Conozco a los hombres y les digo que Jesucristo no es un simple hombre.
Entre Él y cualquier otra persona en el mundo no hay posible término de comparación.
Alejandro, César, Carlomagno y yo hemos fundado imperios.
¿Pero sobre qué descansamos la creación de nuestro genio? Sobre la fuerza.
Jesucristo fundó su imperio sobre el amor;
y a esta hora millones de hombres morirían por Él.
Napoleón Bonaparte
Anissa Ayala tenía miedo. No le gustaba ir al médico y odiaba aún más las agujas, así que ocultó los calambres estomacales, los dolores persistentes, las molestias adormecedoras y los bultos misteriosos a sus padres. Sufrió durante semanas hasta que, el domingo de Pascua de 1988, el dolor se volvió insoportable y se dio cuenta de que necesitaba ayuda.
Se realizaron pruebas de laboratorio y se le dio el sombrío diagnóstico de leucemia mielógena crónica. Sin un trasplante de médula ósea, estaría muerta en tres a cinco años.¹
Inmediatamente se examinó a su familia. Su madre, Mary, de 43 años; su padre, Abe, de 45; y su hermano Airon, de 19, no eran compatibles. Se revisó el Registro Nacional de Donantes de Médula Ósea, pero, lamentablemente, no había coincidencias.²
Abe y Mary estaban desesperados. ¿Qué podían hacer? ¡Su preciosa hija se estaba muriendo! Mary y Abe decidieron intentar tener otro hijo, esperando aprovechar la posibilidad de uno entre cuatro de que los hermanos sean compatibles. Esto no sería fácil. No solo la edad estaba en contra de ellos, sino que Abe tendría que revertirse la vasectomía que se había realizado dieciséis años antes.
Pronto se corrió la voz de lo que los Ayala estaban planeando. Los críticos comenzaron a alzarse, cuestionando la ética y la moralidad de traer un hijo al mundo para ser un donante de tejido. Pero a Mary y Abe no les importaba lo que dijeran los críticos. Tenían una hija que salvar.
Abe se revirtió la vasectomía y, en menos de seis meses, Mary quedó embarazada. A medida que avanzaba el embarazo, se tomaron muestras de tejido y se regocijaron al descubrir que su hijo por nacer era compatible. Catorce meses después del nacimiento de la hermanita de Anissa, Marissa Eve, se realizó el trasplante de médula ósea, salvando la vida de Anissa.
Nos regocijamos al leer sobre el triunfo del amor en la familia Ayala. Pero su historia también ofrece poderosas ideas sobre nuestra condición terminal y el plan de salvación de Dios. ¿Por qué trajeron Mary y Abe a Marissa al mundo? ¿Por qué tuvo que derramar su sangre este bebé inocente? Porque era necesario para curar y salvar a su otra hija. Y, frente a las críticas, Abe dijo: “Pensamos que íbamos a perder una hija y ahora tenemos dos.”³
Está en la Sangre
La leucemia es cáncer en la sangre. Y el cáncer es causado por células que han perdido el autocontrol, células que se replican sin control, células que ya no operan en armonía con su diseño. El cáncer siempre lleva a la muerte a menos que se realice alguna intervención, alguna intercesión, para poner el cáncer en remisión. A menos que algo se haga para devolver las células cancerosas a su estado sano y precanceroso, la muerte es segura. Sin el derramamiento de la sangre de Marissa, no podría haber remisión de la leucemia de Anissa.
Sin el derramamiento de la sangre de Cristo, no hay remisión del pecado (Heb. 9:22). Sin la victoria de Jesús en la cruz, no podríamos ser transformados nuevamente a nuestro estado original, anterior al egoísmo, amoroso, semejante a Dios —tal como emergió la humanidad de la mano y el aliento de Dios en el Edén.
Nadie sabe por qué Anissa contrajo leucemia, pero ¿y si, a los cinco años, ella desobedeció la orden de su padre de no jugar con los pesticidas del garaje, y la leucemia resultó ser consecuencia directa de esa desobediencia y exposición a la toxina? Si ese fuera el caso, ¿exigiría la justicia que su padre la dejara morir? ¿O, peor aún, exigiría la justicia que su padre la matara como castigo por su desobediencia? ¿Exactamente qué exigiría la justicia que su padre hiciera si esa justicia se basara en la ley del amor?
¿Y si su padre hubiera dicho: “El día que bebas el pesticida, ciertamente morirás”? Si él hubiese dicho esas palabras, ¿necesitaría su padre dejarla morir para ser justo? Si su padre la advirtió: “El día que bebas los pesticidas, ciertamente morirás”, ¿estaría diciendo eso como una amenaza o como una advertencia para proteger?
Y una vez que ella tenía esta condición terminal, ¿qué debía ocurrir para que fuera justo, para no violar las leyes de la salud? El cáncer debía ser llevado a remisión. Las células deformes y enfermas debían remitir. ¿Y cuál es la única forma de lograrlo? ¡Con un remedio y una cura!
¿Por qué Dios le dijo a Adán: “El día que comas de este fruto, morirás”? ¿Porque Dios se vería obligado a matarlo? ¿O porque la humanidad se desviaría de la ley del amor, la ley de la vida, y sin intervención, la única consecuencia sería la ruina y la muerte? Una vez que nuestros primeros padres se infectaron con esta condición terminal, ¿qué se necesitaba? Un remedio y una cura. Esa cura nació como un bebé en Belén.
