11. La batalla espiritual

La vida de María estaba fuera de control cuando llegó por primera vez a mi oficina. Había sido abusada sexualmente cuando era niña, violada cuando fue adolescente y violada de nuevo cuando tenía veinte años. Ahora, a la edad de 35, tenía un hijo adolescente de un matrimonio fallido y dos niños de menos de cinco años de su actual matrimonio.

Durante los últimos ocho años, María había consultado otros cinco psiquiatras para ser tratada. Durante ese período, también visitó doce terapeutas. Los psiquiatras le habían ofrecido una amplia variedad de diagnósticos para sus problemas: esquizofrenia, desorden bipolar (maníaco-depresivo), desorden de personalidad múltiple, desorden de personalidad histriónica, personalidad borderline, desorden de estrés postraumático, adicción a la Benzodiacepina y depresión unipolar.

Se quejaba de escuchar voces, que algunas veces le decían que se quitara la vida. Además, sufría de dolores de cabeza crónicos y problemas médicos múltiples, que trajeron como resultado que tuviera que pasar por más de veinte procedimientos quirúrgicos durante esos últimos ocho años.

Durante los últimos cinco años, apenas había logrado sobrevivir. Incapaz de cocinar, limpiar, llevar a los niños al colegio o ayudar con los deberes de la casa, no había actuado como una madre y esposa. Su esposo era el responsable por cuidarla.

Asimismo, María llegaba a la sala de emergencias una o dos veces por semana para conseguir inyecciones de meperidina para los dolores de cabeza, que parecían nunca irse. Había sido tratada con múltiples medicamentos, incluyendo haloperidol, clorpromazina, diazepan, amitriptilina, fluoxetina, temazepan, hidroxizina, alprazolan y otros que no podía recordar; todos, sin ninguna mejoría.

Cuando llegó a mi oficina por primera vez, estaba bajo altas dosis de diazepan y clorpromazina; también con drogas para eliminar sus dolores de cabeza.

María tenía autoestima crónicamente baja, reforzada por una larga vida de malos tratos. Nunca desarrolló la capacidad de usar su razón y la conciencia para dirigir su voluntad, con el fin de examinar y escoger la verdad y luchar contra sus numerosos estados de ánimo, sentimientos y pensamientos.

Luchando con su culpa persistente, se criticaba a sí misma de una manera irracional. Siempre que enfrentaba alguna dificultad en una relación, María se acusaba a sí misma y se sentía culpable, sin importar lo que hubiera ocurrido. Aunque era cristiana, nadie le había enseñado cómo prepararse para la batalla espiritual.

Las armas de nuestra milicia no son mundanas

La batalla espiritual es la utilización de nuestra naturaleza espiritual (la razón, la conciencia, la adoración) en la batalla contra los malos sentimientos como las mentiras, las representaciones equivocadas, las pasiones y la lujuria, que tratan de tomar control de la voluntad y destronar la razón. Es el proceso de usar los métodos de Dios para vencer la influencia de nuestra debilidad genética, sanar nuestras heridas emocionales y restaurar el equilibrio de nuestras mentes dañadas.

“Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:3-5).

Si estás peleando una guerra contra los argumentos, la altivez, el conocimiento y los pensamientos, ¿dónde se desarrolla la guerra? ¡En la mente! La batalla espiritual sucede en la mente. El arma que utilizamos es “la espada de Espíritu”, la Palabra de Dios, también conocida como la verdad. Dado que siempre lleva hacia Dios, la verdad tiene poder divino. Por medio de su poder divino, la verdad destruye las mentiras, las malas interpretaciones y las distorsiones. También restaura el orden y trae sanación. Como Cristo lo dijo: “La verdad os hará libres” (Juan 8:32).

Dios está trabajando para sanar a todos

Es importante reconocer que la verdad cura, sin importar si creemos en Dios o no. El Espíritu Santo lucha por sanar aun a aquellos que todavía no tienen formada una creencia sobre Dios. El Espíritu Santo se mueve para que puedan entender los métodos y los principios de Dios. Si aquellos que no creen en él siguieran la verdad que pueden comprender, entonces habría sanación, y llegarían a ser mucho más sanos en relación con lo que ellos entienden y practican. Eventualmente, la verdad los llevará a Dios mismo, para completar el proceso de sanación y restauración.

