“La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo” (Salmo 19:7).
Cuando comencé a explorar el tema del amor por primera vez, me encontré abrumado por la cantidad de posibilidades. Sabía, como cristiano, que el amor era central en el plan de Dios para sanar a la humanidad, pero la mayor parte de lo que leí hablaba del amor como una fuerza amorfa o una emoción cálida y difusa. Eso no parecía tener sentido. El problema inicial que tuve al explorar los parámetros del amor era tratar de distinguir entre el amor y sus falsificaciones, y luego tratar no solo de experimentar el amor, sino también entenderlo.
El pensamiento de que el amor realmente era una ley universal –un principio sobre el que se basa la vida– estaba tan lejos de mi mente, que ni siquiera podía comprender esa posibilidad al comienzo. Pero al empezar a entender las otras constantes universales, tales como la ley de la libertad, la ley del amor se fue haciendo cada vez más clara.
En los dos capítulos anteriores exploramos hasta qué punto la violación de la ley de la libertad daña y destruye. Examinamos la vida de Shirley y las consecuencias que tuvo que enfrentar cuando su esposo violentó sus libertades. Intuitivamente, reconocemos que toda violación de la ley de la libertad viola el amor; pero también debemos comprender el hecho de que no toda violación de la ley del amor es una violación de la libertad.
Samuel y Vilma habían estado casados por 43 años. Tenían tres hijos adultos y ahora se suponía que debían estar disfrutando de su jubilación. Desafortunadamente, su matrimonio estaba a punto de colapsar, no por infidelidad, abuso físico o continua violación de la libertad, sino por la ausencia de amor: no pensar activamente en el bien del otro antes de actuar, no poner al otro en primer lugar.
Tanto Samuel como Vilma eran miembros activos de su iglesia, y nunca pensarían en hacer algo que otros considerarían como un pecado escandaloso, pero con mucha frecuencia dejaban de hacer cosas que podrían considerarse una manifestación abierta de amor. Ambos estaban buscando constantemente satisfacer sus propias necesidades, en vez de buscar satisfacer las necesidades del otro. Habían caído en la trampa de la indiferencia, una relación en la que ya no se preocupaban por el bienestar del otro. En vez de simplemente buscar amarse el uno al otro, solo buscaban obtener algo del otro. Su relación era lamentable; sus corazones lentamente se estaban endureciendo, estaban muriendo emocional y espiritualmente.
El amor no es simplemente tratar de evitar actividades perjudiciales, es elegir actuar intencionalmente, de forma edificante y desinteresada. Tampoco es simplemente hacer lo que se siente bien; por el contrario, el amor involucra hacer lo que es bueno sin importar cómo nos sintamos. El amor no es egoísta: es hacer lo que está en el mejor interés del otro y darse el uno por el otro. Cuando amamos, aprendemos a vivir. Cuando dejamos de amar, morimos.
Silvia estaba nerviosa: ella y su esposo, Felipe, estaban dirigiéndose a casa de los padres de ella para llevarlos a comer a un restaurante. Su padre, de 83 años, sufría del mal de Alzheimer hacía ya muchos años. A medida que las capacidades mentales de su padre se iban deteriorando, su comportamiento empezó a ser bastante extraño e irritante hacia los demás. ¿Cómo trataría Felipe al padre de Silvia, si este no se comportaba “bien”?
Tan pronto como recogieron a los padres de Silvia, su padre empezó a preguntarle a Felipe qué tipo de auto tenía, de qué año era, qué tipo de gasolina utilizaba… Repitió esas preguntas más de diez veces en menos de quince minutos. Pero en vez de irritarse, Felipe respondió cada pregunta como si fuera la primera vez, con alegría, calma y paciencia, mostrando interés y compasión genuinos por su suegro. Felipe se dio a sí mismo, e hizo lo correcto porque era lo que había que hacer, independiente de cómo se sentía. El esposo de Silvia mostró amor en acción
El amor es vida
La ley del amor es la ley de la vida, el principio sobre el cual se basa toda la vida en el universo. Como Dios mismo es amor, diseñó todo lo que creó para que funcionara en armonía con su ley de amor, un círculo de beneficencia en donde todos se dan libremente a los demás. Podemos ver este círculo en la naturaleza: el sol calienta los océanos, lo que genera nubes, que producen la lluvia que cae sobre la tierra para formar los lagos, ríos y arroyos que fluyen por toda la tierra llevando vida, y finalmente regresan al mar para iniciar nuevamente el ciclo. Las plantas producen el oxígeno necesario para que los animales puedan vivir, y los animales, a su vez, producen el dióxido de carbono que las plantas necesitan para crecer.