El Amor se Arriesga a Ser Malinterpretado para Salvar
Al presentar estas ideas de un lugar a otro, me he encontrado con personas a quienes no les gusta esta perspectiva. Luchan con esta verdad debido a pasajes en la Biblia en los que Dios parece estar diciendo: “Estoy enojado. Estoy furioso. ¡Y en mi ira, los voy a matar!”
¡La ciudad de los asesinos está condenada! Yo mismo apilaré la leña. ¡Traigan más leña! ¡Aviven las llamas! ¡Cocinen la carne! ¡Hiérvan el caldo! ¡Quemen los huesos! Ahora pongan la olla de bronce vacía sobre las brasas y déjenla al rojo vivo… No volverán a ser puros hasta que hayan sentido toda la fuerza de mi ira. Yo, el Señor, he hablado. Ha llegado el momento de actuar. No ignoraré sus pecados ni mostraré piedad ni misericordia. Serán castigados por lo que han hecho.
(Ezequiel 24:9-11, 13-14, DHH, énfasis añadido)
A primera vista, este texto suena aterrador. Recuerdo cómo solía luchar con pasajes como este, siempre temeroso de que Dios estaba esperando para atraparme—y atraparme bien—si me equivocaba. Pero me di cuenta de que mis malentendidos sobre Dios ocurrían solo porque nunca hacía las preguntas correctas al leer estos textos difíciles. La pregunta no es si Dios habló estas palabras a través de su profeta, porque tengo la certeza de que sí lo hizo. La pregunta importante es: ¿Qué ocurrió realmente después de que dijo esas palabras?
¿Usó Dios su poder para destruir a aquellos sobre los que habló con palabras tan aterradoras? ¿O fue que su rebelión los separó de su protección, resultando en su destrucción?
Los hijos de Israel se negaron a seguir a Dios, sus métodos y principios. Pero Dios no los hirió. En cambio, los dejó libres. Les dio lo que eligieron—una vida separada de Él. Dejó de interceder en su favor. Retiró su mano protectora a insistencia de ellos, y no pasó mucho tiempo hasta que llegaron los babilonios quienes, al estilo babilónico, destruyeron su ciudad. Fueron los babilonios, no Dios, quienes dieron el golpe destructivo.
Este soltar de Dios, este dejar libre para cosechar las consecuencias de nuestras decisiones rebeldes persistentes, es lo que la Biblia llama “la ira de Dios”. Pablo nos dice que la “ira” de Dios ocurre debido al rechazo persistente de Dios, al rechazo del conocimiento de Él y la preferencia de nuestro propio camino sobre el de Dios. Luego Pablo declara tres veces que, en el primer siglo después de Cristo, los rebeldes experimentaron la ira de Dios cuando Dios “los entregó” a las consecuencias de sus propias decisiones (Romanos 1:18-32).
No soy el primero en llegar a esta conclusión:
La condición humana, que Pablo describe en Romanos 1:18-32, no es algo causado por Dios. La frase “revelada desde el cielo” (donde “cielo” es una palabra típica judía para referirse a “Dios”) no representa algún tipo de intervención divina, sino más bien la inevitabilidad de la degradación humana que resulta cuando la voluntad de Dios, integrada en el orden creado, es violada.
Dado que el orden creado tiene su origen en Dios, Pablo puede decir que la ira de Dios se revela ahora (constantemente) “desde el cielo”. Se revela en el hecho de que el rechazo de la verdad de Dios (Rom 1:18-20), es decir, la verdad sobre la naturaleza y voluntad de Dios, conduce a pensamientos fútiles (Rom 1:21-22), idolatría (Rom 1:23), perversión de la sexualidad intencionada por Dios (Rom 1:24-27) y quiebra moral-relacional (Rom 1:28-32). [Énfasis en las Escrituras original.]
La expresión “Dios los entregó” (que aparece tres veces en este pasaje: Rom 1:24, 26, 28), respalda la idea de que la perversión pecaminosa de la existencia humana, aunque resulta de decisiones humanas, debe entenderse en última instancia como el castigo de Dios que nosotros, en libertad, nos traemos a nosotros mismos.
A la luz de estas reflexiones, la noción común de que Dios castiga o bendice en proporción directa a nuestras malas o buenas acciones no puede sostenerse… Dios nos ama con amor eterno. Pero el rechazo de ese amor nos separa de su poder vivificante. El resultado es desintegración y muerte.⁴
Jesús, quien se hizo pecado por nosotros, experimentó la “ira” de Dios en la cruz y clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”—no “¿Por qué me estás matando?” (Mateo 27:46). A lo largo de la Biblia, la historia es la misma.
El Amor No Puede Ser Forzado
Los sabios comprenden que el amor no puede ser forzado, solo puede ser dado libremente. Los que tienen discernimiento se dan cuenta de que el acto más airado y lleno de ira que el Amor puede realizar es dejar ir al objeto de su amor. Una vez más, Dios deja claro que su ira o enojo consiste en dejar ir:
“Cuando eso ocurra, me enojaré con ellos; los abandonaré, y serán destruidos. Muchas terribles desgracias les sobrevendrán, y entonces se darán cuenta de que todo esto les está sucediendo porque yo, su Dios, ya no estoy con ellos.”
(Deut. 31:17, DHH, énfasis añadido)
Pero ¿por qué Dios hablaría con un lenguaje tan amenazante a través de Ezequiel si fueron los babilonios y no Él quienes realmente quemaron la ciudad?
