El General Custer les dijo a sus hombres:
«Tengo buenas y malas noticias para ustedes».
Ellos preguntaron:
«¿Cuál es la mala noticia?»
Él respondió:
«Estamos rodeados de indios».
«¿Y la buena?»
«No volveremos a Dakota del Sur».
Bueno, a la gente que disfruta contar historias de Dakota del Sur le causa gracia y sigue contándolas. Pero ese día nadie contaba chistes. De hecho, lo único que quedó de la última resistencia de Custer fue un monumento y los recuerdos.
Hoy hay toda clase de monumentos, monumentos vivientes, para Jesús. Eso es porque aunque murió, fue resucitado y regresó al cielo. Y prometió:
«Volveré y los llevaré conmigo para que ustedes estén donde yo esté» (Juan 14:3).
Con eso en mente, echemos un vistazo a Mateo 23, uno de los capítulos más duros de toda la Biblia. (Me pregunto qué harías tú con este capítulo si lo encontraras durante tu devocional).
Queremos captar el espíritu completo de la última confrontación de Jesús:
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:
«Los maestros de la ley y los fariseos tienen la responsabilidad de interpretar a Moisés. Así que ustedes deben obedecerlos y hacer todo lo que digan. Pero no hagan lo que ellos hacen, porque no practican lo que predican. Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, pero ellos mismos no están dispuestos a mover ni un dedo para ayudarlos.Todo lo que hacen es para que la gente los vea: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos. Les gusta ocupar los lugares de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas; les encanta que los saluden en las plazas y que la gente los llame ‘Rabí’»
(Mateo 23:1-7).
Entonces Jesús dio esta instrucción:
«El más grande entre ustedes será su servidor. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Ustedes cierran el reino de los cielos en la cara de los demás. Ni entran ustedes ni dejan entrar a los que intentan hacerlo.
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Recorren mar y tierra para ganar un solo convertido, y cuando lo logran, lo hacen el doble de hijo del infierno que ustedes…
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Dan el diezmo de la menta, el eneldo y el comino, pero han descuidado los asuntos más importantes de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Esto debían haber practicado, sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos! Cuelan el mosquito pero se tragan el camello.
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Limpian por fuera el vaso y el plato, pero por dentro están llenos de robo y desenfreno. ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro el vaso, y así también quedará limpio por fuera.
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Son como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre. Así también ustedes, por fuera parecen justos ante la gente, pero por dentro están llenos de hipocresía y maldad.
¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Construyen sepulcros para los profetas y decoran las tumbas de los justos. Y dicen: ‘Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros antepasados, no habríamos participado con ellos en derramar la sangre de los profetas’. Con eso dan testimonio de que son descendientes de los que mataron a los profetas. ¡Entonces terminen lo que ellos comenzaron!
¡Serpientes! ¡Camada de víboras! ¿Cómo escaparán del juicio del infierno?»
(versículos 11-33).
Y luego, ¿nos arrodillamos para un tiempo de oración gozosa tras leer nuestro capítulo del día? Suena casi como los sacerdotes de Israel que sacrificaban corderos todo el día y luego tenían culto familiar esa noche.
¿Qué está haciendo Jesús aquí? —“¡Hipócritas!”, “¡guías ciegos!”, “¡necios!”, “¡serpientes e hijos de serpientes!” Si yo leyera esto en voz alta, probablemente escucharías una voz áspera, porque eso es lo único que puedo producir al leer cosas como “serpientes” y “necios”. Pero lo interesante es que Jesús, según entendemos, tenía lágrimas en la voz al pronunciar estas reprensiones. Inténtalo. Te desafío a que mañana en el espejo digas “serpientes e hijos de serpientes” con lágrimas en la voz.
¿Hay algo en este pasaje para nosotros? Lo interesante es que esta historia ocurrió justo antes de la muerte de Jesús, en su última semana en la tierra. Este fue su último momento, justo antes de abandonar el templo para siempre, cuando dijo:
«Su casa les será dejada desierta» (Mateo 23:38).
