Prólogo

Ella pensaba que su vida no tenía valor. Sentía que no era buena para nada, ni para nadie. Poco podía imaginarse de qué manera su vida tocaría la mía. Mi paciente no tenía la más mínima idea de que me encaminaría en un largo viaje, un viaje que duró trece años y que me llevó a escribir este libro.

Estaba cursando el segundo año de mi residencia de Psiquiatría cuando la conocí por primera vez. Era un día frío. El cielo estaba gris y lluvioso, y yo tenía la esperanza de pasar un día tranquilo en la guardia. Creo que no había nada malo en esperar eso. Acababa de preparar una merienda, y esperaba tener una tarde tranquila viendo fútbol en la televisión y comiendo nachos con guacamole, cuando el sonido estridente de mi teléfono me recordó que era un residente y que el fútbol tendría que esperar…

Dejé la televisión encendida, los nachos sobre la mesa, y me fui rápidamente al Centro Médico Militar Eisenhower (CMME), ubicado en el Fuerte Gordon, en Augusta, Georgia, para atender solo mi primera “emergencia psiquiátrica”.

Cuando la vi por primera vez, su apariencia era bastante normal. ¿Cómo podría imaginarme en ese momento que la historia de su vida tendría un efecto tan grande sobre mí? Se veía muy triste y sola; su condición era lamentable, y su rostro reflejaba a alguien a quien los años le habían transcurrido dejando profundas huellas. Aunque solo tenía 47 años, su piel se veía desgastada, arrugada y envejecida. Su cabello tenía un tono anaranjado artificial. En vez de maquillaje, sus mejillas mostraban huellas de lágrimas. Estaba vestida con el típico uniforme azul de paciente de hospital psiquiátrico.

Se había asignado a su cuarto una acompañante terapéutica para que la vigilara las 24 horas, con el fin de evitar que realizara nuevos intentos de suicidio. Aunque sus ojos parecían divagar al infinito, sentí que había algo dentro de ella que pedía auxilio a gritos. Habiendo fracasado en su último intento de suicidio, la paciente había perdido la esperanza y se había entregado a la apatía y al desánimo. Y ahora estaba bajo mi responsabilidad…

Al ir conociéndola más profundamente, descubrí una historia dolorosa y triste, cuyas consecuencias ella todavía estaba tratando de resolver. Me contó que había crecido en Escocia, en una familia cristiana conservadora. Sus padres le enseñaron a respetar al cura párroco como representante de Dios en la Tierra. Sin embargo, me explicó que este hombre había abusado sexualmente de ella desde los seis hasta los diez años; y más tarde le recordaba su pecaminosidad y su necesidad de arrepentimiento, sin las cuales se quemaría en el fuego del infierno.

Luego de esto, continúo describiendo su vida como una historia tumultuosa con múltiples relaciones amorosas fracasadas. Una vida en que era común sentir cambios drásticos del estado de ánimo, pesadillas, memorias recurrentes del abuso; además de sufrir de angustia, ira y rabia, especialmente si tenía que confiar en otra persona.

Sin embargo, lo que era aún más preocupante era que padecía de un miedo crónico a Dios, y estaba cargada de interrogantes como: “¿Fue Dios quien me hizo esto?” “¿Fue su voluntad que yo sufriera abuso?” “¿Acaso me odia?” “Si Dios es amor, ¿por qué permite que los niños sufran abuso?” “¿O es que Dios ni siquiera existe?” Hasta ahora, en su vida, ella no había podido encontrar respuestas a la silenciosa tormenta que se abatía dentro de su alma. Al continuar relatando la historia de su vida, relató cómo había hecho varios intentos infructuosos por escapar del dolor de su corazón. Las drogas, el alcohol y múltiples encuentros sexuales la habían hecho sentir extremadamente vacía. Cuando el dolor se volvió insoportable, intentó quitarse la vida.

Como yo aún era residente, las regulaciones de mi práctica psiquiátrica me exigían presentar todos los casos de mis pacientes al psiquiatra de cabecera, que me supervisaba semanalmente. Cuando llegamos a su caso en la supervisión, mi jefe sintió que los problemas involucrados en el caso de mi paciente estaban fuera del campo de la psiquiatría, y que ella debería ser remitida a un capellán para que abordara estos problemas. Después de que hablé con ella sobre esta posibilidad, estuvo de acuerdo en ver a un capellán. Pero pidió que no fuera de la religión que ella tenía cuando era niña.

Después de varias visitas del jefe de capellanes del CMME, le pregunté cómo le estaba yendo con las sesiones. “Muy raro”, contestó. “Me dijo que no leyera mi Biblia y que no orara. En cambio, me pidió que escribiera una lista de cada cosa mala y dolorosa que me había sucedido. Luego, me dijo que imaginara un rayo de luz que entra por la ventana y quema la lista que hice. Después de eso, tengo que romper el papel, y mis problemas se habrán terminado”. Por supuesto, este ejercicio no eliminó sus problemas, ni mucho menos logró calmar la borrasca de su alma o encontrar las respuestas a sus preguntas sobre Dios y su papel en su vida.

Mientras estaba allí escuchándola, me sentí muy impotente. Quería ayudarla a responder sus preguntas, a quitar el dolor que tenía. Pero no tenía las respuestas. Todo lo que podía hacer era escuchar… No tenía nada profundo para ofrecerle, y eso me enojaba.

Fue entonces, en ese momento, que me decidí a buscar las respuestas; respuestas reales que le permitieran sanar realmente, para que, de esa manera, yo pudiera ofrecer algo que ayudara a sanar el dolor. Este libro es el resultado de esa búsqueda.

Mi paciente pensaba que su vida no tenía valor. Llegó a la conclusión de que su vida no tenía importancia, que no le importaba a nadie. Pero estaba equivocada. Su vida era importante; era importante para mí. Soy privilegiado por haberla conocido. Y, quizá, muchos otros, al leer este libro, harán una pausa al recordar su vida y reconocerán cuán significativa fue en realidad.