Cuando nuestros hijos están en peligro, cuando no quieren escuchar, ¿no alzamos la voz como padres amorosos para advertirles y protegerlos?
“El pueblo de Israel es tan terco como una mula. ¿Cómo voy a alimentarlos como a corderos en un prado?”
(Oseas 4:16, DHH)
A Dios le duele hablar con palabras tan duras, pero el Dios del amor arriesga todo con tal de salvar a sus hijos.
Imagina que tienes un hijo de diez años, y es un niño terco, rebelde y difícil. No escucha tus instrucciones. Cuando le dices que recoja su ropa, discute. Cuando le pides que apague la televisión, te ignora. No cumple con sus tareas sin amenazas constantes de tu parte.
Un día, tu familia visita un parque nacional con acantilados escarpados. Tu hijo está jugando al frisbee y corre directamente hacia el precipicio. Está demasiado lejos para alcanzarlo, así que le gritas que se detenga. Pero tu hijo es rebelde: no escucha y sigue corriendo hacia el borde. ¿Qué harías? Al acercarse al precipicio, ¿lo amenazarías? “¡Si no te detienes ahora mismo, te voy a dar una paliza que no olvidarás!” Si tu hijo no se detiene y cae por el acantilado, ¿bajarías, sacarías tu cinturón y le pegarías? ¿Sacarías un rifle y le dispararías mientras cae hacia las rocas para castigarlo por su desobediencia? ¿Necesitas infligirle algún sufrimiento a tu hijo para ser “justo”? Por supuesto que no. Pero las violaciones de la ley —incluyendo la ley de la gravedad— resultan en muerte. Si tu hijo no se detiene, no habría nada que pudieras hacer más que llorar.
Así es exactamente con Dios y nosotros. Escucha sus palabras suplicantes:
“¿Cómo voy a dejarte, Israel? ¿Cómo voy a abandonarte?… ¡Mi corazón no me lo permite! Mi amor por ti es demasiado fuerte.”
(Oseas 11:8, DHH)
“¡Jerusalén, Jerusalén, tú que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados, cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas, y no quisiste!”
(Mateo 23:37)
Al igual que tú, al ver a tu hijo voluntarioso, testarudo e irresponsable caer hacia su muerte, Dios clama: “Hijo mío, hijo mío, cuánto deseé protegerte, mantenerte a salvo, pero fuiste terco como una mula y no quisiste escuchar.”
Todos estamos enfermos y muriendo, y todos necesitamos sanación real y una transformación real en nuestras vidas. Ese bebé en Belén es nuestro remedio. Él vino a hacer lo que ningún ser humano podía hacer por sí mismo: sanar nuestra condición, todo dentro de los límites de la ley eterna del amor de Dios.
Advertencias sobre la Expiación
El estudio de lo que Cristo logró en la cruz ocupará nuestra mente por toda la eternidad. A lo largo de un futuro eterno, nuestros corazones se regocijarán a medida que se comprendan nuevos descubrimientos acerca de lo que Cristo realizó. Por tanto, aunque mi intención es describir logros específicos alcanzados por Cristo, no pretendo presentar la última palabra sobre la expiación, sino una palabra progresiva que espero que otros comprendan y continúen desarrollando.
Deliberadamente enfoco nuestra visión de los logros de Cristo dentro de su humanidad, específicamente en su cerebro humano. Pretendo ser preciso y claro, describiendo una adquisición explícita alcanzada por Cristo mediante el ejercicio de su cerebro humano. La clave para comprender la misión de Cristo en la tierra, su victoria en la cruz, depende de entender correctamente la ley de amor de Dios como el patrón de diseño sobre el cual se construyó la vida. Una revisión del capítulo 1 podría ser útil en este punto.
Independientemente de si valorás esta perspectiva o preferís otra comprensión (ya que históricamente el cristianismo ha sostenido una variedad de modelos de expiación),⁵ cuando se trata de nuestra salvación, no es necesario comprender la expiación para beneficiarse de ella. Lo único necesario es rendirse con confianza a Dios.
Imaginá que un paciente está muriendo por una condición terminal. Si existe una cura para su condición, el único requisito que el paciente debe cumplir para ser sanado es “confiar” en el médico siguiendo el protocolo de tratamiento. El paciente no necesita entender cómo funciona el tratamiento. No necesita comprender cómo se desarrolló. Todo lo que debe hacer es confiar en el médico, tomar la receta y, si el médico tiene un remedio que cura, el paciente será sanado. De igual manera, los pecadores no necesitan entender cómo Cristo logra nuestra salvación para ser salvos, pero sí deben confiar en Dios y aceptar su tratamiento para beneficiarse de todo lo que Cristo ha hecho.
Sin embargo, desde la perspectiva del médico, las cosas son muy diferentes. Él o ella debe diagnosticar correctamente el problema, obtener un remedio (lo que generalmente requiere entender cómo se desarrolla y cómo debe aplicarse) y proporcionar evidencia de su confiabilidad para que el paciente acepte el tratamiento.
Cuando los requisitos de la expiación se definen como la necesidad de restablecer la confianza, parece cierto desde el punto de vista del pecador. Todo lo que necesitamos, para ser salvos o sanados, es que se restablezca la confianza en Aquel que nos dio la vida. No tenemos que entender cómo Dios, por medio de Cristo, logró nuestra salvación; no tenemos que comprender cómo el Espíritu Santo administra lo que Cristo logró en nuestras vidas; pero sí debemos confiar en Dios y seguir sus indicaciones.