Esta fue su última confrontación.
Pero no fue derrotado. Se marchó como vencedor, aunque estaba llorando y diciendo:
«¡Jerusalén, Jerusalén…» (Mateo 23:37).
¿Por qué hizo esto Jesús? ¿Perdió la paciencia? ¿Fue simplemente una explosión emocional? ¿O si hubiésemos estado allí, habríamos visto otra dimensión en su lenguaje corporal, en sus ojos llenos de lágrimas? ¿Y qué podemos aprender de esto hoy?
UN MONTÓN DE ENFERMOS
La verdad es que Él estaba viendo a un montón de «enfermitos». Supongo que así lo diríamos hoy. Esa gente estaba enferma.
Sus líderes estaban enfermos. Tenían una enfermedad conocida como «mera moralidad». Y hoy se nos dice que muchos que se llaman cristianos son meros moralistas, lo cual significa que muchos cristianos no son más que conformistas externos. Hacen todas las cosas correctas, pero por todas las razones equivocadas. Una religión externa, como Jesús lo señaló una y otra vez, no es suficiente. Y la naturaleza del problema se retrata claramente en estos versículos, donde Él dice:
«¡Hipócritas! ¡Ustedes limpian el exterior de la copa…»
Eso no va a funcionar.
«Limpien primero el interior de la copa…, y así el exterior quedará limpio también.»
Cuando mi hermano y yo éramos chicos, teníamos una economía doméstica bastante curiosa al lavar los platos. Nos turnábamos: él lavaba y yo secaba, y luego al revés.
Cada vez que le tocaba secar, se deleitaba en encontrar una pequeña manchita en un plato o una taza y la arrojaba de nuevo al fregadero. Pero yo me vengaba la siguiente vez. Descubrimos algo seguro: cuando fregábamos y restregábamos bien el interior de las ollas y sartenes, el exterior quedaba limpio automáticamente.
Y Jesús se basó en esa sencilla ilustración.
¿Podemos ponernos en los zapatos de esa gente? Hace tiempo se le dijo algo muy interesante a nuestra iglesia:
«Las pruebas de los hijos de Israel y su actitud justo antes de la primera venida de Cristo me han sido presentadas una y otra vez para ilustrar la posición del pueblo de Dios en su experiencia antes de la segunda venida de Cristo.»¹
Así que, si queremos saber cómo era la gente en los días de Jesús, todo lo que tenemos que hacer es mirarnos al espejo. ¡Ay!
Aquí hay otra cita impactante, del libro El Conflicto de los Siglos:
«Existe una asombrosa semejanza entre la Iglesia de Roma y la Iglesia judía en el tiempo del primer advenimiento de Cristo. Mientras que los judíos pisoteaban en secreto todos los principios de la ley de Dios, eran rigurosos externamente en la observancia de sus preceptos.»²
En matemáticas aprendemos que dos cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí. Así que si hay una gran semejanza entre Roma y los judíos en el tiempo del primer advenimiento, y también una gran semejanza entre esos judíos y nosotros en el tiempo del fin, entonces hay una gran semejanza entre nosotros y Roma.
¿Y cuál es la raíz del problema?
Es algo que ha plagado al cristianismo por mucho tiempo: confundir el buen comportamiento con el cristianismo.
Ahora bien, sucede que cuando nos enfocamos en el comportamiento—en nuestra vida, nuestra teología, nuestra evangelización o lo que sea—llenamos la iglesia de gente fuerte.
La gente fuerte puede resistir, porque puede conformarse externamente a las reglas, regulaciones y normas de la iglesia, y a lo que se espera de ellos. Pero la gente débil pronto se va, y se convierten en “apartados” o “descarriados”.
El problema es que la gente fuerte en la iglesia también son candidatos para el fariseísmo, juzgando a todos los que están “por debajo” de ellos en cuanto a su desempeño. Y de eso hablaba Jesús.