Pablo describe esto en Romanos 2:13 al 15: “Porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados. Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos”.

Pablo declara aquí que Dios está trabajando para sanar la mente de todos. Aquellos que aún no han escuchado la verdad –como se revela en las Escrituras–, pero entienden los principios de la ley y la libertad –como se muestran en la naturaleza–, y los incorporan en sus vidas, están cooperando con Dios para la sanación de sus mentes. El Señor está restaurando su imagen dentro de ellos y los considera sus hijos.

La verdad nos hace libres

El sargento Jones, de quien leímos en el capítulo 1, había creído una mentira: que Dios lo había abandonado. Esta mentira hizo que no pudiera resolver los recuerdos de su paso por la guerra. Al reconocer la verdad de que Dios, de hecho, había intervenido milagrosamente en su vida, destruyó la fortaleza de malentendido, temor, duda, culpa, rabia y resentimiento que él había establecido dentro de sí. El sargento Jones fue liberado.

Considera el ejemplo de un hombre que robó a su hermano. Gobernado por la culpa e intranquilo, ya no pudo tener más paz. ¿Qué es lo que lo liberaría de la culpa y restauraría su paz, sin importar si cree en Dios o no? El arrepentimiento y la restauración. Está experimentando una culpa legítima, y solo cuando acepte y aplique la verdad podrá vencerla y restaurar la salud en su vida.

Al ir a su hermano, reconocer lo que hizo, restaurar lo que había robado y pedir perdón, encontrará la paz para su mente. Aun si su hermano se rehúsa a perdonarlo, tendrá paz consigo mismo, porque su corazón ha cambiado y su mente ha sanado. El cambio de corazón ocurrió cuando eligió libremente hacer lo que la razón y la conciencia determinaron que era lo mejor. No verá restaurada la unidad con su hermano hasta que este lo perdone, pero su tormento personal cesará.

La mente es como un jardín

Imagina que tienes una huerta, que cuidas fielmente y te da una cosecha abundante. ¿Qué le pasará a tu huerta si dejas de cultivarla? ¿Continuaría dándote buenos frutos, o la maleza finalmente la destruiría?

De la misma manera, en nuestras mentes, por naturaleza, crece la maleza: pensamientos egoístas, ideas y falsas concepciones. Es Cristo quien trabaja por medio de su Espíritu Santo para plantar las semillas de la verdad en nuestras mentes. Luego cuida y protege las semillas, permitiéndoles desarrollar los frutos de un carácter como el de Cristo. Al utilizar la Espada del Espíritu (que es la Palabra de Dios, la verdad) desmalezamos nuestras mentes, sacando de raíz las mentiras y las falsas teorías que nos mantienen cautivos y, a cambio, nos permite mantener una huerta sana y productiva.

Uno de las mejores descripciones de este proceso aparece en el libro El Deseado de todas las gentes:

“El Consolador es llamado el ‘Espíritu de verdad’. Su obra consiste en definir y mantener la verdad. Primero mora en el corazón como el Espíritu de verdad, y así llega a ser el Consolador. Hay consuelo y paz en la verdad, pero no se puede hallar verdadera paz ni consuelo en la mentira. Por medio de falsas teorías y tradiciones es como Satanás obtiene su poder sobre la mente. Induciendo a los hombres a adoptar normas falsas, tuerce el carácter. Por medio de las Escrituras, el Espíritu Santo habla a la mente y graba la verdad en el corazón. Así expone el error, y lo expulsa del alma. Por el Espíritu de verdad, obrando por la Palabra de Dios, es como Cristo subyuga a sí mismo a sus escogidos” (p. 624).

