Todas las verdades son fáciles de
entender una vez que se descubren;
el punto es descubrirlas.
Galileo
Savannah, la paciente de quince años mencionada en el capítulo 6, vino a su siguiente cita aún luchando con el miedo, continuando con su preocupación por Dios y sintiéndose demasiado pecadora como para ser aceptada. No podría encontrar una paz total hasta que comprendiera una verdad más profunda. La avenida del amor estaba obstruida por malentendidos, así que continué con mis preguntas.
—¿Qué es el pecado? —pregunté, una vez que se acomodó en su silla.
—Hacer cosas malas —respondió.
—¿Y cómo sabes qué cosas son malas?
Había sido educada toda su vida en escuelas cristianas privadas y estaba segura de conocer la respuesta.
—Por los Diez Mandamientos.
—¿Y qué hace que el pecado esté mal?
—Dios dijo que no lo hiciéramos.
—¿Y por qué Dios dijo que no lo hiciéramos?
—Porque es… ¿malo?
Pude ver que empezábamos a dar vueltas en círculo, así que pregunté:
—¿Y qué pasa si desobedeces a Dios y haces lo que Él dice que no hagas?
—Tiene que castigarte.
—¿Crees que Dios tiene que castigarte por lo que has hecho?
Ella lució confundida.
—Espero que no. —Y luego añadió—: Pero si no acepto la sangre de Jesús por mis pecados, Él lo hará.
—¿Qué haría Dios contigo si Jesús no estuviera ahí ofreciendo su sangre?
—Tendría que matarme.
—¿Por qué?
—Porque para ser justo, Dios tiene que castigar el pecado. —Había sido una buena estudiante en sus clases de Biblia y había aprendido bien estas lecciones convencionales.
—¿Y qué evita que Dios castigue el pecado en tu vida?
—Jesús tomó mi lugar y fue castigado por mí, así que si acepto a Jesús como mi Salvador, Dios no tiene que castigarme.
¡Wow! Realmente había prestado atención. No creo que hubiera podido inventar eso por sí sola.
Inclinándome hacia adelante en mi silla, pregunté:
—Savannah, ¿te da miedo un Dios así?
Sin decir una palabra, movió lentamente la cabeza de arriba abajo mientras una expresión de aprensión se extendía por su rostro. Las mentiras creídas rompen el círculo del amor y la confianza, provocando miedo y egoísmo. Comprendí que adorar a un dios autoritario y castigador inflama el centro del miedo (la amígdala), daña la corteza prefrontal y deteriora la sanación y el crecimiento. Mi joven paciente jamás podría experimentar bienestar mientras conservara mentiras sobre Dios. Sabía exactamente cómo se sentía. Recuerdo esas noches sin dormir, esos días inquietos, esos años viviendo con miedo a un dios que tenía que ser sobornado para ser misericordioso. Sabía por experiencia que nunca encontraría paz real hasta que se restaurara su confianza en Dios.
—Imagina que naciste con fibrosis quística, una enfermedad pulmonar hereditaria y terminal —le dije—, y que algún tiempo después de nacer desarrollas tos, fiebre y escalofríos. Entonces vas al médico y, en lugar de diagnosticarte fibrosis quística e infección pulmonar, él diagnostica tos, fiebre y escalofríos. ¿Serían la tos, la fiebre y los escalofríos la enfermedad o los síntomas de la enfermedad?
—Síntomas —dijo.
—¿Y qué pasaría si el médico te tratara con paracetamol para la fiebre, un supresor de la tos para la tos y mantas calientes para los escalofríos… y nada más? ¿Te curarías?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no se está tratando la enfermedad; solo los síntomas.
—¡Perfecto! —dije—. Para curarnos, tenemos que diagnosticar correctamente el problema y tratar la enfermedad subyacente, no solo los síntomas, ¿cierto?
—Cierto —asintió.
Quería ayudarla a ver que no necesitaba tener miedo de Dios. Así que dije:
—Jesús enseñó que los actos de pecado —las cosas malas que hacemos— no son el problema principal, sino los síntomas del problema. En Mateo 5 dice: “Ustedes dicen que cuando cometen adulterio [eso es un acto malo] pecan. Pero yo les digo que cuando miran a otro con lujuria en su corazón ya han cometido adulterio. Ustedes dicen que cuando cometen asesinato [otro acto malo] pecan. Pero yo les digo que cuando odian a su hermano en su corazón…” Jesús está enseñando que los actos malos resultan de un corazón enfermo por el pecado, que los actos malos son síntomas, como la fiebre y la tos, que nos indican que estamos espiritualmente enfermos y necesitamos la sanación de Dios. Nuestro diagnóstico verdadero es un corazón pecaminoso, que produce actos malos.
