5. La ley de la libertad

Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho a darle órdenes a los demás. La libertad es un regalo del cielo, y todo individuo de la misma especie tiene derecho a gozar de ella tan pronto como goza del uso de la razón” (Denis Diderot).

Gabriela parecía una niña asustada: dolida, anhelaba consuelo y ayuda, pero tenía miedo de pedirlo y la aterrorizaba la idea de ser herida de nuevo. Sus manos temblaban por los nervios, y sus ojos oscuros tenían una mirada errática, queriendo evitar que la mirara a los ojos. Las llamativas características de esta joven de 23 años mostraban rasgos de inocencia infantil escondidos detrás de un muro de dolor y temor. Hablaba de un modo suave e inseguro, su voz temblaba con inquietud. Al dirigirnos hacia mi oficina, pensé: ¿Qué me dirá? ¿Qué puede estar preocupándola tanto? ¿Por qué se ve tan asustada e insegura?

Al entrar en mi oficina, inmediatamente rompió en llanto. Con lágrimas en sus ojos, describió cómo antes había sido una joven alegre y sociable, que no le costaba organizar una salida con sus amigos el fin de semana o tener una presentación pública en el colegio. Con una pequeña sonrisa, me contó que había sido presidenta de su clase. Recordaba haber sido popular, energética y divertida. Pero todo cambió cuando, a los 19 años, se casó con su amor de la adolescencia. Durante los primeros meses, su relación parecía perfecta; pero poco después de la luna de miel, su esposo empezó a beber, y con el paso del tiempo se convirtió en una persona exigente, crítica y controladora.

Si Gabriela quería salir con una de sus amigas, él se lo prohibía, y si ella se resistía a lo que quería, respondía con hostilidad y amenazas. Cada vez que le placía, le ordenaba –independientemente de lo que ella estuviera haciendo– que se desnudara y se acostara donde estuviera, para que él pudiera satisfacer sus deseos. Si ella se negaba, él la golpeaba. Finalmente, ella dejó de resistirse, y comenzó a someterse cuando él lo ordenaba.

Para cuando vino a verme, Gabriela estaba deprimida, confundida, insegura, temerosa, infeliz y sin esperanza. El dramático cambio en su matrimonio la había desmoralizado completamente. No entendía qué había salido mal, ni sabía qué hacer al respecto.

En este universo tenemos una ley –ordenada por Dios mismo– llamada “la ley de la libertad”. No es una regla, una norma legislativa o una orden arbitraria de un poderoso potentado; más bien, es una realidad universal, así como la ley de la gravedad. Piensa en esa ley por un momento. No tienes que conocerla para que funcione. Tampoco hay que creer en la ley de la gravedad para sentir sus efectos; de hecho, puedes negar que exista en absoluto. Pero si te subes a la terraza del edificio más alto del país, proclamas que no existe tal cosa como la ley de la gravedad y saltas, te encontraras rápidamente dentro de la jurisdicción de la ley cuya realidad niegas. Violar la ley de la gravedad tiene sus consecuencias, ya sea que las hayas anticipado o no.

La ley de la libertad funciona de una manera similar, sin importar si uno cree en ella, la entiende o la reconoce. Y toda infracción de la ley de la libertad siempre tiene consecuencias perjudiciales, de formas muy predecibles.

Una propuesta sin libertad

Imagínate el caso de una joven que está de novia con el hombre de sus sueños. Un día, después de conocerse por varios meses, él la lleva a un restaurante especial y luego la lleva a dar una caminata romántica por el jardín. Con una música suave de fondo, se arrodilla y le propone matrimonio.

Dándose cuenta de la importancia de esta decisión, la joven mujer pide un momento para pensar en la respuesta. Como su indecisión lo hace sentir inseguro, él lleva su mano al bolsillo y saca una pistola, le apunta a la cabeza y dice: “Mira, te he traído aquí; te he comprado flores y regalos; he invertido tiempo y dinero en ti. Así que, es mejor que te cases conmigo y me ames, porque si no, te dispararé aquí mismo”.

¿Qué crees que pasará en el corazón de esta mujer? ¿Dirá: “¡Oh! ¡Eres el hombre fuerte que siempre quise!”? ¡Por supuesto que no! Todos reconocemos que esta forma de trato causa temor, aversión, desagrado y, finalmente, rebelión. Ella querría alejarse de él lo más pronto posible.