Aparentemente era importante para Él quitar las máscaras de los rostros de los líderes religiosos ante la multitud. Aparentemente Él quería ayudar a la gente a entender, justo antes de morir, que esos líderes que se veían bien por fuera estaban podridos por dentro.
Y eso quedó demostrado solo unas horas más tarde, de hecho, cuando llevaron a Jesús a una cruz solitaria en una colina pública.
Así que cuando Jesús los llamó repetidamente hipócritas, necios, ciegos, serpientes, tenía un propósito en mente. No solo estaba desahogándose, como se suele decir.
Las masas estaban siendo guiadas por gente enferma.
Y Jesús, más de una vez, dijo:
“Ustedes necesitan ir al médico”.
«No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Pero vayan y aprendan lo que significa esto…»
(Mateo 9:12, 13).
Ahora, en Apocalipsis 3, se nos dice que la iglesia que existirá poco antes del regreso de Jesús se llama Laodicea, y Laodicea es conocida por ser tibia.
¿Qué es lo «tibio»? Está hecho de calor y frío.
Pero no podemos entenderlo con el lavamanos de la cocina. No significa que estemos calientes a la izquierda y fríos a la derecha.
Ve a Mateo 23 y descubrirás que lo tibio está compuesto de estar caliente por fuera y frío por dentro. Eso es lo que hace tibio a alguien.
Gente que parece estar ardiente por fuera, pero está fría por dentro: hace todas las cosas correctas por todas las razones equivocadas.
Dios usa esa ilustración para explicar por qué está enfermo del estómago. Él dice:
«Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:16).
En otras palabras, Dios está diciendo:
“Lo tibio me da ganas de vomitar”.
Lo tibio no es aceptable para Dios. Nunca lo ha sido, y no lo fue ese día cuando Jesús salió del templo por última vez.
Así que tomó una posición y señaló los síntomas, y diagnosticó la enfermedad de esos enfermos que estaban frente a Él, los que habían llevado al pueblo al punto de rechazar al Mesías.
VEAMOS NUESTRO PROPIO CORAZÓN Y HAGAMOS UN DIAGNÓSTICO
¿Cómo podemos diagnosticar la enfermedad?
Bueno, primero que nada, necesitamos a alguien que no seamos nosotros mismos para hacer el diagnóstico.
Hace años, cuando era pastor en California, decidí que quería hacerle una prueba de tolerancia a la glucosa a un miembro de mi familia, porque había escuchado sobre el azúcar en la sangre y sus efectos. Así que llamé al centro médico y dije:
—“Quisiera pedir una prueba de tolerancia a la glucosa.”
Y me dijeron:
—“¿Quién es su médico?”
Yo respondí:
—“¿Cómo dice?”
—“¿Quién es su médico?”
—“¿Ah, necesito un médico?”
—“Sí.”
Rápidamente me recordaron que yo no podía hacer el diagnóstico por mí mismo, gracias. Pero yo pensaba que era lo suficientemente grande como para hacerlo.
¿Somos lo bastante grandes como para diagnosticarnos a nosotros mismos?
Bueno, Pablo dice:
“Examínense a ustedes mismos…” (2 Corintios 13:5).
Eso fue lo que dijo:
«Examínense a ustedes mismos.»
Y muchas veces lo hacemos. Observamos nuestro comportamiento, cómo fallamos o dónde tuvimos éxito, y comenzamos a evaluarnos en ese sentido: una religión centrada en el comportamiento.
Pero eso no fue lo que dijo Pablo.
Él dijo:
“Examínense para ver si están en la fe.”
Es decir: examínense para ver si están en una relación de confianza con Jesús.
La teología relacional involucra una persona y la experiencia que llamamos fe.
O, en este contexto de enfermedad y salud, examínense para ver si están en contacto con el médico, si están bajo tratamiento, porque están enfermos.
EL GRAN DIAGNOSTICADOR
Todos nacemos con una enfermedad llamada pecado.