La ley del amor es la ley de la vida. También en la naturaleza, cuando se deja de dar se detiene la vida. Un cuerpo de agua que deja de fluir y dar agua se estanca, y todo lo que está en él muere. Cuando dejamos de dar nuestro aliento para beneficiar a las plantas, inevitablemente morimos. Es al dar que podemos vivir. Quienes aceptan y ponen en práctica la ley del amor son preservados del mal. Pero cuando solo buscamos recibir, morimos lentamente. Cuando dejamos de dar, nos separamos de los canales de bendición, y el resultado inevitable es la muerte.
Las flores dan su polen a las abejas, y las abejas fertilizan las flores, con lo que se incrementan sus frutos. Los árboles dan sus nueces a las ardillas, y las ardillas las comen, las diseminan y entierran las semillas, con lo que incrementan el número de árboles. La ley del amor es la ley de la dadivosidad, la ley de la vida.
Cuando salió de la mano del Creador, el mundo era perfecto, y toda la naturaleza revelaba plenamente la ley del amor. Pero cuando el pecado entro en el mundo, un principio antagónico infectó la naturaleza y oscureció la clara revelación del amor de Dios. Como el pecado, que es el principio del egoísmo, desfiguró el amor de Dios en la naturaleza, fue necesario que Dios nos proporcionara su Palabra escrita para que viéramos y entendiéramos más claramente ese principio divino.
Quienes estudian la naturaleza sin la ayuda de la Palabra escrita de Dios con frecuencia no logran ver las obras de su mano, y en vez de eso ven la infección que ha desfigurado su hermosa creación. Los estudiosos de la naturaleza frecuentemente describen esa infección con la famosa frase: “La supervivencia del más fuerte”, el principio del egoísmo. Charles Darwin no inventó el principio de la supervivencia del más fuerte, simplemente observó en la naturaleza esta motivación egoísta que ha destruido la obra de Dios. Pero no alcanzó a comprender el verdadero significado de lo que veía.
De la misma manera, psiquiatras y psicólogos que estudian el comportamiento humano invariablemente ven la infección que está destruyendo la humanidad y concluyen que es algo “natural”. Freud, luego de abandonar su creencia en Dios, cometió este trágico error cuando concluyó que la fuerza central en los seres humanos es el “Yo”, que es sencillamente la infección del egoísmo. Sin la Palabra escrita de Dios para iluminar la mente y poner en el contexto apropiado lo que observamos en la naturaleza humana, muchas personas creen que la infección que está destruyendo la raza humana es tan solo una parte normal –y, por lo tanto, aceptable– de nuestro ser.
Imagina que vives en una aldea de África donde toda la población está infectada con el virus del sida, y hay tal carencia de educación que ninguno ha siquiera oído sobre esta enfermedad. Todo recién nacido está infectado con esta enfermedad, y todos los adultos sufren por su devastación. Todos están enfermos y moribundos. Imagínate que esta villa está completamente aislada del resto del mundo y, con el pasar de los años, las nuevas generaciones olvidan cómo era la vida humana sin el virus del sida. Dentro de ellos surgen estudiosos de la naturaleza que observan la vida humana. ¿Es posible que concluyan, incorrectamente, que esta infección es parte natural de su condición humana? ¿Podría ser que ellos y la población en general llegasen a creer que esa es la forma en que se supone que son las cosas?
Toda la naturaleza está infectada. Como lo dijo Pablo en Romanos 8:22, toda la naturaleza gime bajo el peso del pecado, y los virus ofrecen un ejemplo perfecto de los efectos del pecado. Estos no eran parte de la creación original de Dios. ¿Cómo lo sabemos? Por la ley del amor. Los virus están basados en una forma biológica de egoísmo. Un virus es una pequeña pieza de código genético (ADN o ARN); no tiene capacidad de dar nada, sino que solo puede tomar para sí mismo. Cuando un virus entra en un portador vivo, toma control de toda la maquinaria de las células y hace que estas produzcan más y más virus: autorreplicación, autoexaltación. Y lo hace tan extensivamente, que si no es eliminado mata al portador y termina matándose a sí mismo, ya que finalmente no tiene más portador para explotarlo. Qué ejemplo más preciso de la obra sin obstáculos del pecado en nuestra vida.
