10. Restableciendo el orden

Cuando tenía alrededor de veinte años, Laura era una mujer rubia, atractiva, con un cuerpo delgado y con ojos azules que parecían tener luz propia. Había crecido en un hogar tradicional de clase media, con dos hermanos, un gato y un perro, y ambos padres en el hogar. Aunque no había recibido ningún abuso, sentía que, al ser la hermana del medio, no había recibido la atención que necesitaba. A pesar de sus excelentes notas, su comportamiento modelo y los numerosos premios recibidos en el colegio, llegó a la conclusión de que no era lo suficientemente buena. Y ahora que era adulta, Laura tenía dificultades por sentir que su vida no tenía valor.

Uno de los problemas más comunes que enfrentan muchos de mis pacientes es el sentimiento de falta de estima. Para ayudarnos a entender cómo luchar contra este poderoso sentimiento, vamos a tomar un ejemplo y a examinarlo a la luz de la jerarquía divina de la mente.

El error más grande que la gente comete cuando enfrenta sentimientos difíciles es aceptarlos como verdad. La mayoría de las personas que siente que no es valiosa permite que ese sentimiento tome el control de sus pensamientos, y entonces se imagina a sí misma en situaciones desmoralizantes y humillantes. Los pensamientos empiezan a ser influenciados por este sentimiento, y un torrente de ideas negativas corre por sus mentes: “¿Cómo puedo ser tan estúpido?” “Tú, fea y buena para nada, ¿qué te hace pensar que él va a querer salir contigo?” “No puedes hacer nada bien, ¿para qué lo intentas siquiera?”

Estas ideas negativas refuerzan el sentimiento de falta de estima propia, que cuando es alimentado madura, para convertirse en una falsa creencia profundamente arraigada. Con esta falsa creencia firmemente arraigada, la mente comienza a filtrar experiencias a través de ella. Las experiencias que apoyan este concepto propio distorsionado se repiten en la mente una y otra vez, fortaleciendo el sentimiento y la creencia de falta de estima propia. Mientras tanto, la mente rechaza las experiencias positivas que deberían refutar la creencia falsa. Laura estaba viviendo una angustia mental autoimpuesta; se sentía atrapada y no sabía cómo encontrar la salida.

¿Cómo puedes saber cuánto vales?

Cristo dijo: “La verdad os hará libres” (Juan 8:32). Cuando mis pacientes muestran que tienen sentimientos de falta de estima propia, les planteo unas preguntas que los llevan a confrontar la situación: “¿Realmente no tienes valor?” “¿No vales nada ciertamente?” Sea cual fuere la respuesta, les hago otra pregunta: “¿Cómo lo sabes?”

Esto hace que surja el problema presente en todos los sentimientos: “¿Cómo puedes determinar si un sentimiento está expresando la verdad o no? Si los sentimientos pueden mentir, ¿cómo puedes establecer si los sentimientos son acertados o no, cuando todos parecen ser tan reales?” Hago estas preguntas como un intento de estimular la razón, para que sea tenida en cuenta en este conflicto mental. Debido a que la verdad entra en la mente por medio de la razón, es esencial utilizar enfoques que fortalezcan esa facultad mental.

Considera esta situación: una persona vestida de negro y con anteojos grandes oscuros golpea a tu puerta. Cuando abres la puerta, te pide: “Déjeme entrar. Soy del Servicio de Inteligencia del Estado”. ¿Qué harías? ¿Le pedirías identificación, o simplemente le permitirías entrar? ¿Por qué querrías ver la identificación? Porque quieres ver la evidencia de lo que la persona está diciendo ser. Exactamente eso debe suceder cuando un sentimiento golpea a la puerta de tu mente: lleva el sentimiento a la razón y a la conciencia, y revisa las evidencias para verificar su validez.

Volvamos al sentimiento de falta de estima propia. ¿Qué evidencia tenemos para llegar a tal conclusión? En el nivel de los elementos químicos, los componentes básicos de nuestros organismos valen aproximadamente 25 dólares. Muchas personas pueden vender el plasma de su sangre por 30 dólares cada semana. ¿Cuánto pagan las personas por sus servicios en su trabajo? ¿Cuánto invirtieron en su educación? Estos ejemplos sencillos proporcionan una pequeña evidencia de que el sentimiento de falta de estima propia no es correcto. Pero la prueba más poderosa de nuestro valor proviene cuando preguntamos: “¿Quién es Jesús?” El Hijo de Dios. “¿Cuánto vale él?” Todo. Es invaluable. “¿Dio o no dio su vida por ti?” ¡Sí, lo hizo!

