, no me dejen!” Pero todos se fueron; todos, excepto su mejor amiga Amanda.

Amanda dijo: “Pensé: ‘No puedo dejar morir a mi mejor amiga allá afuera’.” Así que Amanda tomó su tabla y nadó lo más rápido que pudo hasta donde Edna flotaba en el agua. Cuando la alcanzó, Edna sangraba mucho. Justo entonces, el caimán volvió a salir a la superficie a unos pocos metros y empezó a nadar hacia ellas. Amanda no lo dudó. Se deslizó rápidamente fuera de su tabla, empujó a Edna sobre ella y comenzó a nadar tan rápido como pudo hacia la orilla, a cincuenta metros de distancia. El caimán nadó en su dirección y de repente se sumergió, desapareciendo de la vista. Amanda estaba aterrada, pero siguió nadando, diciéndole a Edna: “Aguanta, vas a lograrlo.”

Edna y Amanda llegaron sanas y salvas a la orilla, y Edna fue llevada a un hospital local donde se recuperó.³

El amor impulsa, el amor alcanza, y el amor lo arriesga todo porque el amor está dispuesto a darlo todo. El amor vence al miedo.


Hay un solo remedio, una sola cura, una sola solución para el pecado y la destrucción que causa. Es el amor: esa llama eterna, esa pasión primordial, ese anhelo implacable que emana del corazón de Dios. “El amor perfecto echa fuera todo temor” (1 Jn 4:18). El plan de salvación de Dios es traer sanidad eterna restaurando su amor perfecto en nuestros corazones y mentes, erradicando de nosotros el principio de supervivencia del más apto (Heb 8:10; Ap 12:11). “La ley del Señor es perfecta, que convierte el alma” (Sal 19:7, NVI 1984). La ley del amor sana, restaura y vivifica. Nuestro Padre de amor nos está llamando de vuelta a sus brazos de amor, de vuelta a su universo de amor, de regreso a su diseño original: una vida de amor.

Pero el amor no fluye donde se retienen mentiras sobre Dios.