—¿Es posible —continué— que en el cristianismo hayamos diagnosticado mal el problema? ¿Es posible que hayamos creído que nuestro problema son nuestros “pecados” —los “actos malos”— en lugar del corazón temeroso y egoísta que conduce a esos actos? ¿Es posible que hayamos malentendido y no nos hayamos dado cuenta de que nuestro mal comportamiento es un síntoma de un corazón dañado? ¿Y es posible que, habiendo diagnosticado mal el problema, hayamos creado un sistema diseñado para tratar los síntomas en vez de aceptar el remedio de Dios para sanar la enfermedad verdadera y subyacente?
Savannah lucía confundida.
—No entiendo.
—¿Has tenido miedo de que Dios tenga que castigarte por haber tenido relaciones sexuales?
Asintió con la cabeza.
—¿Tendrías miedo de que tu médico tenga que castigarte por tener fiebre y tos?
—No, pero no podría evitarlo si nací con fibrosis quística y tenía fiebre y tos. En cambio, sí tengo una opción cuando se trata del pecado.
—No sin Jesús. No sin la presencia del Espíritu Santo. Por nuestras propias fuerzas humanas no tenemos opción. Nacemos en pecado (Salmo 51:5). Al igual que nacer con fibrosis quística, nacemos con una condición terminal que, si no se cura, resultará en muerte.
Hice una pausa y luego pregunté:
—¿Por qué tuviste relaciones sexuales con ese joven?
—Porque tenía miedo. No quería que se enojara conmigo.
—¿Y cuándo elegiste tener miedo e inseguridad?
—No lo elegí. He sido insegura toda mi vida.
—¿Estás diciendo que tienes una condición del corazón —miedo e inseguridad— que no elegiste, pero que esa inseguridad influye en las decisiones que tomas?
Ella asintió lentamente, procesando mis palabras.
—Tan pronto como Adán y Eva pecaron, corrieron a esconderse porque tenían miedo. El miedo es parte de la infección del pecado. Todo ser humano nacido desde que nuestros primeros padres pecaron nace infectado con miedo y egoísmo —una condición terminal— como nacer con fibrosis quística. No elegimos ser así. No es nuestra culpa, igual que no sería culpa nuestra nacer con fibrosis quística. Pero si no aceptamos el remedio de Dios, aunque no sea nuestra culpa haber nacido así, igual moriremos.
Ella asintió, comenzando a seguir el hilo de lo que decía.
—Si bien no sería tu culpa haber nacido con fibrosis quística, si hubiera un remedio gratuito que te curara y tú lo rechazases, ¿sería eso tu culpa?
—Sí —respondió al instante.
—Esa es la pregunta en la que necesitas enfocarte. ¿Has aceptado el remedio gratuito de Dios que puede curarte? Los actos de pecado, la desobediencia en la que solemos enfocarnos (como tener relaciones sexuales fuera del matrimonio), son en realidad síntomas de una condición pecaminosa. Y al igual que la fiebre y la tos, que nos dicen que algo anda mal y que necesitamos tratamiento médico, nuestros actos pecaminosos revelan que nuestro corazón está enfermo y necesita tratamiento espiritual de parte de Dios. Los actos de pecado son como los síntomas de cualquier enfermedad: cuanto más tiempo se deja sin tratar la enfermedad y más síntomas tenemos, más daño sufrimos y más enfermos estamos. Por lo tanto, no queremos minimizar los síntomas (nuestros pecados) ni pretender que no tienen importancia, porque sí la tienen. Los actos de pecado dañan nuestra mente, cauterizan nuestra conciencia, deforman nuestra razón, desfiguran nuestro carácter y nos hacen cada vez más resistentes a Dios, lo que finalmente resulta en nuestra pérdida eterna.
Le expliqué la relación entre los actos de pecado, que fortalecen los circuitos del sistema límbico y dañan los circuitos de la corteza prefrontal, y el aumento del miedo, la culpa y la vergüenza. Sus ojos estaban clavados en mí mientras escuchaba con atención.
—Por eso queremos evitar los actos de pecado. Sin embargo, al igual que enfocarse en tratar la tos y la fiebre en vez de la enfermedad subyacente, cuando nos enfocamos en obtener el perdón de nuestras malas acciones, apaciguar nuestros pecados, pagar la pena por nuestras transgresiones, borrar el registro de nuestras culpas, en lugar de sanar nuestros corazones y mentes, en realidad empeoramos en vez de mejorar. Savannah, Dios quiere mucho más que simplemente perdonarte los pecados. Dios quiere transformar completamente tu corazón y renovar tu mente.
Hice una pausa para dejarla reflexionar. Sabía que si ella iba a experimentar el poder sanador de Dios en su vida, necesitábamos corregir muchas de las ideas que le habían enseñado y que le hacían pensar que Dios estaba enojado con ella, que Dios era alguien a quien debía evitar. El amor no puede fluir donde abundan las mentiras acerca de Dios.
—Imagina que estás enferma —dije, intentando un enfoque un poco diferente— y vas al médico. Cuando él entra a examinarte, ¿empujarías a tu hermano sano delante de ti y le pedirías al médico que lo examine a él en tu lugar?
—Eso no tendría ningún sentido —dijo riendo.