Nuestro ejemplo revela las dos primeras consecuencias predecibles que ocurren cuando alguien infringe el principio de la libertad: siempre destruye el amor e incita a la rebelión. Esto sucede en todo lugar y cualesquiera sean las circunstancias bajo las que se violentan nuestras libertades.

Lasaña

Piensa en una esposa que quiere sorprender a su marido con su comida favorita. Después de muchas horas de preparar su lasaña especial, que ella sabe cuánto le gusta, la pone en el horno para que esté lista cuando él llegue del trabajo.

Pero en el camino a casa, él llama a su esposa y le dice: “He tenido un día horrible en el trabajo. Quiero una lasaña. Así que, vete a la cocina y prepáramela. Y más vale que esté lista para cuando llegue a casa”. Sin esperar respuesta, termina la llamada.

¿Qué tipo de reacción esperarías de parte de la esposa? Ella sabe que la lasaña ya está cocinándose en el horno. ¿No crees que le darían deseos de tirarla al cesto? La forma en que su esposo violentó su libertad y la forzó, ¿causará una reacción de rebelión en ella? El amor perece, y surge la rebelión siempre que se vulnera la libertad

“Quiero una Coca-Cola”

Ahora imagínate que te encuentras en un restaurante con tu esposo. El mesero te pregunta qué deseas tomar. Y tú respondes: “Quiero una Coca-Cola”. Pero inmediatamente tu esposo dice: “Ella no puede tomar Coca-Cola; tráigale leche”. ¿Cómo responderías? Esta violación de tu libertad ¿aumentaría tu amor o lo disminuiría? ¿Te haría sentirte más cerca de tu esposo o te alejaría de él?

Toda violación de la ley de la libertad tiene los mismos resultados: destruye el amor y fomenta la rebelión. La única variable es la magnitud: cuanto mayor es la violación de la libertad, más devastadores serán los resultados. En el caso de la gravedad, caerse desde el cordón de la vereda puede resultar, como mucho, en una torcedura de tobillo, pero si saltas de un edificio desde los veinte metros, lo más posible es que mueras. La ley de la gravedad funciona en ambos casos; la única variable es la magnitud del daño que ocasiona

¿Por qué Dios usó tanta fuerza?

Dios ha hecho grandes esfuerzos para demostrarnos que violar la libertad no restaura el amor. En una ocasión, empleó su poder para destruir todo el mundo con un diluvio (Gén. 6-11). Fue una increíble demostración de poder, ¿pero llevó esto a restaurar la lealtad y la unidad de la humanidad con Dios? ¿Por qué construyeron la torre de Babel después del diluvio? ¿Por qué no creían que había un Dios; o porque desconfiaban de su promesa de no volver a destruir el mundo?

Dios usó su poder para quitar la vida a los primogénitos de Egipto (Éxo. 11:1-12:30), y luego ahogó en el mar al ejército del faraón (14:23-28). El Señor hizo sonar truenos desde el Sinaí en un gran despliegue de poder, y todos los israelitas tuvieron temor (20:18, 19). Cuando Dios demostró su poder en tales formas, ¿consiguió restaurar la perdida unidad con el hombre? ¿O siguió la rebelión y, cuarenta días después, los hebreos adoraron un becerro de oro (32:1-8)?

En el monte Carmelo, Elías hizo caer fuego del cielo, y todos cubrieron su rostro y exclamaron: “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” (1 Rey. 18:39). Pero después de una increíble exhibición de poder, ¿respondió el pueblo de Israel con lealtad y fidelidad perpetuas? ¿O respondieron con rebelión e idolatría reiterados? (Ver los libros de Isaías, Jeremías, Amos, Oseas y Miqueas).

Dios dice, por medio del profeta Zacarías: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6). ¿Y cómo obra el Espíritu? Por medio del amor, la verdad y la libertad. Dios se gana nuestro corazón revelándonos la verdad con amor, y dándonos la libertad para sacar nuestra propias conclusiones (Efe. 4:15).