Tiene como base el yo, y su gran síntoma es el egoísmo.
Y entonces está el Gran Diagnosticador.
Sus iniciales son E. S. — ¿Lo conocés, verdad? El Espíritu Santo.
Jesús dijo:
“Cuando Él venga, convencerá al mundo de su error en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio: en cuanto al pecado…”
¿porque no hicieron las cosas correctas, o porque hicieron cosas malas?
No.
Jesús dijo:
“…convencerá al mundo en cuanto al pecado, porque no creen en mí” (Juan 16:8-10, énfasis añadido).
Jesús lo dijo: porque no confían en Mí.
Teología relacional.
Y esto es lo que Jesús estaba intentando señalar constantemente a los religiosos de su tiempo:
que el tema es conocer a Dios y dejar que Él se haga cargo de tu enfermedad y tus problemas.
Después de leer Mateo capítulo 23, podría emocionarme mucho con la idea de “darles con todo” a los líderes de nuestra iglesia.
Podría pensar en ciertos líderes a quienes me encantaría grabarles este mensaje en el corazón.
Pero, pensándolo bien, cuando señalo con un dedo, tengo varios dedos apuntando hacia mí.
Estoy en peligro de estar en el mismo grupo sin saberlo, porque los laodicenses no lo saben.
Esa es la tragedia. Los tibios no lo saben.
Veamos algunos de los síntomas de la gente tibia.
Primero, esta clase de personas “no practican lo que predican” (Mateo 23:3).
Jesús nos dice que hagamos lo que dicen, pero no lo que hacen.
También son una carga para los demás:
“Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás” (verso 4).
Quizás hayas visto un fanático.
Un fanático, por supuesto, es cualquiera que sea más celoso que yo.
O un fanático es alguien que ha perdido su propósito pero ha duplicado sus esfuerzos.
Un fanático solo puede hablar de una cosa.
Y los fanáticos imponen su religión a los demás.
Son una carga.
Lo he visto. He acumulado casos.
Y si me miro en el espejo, debo reconocer que tengo el mismo potencial de hacer exactamente lo mismo.
Estas personas hacen sus obras para ser vistos por los hombres.
“Todo lo hacen para que los vea la gente” (verso 5).
Quieren ser notados.
Quieren estar en el centro de atención.
Podían pararse en las esquinas de las calles en aquellos días con las Escrituras envueltas en la cabeza y en las muñecas y orar en público.
Me cuesta imaginar al ciudadano promedio de esa época apoyado en la vidriera diciendo a sus amigos:
—“Miren a esos maravillosos fariseos en la esquina orando. ¿No son increíbles?”
Yo habría dicho:
—“¡Raros! Son unos raritos.”
Pero el pueblo había caído en este patrón de guías ciegos y seguidores ciegos.
De alguna manera, seguían venerando a esos líderes de los que hablaba Jesús ese día.
Jesús también dijo que estas personas impedían a otros entrar al reino.
“Cierran ustedes el reino de los cielos en la cara de los demás” (verso 13).
Esto es realmente trágico, porque el reino al que se refiere aquí no es el reino de gloria.
Como sabés, ellos tenían un gran malentendido.
Esperaban que el reino de gloria llegara cuando Jesús vino por primera vez.
Pero en ese momento Él vino a presentar el reino de gracia.
Hoy vivimos en los días previos al reino de gloria, cuando Él vendrá pronto con todo poder y majestad.
Pero jamás veremos el reino de gloria a menos que experimentemos primero el reino de gracia—lo que significa que nunca entraremos en la patria celestial a menos que primero entremos en una relación con Jesús y dejemos que Él, el Gran Médico, trate nuestra enfermedad y aplique Su remedio.
Es una cosa terrible impedir que otros comprendan el evangelio.
Otro síntoma, muy interesante:
Jesús menciona que estos religiosos externos hacían largas oraciones (ver verso 14).
Bueno, tengamos cuidado con ese.