Pero, al convertirnos en amigos comprensivos de Dios, empezamos a contemplar lo que Dios tuvo que lograr para reparar el daño que causó el pecado. Como médico, tomo en serio la invitación de Jesús de comprender lo que Él ha hecho y está haciendo (Juan 15:15). Busco, en la medida en que una mente finita puede, entender la salvación desde su perspectiva. Esto nos lleva más allá de simplemente confiar en nuestro Gran Médico, hacia una comprensión genuina.
Por Qué Jesús Tuvo que Morir
Las mentiras creídas por Adán y Eva rompieron el círculo del amor y la confianza, y como resultado, la humanidad fue cambiada de seres que vivían en armonía con la ley del amor a seres que operaban con miedo y egoísmo. Jesús murió para revertir todo esto. La Biblia dice que entregó su vida para “destruir” a Satanás, la muerte y las obras del diablo (2 Tim. 1:9-10; Heb. 2:14; 1 Juan 3:8).
Para lograr esto, Jesús tenía que alcanzar dos objetivos. Primero, tenía que revelar la verdad acerca de Dios para destruir las mentiras de Satanás y ganarnos de nuevo para la confianza. Y segundo, tenía que restaurar la ley del amor dentro de la especie humana. Su objetivo era reconectar a la humanidad con el círculo de la vida. Logró esto al convertirse en el vehículo, el conducto, el enlace, el canal a través del cual el amor de Dios pudiera fluir nuevamente hacia la humanidad.
Imaginá que tenés endocarditis bacteriana —una infección dentro del corazón. Sin un remedio, esta es una condición terminal. Un hombre se te acerca diciendo que tiene una sustancia que te curará y quiere inyectártela. Sos estadounidense y su nombre es Osama bin Laden. ¿Permitirías que te inyecte? ¿Por qué no? Porque no confiás en él. No importa si tiene o no el remedio; si no hay confianza, no aceptaremos el tratamiento y por tanto no nos curaremos. Cristo tuvo que revelar la verdad para destruir las mentiras de Satanás y ganarnos nuevamente para la confianza —ese fue el primer paso de su misión. Pero tenía que hacer más.
¿Qué pasa si tenés un padre amoroso que resulta ser médico, y confiás completamente en él, pero él no tiene ningún remedio para la endocarditis? ¿Te sanará tu confianza en tu padre? No. La confianza solo funciona cuando realmente existe un remedio. No somos salvos por la fe o la confianza. Somos salvos por la gracia, que es la obra de Dios al restaurar el amor en nosotros cuando confiamos en Él. Se requieren ambas cosas —la restauración de la confianza y un remedio real— para producir sanidad.
Satanás intentó obstruir a Dios en ambos frentes. Trabajó para impedir que Cristo viniera como humano y obtuviera un remedio real. Pero, como exploramos en el capítulo 4, Dios actuó para frustrar a Satanás y mantener abierto el canal para que el Mesías pudiera venir. Las fuerzas del mal intentaron matar al bebé Jesús antes de que pudiera completar su misión, antes de que viviera el amor perfecto en forma humana. Dios, una vez más, intervino para detener al enemigo del bien. Dios sabía que el simple derramamiento de la sangre inocente de su Hijo no era lo necesario para salvar a la humanidad, así que protegió al niño Jesús del ataque de Satanás hasta que Jesús completó su misión años después.
Satanás fracasó al intentar cerrar el canal. Fracasó al intentar matar al niño Jesús, y fracasó en sus tentaciones contra Cristo. Jesucristo derrotó a Satanás y ha obtenido un remedio real para sanar a la humanidad. No importa cómo uno describa la expiación, no importa cómo la comprendamos, Jesús ha logrado lo necesario para nuestra salvación. Por lo tanto, la única estrategia restante de Satanás es contar mentiras sobre Dios, mentiras que, cuando se creen, nos impiden confiar en Él. Porque si no confiamos en Dios, no aceptaremos su tratamiento.
Emociones Poderosas
En Getsemaní, la humanidad de Jesús fue sobrecogida por la angustia. Fue tentado con emociones poderosas, tan intensas que dijo que estaba cerca de la muerte. Y, según el propio testimonio de Jesús, ¿a qué lo tentaban esas emociones tan fuertes? A salvarse a sí mismo (Mat. 26:36-42). Pero en cada tentación, Jesús eligió entregarse en amor. Cada vez que la tentación de actuar en interés propio lo asaltó, venció amando a los demás y entregándose perfectamente. Jesús dijo:
“Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla y tengo autoridad para volverla a tomar. Este mandato lo recibí de mi Padre.”
(Juan 10:18)
En Jesucristo, la ley del amor destruyó la ley del pecado y de la muerte.
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará.”
(Mateo 16:25)
Cuando Jesús se negó a usar su poder para salvarse a sí mismo y, en cambio, se ofreció libremente, destruyó la muerte (el egoísmo es la base de la muerte) y trajo a la luz la vida y la inmortalidad (2 Tim. 1:9-10). Por lo tanto, resucitó, aún participando de la humanidad, pero con una humanidad que él había purificado, limpiado y recreado perfectamente conforme al diseño original de Dios. Su resurrección fue el resultado natural, el desenlace inevitable, de destruir la infección del egoísmo y restaurar la ley de la vida —la ley del amor— dentro de la humanidad.
“La ley del Señor es perfecta, que convierte el alma.”