El amor requiere libertad

Cuando Lucifer se rebeló (ver Isa. 14; Eze. 28), Dios no empleó su poder para forzar a este ángel a obedecerlo. Dios no utilizó su poder para castigar y destruir; en cambio, evitó utilizar la fuerza, porque es contraria a sus métodos y sus principios. En su omnisciencia, Dios entiende que usar la coerción solamente incitaría a una rebelión más grande. El uso de la fuerza no restaurará la unidad y la armonía, ni el amor. El amor requiere libertad.

Medidas de emergencia

Si la fuerza y el poder no son suficientes para lograr la meta de unidad que Dios se propuso, entonces, ¿por qué el Señor los empleó tanto en los tiempos del Antiguo Testamento? Dios se arriesgó mucho a ser malinterpretado, al utilizarlos en el pasado. En situaciones de emergencia, el verdadero amor se arriesga a mucho. Pero no deberíamos cometer el error de entender las medidas de emergencia como una violación de la ley de la libertad.

El parque estatal Cañón Cloudland, en Georgia, Estados Unidos, toma su nombre (Tierra de nubes) por la hermosa vista que se ve desde la cima de las altas paredes del cañón. Imagina que emprendes un viaje con tu familia hacia ese lugar. Tus hijos están riendo y jugando con un disco volador, cuando te das cuenta de que uno de ellos persigue el disco que vuela en dirección de un precipicio. ¿Qué harías? ¿Gritarías? ¡Por supuesto! Así que, gritas: “¡Cuidado con el precipicio!” Pero está tan entretenido jugando, que no te escucha. Entonces gritas más fuerte, pero el viento sopla hacia ti y se lleva tus palabras. A medida que el niño se acerca más al precipicio, ¿no gritarías con todas tus fuerzas, en un esfuerzo por salvarle la vida? ¡Por supuesto que sí! Gritarías: “¡DETENTE AHORA! ¡TE DIGO QUE TE DETENGAS!” Finalmente, tu preocupación prevalece; pero también eres malinterpretado. Cuatro senderistas que van cruzando el cañón te escuchan y piensan: “Qué padre tan cruel. Yo nunca trataría a mis hijos así”.

¿Acaso nosotros no nos arriesgamos a ser malinterpretados ante situaciones de emergencia? Considera los inmensos riesgos en los que Dios se puso cuando levantó su voz en el pasado.

Ponte en el lugar de un profesor de primaria que acaba de recibir a los niños luego del recreo. Todavía están riéndose y haciendo ruido, cuando escuchas el rumor de que hay un francotirador al acecho en el edificio y necesitan evacuar inmediatamente. Cuando requieres la atención de tus estudiantes, no te escuchan porque están haciendo mucho ruido. ¿Levantarías la voz, y gritarías si es necesario, para callarlos, restaurar el orden y dirigirlos a un lugar seguro? ¿Te arriesgarías a mostrar este comportamiento –claramente poco característico de tu persona– aun si algunos alumnos, al llegar a casa, contaran a sus padres que el profesor les gritó?

Un buque de tropas de los Estados Unidos cruzaba el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial, cuando fue golpeado por un torpedo y empezó a hundirse. Los soldados estaban alojados debajo de la cubierta, y muchos de esos compartimentos comenzaron a inundarse. Entonces abrieron la escotilla de la cubierta y los hombres que estaban abajo, desesperados, trataron de escapar. Mientras un soldado intentaba subir la escalera para llegar a cubierta, otros dos o tres lo bajaron bruscamente; y otro comenzó a subir, quien a su vez también fue bajado por otros, por la misma razón. Todos peleaban, aterrorizados, por la única escalera que llevaba a la cubierta.

En la cubierta estaban los oficiales, quienes gritaban pidiendo orden, pero los hombres allá abajo, en estado de pánico, no escuchaban. Dado que el agua seguía entrando rápidamente, todos los hombres estaban en peligro de perecer si no se restauraba pronto el orden. De repente, se escuchó un disparo aturdidor, ejecutado por uno de los oficiales en cubierta que tomó un rifle y disparó hacia abajo, con lo cual mató a varios soldados. Pero su acción inmediatamente detuvo el pánico, y el resto se salvó.