La próxima vez que escuches a alguien haciendo una oración larga, podrías recordar Mateo 23.
Espero que ellos también lo recuerden.
Aparentemente, estas personas no estaban al día con sus oraciones en privado, así que tenían que ponerse al día en público.
Por eso, cuando un anciano en la iglesia de Charles H. Spurgeon oraba interminablemente, Spurgeon, el gran predicador, se levantó y dijo:
—“Bueno, mientras nuestro hermano termina su oración, vamos a cantar el himno número 356.”
Estos líderes también eran excelentes en crecimiento de iglesia.
Cruzaban tierra y mar para hacer un solo converso.
Y luego, Jesús dijo:
“Cuando logran uno, lo hacen el doble de hijo del infierno que ustedes” (verso 15).
Así que traían gente y los hacían iguales a ellos—lo que significa que si predicás una religión externa, vas a atraer personas fuertes que también serán víctimas de una religión externa.
Y Jesús fue implacable en arrancar esa máscara de estos líderes en su último día en la sinagoga.
En otra ocasión, Jesús dijo:
“Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí” (Juan 12:32).
Él hablaba como Dios.
Si cualquier otra persona—otro ser humano—hubiera dicho eso, habríamos pensado que algo andaba mal con él.
Pero Jesús es Dios, y Él podía decirlo:
“Yo, si soy levantado… atraeré a todos a mí”.
Estos líderes religiosos tenían todo al revés.
Decían:
“Si logramos atraer a todos hacia nosotros, entonces seremos levantados”.
Y eso todavía puede hacerse hoy.
Podés ser bueno en crecimiento de iglesia, podés publicitar tus éxitos en términos de números y atraer a todos hacia vos.
Pero todo es una farsa.
Jesús se pronunció con fuerza contra esto.
Otro síntoma de estas personas tibias es la inconsistencia (ver versos 16–22).
Y también eran excelentes diezmadores (ver verso 23).
Pagaban el diezmo hasta de las cosas más pequeñas.
De hecho, eran excelentes en la observancia del sábado.
No levantarían siquiera un pañuelo si caía al suelo.
Eran estrictos en la reforma pro-salud.
No comerían un mosquito que cayera en la sopa.
Y eran rigurosos en el culto familiar.
Estaban ansiosos por volver de la cruz a tiempo para el culto vespertino del sábado, como recordarás.
Pero el verso 23 también dice que no tenían misericordia, ni fe, ni justicia.
Básicamente, no tenían amor.
Y nos enfrentamos al peligro de estar en la misma situación.
Así que es bueno que leamos palabras tan duras como estas.
No todo es malo.
¿CUÁL ES EL DESAFÍO?
Entonces, si estoy en peligro de estar tan enfermo como los líderes religiosos y tan enfermo como la gente que los seguía, más vale que descubra dónde está el tratamiento.
Y aquí es donde llegamos a la parte buena.
Jesús dijo que el trabajo debe comenzar desde adentro y luego ir hacia afuera:
“Limpia primero el interior del vaso y del plato, y entonces también el exterior quedará limpio” (verso 26).
Comenzar por fuera y tratar de cambiar el interior siempre ha fracasado y siempre fracasará.
¿Lo descubriste?
Yo lo descubrí.
Mi historial revela mucho tiempo y esfuerzo desperdiciado intentando cambiar desde afuera hacia adentro.
El enfoque moderno de modificar el comportamiento, la psicología del “finge hasta que lo logres” (“fake it till you make it”), no es más que aserrín frente al consejo de Jesús.
Comenzá por el interior, y eso se encargará del exterior.
SE NECESITA CIRUGÍA DE CORAZÓN
Antes de que podamos buscar un remedio, tenemos que admitir que estamos enfermos, admitir que necesitamos un médico (ver Mateo 9:12).
Luego debemos admitir que no podemos hacer nada respecto a nuestra condición (ver Juan 15:5).
No trates de parchear tus propias circunstancias ni tus propios problemas.
No trates de poner curitas sobre un cáncer.