El problema del pecado

Uno de los conceptos erróneos (maleza) que impiden una mayor cosecha del fruto espiritual es la falsa idea sobre el pecado. Muchas personas ven el pecado como el quebrantamiento de las leyes de Dios, y el problema con desobedecer una de sus reglas es que eso exige a Dios imponer un castigo; como mínimo, la muerte. Pero esta es una concepción errada sobre el pecado; que lleva a serios malentendidos sobre Dios, distorsiones que se incorporan a la adoración y, consecuentemente, impiden la curación de la mente.

El problema real con el pecado es que el pecado en sí mismo daña y destruye. Destruye al pecador y daña a otros. Dado que el pecado empaña la imagen de Dios en nuestro interior, la persistencia en el pecado trae su propio castigo: la muerte. Las personas que se aferran a una vida pecaminosa se rebajan a sí mismas, de seres creados con dignidad, nobleza e inteligencia a nada más que animales, criaturas instintivas. La razón y la conciencia eventualmente desaparecen, y las pasiones animales toman el control completo.

Por qué Dios odia el pecado

Muchas personas asumen que Dios odia el pecado porque significa romper sus reglas, lo que muestra una falta de respeto hacia él. Imagina que eres el alcalde de tu ciudad natal y que has redactado una ley que prohíbe la crueldad hacia los animales. Al salir de tu casa, alguien toma a tu mascota favorita por la cola y le rompe la cabeza contra el concreto. ¿Qué te hace disgustarte? ¿Qué te genera rabia? ¿Acaso gritas: “¡Has quebrantado mi ley! ¡Cómo te atreves a quebrantar mi ley!”? ¿Es la violación de la ley lo que te molesta? ¿O es el hecho de que tu bella y querida mascota haya muerto? Por eso es que Dios odia el pecado: porque destruye a sus hijos amados, a su creación, no porque rompa sus reglas.

De hecho, las reglas fueron hechas para hacernos entender cuán destructivo es nuestro comportamiento. ¿Recuerdas cuando Dios proclamó los Diez Mandamientos? Los hijos de Israel acababan de salir de cuatrocientos años de esclavitud. La vida en aquel ambiente no tenía valor; la menor de las infracciones podía llevar a la muerte de un esclavo. Al vivir en un contexto así, los hebreos habían perdido de vista el gran propósito que Dios tenía al crear a la humanidad, y se habían hundido en tinieblas de ignorancia.

Considera cuán abismal debió haber sido su condición, que Dios consideró necesario decirles que si amamos a nuestro prójimo, no debemos matarlo. Tampoco debemos robarle, ni arruinar su reputación al levantar un falso testimonio, ni cometer adulterio con su cónyuge… Los esclavos hebreos ya no tenían ni siquiera esos preceptos básicos en su vida.

Imagínate que envías a tu hijo al colegio esta mañana, le das un beso de despedida y le dices: “Diviértete en el colegio. Y asegúrate de no asesinar a nadie en el recreo”. Cuán absurdo sería. Nunca se te cruzaría por la mente. Pero si de hecho necesitaras recomendarle esto a tu hijo, ¡cuán degradado estaría él!

Una imagen de resonancia magnética para el alma

La ley escrita (Los Diez Mandamientos) es como una imagen de resonancia magnética (IRM) del alma: revela tus defectos. Si una IRM revela un tumor en tu pulmón, ¿qué harías? Irías al médico. Y después de visitar al doctor y ser curado, ¿te preocuparías por ser examinado nuevamente con una IRM? ¿Sentirías alguna necesidad de destruir la IRM? Por supuesto que no. De hecho, tal vez quieras repetir la IRM para confirmar que el tumor se haya ido.

Así es como funciona la ley escrita de Dios: revela los defectos de nuestra mente. Cuando reconocemos esos defectos, vamos al Médico celestial para ser curados. Después de que nos ha curado, la ley escrita no necesita ser destruida; de hecho, cuando nos examina, no encuentra ningún defecto porque estamos en completa armonía con ella. Y después de haber sido curados, ya no necesitamos la ley escrita. Esa es la esencia de lo que Pablo escribe en Timoteo: “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente; conociendo esto, que la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y matricidas, para los homicidas, para los fornicarios, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina, según el glorioso evangelio del Dios bendito, que a mí me ha sido encomendado” (1 Tim. 1:8-11).