—Entonces, ¿por qué muchos cristianos enseñan que, para los salvos, Dios no los mira a ellos, sino que mira a Jesús que se pone en su lugar? Sin embargo, David oró: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos ansiosos. Mira si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”. Y también: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 139:23-24; 51:10, énfasis añadido). ¿No deberíamos querer que Dios, al igual que nuestro médico, nos examine minuciosamente, encuentre cada defecto de corazón, mente y carácter, y luego nos sane?
Ella asintió.
—No necesitas tenerle miedo a tu médico, y tampoco necesitas tenerle miedo a Dios. Porque Dios, al igual que tu médico, solo quiere sanarte. Si estuvieras enferma y en el hospital, ¿intentarías que las enfermeras borren los registros médicos para que el médico no supiera cuán enferma estás?
—No —respondió.
—¿Por qué entonces enseñamos que Jesús está borrando los pecados de los justos de los registros celestiales?
—Porque no queremos que Dios los vea —dijo.
—¿Y por qué no queremos que Dios vea el registro de nuestros pecados o que nos vea tal como somos?
—Porque le tenemos miedo, porque creemos que tiene que castigarnos.
Ella estaba luchando con ideas profundamente arraigadas, así que presioné un poco más.
—Si el médico viniera a examinarte, ¿te daría miedo dejarlo?
—No. Querría que lo hiciera.
—¿Y si te ofreciera un tratamiento que realmente te curaría, pero tú te negaras a tomarlo, tendrías miedo de que el médico, para ser justo, tuviera que matarte?
—No —dijo, hizo una pausa y luego, con un poco de entusiasmo en la voz, exclamó—: ¡Si rechazo el tratamiento, la enfermedad me mataría, no el médico!
Había logrado un avance importante.
Sonreí ampliamente mientras alcanzaba mi Biblia.
—Y así es exactamente con el pecado. Observa lo que dice la Biblia: “La maldad matará al impío”; “La paga del pecado es muerte, pero el regalo de Dios es vida eterna”; “El pecado, cuando ha crecido, da a luz la muerte”; y “El que siembra para complacer su naturaleza pecaminosa, de esa naturaleza cosechará destrucción” (Salmo 34:21; Romanos 6:23; Santiago 1:15; Gálatas 6:8, NVI 1984, énfasis añadido). La Biblia enseña que el pecado, al igual que la fibrosis quística, si no se trata, resulta en muerte. Dios odia el pecado como un médico odia una enfermedad, porque el pecado destruye a quienes Él ama. Y Dios, al igual que un médico, ama a sus pacientes enfermos (todos nosotros, pecadores atados a esta tierra) y trabaja incansablemente para sanar y salvar.
—La diferencia entre Dios y tu médico es que tu médico no tiene a alguien diciéndote que él es malo, enojado, implacable, severo y que quiere hacerte daño. Dios, en cambio, tiene un enemigo, el padre de la mentira, que trabaja constantemente para tergiversarlo, para hacernos creer perversidades sobre Él de modo que no confiemos en Él y, por tanto, no abramos nuestro corazón a su sanación genuina. Nuestro pensamiento se ha vuelto tan retorcido que ¡tenemos más miedo de nuestro médico espiritual (Dios) que de la enfermedad (el pecado) que nos está matando!
—Savannah, cuando veas la verdad acerca de Dios y abras tu corazón en confianza hacia Él, Él te sanará. Eliminará tu culpa, restaurará tu dignidad y renovará tu corazón para que sea como el suyo.
—¡Eso es lo que quiero! —dijo, su voz reflejando el anhelo de su corazón—. Quiero paz. Pero ¿cómo? No sé cómo. Ni siquiera sé cómo orar.
—Orar es simplemente hablar con Dios como hablar con uno de tus amigos. Es abrir tu corazón a Dios y contarle exactamente lo que estás pensando, sintiendo, deseando. Orar es compartir con Dios los secretos más profundos de tu vida: tus sueños, miedos, alegrías y tristezas. Las investigaciones cerebrales muestran que quince minutos al día de meditación o comunión reflexiva con el Dios del amor resultan en un desarrollo medible de la corteza prefrontal, especialmente en la corteza cingulada anterior (ACC). Esta es el área donde experimentamos amor, compasión y empatía. Cuanto más saludable está la ACC, más tranquila está la amígdala (centro de alarma), y menos miedo y ansiedad experimentamos. ¡Verdaderamente, el amor echa fuera el temor! Si quieres que Dios te sane, si deseas su presencia, perdón y gracia, todo lo que tienes que hacer es decírselo, darle permiso para entrar en tu corazón y luego pasar tiempo reflexivo en comunión con Él cada día.
Savannah no es la única que lucha con culpa, miedo e inseguridad, buscando paz. Desde la caída de Adán y Eva, toda la humanidad ha estado luchando. Pero si el diagnóstico es incorrecto, el tratamiento normalmente también lo es. La sanación comienza cuando finalmente reconocemos nuestra condición pecaminosa, comprendemos la verdad acerca de Dios y nos rendimos a Él. Hasta entonces, los síntomas solo empeoran.