Nuestros glóbulos blancos, por otro lado, forman parte de la creación de Dios y funcionan según el principio del amor: el sacrificio propio. Cuando un agente infeccioso entra en nuestro organismo, los glóbulos blancos se sacrifican deliberadamente para poder salvarnos de la infección. ¡Qué contraste, la diferencia entre el amor y el egoísmo, incluso a nivel celular!
Los seres humanos están infectados por el egoísmo, y el plan de Dios es hacer que el egoísmo deje de ser el principio motivador central de la mente humana y restaurar su ley de amor y libertad como el principio operativo central. A menos que suceda esta curación en la mente, el resultado inevitable será la muerte.
Si bien el egoísmo actualmente infecta a toda la humanidad, Dios no nos dejó sin ayuda en esta lucha contra nuestra enfermedad. ¡No! Nos envió su Santa Palabra, y envió a su Hijo a fin de revelar su plan para curarnos y restaurarnos a nuestra condición original. Al leer el texto enviado por nuestro Creador, podemos mejorar nuestra capacidad de distinguir entre la infección y la condición que Dios planeó darnos originalmente. Así, entonces, podremos tomar decisiones inteligentes para cooperar con él en el proceso de nuestra curación y transformación.
El resultado de transgredir la ley del amor es la muerte
¿Alguna vez te has preguntado por qué Dios advirtió a Adán que si comía del árbol moriría? Fue por la ley del amor, el principio de dar, sobre el que se basa toda la vida. Cuando no estamos en armonía con esta ley, la consecuencia inevitable es la muerte, no porque Dios esté enojado y sea vengativo, sino porque transgredir la ley del amor separa a las personas de la Fuente de las bendiciones y la vida y, como resultado natural, la vida no puede continuar. Cuando un cuerpo de agua queda aislado de su fuente, se estanca y todo en él muere. De la misma manera, la mente humana separada de la voluntad de Dios perecerá.
Adán recibió todo lo que estaba en el planeta, excepto un árbol y su fruto. Dios se reservó el fruto del árbol e indicó a Adán y a Eva que no comieran de él; pero les dio todo lo demás que estaba en la Tierra para que lo poseyeran. Si la primera pareja valoraba el amor de Dios y quería demostrar su amor, ¿le habrían robado? ¿Habrían tomado lo que no les pertenecía? O, si amaban a Dios, ¿habrían respetado lo que era posesión de él y se hubieran abstenido de comer del fruto que no era suyo?
Amar significa hacer lo que es para el mejor interés de la otra persona, sin importar cómo nos sintamos. Este es el principio del dar; y robar a alguien viola este principio. Robar es lo contrario de amar, lo opuesto de dar. Es tomar, aferrarse, acumular. Tan pronto como Adán quebró la ley del amor por tomar para sí mismo y aprovechar para exaltarse a sí mismo, experimentó un cambio. En lugar de experimentar una existencia superior y más noble, sintió miedo, y su propia capacidad de amar quedó dañada.
Cuando Adán comió del fruto, rompió su unidad con Dios. En el proceso, escogió el principio de la exaltación y la satisfacción propias, y el del egoísmo, que reemplazó a la ley del amor en su mente e impidió que recibiera el flujo abundante y continuo de amor que provenía del corazón de Dios. Dios seguía amando a Adán, pero ese amor ya no moraba en el corazón de Adán.
Una vez que la humanidad rompió la ley del amor, todo su carácter cambió. La complacencia propia reemplazó el principio del amor que se sacrifica, la generosidad y la beneficencia, e inmediatamente comenzó a preocuparse por sí mismo, su situación, sus problemas y sus circunstancias, más que por cualquier otra cosa. El miedo se apoderó del hombre. Su razón perdió el equilibrio, su conciencia quedó dañada, y su voluntad ahora estaba bajo el control de los sentimientos. El principio de “la supervivencia del más fuerte” ahora dominaba la mente de Adán, quien corrió inmediatamente, se escondió y trató de culpar a Eva por su condición (ver Gén. 3:12). Adán había perdido su capacidad de amar; y sin la intervención divina, su condición lo llevaría a la destrucción.