Usando la metáfora de la IRM, podríamos parafrasear el pasaje de la siguiente forma: “Sabemos que la IRM es buena si uno la usa apropiadamente. También sabemos que la IRM no fue hecha para la gente sana, sino para los que están enfermos, sufriendo, todos los que están muriendo, y para todas las actividades que son contrarias a los principios de una vida sana, que conforman el modelo de salud que el bendito Dios me ha confiado”.

Indudablemente, la parte de los Diez Mandamientos de la Ley es una destilación especial de la gran ley cósmica del amor y la libertad, escrita especialmente para nosotros aquí, en este planeta. ¿Necesitan los ángeles del cielo una ley para honrar al padre y la madre? ¿O para enseñarles a no cometer adulterio? No; pero ellos sí necesitan operar bajo la ley del amor y la libertad, como se presentó anteriormente en este libro. Los Diez Mandamientos son una extrapolación posterior de esta Ley. Así lo enfatizó Cristo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mat. 22:37-40).

El pecado no es bueno, destruye

Muchos de mis pacientes fracasan al comprender la naturaleza del pecado y sus efectos. Debido a que muchos piensan que Dios es quien destruye, tienen sentimientos crónicos de inseguridad y temor. Pero considera lo siguiente.

Si nunca te cepillas los dientes, ¿te sorprendería desarrollar caries? ¿Enviaría Dios un ángel desde el cielo para darte caries? ¿Qué tal si oras todos los días por unos dientes sanos, pero no te higienizaras los dientes? ¿Qué esperarías que pase? ¡Tendrías caries!

Suponte que saltas del edificio Empire State en Nueva York. ¿Te sorprendería si te aplastaras cuando llegues al pavimento? ¿Enviaría Dios un ángel para quebrarte las piernas cuando llegaras al suelo? ¿Qué tal si oraras por buena salud y larga vida mientras vas cayendo? ¿Qué esperarías que pase? ¡Que te estrelles!

Imagina que le eres infiel a tu esposa. ¿No esperarías sentir baja autoestima, culpa, ansiedad y pena? ¿Enviaría Dios un ángel del cielo para acabar con tu autoestima y destruir tu matrimonio?

El pecado destruye porque significa vivir por fuera de los principios universales sobre los que Dios fundó la vida y la salud. Estos principios son tanto naturales como morales. Más aun, el pecado existe por fuera de la ley divina del amor y la libertad; de hecho, el pecado es la ausencia de la ley.

La ley de Dios de amor y libertad no es meramente un grupo de normas arbitrarias creadas por una poderosa divinidad. Al contrario, su ley de amor y libertad se origina en su carácter. En efecto, los principios que gobiernan nuestra existencia y el funcionamiento del universo son un resultado de esta Ley.

Anteriormente discutimos con cierto detalle la ley de la libertad, y vimos que si es quebrantada siempre genera destrucción en su camino. De la misma manera, al quebrantar la ley del amor, la destrucción sigue inmediatamente como una consecuencia. Este es el problema con el pecado: que destruye. Pero Dios no es la causa de esta destrucción: él restaura, sana.

Muchos de mis pacientes pueden ver fácilmente que las violaciones de la ley de la gravedad causan heridas, pero tienen dificultad para percibir que quebrantar la ley moral de Dios destruye a los seres humanos.

Imagina que abusas de un niño hoy y nadie se da cuenta. El incidente se mantiene en secreto. ¿Cómo dormirías esta noche? Y si puedes dormir después de haber hecho semejante cosa, ¿qué tan dañado debes estar, para poder hacerlo? Involucrarse en un comportamiento inmoral destruye la imagen interior de Dios. Esto fortalece las bajas pasiones y debilita la razón y la conciencia. Si el pecado persiste en el tiempo, finalmente erradicará la habilidad de comprender o de responder a la verdad. Cuando esto ocurre, no hay nada que se pueda hacer. Una vez que la conciencia y la razón han sido completamente destruidas por una vida que persiste en la rebelión, el ser humano –creado con nobleza, dignidad e inteligencia– se hunde al mismo nivel de las bestias, criaturas instintivas guiadas solamente por la pasión y la lujuria.