El principio de la sabiduría

Dios corrió un riesgo muy grande al usar su poder y fuerza, no porque prefiriera hacer las cosas de esa manera, sino por la situación de emergencia a la que se estaba enfrentando. El libro de Proverbios dice que “el temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (9:10), no el fin de la sabiduría. Cuando estás fuera de control –adorando un becerro de oro y participando en una orgía a los pies del Sinaí–, los truenos desde el cielo podrían lograr que detuvieras tu comportamiento destructivo lo suficiente como para escuchar. El mensaje para cada uno de nosotros es este: si escuchas a Dios y le dedicas tiempo, descubrirás, como Moisés, que no hay necesidad de tener miedo (ver Éxo. 20:20).

Cuando algo violenta nuestra libertad siempre nos lleva a rebelarnos, y es inevitable que se destruya el amor. Es imposible que el amor exista en una atmósfera falta de libertad. Si no estás seguro, inténtalo con tu cónyuge. Dile que si no te ama, lo matarás. Restríngele las libertades, y verás lo que le sucede al amor.

La ley de la libertad es uno de los fundamentos principales del gobierno de Dios. Como Dios es amor, necesariamente debe respetar la libertad y la individualidad de sus criaturas inteligentes. De modo contrario, destruiría el amor e incitaría a la rebelión.

Saulo de Tarso no entendió

La ley de la libertad era una verdad que incluso el apóstol Pablo no entendió al principio. Antes de su conversión en el camino a Damasco, Pablo era conocido como Saulo de Tarso. ¿Y cuáles eras sus métodos para recuperar a los seguidores de Cristo al judaísmo? Saulo evangelizaba con una escolta de la guardia del Templo, quienes usaban la fuerza, la coerción, la tortura y el encarcelamiento, en sus intentos por llevar a los cristianos de nuevo al judaísmo. Incluso sostuvo los mantos de aquellos que apedrearon a Esteban, primer mártir cristiano (Hech. 7:57-8:1).

Pero luego de su experiencia en el camino a Damasco, cuando surgían disputas sobre la religión, Pablo escribió en Romanos 14:5: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente”. En otras palabras, presenta la verdad con amor, y luego deja que la gente tome la decisión libremente en su mente (Efe. 4:15). Antes de convertirse en un apóstol de Cristo, Pablo usaba los métodos de Satanás; pero después de su encuentro con el Salvador, sus métodos cambiaron, y empezó a practicar la ley de la libertad.

Cristo y la ley de la libertad

Si violentar la ley de la libertad siempre resulta en la destrucción del amor y en rebelión, entonces, ¿por qué Jesús no dejó de amar cuando alguien violentaba su libertad? Cuando Cristo fue apresado, golpeado y crucificado, ¿por qué no dejó de amar si, como se afirma, violentar la libertad destruye el amor siempre?

Encontramos la respuesta en su sumisión voluntaria al maltrato: Cristo nunca perdió su libertad. Cristo no fue crucificado en contra de su voluntad, sino de acuerdo con su voluntad.

En el Getsemaní, Cristo entregó su destino en las manos de su Padre y oró: “No sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39). Cuando Pedro sugirió que Cristo no se sometiera a la cruz, Cristo lo reprochó (16:23). Cristo estaba convencido de ir a la cruz.

Y cuando Pedro atacó al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja, Cristo de nuevo lo reprendió, restauró la oreja del hombre y afirmó que si le pidiera al Padre, él le enviaría doce legiones de ángeles del cielo para rescatarlo (Mat. 26:52, 53). De hecho, Jesús afirmó explícitamente que nadie podría quitarle la vida, sino que él la daría voluntariamente (Juan 10:17).

Dado que entregó voluntariamente su vida, la libertad de Cristo nunca fue violentada. Ninguna criatura podría quitarle la libertad a Dios. La única manera en la que Cristo podría haber sido crucificado era si él mismo se sometía voluntariamente. Por lo tanto, en vez de destruir el amor, la cruz fue el método para mostrarnos su amor por nosotros.

Las primeras dos consecuencias predecibles de violar la ley de la libertad son la destrucción del amor y la incitación a la rebelión. Pero si la rebelión no consigue restaurar la libertad, entonces aparece la tercera consecuencia predecible de violar la libertad. Exploraremos esta consecuencia en el siguiente capítulo.