La amistad consiste en olvidar lo que uno da,
y recordar lo que uno recibe.Alexandre Dumas, padre
Cuando era niño, mi parte favorita de la iglesia era el momento de la historia para niños. Cada semana, antes del sermón, los niños corríamos al frente de la iglesia—reverentemente, por supuesto—mientras el pianista tocaba “Cristo ama a los niños.” Cada historia traía algo nuevo. En distintas ocasiones, quien contaba la historia traía cachorros, una piel de serpiente, globos y máscaras extrañas de África. Quizás lo más tierno fue la vez que nos dejaron acariciar patitos. Me encantaba la historia para niños, pero hubo una en particular que me atormentó durante años.
La historia comenzaba con un niño que robaba una galleta. A medida que se desarrollaba el relato, aparecía un ángel en escena—alguien vestido con una túnica blanca, cabello largo y rubio, cara con brillantina, halo dorado, alas blancas y portando un portapapeles dorado y una lapicera. Mis ojos se agrandaron al ver al ángel casi flotar por el escenario. A medida que el narrador describía diversas infracciones—responderle mal a mamá, pelear por un juguete o hacer una mueca fea—el ángel diligentemente anotaba todo en el portapapeles.
Nos dijeron que Dios envía a sus ángeles registradores para que nos sigan a donde sea que vayamos y anoten fielmente cada pecado que cometemos en los libros de registro del cielo. Solo confesando nuestros pecados y pidiéndole perdón a Jesús podían borrarse esos pecados de esos registros celestiales. Si no le pedíamos a Jesús que nos perdonara, nuestros pecados quedaban allí, y, en el juicio, cuando Dios los viera, nos castigaría en consecuencia.
Pasé muchas noches inquietas, muchas pesadillas por causa de esa historia. Lo más alarmante de todo es que empecé a tenerle miedo a Dios. Me preocupaba olvidar confesar algún pecado y que no se borrara. En mi imaginación veía a ese ángel con el portapapeles dorado siguiéndome, acosando cada uno de mis pasos, y no me gustaba. No sentía tanto el amor de Dios como su escrutinio. No quería cometer errores, así que me esforzaba mucho por hacer todo bien. Pagaba mis diezmos, leía la Biblia, oraba tres veces al día e imaginaba que todas las cosas buenas que hacía también eran registradas por el ángel y esperaba que contaran a mi favor. Pero no tenía paz. Todas mis acciones estaban basadas en el miedo al castigo, no en el amor a Dios y al prójimo, porque el amor no fluye donde se retienen mentiras acerca de Dios.
El policía del cielo
Una amiga me contó recientemente de un encuentro que tuvo con un pastor en una librería local. El pastor le advertía sobre el impacto que mi libro Así de Simple estaba teniendo en los miembros de su congregación. No estaba contento porque su mensaje era muy diferente al mío. Luego dijo, señalando hacia arriba: “Dios es el Gran Policía del cielo. Vigila cualquier violación de su ley y aplica justamente las penalidades por desobediencia.”
¿Alguna vez ibas manejando y se te puso un patrullero detrás? ¿Cómo te sentiste? ¿Y si el policía te seguía de cerca durante varios kilómetros—aumentaba la inquietud? ¿Empezabas a sentirte vigilado, preocupado de que estuviera esperando algún error para detenerte y multarte? ¿Incluso empezabas a recordar los últimos años, preguntándote si alguna infracción se te había escapado, alguna multa de estacionamiento sin pagar, algún error de juicio olvidado que ocurrió mientras manejabas—un error que vos no notaste pero que sí registró fielmente un agente de la ley?
Lamentablemente, muchas personas han aceptado esta perspectiva distorsionada de Dios. Ahora bien, para quienes sostienen esta visión, no todo es malas noticias. Rápidamente nos recuerdan que no hay que temer lo que Dios pueda vernos hacer porque, cuando aceptamos a Jesús, él se interpone entre nosotros y el Padre y actúa como un distorsionador celestial de radar; su sangre expiatoria distorsiona la capacidad del Padre vengativo de ver nuestros pecados.