El pecado es como un cáncer

El pecado es como un cáncer. Lleva a la muerte por la misma razón que el cáncer lo hace: destruye los tejidos y los órganos que sostienen la vida. Cuando alguien muere de cáncer, la muerte no es un castigo impuesto desde el exterior, sino un resultado inevitable de un cáncer que no pudo ser detenido. A menos que alguien interceda, el cáncer matará a su víctima. De eso se trata la intercesión. Dios entra a detener la progresión y las consecuencias naturales del pecado en nuestras vidas. ¡Él trabaja para sanarnos!

Mientras el pecado se esparce por toda la persona, daña y eventualmente destruye las facultades mentales que reconocen y responden a la verdad. Y si se persiste en ello, el pecado degradará todo el ser y eventualmente terminará en la muerte.

Ahora, si una persona con cáncer recibe un tratamiento y es curada, ¿qué pasa con el cáncer? Las células defectuosas fueron eliminadas o restauradas a su normalidad. A fin de que el cuerpo pueda vivir, el cáncer debe ser erradicado. Cuando el cáncer es erradicado, las células cancerígenas defectuosas se van y los tejidos enfermos regresan a su condición original.

El pecado es un estado de la mente caracterizado por el egoísmo y la práctica de los métodos que se oponen a los principios bajo los que Dios ha fundamentado la vida y la salud. Así como con el cáncer, si no se hace algo para cambiar este estado mental egoísta, la inevitable consecuencia será la muerte. La Biblia afirma que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22); en otras palabras, sin el derramamiento de sangre no podríamos ser restaurados a nuestra condición original. El derramamiento de la sangre de Cristo fue realizado para transformar el corazón y la mente del hombre, para curarnos y remover completamente el egoísmo de nuestras mentes.

Cuando entendemos la verdad sobre Dios y sus métodos, y nos rendimos a él, un nuevo motivo (grupo de principios y métodos) llega a ser el poder gobernante en la mente humana, quitando el “pecado” (el método rebelde y egoísta).

La obediencia de un amigo comprensivo

La salud viene de estar en conformidad con la Ley de Dios, de vivir en armonía con los grandes principios de amor y libertad. No es el resultado de ajustarse ciegamente a un grupo de reglas ni de obedecer porque alguien con autoridad o con poder nos ha ordenado que lo hiciéramos. Debe obedecerse porque tiene sentido.

De hecho, la obediencia que surge de una sumisión forzada no es una verdadera obediencia; es, de hecho, una violación de la ley de la libertad y siempre generará rebelión. La verdadera obediencia debe incluir un acuerdo mutuo y la comprensión de lo que se obedece. El más alto nivel de obediencia tiene su origen en lo que se entiende por una amistad.

Uno de mis amigos me contó que cuando era niño, su madre tenía la regla de que él no debería fumar. Si llegaba a fumar, sería castigado. Como se podría esperar, mi amigo evitó fumar durante su niñez. Deseando ser un niño obediente, obedeció la regla. Ciertamente, no quería ser castigado.

Sin embargo, cuando llegó a la adolescencia, se vio en la compañía de muchos amigos que se pasaban un cigarrillo el uno al otro. Después de algunos intentos, mi amigo tomó un par de inhalaciones. Más tarde, cuando volvió a su casa, su madre percibió el olor a humo del cigarrillo, lo llevó a un lado y le dijo: “Hijo, si algún día empiezas a fumar, me vas a romper el corazón”. Ese comentario le dio una motivación más para no hacerlo, y durante su adolescencia no volvió a fumar otra vez, porque quería mucho a su madre.