(Salmo 19:7, RVR1960)
¿Por qué tenía que morir? Si en algún momento del avance de la muerte, Cristo hubiese usado su poder para impedir que lo consumiera, ¿a quién habría salvado? ¡A sí mismo! La única manera de destruir el egoísmo era mediante un amor perfectamente abnegado. Cristo restauró la ley de la vida en la humanidad al entregarse libremente en amor.
Así, “una vez hecho perfecto, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb. 5:9). Él es nuestro remedio, nuestro Salvador, el Dios-hombre por medio del cual la propia naturaleza de amor de Dios fluye nuevamente hacia la humanidad. Cristo hizo lo que ningún otro ser podía hacer. Reveló la verdad sobre Dios para ganarnos a la confianza; pero más que eso, se convirtió en nuestro sustituto al tomar nuestra condición sobre sí mismo con el fin de curar, reparar y sanar a la humanidad en su propia persona. En otras palabras, ¡perfeccionó a la humanidad! Logró lo que Adán fue creado para llegar a ser.
Es por la victoria de Cristo, por su logro, que todos los que confían en Él serán llenos de su Espíritu Santo, quien toma todo lo que Cristo ha logrado y lo reproduce en nosotros. ¡Por medio de Cristo somos sanados para vivir eternamente con Él!
Jesús dijo:
“Pero yo les digo la verdad: les conviene que me vaya, porque si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré…
Aún tengo muchas cosas que decirles, pero ahora no las pueden soportar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los guiará a toda la verdad. No hablará por su propia cuenta, sino que dirá solo lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso les dije que tomará de lo mío y se lo dará a conocer.”
(Juan 16:7, 12-15, NVI 1984, énfasis añadido)
¿Qué es lo que tiene Cristo que necesitamos? Un corazón puro y un espíritu recto, un carácter perfecto de amor. Cuando confiamos en Él, Él derrama su amor en nuestros corazones (Rom. 5:5). Dios es amor; por lo tanto, cuando derrama su amor en nuestros corazones, en realidad está derramando a sí mismo en nosotros (1 Juan 4:8). Su carácter perfecto de amor es creado dentro de nosotros por medio del Espíritu que habita en nosotros; ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gál. 2:20). Literalmente llegamos a ser participantes de la naturaleza divina de amor (2 Ped. 1:4). Somos restaurados nuevamente a la “unidad” con Dios.
Lo que estoy diciendo es esto:
Dios posee una naturaleza divina perfecta; los ángeles en el cielo poseen naturalezas angélicas perfectas; los seres en otros mundos (suponiendo que existan) poseen naturalezas perfectas según su orden—pero, después del pecado de Adán y antes de la victoria de Cristo, no existía una naturaleza humana perfecta. Cristo vino para corregir eso, para restaurar dentro de la especie humana la perfección de carácter, para reescribir la ley de amor de Dios en la humanidad. La divinidad puede crear un nuevo orden o especie cuando lo desee, pero debido a la naturaleza del amor y la libertad, la humanidad, una vez defectuosa, solo podía ser curada mediante el ejercicio de la elección humana. Ningún ser humano descendiente de Adán podía lograrlo, pero Cristo, al unir su divinidad con nuestra humanidad, sí realizó esa obra. Para sanar esta creación, un ser humano debía ejercer confianza en Dios. Un ser humano debía rechazar las mentiras y tentaciones de Satanás. Un ser humano debía erradicar el egoísmo mediante el amor. Es esta naturaleza humana renovada, lograda únicamente por Cristo, la que Dios ofrece implantar en todos los que confían en Él. Llegamos a ser participantes de la naturaleza divina, mediante nuestra confianza en Jesús.
Sorpresa Desde la Historia
Asombrosamente, esta hermosa visión de lo que Cristo logró, que demuestra el increíble carácter de amor de Dios, es exactamente lo que enseñaron los padres de la iglesia en los primeros dos siglos después de la resurrección de Cristo. La llamaban la doctrina de la recapitulación—la idea de que Cristo vino a reconstruir o sanar la humanidad en sí mismo.
Justino Mártir (103–165 d.C.) enseñó que Cristo vino a hacer tres cosas: derrocar la muerte, destruir a Satanás y restaurar a la humanidad al diseño de Dios, proporcionando así vida eterna a la humanidad caída.
(Cristo), habiendo sido hecho carne, se sometió a nacer de la Virgen, a fin de que mediante esta disposición la Serpiente, que al principio había obrado el mal, y los ángeles asimilados a él, fueran derribados, y la muerte despreciada.⁶
Robert Franks describe la teología de Justino de la siguiente manera:
De hecho, encontramos en Justino indicaciones claras de la presencia en su mente de la teoría de la recapitulación, que luego sería desarrollada más plenamente por Ireneo, según la cual Cristo se convierte en una nueva cabeza de la humanidad, deshace el pecado de Adán al revertir los actos y circunstancias de su desobediencia, y finalmente comunica a los hombres la vida inmortal.⁷
Franks también describe la teología de Ireneo (siglo II d.C., hacia el año 202):
Llegamos aquí a la famosa doctrina irenaica de la recapitulación. La concepción es la de Cristo como el Segundo Adán, o segundo jefe de la humanidad, quien no solo deshace las consecuencias de la caída de Adán, sino que también retoma el desarrollo de la humanidad interrumpido en él, y lo lleva a su culminación, es decir, a la unión con Dios y la consiguiente inmortalidad.