Para mí, fue solo cuando empecé a ver a Dios a través de la vida de Jesús que desapareció mi concepto erróneo de Él y mi miedo se desvaneció. Vi a Dios bajo una nueva luz. Pensé en los ciclistas que perseveran en la agotadora Tour de France. Un coche sigue a cada equipo durante todo el recorrido. Si uno cae, sus compañeros están allí para asistirlo rápidamente, vendarle las heridas, reparar su bicicleta y devolverlo a la carrera. Del mismo modo, Dios tiene sus agencias siguiéndonos a lo largo de nuestras vidas, pero ¿con qué propósito? Siempre para vendar nuestras heridas, reparar nuestras vidas rotas y ponernos de nuevo en el camino hacia la vida eterna.
Al enseñar estas verdades, tanto por escrito como desde el púlpito, he descubierto que muchos cristianos están cautivos por el miedo de enfrentar el registro de sus pecados, tal como yo lo estaba. Una de mis mayores alegrías en la vida es compartir la verdad que libera a las personas.
Los registros celestiales
Helen tiene una mente muy aguda. Tenerla en mi clase semanal de estudio bíblico es un verdadero privilegio. Es una de esas personas que parece tener mil preguntas y no teme hacerlas.
Un día después de clase tuvimos la siguiente conversación.
—Dr. Jennings, recuerdo que usted dijo que una de las ideas erróneas con las que a veces luchamos es la idea de que Jesús está en el cielo borrando pecados de los libros de registro celestiales. Creo que dijo que él no está haciendo eso, pero si no está borrando el registro de los pecados, ¿cómo entendemos estos versículos de la Biblia?
“Yo, yo soy el que borra
tus transgresiones por amor de mí mismo,
y no recordaré tus pecados.”
(Isaías 43:25)
Y,
“Porque perdonaré su maldad
y no me acordaré más de sus pecados.”
(Hebreos 8:12)
—¡Bien por vos! —le dije—. Me alegra mucho que estés estudiando y preguntando por tu cuenta. ¿Cómo te han explicado estos versículos en el pasado?
—Cuando confesamos nuestros pecados, Dios los borra de los libros de registro del cielo, y entonces, en el juicio, los salvos no tienen que enfrentar el registro de sus pecados —dijo Helen.
—Eso fue lo que me enseñaron a mí también —le dije—. Pero ¿alguno de estos versículos dice realmente que el pecado está siendo borrado de los libros de registro? De hecho, ¿se mencionan siquiera los libros de registro?
—Eh… no, no me había dado cuenta de eso —respondió lentamente.
—Pero en Apocalipsis dice: ‘Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante el trono, y se abrieron unos libros. También se abrió otro libro, que es el libro de la vida. Los muertos fueron juzgados según lo que habían hecho, según lo que estaba escrito en los libros’ [Apocalipsis 20:12]. Si Dios no está borrando los pecados de los libros de registro del cielo, ¿entonces de qué está hablando?
—Esperá —le advertí con una sonrisa—, no nos adelantemos. Primero exploremos otra suposición que sustenta la idea de borrar pecados de los libros de registro. ¿Te enseñaron que Dios tiene ángeles registradores que anotan todos nuestros pecados, y que un día enfrentaremos esos pecados en el juicio—a menos, claro, que los confesemos y pidamos perdón, y entonces Jesús o Dios los borra del registro?
—Sí, exactamente así me enseñaron.
—A mí también. Pero al leer la Biblia varias veces, algunas cosas empezaron a no encajar dentro de esa perspectiva tan popular. ¿Creés, como enseña la Biblia, que Dios es amor?
—Ahora más que nunca.
—Prestá atención a lo que dice la Biblia sobre el amor: ‘El amor es paciente, es bondadoso. No envidia, no se jacta, no se envanece. No hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita,’ y —hice una pausa— ‘no lleva un registro de las ofensas’ [1 Corintios 13:4-5, énfasis añadido]. Si el amor no lleva un registro de las ofensas, y Dios es amor, ¿tiene sentido que Dios lleve un registro de todas nuestras ofensas para juzgarnos o castigarnos?