¡Estas son evidencias, no meras afirmaciones! Jesús no afirmó simplemente cuánto valor tenías. Dio evidencias: sacrificó su vida. Ahora, tu razón y tu conciencia reconocen la evidencia que demuestra el gran valor que tienes, pero tus sentimientos continúan diciéndote que no tienes valor. Y justo ahí, en la mitad, entre los dos, está la voluntad. Tienes que decidir. ¿A qué cosa le creerás: a la evidencia o a tus sentimientos?

Todo depende de la acción correcta de la voluntad

Es imperativo reconocer la importancia de la voluntad. Todo depende de la acción correcta de la voluntad, porque es el área de la mente que toma la decisión. Considera cuando Satanás llevó a Cristo al lugar más alto del Templo. El diablo lo tentó para que se arrojara desde allí. Satanás no podía empujar a Cristo; él tenía que tomar la decisión por sí mismo. Lo mismo se aplica en nuestro conflicto personal con Satanás. Él nunca puede forzar nuestra voluntad; por el contrario, nosotros debemos escoger rendirnos a sus sugerencias. Esto es cierto aun cuando la tentación proviene desde el interior de nosotros mismos. El libro de Santiago nos aconseja que cuando nos encontramos bajo la tentación, nadie “diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Sant. 1:13-15).

Aquí, Santiago describe el poder de la voluntad. Es solo después de que el deseo interno es concebido cuando se vuelve pecado [destructivo]. La concepción del deseo ocurre cuando la voluntad escoge el deseo, cuando la voluntad lo acepta. No importa si en el momento lo llevas a cabo; si la voluntad dice que sí, pero nunca realizas el acto, la mente aún está dañada, la conciencia golpeada y la razón, nublada.

Imagina que mientras estás en una tienda comprando alimentos y te alistas para pagar, el cajero se da vuelta para atender algo. Al mirar hacia abajo, ves la caja registradora abierta, y un pensamiento corre por tu mente: ¡Me vendría muy bien ese dinero! En un instante, decides extender tu mano y tomar unos billetes. Pero justo cuando tu brazo responde a las instrucciones del cerebro, el cajero regresa a su lugar, así que, abruptamente cancelas tu intención y no tomas nada.

¿Qué pasa en tu mente? Debido a que tomaste la decisión de robar, has llevado tu carácter un paso más cerca al de un ladrón, aunque tus acciones nunca concretaron la idea. Será más difícil resistir la tentación la próxima vez. Si el proceso se repite lo suficiente, finalmente pierdes la habilidad de discernir entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto. La razón y la conciencia poco a poco se destruyen.

Los sentimientos no se evaporan en un abrir y cerrar de ojos

Regresemos a nuestra discusión acerca de la falta de estima propia. Escoger creer en la evidencia no hace que el sentimiento de falta de estima propia se evapore en un abrir y cerrar de ojos. Pero sí permite a Laura enfrentarlo desde una posición de confianza y fortaleza. Ella puede tener la seguridad de que es valiosa, aunque pueda sentirse sin valor momentáneamente, y de esa manera evitar la desesperanza. Después de reconocer su valor, entonces puede tomar el siguiente paso para evaluar dónde se originó el sentimiento.

Moviéndome hacia la ventana de mi oficina, señalé uno de los montes a la distancia y le pregunté:

–Si una llamarada de fuego se encendiera en esos montes y te preguntara qué es lo está pasando allí, ¿qué dirías?

–No sé –me respondió–. Tendría que ir y mirar…

¡Exacto! Los sentimientos son como llamaradas psicológicas. Se encienden y nos dicen que algo está pasando en cierta dirección; pero no sabemos qué es lo que en realidad sucede hasta que investigamos. Si una llamarada se encendiera en las montañas que están al este de mi oficina, aunque no supiéramos la causa, sí sabríamos que no fue por algo que sucedió en el oeste, ni en el norte ni en el sur. Cualquiera que sea el problema, ocurrió en el este.