“Fue Dios recapitulando la antigua creación del hombre en sí mismo, para que pudiera matar el pecado, anular la muerte, y dar vida al hombre.” También III.18.1:
“El Hijo de Dios, cuando se encarnó y fue hecho hombre, recapitularon en sí mismo la larga línea de los hombres, dándonos salvación de manera compendiosa (in compendio), de modo que lo que habíamos perdido en Adán, a saber, que deberíamos ser hechos a imagen y semejanza de Dios, esto lo recibiríamos en Jesucristo.”⁸
Asombrosamente, algunos en la iglesia primitiva entendieron que la misión de Cristo era reconstruir a la humanidad conforme al diseño original de Dios. Reconocieron que la ley del amor de Dios era el modelo sobre el cual Él había construido su universo, y comprendieron correctamente que, para salvar a la humanidad, la ley sobre la cual está construida la vida debía ser restaurada dentro de la humanidad. La misión de Cristo era restaurar a la humanidad a la armonía con Dios.
La ley de Dios y cómo fuimos engañados
Una estrategia militar comprobada por el tiempo es la distracción. Crear alboroto en un área, lograr que el enemigo se enfoque en esa distracción y luego atacar desde su punto ciego.
Los magos, estafadores y embaucadores se apoyan en el desvío de atención como fundamento de su arte engañoso. Captan tu atención en una acción para que no notes su verdadera intención y, antes de que te des cuenta, te han hecho creer que tienen poder o sabiduría—o que son el mejor lugar para invertir tu dinero. Saben que, cuando creés haber identificado el “truco”, descubierto el “engaño”, desenmascarado la “estafa”, es cuando quedás vulnerable a su verdadera explotación.
Satanás, el mayor engañador del universo, utiliza esta estrategia con casi total perfección. Y Dios profetizó a través de Daniel que el maligno hablaría contra Dios y intentaría cambiar su ley (Dan. 7:25). Durante años, yo, como muchos otros cristianos, fui engañado creyendo que conocía la mentira del diablo sobre la ley de Dios, pero recientemente descubrí que solo había identificado su distracción.
Algunos cristianos han argumentado que el cambio en la ley de Dios, profetizado por Daniel, ocurrió cuando la ley de los Diez Mandamientos fue modificada al eliminar el segundo mandamiento, que prohibía hacer imágenes. Luego, el décimo mandamiento fue dividido en dos partes (para mantener el número total de mandamientos en diez después de eliminar el segundo), y se cambió el mandamiento del sábado. Durante más de quinientos años, estos cambios han sido un punto de conflicto entre varios grupos cristianos.
Distracción—la gran maniobra de desvío de Satanás—fue ese cambio abierto en el Decálogo. Hacer un cambio evidente, admitido y respaldado en la ley, lograr que todos se enfoquen en esta modificación obvia, discutiendo a favor o en contra de ella, y luego infectar sus mentes con el cambio real que ni siquiera notan. Diabólicamente brillante.
¿Entonces, cuál es el verdadero cambio en la ley de Dios, ese que los cristianos casi universalmente aceptan como verdad? Que la ley de Dios es una ley impuesta, colocada sobre sus criaturas para gobernar sus vidas y poner a prueba su obediencia—en lugar de la verdad de que la ley de Dios es una ley natural, un principio sobre el cual Dios creó la vida para que funcione. El diablo no solo engañó al cristianismo para que intentara cambiar dos mandamientos; logró que los cristianos aceptaran un cambio en la misma naturaleza de la ley.¹⁰
Antes de Constantino, los cristianos reconocían la ley de Dios como la ley del amor, el principio sobre el cual se edifica la vida, y por tanto comprendían que el verdadero propósito de Cristo era reconstruir y restaurar a la humanidad. Pero después de la conversión de Constantino, el concepto de imperialismo, con un emperador poderoso imponiendo leyes a sus súbditos, infectó gradualmente al cristianismo. Los cristianos perdieron de vista la ley de amor de Dios y, en su lugar, adoptaron la idea de una ley impuesta por un soberano poderoso. Después de todo, si aún creyeran que la ley de Dios era la ley natural del amor, como la ley de la respiración, que requiere que respiremos para vivir, ¿alguna vez pensarían que un comité eclesiástico podría votar para cambiar una ley así?
En su libro Defendiendo a Constantino, Peter Leithart documenta que Constantino utilizó la imposición de leyes para respaldar a la iglesia (énfasis añadido):
[Constantino] tuvo una retórica agresiva contra paganos y judíos, a veces incluso virulenta, y esto, junto con las restricciones legales, creó un ambiente que desalentaba pero no destruía el paganismo. Cristalizó el espacio público en Roma, financió la restauración de sitios sagrados en Palestina y fundó Constantinopla…
Cuando surgían disputas en la iglesia, Constantino creía que era su derecho y deber como emperador romano guiar a las facciones en guerra hacia una resolución… Una vez que los obispos llegaban a una decisión, Constantino la aceptaba como palabra divina y respaldaba las decisiones conciliares con sanciones legales, principalmente el exilio para quienes fueran hallados culpables de herejía.¹¹
Las restricciones legales de Constantino para apoyar a la iglesia no solo contribuyeron a la forma en que el cristianismo comenzó a ver la ley de Dios, sino que son evidencia, en sí mismas, de que la ley de Dios ya estaba siendo concebida como una ley impuesta. Si Constantino siguió la guía de los obispos, ¿por qué los obispos no lo remitieron al principio bíblico de libertad de conciencia (Rom. 14:5)? ¿No fue porque ya habían perdido de vista la ley natural del amor de Dios y creían que Dios actuaba exactamente como lo hacía Constantino? El historial del cristianismo en los siglos posteriores (las Cruzadas, la Inquisición) es una triste confirmación de que la ley del amor había sido reemplazada por una estructura legal impuesta.