Incluso ahora, al llegar a la adultez, sigue sin fumar. ¿Por qué? ¿Crees que llama a su mamá y le dice: “Realmente tenía ganas de fumar hoy, pero decidí no hacerlo porque sabía que, si lo hacía, vendrías y me castigarías”? ¿O la llama y le dice: “Realmente quería fumar hoy, pero no lo hice porque te amo y no quiero herirte”? Si lo hace, ¿crees que la madre le respondería: “Bien hecho, estoy muy orgullosa de ti, hijo mío”, o más bien le respondería: “Hijo, ¿cuándo vas a crecer?”?

Hoy sigue sin fumar, no porque su madre estableció una regla, ni por el amor de su madre, sino porque él no es un fumador. Al haber usado su razón y su conciencia para evaluar la lógica detrás de la regla de su madre, ha llegado a entender por qué le rompería el corazón si llegara a fumar. Ahora reconoce que fumar es un hábito destructivo. Ha empleado su voluntad para escoger no fumar, porque está de acuerdo con su madre.

Por medio de tal entendimiento, su amor y su apreciación por su madre y sus reglas crecieron grandemente. El amor por su madre creció, porque comprendió el gran amor que su madre tenía por él para protegerlo de sí mismo cuando era muy niño para tomar una buena decisión. Ahora ya no necesitaba de las reglas de su niñez no porque estén mal o sean inválidas, sino porque están escritas en su corazón.

El proceso de crecimiento

Somos llamados a llegar a ser cristianos maduros, y desarrollar la capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo. Pero, con frecuencia, permanecemos como pequeños bebés preocupados por no romper una regla o preocupados por no herir a nuestro Padre. ¿Cuándo creceremos, para entender a nuestro Padre? ¿Cuándo entraremos en unidad, armonía y amistad con él? Y ¿cuándo cooperaremos con él para que restaure su imagen dentro de nosotros, para que escriba su Ley y sus métodos en nuestros corazones y nuestra mente?

Libre de todas estas reglas

Imagina de nuevo que tu madre te educa con una regla que dice que debes cepillarte los dientes. Ahora que has crecido y vives por tu cuenta, dices: “Estoy libre de la regla de mi madre. Nunca voy a cepillar mis dientes de nuevo”. Y no lo haces. ¿Qué sucederá? Tus dientes se pondrán sucios, tendrás mal aliento y, eventualmente, tendrás caries.

Mientras todo esto está sucediendo, ¿deja de amarte tu madre? ¿O le duele el corazón, sabiendo que pronto experimentarás dolor? Si persistes en ir en contra de lo que ella te enseñó acerca de cepillarte los dientes, ¿vendrá ella mientras duermes y te hará huecos en los dientes? No, los dientes se dañarán por sí mismos.

Cuando el dolor crece, ¿lo hace porque es un castigo impuesto o una consecuencia natural de tus decisiones? Y el dolor ¿qué te llevará a hacer? ¡Ir al dentista!

Al dentista, ¿le causa más dolor castigarte por no cepillarte los dientes, o hace todo lo posible por minimizarlo, mientras se prepara para sanar el dolor causado? Pero si escoges no ir al dentista y, en cambio, decides enfrentar el dolor, quizás utilizando alcohol para disminuir el dolor, eventualmente el diente estará tan dañado que no quedará nada que el dentista pueda reparar.

El pecado imperdonable

Aun cuando violamos la Ley de Dios, él nunca deja de amarnos. Su corazón se quebranta cuando presencia que nos herimos, sabiendo que pronto sufriremos dolor. Pero permite el dolor para que pueda despertar nuestros sentidos y busquemos ser curados. Si vamos al Señor, nunca nos causará daño, sino que hará todo lo que esté a su alcance para minimizar el dolor al empezar a sanar nuestras mentes.

Sin embargo, a veces el daño es tan extenso, que aun la curación misma está acompañada de dolor. Pero si escogemos no recurrir a Dios y, en cambio, adormecemos nuestro dolor con alcohol, drogas, sexo, trabajo o la televisión, eventualmente el daño llega a ser tan grande, que no quedará nada para ser curado. La razón y la conciencia han sido totalmente destruidas. Hemos perdido la capacidad para responder.