Cuando un sentimiento de falta de estima propia entra en la mente de alguien, estas personas saben, por medio de un examen de la evidencia, que no es una conclusión basada en la falta de estima misma. Con gran certeza, se dan cuenta de que la evidencia les revela su verdadero valor. También reconocen que cualquiera que sea el sentimiento disfrazado de falta de estima, no proviene de una fuente de sentimientos positivos (tales como felicidad, alegría o romance), sino de algo negativo e incómodo. Y es aquí donde cada persona comienza a descubrir sus problemas particulares que despiertan la sensación de falta de estima, como puede ser el rechazo de un novio o novia que rompió una relación con ellos, o la sensación de fracaso que acompaña el divorcio.

Llevar los sentimientos a la razón y a la conciencia para ser examinados e investigados a la luz de los hechos, la evidencia y la verdad, y entonces elegir seguir la verdad, restaurará el orden y traerá paz a la mente. La batalla más grande radica en aprender a valorar la verdad porque es verdadera, no porque se siente verdadera.

Estos diamantes no tienen valor

En el caso de Laura, ella descubrió que tenía esos sentimientos de falta de estima propia porque nunca había sentido que sus padres la valoraran. Creía que estaban decepcionados con ella. Laura llegó a sus conclusiones a partir de su percepción de lo que sus padres pensaban de ella, no de la realidad misma.

Para ayudarla a reconocer su situación, le pedí que imaginara que yo regalaba a sus padres un manojo de diamantes valuados en un millón de dólares. Sorprendidos, sus padres miran los diamantes y exclaman: “¡Esto es ridículo! Nadie regalaría diamantes. Estos diamantes no son más que vidrio cortado”. Entonces tiran las piedras preciosas a la basura. Con este escenario en mente, le hice esta pregunta:

–Simplemente porque tus padres pensaban que los diamantes no tenían valor, ¿eso hizo que no tuvieran valor?

Cuando respondió que no, la miré y le dije:

–¡Tú representas esos diamantes! La opinión de tus padres no cambia el valor que tienes realmente.

Entonces le propuse algo más para considerar. Le pregunté si el billete de 100 dólares que le di tiene algún valor.

–Sí –me respondió.

–Si yo lo arrugara, ¿valdría menos?

Ella negó con su cabeza.

–Supón que lo tiro al piso y me paro sobre él, y le pongo barro, ¿valdría menos?

De nuevo me respondió que no. Entonces le dije:

–Esa eres tú. No importa si has sido arrugada, pisada o te has ensuciado en la vida. ¡El valor que tienes no ha cambiado!

Los sentimientos son extremadamente poco confiables, y nos llevan a avenidas destructivas si no son primero confirmados o rechazados por medio de una evaluación racional de la evidencia.

Exploremos otro sentimiento: La culpa. La culpa es destructiva y frecuentemente mal manejada, ya que hay dos tipos de culpa: la culpa legítima y la ilegítima.

La culpa legítima

La culpa legítima ocurre cuando hacemos algo equivocado, algo fuera de la armonía de la ley del amor y la libertad, tal como robar a nuestro vecino. Es un sentido de convicción o de juicio propio que resulta de la impresión del Espíritu Santo en nuestra conciencia y de la evaluación de nuestro comportamiento. La forma en que resolvemos la culpa legítima es por medio del arrepentimiento (un cambio de corazón, no la simple confesión) y la restauración. Si sientes culpa después de haber robado 50 dólares a tu vecino, la única forma de resolverlo es por medio del arrepentimiento, la confesión y la restauración: tienes que ir a la casa de tu vecino, y devolverle lo que tomaste.

La culpa ilegítima – Tipo I

El problema con la culpa ilegítima es que el arrepentimiento y la restauración no la resuelven, porque no hay nada de qué arrepentirse ni nada que restaurar. Pero debido a que la culpa ilegítima se siente como culpa legítima, la mayoría de las personas tratan de enfrentar la culpa ilegítima de la misma forma en que tratarían una culpa legítima. Pero no solo no funciona, sino además, de hecho, lo empeora.