Ve al médico.
David entendía esto.
En el Salmo 51, el gran salmo de arrepentimiento, dijo:
“Contra ti, contra ti solo he pecado”.
Y luego rogó a Dios:
“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:4, 10).
Lo que él necesitaba, y lo que nosotros necesitamos, es una cirugía de corazón.
Cuando vamos al Gran Médico y Él dice:
“Necesitás cirugía cardíaca. ¡Necesitás un nuevo corazón!”,
eso da miedo.
Hace algunos años era aún más aterrador.
Una vez fui a ver a un hombre en el hospital Stanford que iba a someterse a un trasplante de corazón.
Era un ateo de Inglaterra.
Uno de los médicos de mi iglesia estaba en el equipo médico.
Quería que fuera a visitarlo.
Charlamos un rato.
Le dije:
—“Supongo que entendés el riesgo, ¿no?”
—“Oh, sí.”
El riesgo era alto en aquellos primeros días.
Pero él dijo:
—“He decidido que si tengo que vivir un solo día más como me siento ahora, no me interesa vivir otro día más.
Acepto el riesgo.”
Lo aceptó. Y murió.
Pero fue un privilegio recordarle, justo antes de morir, que Dios también ama a los ateos.
Solo Dios sabía por qué era ateo.
Y Dios no solo mira lo que hacemos, sino también por qué lo hacemos.
La cirugía de corazón requiere que me rinda al cirujano.
Cuando aceptás pasar por el bisturí del cirujano, te estás rindiendo, ¿verdad?
Supongo que por eso siempre me asombran los cirujanos.
Voy al hospital y veo a los doctores entrando y saliendo, y digo:
—“¡Guau! ¡Esto debe ser impresionante!
¡Estar dispuesto a tener la vida de una persona bajo tu cuchillo!”
Pero las personas se rinden a eso.
Y la rendición es la esencia de las enseñanzas de Jesús.
El Gran Médico ha prometido:
“Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes” (Ezequiel 36:26).
¿Va a requerir una transfusión de sangre en el proceso?
Sí, la requerirá.
¿Hay suficiente sangre para todos?
Sí, la hay.
“Hay una fuente llena de sangre, extraída de las venas de Emanuel.”
¿Será necesario algún tipo de limpieza en el proceso?
Sí.
¿Ya fue provisto eso?
La Escritura dice:
“Si andamos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado” (1 Juan 1:7, énfasis añadido).
Y:
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9, énfasis añadido).
¿Podemos confiar en el Gran Médico?
¿Podemos confiar en el Cirujano?
¿Podemos admitir nuestra gran necesidad?
Solía querer ser un misionero médico.
Cuando fui a la universidad, quería ser vaquero, baterista de jazz o misionero médico.
No enseñaban las dos primeras, así que intenté con medicina.
Entonces vino el laboratorio de gatos y el laboratorio de ranas.
Una noche las enfermeras proyectaron una película de una cirugía.
El lugar estaba lleno. Hacía calor. Yo estaba de pie.
Y no estuve de pie por mucho tiempo.
Cuando te sentís mareado y apenas lográs regresar tambaleando al dormitorio, te decís:
“¿Y yo voy a ser médico?”
Así que me curé de eso.
Años después, el Dr. Wareham me invitó a presenciar una cirugía a corazón abierto en el Hospital White Memorial, en el sur de California.
Pensé que probablemente me desmayaría otra vez.
Pero me absorbí tanto en la cirugía que no tuve tiempo para desmayarme.
Observé mientras el equipo hacía su trabajo.
Abrieron al paciente—un joven de dieciocho años—y lo conectaron a la máquina corazón-pulmón.
Luego abrieron su corazón.
Y allí estaba la válvula que había estado restringida desde su nacimiento.
El Dr. Wareham simplemente se quedó allí mientras hacían todo eso.
Luego fue su turno.
Tomó el bisturí y comenzó a trabajar al ritmo del latido del corazón, como un mecánico ajustando las válvulas de un Chevy.