En este sentido, no importa si es protestante o católico—ambos han aceptado la idea de que la ley de Dios es impuesta y, por ende, han aceptado inevitablemente las visiones destructivas de Dios que tal creencia produce: un Dios como soberano imperial que impone leyes, castiga a los infractores y es fuente de tortura y muerte para todos los que no tengan sus pecados “pagados”.
Entonces, en resumen: ¿la ley de Dios es impuesta o es una ley natural, una ley que no fue creada, promulgada ni legislada?
Debido al uso que Dios ha hecho de la ley a lo largo de la historia humana, algunos podrían pensar que la ley de Dios es ambas cosas: natural e impuesta. Si bien Dios sí introdujo “leyes”, estas fueron simplemente intervenciones terapéuticas para educar y proteger hasta que la ley del amor fuera reinsertada en el corazón. En mi libro ¿Y si fuera así de simple?, describí esta relación entre la ley escrita de Dios y su ley natural:
[La ley escrita] revela los defectos de nuestra mente. Cuando reconocemos esos defectos, acudimos al Médico celestial en busca de sanación. Después de que Él nos ha sanado, la ley escrita no necesita ser destruida. De hecho, cuando nos examina, no encuentra defectos porque estamos en armonía con ella. Y habiendo sido sanados, ya no necesitamos la ley escrita.
Esto es la esencia de lo que Pablo le dice a Timoteo:
“Sabemos que la ley es buena, si se usa legítimamente. También sabemos que la ley no fue instituida para el justo, sino para los transgresores y rebeldes, los impíos y pecadores, los irreverentes y profanos, los parricidas y matricidas, los homicidas, los fornicarios, los pervertidos, los traficantes de esclavos, los mentirosos, los perjuros, y para todo lo que se oponga a la sana doctrina que se conforme al glorioso evangelio del Dios bendito que a mí me ha sido encomendado.”
(1 Timoteo 1:8-11, NVI 1984)
Usando una metáfora médica del resonador magnético (MRI), podríamos parafrasear ese pasaje así:
“Sabemos que el resonador es bueno si se lo usa correctamente. También sabemos que el resonador fue hecho no para gente sana, sino para quienes están enfermos y padecen enfermedades, para los que sufren, los débiles y todos los que se están muriendo, y para todas las actividades contrarias a los principios de una vida saludable que se conforma al modelo de salud que el Dios bendito me ha confiado.”
De hecho, la parte de los Diez Mandamientos de la ley es una destilación especial de la gran ley cósmica del amor y la libertad, escrita especialmente para los que estamos aquí en este planeta. ¿Acaso los ángeles en el cielo necesitaban una ley que les ordenara honrar a su padre y madre? ¿O que les dijera que no cometieran adulterio? No, pero sí necesitaban vivir de acuerdo con la ley del amor y la libertad… Los Diez Mandamientos son una extrapolación adicional de esta ley, como el mismo Cristo enfatizó:
“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”—este es el primero y el más importante de los mandamientos.
“Y el segundo se parece a este: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’.
De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.”
*(Mateo 22:37-40)*¹²
Solo después de que los seres humanos se desviaron del diseño de Dios fue que la ley escrita se volvió necesaria. Y su propósito no era crear un sistema de gobierno impuesto, como Roma, sino simplemente ser una herramienta de diagnóstico y una barrera de protección hasta que llegara el día en que estuviéramos completamente sanos.¹³
Tiene perfecto sentido que cuando el Dios que es Amor creó, construyó y diseñó todo para que funcione en armonía con su propia naturaleza y carácter de amor, porque en Él todas las cosas subsisten (Col. 1:17). Esto es exactamente lo que revela la inspiración:
“El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.”
(Romanos 13:10, énfasis añadido)
La ley de Dios es la ley del amor, y esta ley es la ley sobre la cual fue diseñada la vida para funcionar. Quebrantar esta ley resulta automáticamente en ruina y muerte. Esta realidad se describe claramente en el libro Dichos difíciles de la Biblia (Hard Sayings of the Bible):
“En cierto sentido, la ira de Dios está integrada en la propia estructura de la realidad creada.
Al rechazar la estructura de Dios y establecer la nuestra, al violar la intención de Dios para la creación y sustituir nuestras propias intenciones, provocamos nuestra propia desintegración.”¹⁴
La muerte es el resultado inevitable de quebrantar la ley del amor, a menos que el Diseñador intervenga para sanar y restaurar (Rom. 6:23; Sant. 1:15). Cristo fue enviado para hacer precisamente eso, para sanar y restaurar:
“Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por medio de él.”
(Juan 3:17)
¿Entonces qué es la expiación de Dios?
En las montañas del norte de Georgia hay un hermoso campamento juvenil cristiano. Fundado en 1955, sirvió como un retiro de verano para incontables niños y familias cristianas a lo largo de los años. Pero en la década de 1970 surgió un problema. Los padres comenzaron a cuestionarse si debían enviar allí a sus hijos. Aquellos que no estaban relacionados con el campamento empezaron a sacar conclusiones poco saludables. La asistencia estaba en riesgo si no se tomaba alguna medida. La junta directiva del campamento se reunió para determinar qué hacer. Solo había una solución posible para salvar el campamento: cambiarle el nombre, porque ningún padre cristiano quería enviar a sus hijos a un lugar llamado Campamento Cumby-Gay.¹⁵
Las palabras son símbolos que usamos para transmitir ideas, y a medida que la sociedad cambia, a veces las palabras también cambian de significado. Si no entendemos ese cambio, podríamos sacar conclusiones equivocadas.