Por ejemplo, la culpa ilegítima ocurre cuando una esposa llega a casa del trabajo y encuentra a su esposo de mal humor. Mientras él se queja de lo que le está sucediendo, la esposa siente culpa y trata de enmendar por medio del arrepentimiento, aunque no ha hecho nada para causar el comportamiento de su esposo: “Lo siento mucho, ¿qué puedo hacer?” Pero su respuesta nunca funciona, porque ella no ha hecho nada de lo que necesite arrepentirse y no tiene la capacidad de restaurar aquello que ella no ha dañado.

Intentar manejar la culpa ilegítima de esta forma siempre retarda la solución del problema. Al aceptar la culpa ilegítima y tratar de arrepentirse y restaurar, aceptamos y apoyamos una mentira, una falsedad; que en el caso anterior permitirá que el esposo responsabilice a su esposa por su mal comportamiento. En vez de que el marido reconozca lo duro que ha sido con su esposa, tome responsabilidad por ello y haga reparaciones, su esposa asume la responsabilidad por el mal humor del esposo. Esta respuesta nunca resuelve la situación, sino que de hecho viola la ley de la libertad, al mantener a la señora presa del estado de ánimo de su esposo.

La forma en que se debe manejar la culpa ilegitima es confrontándola con la verdad. Retroceder y preguntarse a uno mismo: “¿Hice algo erróneo o inapropiado?” Entonces, reconocer la verdad y aplicar la ley de la libertad: “No; no hice nada malo. Lamento mucho que mi esposo esté de mal humor. Si necesita expresarse, es libre de hacerlo. Simpatizaré con lo que le está pasando, le haré saber que lo amo, pero no me haré responsable para solucionar lo que le ocurre. Él es responsable por sus propios estados de ánimo”.

Debemos estar preparados para permitir que otros griten, lloren, estén heridos, con rabia o molestos sin disculparnos o intentar solucionar algo si, en verdad, no se ha hecho nada malo. La imposición de la culpa es una violación muy común de la ley de la libertad, utilizada por algunos como una forma de manipular y controlar a otros. Es por medio del uso de la razón y la conciencia que evaluamos la evidencia y aplicamos la verdad, que evitamos al estar atrapados en estos sentimientos.

La culpa ilegítima – Tipo II

Consideremos otra fuente de culpa ilegítima, que es muy sutil, bastante destructiva y mucho más común.

En el Centro Médico para Veteranos de Guerra en Augusta, Georgia, conocí por primera vez a Armando, después de que su médico de cabecera lo recibiera en la unidad quirúrgica para evaluar su pérdida crónica de peso, náuseas y dolor abdominal. Sus síntomas físicos eran el resultado del uso frecuente del alcohol durante varios años. Armando había estado tomando durante aproximadamente treinta años, en un intento de olvidar el pasado y evitar sentimientos crónicos de culpabilidad. Pero sin importar cuánto tomaba, la culpa persistía.

Como piloto durante la guerra de Vietnam, Armando había participado de muchas misiones y no dudó en matar a numerosos soldados enemigos. Dado que sabía que estaba salvando la vida a sus amigos soldados, nunca sintió culpa por la muerte de sus enemigos. Sin embargo, un evento lo perseguía incesantemente y, a pesar de lo mucho que intentara, nunca podía quitárselo de su mente.

Armando describió una misión que se le había asignado para destruir un depósito de municiones que el Vietcong había almacenado en un orfanato. El plan era que los soldados en tierra evaluaran el orfanato de niños antes de su ataque. Mientras Armando se acercaba a su objetivo, recibió el mensaje que confirmaba que el orfanato había sido evacuado, así que, bombardeó el edificio donde estaban almacenadas las municiones.

Pero cuando regresó a su base, descubrió que había recibido una información falsa: el orfanato no había sido evacuado, y muchos niños habían muerto. Devastado, Armando se culpó a sí mismo. Empezó a pensar que él era un asesino de niños, una persona malvada. No debí haberlo bombardeado. Debí haberlo sabido, pensaba constantemente. Consumido por la culpa, se odiaba a sí mismo.