Entonces simplemente lo tocó, y se abrió un poco.
Lo tocó otra vez, y se abrió un poco más.
Lo tocó por tercera vez, y había terminado.
Dejó el bisturí. Ya había acabado.
Y todos estaban contentos de que él lo hubiera hecho.
¡Impresionante!
Me fascinó tanto la cirugía que me quedé el resto del día.
Vi una craneotomía.
Vi una mastectomía.
Vi a alguien más lleno de cáncer; todo lo que podían hacer era volver a coserlo.
Al día siguiente, fui a visitar al joven de dieciocho años.
Ahora tenía el rostro rojo y saludable.
Le dije que había visto partes de él que él mismo nunca había visto.
Y conversamos.
Impresionante — entrar al hospital y quedar bajo el bisturí del cirujano.
Estoy feliz de que Jesús sepa lo que hace, ¿y tú?
¿Puedo confiar en Él?
¿Me rendiré a sus manos expertas?
¿Y tú?
Ah, ¿y qué pasa con el costo?
Hoy en día me enferma el solo hecho de preocuparme por enfermarme.
¿Quién va a pagar por eso? ¿El seguro?
Ni siquiera puedo pagar el seguro.
Hace que uno quiera mudarse a Canadá o Inglaterra.
Pero cuando se trata del Gran Médico, ¿cuál es el costo?
Tengo noticias para ti. Buenas noticias. No cuesta nada.
Y tengo malas noticias para ti. Cuesta todo.
No cuesta nada en términos de dinero.
Pero cuesta todo en términos de rendición, al decir:
“Dios, te necesito.
No quiero ser como esos sepulcros blanqueados en los días de Jesús.
No quiero ser como los seguidores ciegos que seguían a líderes ciegos.
No quiero oír aquellas palabras que Jesús clamó en su última confrontación—las palabras que dijo justo antes de marcharse:
‘¡Jerusalén, Jerusalén… tu casa os es dejada desierta!’”
Sí, no cuesta nada. Pero cuesta todo.
También tengo más buenas noticias para ti: el pronóstico es asombroso.
El pronóstico es que, con el tratamiento, no solo sanaré, sino que seré más que sano.
Seré más que vencedor por medio de Jesús, que me ama.
Y hay una noticia más interesante:
No hay alta médica con este Doctor.
Tengo que mantenerme en contacto con Él el resto de mis días.
Y no hay alta del hospital.
Tengo que quedarme en el hospital el resto de mis días, yendo de paciente en paciente, contándoles las buenas noticias del Gran Cirujano, el Gran Médico.
Esta iglesia es el hospital.
En los días del buen samaritano se le llamaba la posada.
¿Recordás?
El samaritano llevó al hombre herido a la posada y dijo:
“Cuídalo.”
Se lo dijo al posadero.
Ahora tú eres el posadero.
“Cuídalo —dijo—, y cuando yo regrese” —aquí está la segunda venida de Cristo—
“cuando yo regrese, te reembolsaré cualquier gasto adicional que hayas tenido” (Lucas 10:35).
Esta es la clínica para pecadores, vecino.
Y nos quedamos en el hospital, y nos quedamos con el Médico.
Pero sin eso—sin el tratamiento, sin permanecer con el Doctor, sin permanecer en el hospital—el caso es irremediable.
Es terminal.
Se llama la segunda muerte.
Qué privilegio tan maravilloso hemos tenido, al mirar un capítulo fuerte, la última confrontación de Jesús, y de alguna manera presenciar—entre las lágrimas que lo ahogaban mientras pronunciaba su reprensión—su amistosa invitación a venir y encontrar ayuda.
¿No vendrás tú también?
¿No lo aceptarás en tu corazón y en tu vida?
¿No aceptarás su transformación, su sanidad, el bienestar que Él quiere darte, y la invitación a quedarte con Él, a permanecer en el hospital hasta que lo veamos cara a cara?