Antes de que pudiera responder, continué:
—Escuchá este pasaje increíble: ‘Por lo tanto, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo. Todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación: que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomando en cuenta los pecados de los hombres. Y nos encargó a nosotros el mensaje de la reconciliación’ (2 Corintios 5:17-19, NVI 1984, énfasis añadido). Si Dios está obrando, por medio de Cristo, para reconciliarnos consigo mismo, para sanarnos y hacernos justos nuevamente, si no está tomando en cuenta nuestros pecados, ¿tiene sentido que esté guardando un registro de ellos para castigarnos?
—No —afirmó mi amiga—, pero ¿no tiene que llevar cuenta de nuestros pecados para ser justo?
—Podés estar segura de que Dios siempre es justo. Pero ¿no deberíamos armonizar nuestra comprensión de todos estos pasajes? ¿Cómo es que la Biblia habla de libros de registro en el cielo, de Dios borrando nuestros pecados, pero también dice que el amor no lleva cuenta de las ofensas? ¿Cómo encajan todas estas ideas de modo que todas sean igualmente verdaderas?
—Buena pregunta —murmuró.
—Cuando estaba en mi cuarto año de la facultad de medicina, hice una rotación en la sala de emergencias. Un día hubo un accidente de helicóptero en el aeropuerto local que dejó a seis personas gravemente heridas. Las trajeron de urgencia a nuestro hospital, donde trabajamos intensamente para salvarlas. Hubo una mujer que nunca olvidaré. Llegó con ambos fémures—los huesos grandes del muslo—fracturados, además de una pelvis y costillas rotas. Cuando entró, estaba consciente, orientada y al tanto de su situación. Las fracturas en la pelvis y muslos causaron un sangrado severo en los tejidos que, de no tratarse, le costarían la vida. Necesitaba una transfusión de sangre y cirugía de urgencia. Con ese tratamiento, la probabilidad de sobrevivir era muy alta. Sin tratamiento, moriría. Pero esta mujer era testigo de Jehová, y creía que las transfusiones de sangre están prohibidas por Dios. Por lo tanto, rechazó el tratamiento.
—Mientras su vida se le escapaba, le suplicamos. Sabíamos que podíamos salvarla si tan solo lo permitía, si aceptaba una transfusión, así que comenzamos a rogarle. Las enfermeras suplicaban, los médicos imploraban, y nosotros, los estudiantes, también apelábamos a ella, pero se mantenía firme. El capellán del hospital razonó y oró con ella, y finalmente hasta el administrador del hospital y el abogado del staff le rogaron que nos dejara salvarla, pero aún así se negó. Desde el momento en que rechazó la transfusión hasta que perdió el conocimiento, algún miembro del equipo estuvo a su lado, intentando que aceptara el tratamiento que le salvaría la vida. Pero una vez que perdió el conocimiento, ya nadie pudo suplicarle más.
—No solo razonamos con ella, tratando de convencerla de que nos dejara sanarla, sino que también intervenimos en sus heridas. Trabajamos para detener la muerte. Le administramos sueros, usamos recicladores de sangre (aceptaba su propia sangre), y aplicamos dispositivos de presión neumática, todo diseñado para frenar el sangrado y evitar la muerte. Pero tristemente, aunque todos los demás sobrevivieron al accidente, esta mujer murió.
Mi amiga Helen estaba cautivada, así que continué:
—Ahora, si su familia presentara una demanda contra los médicos, las enfermeras y el hospital por no haber salvado a esta mujer, alegando: “Salvaron a todos los demás en ese helicóptero pero dejaron morir a nuestra madre. No son compasivos. No son justos. No se preocupan igual por todos. Son parciales; hacen acepción de personas. A unos los salvan y a otros no”, ¿qué se presentaría como prueba?
—¡Los registros médicos! —exclamó Helen.
—¡Exactamente! ¿Y se presentarían los registros para juzgar y castigar a esta mujer, o para defender al equipo médico?
—Para defender al equipo médico —dijo Helen, y luego se quedó pensando. Entonces agregó—: ¿Está diciendo que los registros se conservan para defender a Dios?