Cuando esto sucede, ¿qué más puede hacer Dios? Aquí nos encontramos con lo que la Biblia llama el “pecado imperdonable”; no porque Dios no esté dispuesto a perdonar, sino porque los pecadores se han dañado tanto, que han perdido las facultades necesarias para reconocer y responder a la gracia perdonadora que el Señor nos ofrece gratuitamente.

Si contravenimos los métodos de Dios por un largo tiempo, llegamos a estar tan dañados que rechazaremos cualquier esfuerzo posterior de su parte para salvarnos. Si destruimos nuestra propia individualidad, Dios no puede restaurarla sin violar la Ley de la libertad.

Imagina que alguien rechaza los ruegos que Dios nos envía, niega todos los esfuerzos de misericordia y gracia, a tal punto que la imagen interior de Dios ha sido completamente borrada de esa persona. Si Dios quisiera restaurarla al estado en que estaba antes de que se destruyera a sí misma, entonces simplemente repetiría la destrucción, porque su carácter no ha sido cambiado.

Si, por otra parte, Dios quiere producir transformaciones en el carácter para que no se vuelva a herir, entonces habrá creado seres nuevos, y los individuos originales ya no existirían. Y como lo hemos visto, cambiar el carácter de una persona sin su consentimiento destruye el amor; algo que Dios nunca haría.

Hay una diferencia entre las reglas y la Ley

Debemos entender la diferencia entre las reglas de Dios y la Ley de Dios. Su Ley son los principios universales que gobiernan la vida; por ejemplo, la ley de la gravedad, la ley del amor y la ley de la libertad. Las reglas de Dios son las herramientas que usa mientras somos niños a fin de protegernos del daño que resulta de la violación de su Ley. Mientras crecemos para entender e incorporar su Ley en nuestros corazones, necesitamos las reglas. Pero después de crecer, sus reglas no son necesarias.

Imagina que una de tus reglas para tu hija de cinco años es que tiene que cepillarse los dientes antes de ir a la cama todas las noches. Supón que yo me acerco a la niña y le digo: “No tienes que cepillarte los dientes porque mami lo dice. Más bien, tienes que cepillarte los dientes porque la segunda ley de la termodinámica afirma que las cosas tienden al desorden. Si no te cepillas los dientes, se van a pudrir”.

Tu niña puede mirarme confundida y decir: “No estás apoyando lo que mi mami me dice. Estás en contra de las reglas de mi mami. ¡Quieres que yo tenga problemas con mi mamá!”

Pero si tu hija de cinco años desobedece y escoge no cepillarse los dientes, ¿cuál crees que será su preocupación más importante: que sus dientes se estropeen y se pudran o que su mamá se moleste con ella y la castigue? Y después de que ella ha desobedecido, ¿cuál será la respuesta más factible: simplemente cepillar sus dientes, o recoger unas flores o dibujar un cuadro para calmar a su mamá?

Desafortunadamente, la iglesia está llena de “bebés” en Cristo, que nunca han crecido para entender la ley detrás de las reglas. Cuando por primera vez conocen las razones de las reglas, con frecuencia dicen: “No está haciendo lo que Dios dice. Está en contra de su Ley. No sigue el patrón de Dios y quiere que tengamos problemas con él”.

Si tales cristianos violan la Ley de Dios y cometen un acto pecaminoso, se preocupan más por el hecho de que Dios se moleste que por el hecho de que el pecado destruya sus vidas. Como resultado de esto, desarrollan un sistema teológico basado en cómo calmar la ira y la irritación de Dios, más que cooperar con él para la restauración de su imagen dentro de nosotros. Al no poder vislumbrar que el pecado los está destruyendo, y juzgar equivocadamente que el Señor está molesto y quiere vengarse, usan su tiempo para desarrollar teorías diseñadas para calmarlo mediante un pago, aun afirmando que él mismo provee el pago perfecto. El énfasis principal no es la curación del daño del pecado, sino evitar el castigo de un Dios molesto y ofendido.