El efecto dominó de la destrucción
Cualquier transgresión de la ley del amor produce una inmediata serie de consecuencias predecibles. Es como hacer caer una fila de fichas de dominó: una vez que hacemos caer la primera ficha, el resto comienza a caer inmediatamente. Ocurren daños inevitables. La primera consecuencia es que se daña nuestra capacidad de amar. Ya no buscamos por naturaleza dar a los demás; más bien, nos encontramos inmersos en un deseo por satisfacernos a nosotros mismos.
Transgredir la ley del amor no solamente daña nuestras facultades de razonamiento y la conciencia, sino también empieza a convencernos de nuestros errores. Experimentamos sentimientos de autoincriminación como el miedo, la ansiedad y la inseguridad, que hacen que perdamos la capacidad de pensar con claridad. Pero en vez de reconocer que el problema está en nosotros, juzgamos mal a Dios y tratamos de escondernos de él. En vez de darse cuenta de que estamos enfermos y moribundos, muchos empiezan a creer que Dios quiere castigarnos. Esta concepción errada de Dios hace que cerremos nuestras mentes al canal de amor que fluye de él. Sin una intervención divina, nuestra condición es terminal. Por eso, Dios envió a su Hijo para restaurar la confianza, para eliminar el miedo y la duda de nuestra mente, de modo que podamos cooperar libremente con él para nuestra curación.
También debemos recordar que aun si el amor de Dios hubiera estado fluyendo antes en nosotros, si dejamos de amar y de darnos a nosotros mismos por los demás, nuestros corazones y mentes lentamente se endurecerán, llegarán a ser cada vez más egoístas y finalmente morirán. Por supuesto, esto lo podemos ver demostrado en la vida de Adán y Eva.
Imagina el agua que fluye en las cañerías de tu casa. El agua es pura, limpia y abundante, y procede del acueducto municipal. Pero ¿qué le pasa al agua que está en las cañerías si cierras todas las llaves y no dejas que vuelva a fluir nunca más? Sin importar cuán pura era cuando entró en tu casa, empezará a estancarse, no porque se haya cerrado el agua de la ciudad, sino porque las llaves han sido cerradas, lo que no permite que llegue más agua pura a la casa. De la misma manera, cuando dejamos de amar y de dar, cerramos el corazón y la mente, y nos aislamos a nosotros mismos del amor ilimitado de Dios. Solamente podemos crecer al recibir su abundante amor y permitir que ese amor fluya en nosotros hacia otros.
Amor más grande
Cristo dijo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15:13, NVI). ¿Por qué sacrificar nuestra propia vida es el amor más grande? Porque dar la vida para salvar a otro es el final absoluto del egoísmo. El amor es el proceso del dar, exactamente lo opuesto del tomar, arrebatar o buscar la satisfacción propia. Las personas pueden aferrarse a muchas cosas, pero cuando la muerte llama, darían cualquier cosa con el fin de poder seguir viviendo. Cuando alguien es capaz de entregar su vida por otra persona, entonces no hay nada a lo que se aferraría: el amor ha reemplazado al egoísmo.
Los Diez Mandamientos y el ADN
El principio del egoísmo está en conflicto con el principio del amor. La satisfacción propia, la promoción de uno mismo y la exaltación propia se oponen a los métodos de amor y libertad que tiene Dios. Él creó nuestro planeta, y la humanidad en particular, como muestras de su ley, su método de hacer funcionar el universo. Solo podemos entender plenamente la ley del amor y la libertad cuando la vemos en acción en un ser vivo inteligente. Buscar observarla en una piedra nunca revelaría su verdadera naturaleza. Esta ley debe ser vista en acción.
En los últimos años se han difundido noticias de batallas legales por la exhibición de los Diez Mandamientos en lugares públicos. He oído que algunas personas proclaman que los Diez Mandamientos son la última palabra sobre la ley de Dios. Pero estas personas malinterpretan su ley. Los Diez Mandamientos son solamente una transcripción de la ley de amor y libertad de Dios, un tenue reflejo de la plenitud de esta ley.