Para responderle, la dirigí a lo que Pablo dijo en Romanos 3:4, hablando de Dios. Lo leí en tres traducciones diferentes para que no hubiera confusión, y destaqué lo que considero importante:
“Dios debe ser veraz, aunque todos los seres humanos sean mentirosos. Como dice la Escritura:
‘Serás reconocido como justo cuando hables;
y saldrás vencedor cuando te juzguen.’” (DHH)
“Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso; como está escrito: Para que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando fueres juzgado.” (RVR1960)
“Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso; como está escrito:
‘Para que seas justificado en tus palabras,
Y triunfes cuando seas juzgado.’” (LBLA)
—Contrario a lo que muchos piensan —le dije a Helen—, los registros celestiales son como registros médicos detallados, que registran con precisión nuestra condición, los tratamientos ofrecidos y nuestras respuestas. Si alguien hace acusaciones contra un médico, los registros médicos están para defenderlo, no para acusar, avergonzar o castigar al paciente. Del mismo modo, podemos armonizar las Escrituras entendiendo que nuestro Dios de amor no lleva un registro de nuestros pecados para castigarnos; lleva registros para documentar que hizo todo lo posible por salvarnos y sanarnos. Estos registros demostrarán que, si alguien se pierde, es porque rechazó el tratamiento, no por alguna falla de parte de Dios. Aunque el amor no lleva un registro de ofensas, aún hay registros en el cielo, registros “médicos” que documentan los hechos de cada caso, demostrando cuán maravilloso es nuestro Dios y cuánto tiempo Él y sus agencias rogaron a cada pecador perdido.
Después de varios minutos de reflexión, Helen planteó otro punto:
—¿Pero qué hay del borrado de nuestros pecados? ¿Cómo encajamos esos textos?
—¿Dónde ocurre el pecado? ¿En libros de registro o en los corazones y mentes de seres inteligentes?
—En nosotros, en nuestros corazones y mentes —respondió ella.
—Entonces, ¿de dónde quiere Dios borrar el pecado? ¿Del historial registrado del universo, o de los corazones, mentes y caracteres de sus hijos? La Biblia no deja dudas sobre dónde Dios está obrando para eliminar el pecado.
Porque él será como fuego refinador o como jabón de lavandero;
se sentará como refinador y purificador de plata,
y purificará a los levitas, y los refinará como a oro y a plata.
(Malaquías 3:2-3, énfasis mío)
—Dios está trabajando para remover la pecaminosidad de nuestros corazones y mentes, para limpiarnos y purificarnos. Pensá en uno de los pasajes que citaste sobre Dios que ya no recuerda más nuestros pecados. ¿Qué pasa antes de que Dios diga que no se acordará más de nuestros pecados?
“Este es el pacto que haré con la casa de Israel
después de aquellos días, dice el Señor:
Pondré mis leyes en su mente,
y en su corazón las escribiré;
y seré su Dios,
y ellos serán mi pueblo.
Y no enseñará más cada uno a su prójimo, ni cada uno a su hermano, diciendo: ‘Conoce al Señor’,
porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande.
Porque seré misericordioso con sus injusticias,
y de sus pecados no me acordaré más.”
(Hebreos 8:10-12, NRSV)
—¿Está sanando nuestros corazones? —preguntó Helen.
—Dios está borrando la pecaminosidad de los corazones y mentes de su pueblo. Está restaurando su ley de amor en lo más íntimo del ser. Así como un médico no tiene razón para pensar en la enfermedad una vez que estamos sanos, Dios no tiene razón para pensar ni recordar nuestra pecaminosidad una vez que somos perfectamente restaurados a su ideal original.
Después de pensar en silencio varios minutos, Helen me dijo que la imagen de Dios que compartí le parecía hermosa, pero que era tan diferente de lo que le habían enseñado toda su vida que tendría que estudiar más por su cuenta.