La situación es similar a la de tu hija, que crece creyendo que si no se cepilla los dientes te molestarás y buscarás hacerla pagar por su desobediencia. Cuánta paz tendrías si tu hija finalmente entendiera que no estás molesto con ella. Cuán feliz estarías, si ella se diera cuenta de que, simplemente, quieres que esté bien, que diseñaste las reglas como herramientas para ayudarla mientras le falta madurez para comprenderlo. Cuán triste estarías, si tu hija nunca entendiera y permaneciera temerosa por lo que vas a hacer para castigarla…

María

Mientras trabajábamos con María (la mujer joven descrita al principio de este capítulo), pudo reconocer que tenía un fuerte enojo no resuelto y un resentimiento por el maltrato ocurrido en varias relaciones a lo largo de su vida. Había interpretado que el abuso de otros era una evidencia de que había algo malo en ella. Esto la llevó a tener una imagen de sí misma bastante distorsionada, acompañada por sentimientos de inseguridad. Cada relación en su vida estaba caracterizada por problemas de dependencia, que con el tiempo la confundían y dañaban su capacidad para recuperarse.

Empezamos a establecer la confianza terapéutica. Entonces, en el contexto de esta relación, exploramos muchas experiencias dolorosas y las reexaminamos a la luz de la verdad y la evidencia, razonando de causa a efecto. María aprendió a tolerar sentimientos negativos, y escogió aplicar las cosas que había concluido que eran benéficas, sin importar cómo se sintiera respecto de ellas.

Su terapia duró más tiempo que con la mayoría de mis pacientes, pero aproximadamente 18 meses más tarde ella era una nueva persona. Había aprendido cómo ejercitar su razón y su conciencia para explorar los hechos y las circunstancias, y obtener conclusiones razonables. Y había descubierto cómo ejercer su voluntad para implementar estas conclusiones, al enfrentar sentimientos desagradables. Esto trajo, como resultado, una sensación de confianza propia y una autoestima en constante aumento.

Cuando escuché de María por última vez, hacía ya dos años que no tomaba ningún medicamento, después de visitar la sala de emergencias por unas inyecciones para el dolor. Sus dolores de cabeza habían disminuido; le sucedían solamente en unas pocas ocasiones y los aliviaba con acetaminofén. No había vuelto a escuchar voces, y estaba activa en todos los aspectos de su vida.

Además de hacerse cargo de su casa completamente, asistía a clases de gimnasia aeróbica tres veces por semana. Estaba enseñando a un grupo de mujeres en su iglesia cada semana, e incluso predicó un sermón. El coordinador de recolección de fondos para el mejoramiento del edificio de la iglesia afirmó que ella había organizado múltiples colectas por medio de lavado de automóviles y de venta de comida.

Para cuando terminamos la terapia, su esposo afirmó que ahora tenía a la mujer de la que se había enamorado cuando se conocieron por primera vez. Y, lo más importante, ellos dos alabaron a Dios, y afirmaron que creían que fue la inclusión del aspecto espiritual en el tratamiento lo que había marcado la diferencia.

Mi diagnóstico de María fue desorden de estrés postraumático. Las voces que reportó eran experiencias de recuerdos temporales relacionados con su trauma. Aquellos síntomas también habían cesado al final del tratamiento.

Después de que ella empezó a ejercitar su razón y a tolerar sentimientos negativos, uno de los problemas más importantes que María debía enfrentar para resolver su trauma estaba relacionado con perdonar a aquellos que le habían hecho daño. Sus sentimientos de resentimiento y amargura la habían envenenado interiormente y habían arruinado su vida.

Se había aferrado a muchos mitos sobre el perdón, que habían inhibido su habilidad para perdonar. Al explorar esos mitos y el real significado del perdón, finalmente María fue capaz de encontrar tranquilidad y paz para su corazón. Vamos a explorar algunos de estos mitos en el siguiente capítulo.