¿Era inapropiada su culpa? Armando no era muy honesto consigo mismo. Se trataba a sí mismo como si hubiera sabido que los niños no habían sido evacuados del edificio, juzgándose sobre la base del resultado de sus acciones más que sobre sus motivos, sus decisiones y lo que trataba de hacer. En otras palabras, su reacción era como si hubiera intentado matar a los niños; como si hubiese sabido que el informe que recibió era falso. Aunque el resultado era trágico, su decisión y sus acciones en esa oportunidad habían sido apropiadas. Su culpa no estaba en el lugar apropiado.

Piensa en que eres un bombero responsable de suprimir un fuego usando explosivos. (Algunas veces, los grandes fuegos son extinguidos al detonar una explosión, que consume todo el oxígeno disponible y apaga así el fuego.) Un edificio está quemándose irremediablemente, y aquellos que luchan contra el fuego determinan que la única forma de extinguirlo es por medio de una explosión.

Eres responsable por colocar las cargas, mientras otros bomberos despejan el edificio. Después de colocar las cargas, recibes el mensaje: “Todo está despejado para detonar las cargas”, entonces procedes a hacerlo. Pero después se descubre que muchos niños no habían sido evacuados y perecieron en la explosión. ¿Sentirías culpa? ¿Has hecho algo malo? Los resultados indeseados algunas veces ocurren en la vida, aun después de hacer lo mejor que podemos. Desafortunadamente, muchas veces nos juzgamos a nosotros mismos de acuerdo con el resultado, más que por nuestra intención.

La culpa y el duelo no son lo mismo

Sergio tenía 43 años, y era de cabello castaño y contextura media. Su ceño fruncido y los círculos oscuros debajo de sus ojos eran consecuencia de haber sufrido depresión durante veinte años, desde la muerte de su hijo de tres años. Durante nuestra conversación, contó que hacía dos décadas su hijo había enfermado con alta fiebre e irritabilidad, así que, lo había llevado al pediatra. El médico le dijo a Sergio que era una infección auditiva y que le suministrara antibióticos, y lo envió de vuelta a su hogar.

Después de regresar a casa, la condición de su hijo empeoró, la fiebre aumentó y empezó a vomitar. Sergio llevó al niño a la sala de emergencia más cercana, donde el personal que lo atendió dijo al padre de nuevo que su hijo había tenido una infección auditiva, lo que confirmó el diagnóstico previo, y lo envió a casa.

Más tarde en la noche, la condición de su hijo continuó empeorando. Su piel quemaba y llegó a responder menos a los estímulos, entonces Sergio corrió de nuevo a la sala de emergencia. Esta vez, los doctores descubrieron que el niño tenía meningitis. Pero debido a que su condición era tan avanzada, murió poco después esa noche.

Absolutamente devastado, Sergio se culpó a sí mismo y se agobió con una culpa crónica, de la que no pudo deshacerse. Se ridiculizaba constantemente: “Debí haberlo sabido. Yo sabía que algo andaba mal. No debí haber escuchado a los doctores. Debí haber hecho algo. Es mi culpa. Mi hijo estaría vivo, si no fuera tan estúpido”.

Sergio se juzgaba a sí mismo como si le hubiera fallado a su hijo, ¿pero que más pudo haber hecho ese padre? Aunque no tenía entrenamiento médico, había llevado a su hijo tres veces en un día a diferentes médicos, dos de los cuales se equivocaron en el diagnóstico. ¿Era él la persona que debía ser culpabilizada por este error? Había caído en la trampa de juzgarse así mismo basado en el resultado, más que en sus acciones o sus intenciones.

Ahora, Sergio necesitaba darse cuenta de las diferencias que distinguen la culpa de la tristeza, el duelo y el dolor. Mientras que la tristeza, el duelo y el dolor son todas emociones saludables que las personas necesitan enfrentar, la culpa no lo es. Puesto que el sentimiento de culpa era inapropiado, interfería con la resolución del duelo. Recién cuando se dio cuenta de que no había hecho nada malo –si estuviera ante circunstancias similares con la misma información, habría tomado la misma decisión–, fue capaz de dejar ir el sentimiento de culpa y empezar a resolver el duelo.