Registros y el cerebro
¿Realmente importan nuestras creencias sobre cosas como los registros en el cielo? Creencias —como que Dios es un gran policía en el cielo, un inquisidor cósmico, un ser que observa para aplicar castigos— inducen miedo y activan la amígdala (el circuito del miedo). La amígdala constantemente activada estimula el sistema inmune del cuerpo, las células especializadas llamadas macrófagos. ¿Por qué? Porque nuestro sistema inmune es para nuestro cuerpo lo que la Guardia Nacional es para una nación. Nos protege de invasiones, y cuando suena la alarma, señala al sistema inmune que se prepare para la invasión.
Imaginá que caminás en el Parque Nacional de las Montañas Humeantes y, al doblar una esquina, te encontrás cara a cara con un oso negro. No solo te ponés instantáneamente alerta, sino que, cuando se dispara tu “alarma”, tu cuerpo se prepara para “luchar o huir.” En esta situación de emergencia, si luchás contra el oso y sobrevivís, probablemente tu piel quede dañada y se produzca una invasión de patógenos microscópicos. Con cada emergencia, es como si tu cerebro pusiera a tu cuerpo en DEFCON 2: prepárate para la invasión.
Cada vez que se dispara la “alarma”, se prepara el sistema inmune para el ataque. El cuerpo tiene dos tipos de inmunidad, la adquirida y la innata. La inmunidad adquirida es la que aprovechamos con las vacunas. Cuando damos una vacuna, introducimos antígenos de los invasores enemigos dañinos en el cuerpo. Los antígenos son los marcadores identificatorios únicos de cada organismo, análogos a una bandera enemiga. Al dar la vacuna, nuestro sistema inmune identifica al enemigo por su bandera (antígeno) y crea anticuerpos específicos para ese invasor. Los anticuerpos funcionan entonces como francotiradores. Se quedan esperando a ese invasor particular para matarlo y solo a él.
Esta no es la inmunidad que activamos cuando nos enfrentamos a un oso. En modo de emergencia, el cuerpo no tiene tiempo para fabricar anticuerpos, así que bajo estrés activa la inmunidad innata. Esto es análogo a agarrar una escopeta recortada debajo de la cama durante una invasión domiciliaria. Está oscuro, escuchás ruido y amenaza, apuntás el arma y disparás a un radio amplio. Matás al invasor, pero también dañás la casa. La casa en nuestra historia es el cuerpo.
Cuando se dispara la alarma (amígdala), se activan los macrófagos, que comienzan a liberar citocinas inflamatorias. Estas citocinas (como interleucina-1, interleucina-6 y factor de necrosis tumoral) son análogas a las balas de la escopeta, diseñadas para destruir al enemigo, pero igual que las balas, estos factores inflamatorios también causan estragos en toda la “casa” (el cuerpo).
Bajo activación crónica (estrés), las citocinas dañan las neuronas que le indican al cerebro “ya se liberaron suficientes hormonas del estrés, no llames a más.” Los receptores de glucocorticoides en nuestras neuronas hipocampales son atacados, y perdemos la inhibición del operador del 911 (hipotálamo). Entonces, el operador comienza a pedir más hormonas de estrés. Esto eleva aún más la glucosa en sangre, la frecuencia cardíaca y la presión arterial, además de aumentar otros efectos del estrés.
Simultáneamente, las citocinas dañan los receptores de insulina en el cuerpo, dificultando el uso de glucosa. El efecto combinado de la activación prolongada de esta cascada de estrés es un mayor riesgo de diabetes tipo 2, obesidad, colesterol y triglicéridos elevados, pérdida ósea, infartos, accidentes cerebrovasculares, úlceras, infecciones y trastornos inflamatorios. Las citocinas también aumentan la percepción del dolor e interfieren con neurotransmisores cerebrales, por lo que una persona bajo estrés crónico suele experimentar disminución de energía, motivación, concentración, apetito, dolores y alteraciones del sueño.
Las creencias que inducen miedo realmente nos dañan, y nuestras creencias individuales son los bloques que forman la imagen definitiva que tenemos sobre Dios. Cuantos más bloques erróneos (creencias doctrinales individuales), más distorsionada nuestra imagen. Cuanto mayor la distorsión acerca de Dios, más se activan los circuitos del miedo en el cerebro, y más nos alejamos del plan sanador de Dios. Sí, nuestras creencias sobre Dios realmente importan.