Expiación es una de esas palabras cuyo significado ha cambiado. Recuerdo que, cuando yo creía que la ley de Dios era una ley impuesta, eso afectaba cómo entendía la Palabra de Dios. Como muchos, pensaba que “expiación” significaba “satisfacción o reparación por un daño o injuria; hacer las paces”. Saqué todo tipo de conclusiones erróneas: como que Jesús tenía que morir para aplacar la ira del Padre contra mi pecado. Mientras creí esa distorsión, el amor no fluía en mi corazón. Fue la verdad la que me liberó y abrió mi corazón al amor.
Descubrí que cuando se creó la Biblia del Rey Jacobo (KJV), traducida al inglés en 1611, la palabra “atonement” tenía un significado diferente al que normalmente le atribuimos hoy. En los siglos XVI y XVII, la palabra one no solo era un sustantivo, sino también un verbo. Si dos personas estaban enemistadas y yo quería que se reconciliaran, podía decir: “Voy a hacer que se vuelvan uno” (I am going to one them). Es decir, voy a reconciliarlas, a volverlas a la unidad. Este concepto rápidamente se conoció como at-one o atone. Pronunciamos atone en lugar de at-one porque esa era la pronunciación inglesa antigua. Cuando estás solo, no decís “all one” sino “alone”.
El proceso de unir a facciones en conflicto, por tanto, se llamó expiación (atonement).¹⁶
Jesús es el camino de regreso a la unidad y comunión con Dios. Él vino a hacer expiación por nuestro pecado: reparar la brecha que el pecado causó en nuestra relación con Dios y reconciliarnos con Él. A través de Jesús, la ley del amor, el principio de la vida, es restaurada dentro de la humanidad:
“Este es el pacto que haré con el pueblo de Israel después de aquel tiempo, declara el Señor: Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.”
(Hebreos 8:10)
A través del arma increíblemente poderosa del amor perfecto, Jesús aplastó la cabeza de la serpiente (Gén. 3:15). En Jesús, el amor aplastó el egoísmo.
“Por su muerte destruyó al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo.”
(Hebreos 2:14, NVI 1984)
Cuando, como individuos, reconocemos todo lo que Jesús reveló acerca del Padre y finalmente comenzamos a confiar en Él, abrimos nuestros corazones y recibimos, por medio del Espíritu Santo, la transfusión de la semejanza a Cristo. El Espíritu Santo toma lo que Cristo logró y lo reproduce en nosotros. Su victoria sobre el mal, su carácter perfecto de justicia, su naturaleza de amor, es “descargada” en nuestros corazones y nos volvemos como Él. Nuestros pensamientos se armonizan con los suyos, nuestros deseos se alinean con los suyos, nuestro carácter es renovado para parecerse al suyo, nuestros motivos son purificados para reflejar los suyos. Vivimos una vida semejante a la de Cristo, porque ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Su amor perfecto echa fuera todo temor.
Ser sobrecogidos por la hermosura del carácter de Dios, sentir repulsión por la fealdad de nuestro egoísmo inherente, postrarnos en humilde entrega a los pies de nuestro gran Médico celestial y rendir el yo a su poder sanador se llama arrepentimiento. Es en nuestro humilde arrepentimiento, provocado por la gracia de Dios, que experimentamos, mediante el Espíritu Santo, la transfusión de la vida de Cristo y somos renovados para vivir una vida de amor.
El Dr. Curt Thompson describe acertadamente este proceso, que comienza aquí, gracias a la victoria de Jesús, y culmina en la segunda venida de Cristo:
“Con la resurrección de Jesús de entre los muertos, su ascensión a su lugar como Señor de este mundo, y el derramamiento del Espíritu Santo, Dios ha liberado el poder para integrar nuestras cortezas prefrontales.
Estas nuevas redes neuronales reflejan y apuntan al nuevo cielo y la nueva tierra, que alcanzarán su culminación en la aparición de Jesús, pero cuyo presagio en sombras ya está emergiendo en nuestras vidas.”¹⁷
Es en una relación de confianza con Dios, en comunión y meditación sobre su amor, que nuestros cerebros —ese asombroso conjunto de materia gris dentro de nuestro cráneo— son transformados. La corteza prefrontal se fortalece y su influencia se extiende al resto del cerebro. El sistema límbico se calma, las ideas distorsionadas se eliminan, aumentan la empatía, el altruismo y la generosidad, y experimentamos paz y gozo genuinos.
Solo por medio de Jesús esto es posible. Solo en una relación de confianza con Él podemos ser sanados, porque solo en Jesús podemos conocer la verdad sobre Dios, que nos gana para la confianza y, luego, en esa relación de confianza, experimentamos la transfusión de su carácter de amor. Este proceso de sanación nos restaura al ideal original de Dios. Finalmente, a pesar de nuestra humanidad, comenzamos a vivir por el poder del amor. Por fin, se cumplirá en nuestras propias vidas la promesa que Dios dio en Edén:
“El Dios de paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies.”
(Romanos 16:20).