Los Diez Mandamientos son como tu código ADN. Sí, es posible documentar la secuencia específica de ADN de una persona, que nos ofrece una transcripción precisa de ciertos aspectos del individuo. Pero ¿podremos conocer a la persona completamente –el sonido de su risa, cuán brillante es su sonrisa, el afecto de su amor– con solo estudiar su ADN? De la misma manera, los Diez Mandamientos son un tenue reflejo de la ley de amor y libertad de Dios. Solo estudiar los Diez Mandamientos nunca revelará la ley de Dios por completo. En cambio, necesitamos ver la ley de Dios hecha carne.
Dios creó a la humanidad para que fuera depositaria de su ley de amor. Solo después de que la raza humana cayera y la ley de amor divina ya no estuvo escrita en nuestra mente, se hizo necesario ponerla escrita en piedra, como un intento de despertarnos para que viéramos nuestra condición enferma. Pero es el plan de Dios restaurar su ley de amor y libertad en nuestra mente. Con respecto al nuevo pacto, el autor de la carta a los Hebreos, citando al profeta Jeremías, dice: “Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré” (Heb. 8:10).
Amor fraternal
Aunque el pecado estropeó la creación y ahora solo se puede ver en ella tenuemente el amor que existe en el corazón de Dios, todavía podemos ver su amor manifestado en nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos y hermanas, nuestros amigos y compañeros. Lo que suele llamarse “amor fraternal” en términos humanos es lo que más se parece al amor de Dios, y que podemos ver a diario. Esta es la razón por la que Dios diseñó a la familia: para reflejar la relación que existe dentro de la Deidad y entre Dios y su creación.
Los padres son llamados a tener un amor muy íntimo entre ellos; tan cercano, tan privado, que los dos llegan a una unidad de mente, corazón, propósito, disposición y voluntad. Llegan a confiar entre sí, a ser confidentes y amigos. Pero debido al egoísmo, hasta el matrimonio más armonioso es solo un tenue reflejo del amor y la unidad dentro de la Deidad.
Por fuera de la unidad de los padres están los hijos, que son la consecuencia y la expresión del amor de los padres. Cuando el amor entre los padres crece, la pareja se une y cada uno da una parte de sí mismo para crear la descendencia de ellos. Esta nueva creación –una extensión de su amor– llega a ser el objeto de su atención y afecto.
Los padres, entonces, dedican todos sus recursos para brindar salud y bienestar a sus hijos. Esto refleja el cuidado constante del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que velan por su creación. Y así como los padres se sacrifican a sí mismos para salvar a un hijo, de la misma manera, Dios se sacrificó a sí mismo para salvarnos.
Dentro de la relación matrimonial, Dios diseñó la experiencia de la unidad para que estuviera llena de una paz perdurable, confianza continua y un intenso sentimiento de alegría y placer. Sin embargo, no fue su plan que estos sentimientos fueran un fin en sí mismos, sino el resultado hermoso del sacrificio propio, de compartir, de hacer lo correcto e interesarse por el otro.
Una vez que Adán falló en su propósito original como corona de la Creación (la mejor muestra de la ley de amor y libertad de Dios ante el resto del universo, para demostrar sus métodos y sus principios), había un paso más que Dios podía dar para revelarse a sí mismo y revelar su ley viviente. Dios llegó a ser uno con nosotros, y en forma humana él fue el depositario de su ley, al demostrar su altura, su profundidad, su anchura y su eternidad. Cristo mostró los métodos de Dios para gobernar el universo. Por medio de su vida, reveló a Dios.
El amor cura
El plan de Dios es tomar a la humanidad destruida por el pecado, nacida con inclinación natural a la satisfacción propia e infectada con la ley del egoísmo, y restaurar en ella su ley de amor y libertad. El Señor no quiere tan solo poner su ley en nuestra mente como una idea que debe ser creída, sino que desea recrearnos completamente a su imagen, para que seamos canales vivos de su amor. Su ley de amor permeará todo nuestro ser y llegará a ser el manantial de toda acción. Él quiere elevarnos de nuestra condición caída de egoísmo, de esclavitud al miedo, la inseguridad y los sentimientos, para que podamos volver a ocupar nuestro lugar de nobleza en el orden de Dios. Al quitar el egoísmo de nuestra mente, Dios restaurará en nosotros su ley viviente de amor y libertad. Entonces, nuevamente seremos amigos de Dios, capaces de sacrificarnos a nosotros mismos, inteligentes y con gobierno propio. Seremos los depositarios vivos de su gran ley de amor y libertad.