La culpa ilegítima de Elena

A la edad de 44 años, Elena había tenido una larga historia de depresión y ansiedad, a causa de un desorden de estrés postraumático que había sufrido como consecuencia de años de abuso severo por parte de su esposo. Describió los ataques horribles de su esposo contra ella cuando, en muchas ocasiones, había llegado ebrio, le había apuntado con un arma en la cabeza y amenazado con matarla. Si bien ella tenía muchas razones legítimas para sentir ansiedad y depresión, también sufría de una culpa ilegítima, de la que no podía deshacerse.

Elena luchaba al contar las experiencias agonizantes que había enfrentado. Al describir el horrible abuso, frecuentemente sacudía su cabeza de atrás hacia delante para poder salir del recuerdo en el que estaba inmersa.

Muchos años antes, había descubierto que su esposo estaba abusando de su propia hija (hijastra de ella). Pero cuando lo contó a su familia, en vez de ayudarla, le dijeron que se quedara callada o la matarían.

Aunque estaba aterrorizada, rehusó permitir que su hijastra siguiera siendo abusada, así que, denunció a su esposo al Departamento de Familia y Servicios Infantiles. Luego de investigar los cargos, las autoridades arrestaron al esposo y lo llevaron a juicio por sus crímenes. Pero Elena se culpaba a sí misma. Debí haber sabido que mi hijastra estaba siendo abusada. ¿Cómo pude no haberme dado cuenta?, pensaba.

Por años, Elena sintió culpa crónica por no haber prevenido los eventos, que desconocía que estuvieran sucediendo. Recién hasta que ella usó su razón para evaluar los hechos y aplicar la verdad, pudo empezar a curarse. Reconoció que no era responsable por las acciones de su esposo o por esa información que no poseía.

Una vez que Elena aprendió a evaluarse a sí misma basada en sus propias acciones y sus propias decisiones, fue capaz de resolver su culpa inapropiada y seguir adelante en su proceso de curación.

Los padres no controlan los resultados

La mayoría de los padres tienen hijos que toman decisiones que los decepcionan o los hacen sentir pena. Algunos de los hijos de mis pacientes que han decidido tomar el camino equivocado están en la cárcel, abusan de drogas o se comportan irresponsablemente. Aunque cada historia es diferente, la mayoría de los padres comparte un mismo problema: se culpan y se castigan a sí mismos, pensando: Si hubiera hecho algo diferente, mi hijo no se habría convertido en lo que hoy es.

Estas personas sienten una culpa inapropiada, porque han aceptado una mentira. Han creído que ellos, como padres, son responsables por los resultados en la vida de sus hijos, y en el proceso han fracasado en reconocer que ellos son responsables solo por su propia conducta al criar a sus hijos. Dado que todos poseen libre albedrío, sus hijos son quienes, en última instancia, escogen su propio camino, independientemente de lo que sus padres les hayan enseñado.

Algunos de mis pacientes han olvidado que aunque la paternidad ejerce una influencia, no asegura los resultados. Aun cuando el ejercicio de la paternidad sea perfecto –como en el caso de la paternidad de Dios con Lucifer y con Adán–, los hijos aún pueden escoger tomar el camino incorrecto.

La culpa ilegítima – Tipo III

Sara se sintió muy perturbada durante años por una culpa no resuelta. Durante siete años, los recuerdos de una relación adúltera la habían atormentado. Aunque sabía que su aventura había sido un error, parecía no poder resistir su atracción por el otro hombre. Inmediatamente después de romper sus votos matrimoniales, se encontró a sí misma llena de culpa y rechazo propio. Como consecuencia, confesó su pecado a Dios y a su esposo. Se arrepintió, su esposo la perdonó y ella estuvo decidida a nunca más volver a tomar ese camino. Sin embargo, luego de siete años de ocurrida la aventura amorosa, seguía experimentando culpabilidad constante y recuerdos recurrentes del incidente. Sin importar el número de horas que pasó de rodillas confesando a Dios su pecado y pidiendo perdón, su culpa nunca pareció irse, y no sabía por qué. Pronto, empezó a considerar que no podría ser salva.

Si el arrepentimiento y la restauración resuelven la culpa legítima, y Sara se había arrepentido y reconciliado con su esposo, entonces, ¿por qué persistía la culpa? Porque aunque ella sentía tristeza por su aventura amorosa, la forma en que actuaba su mente no había cambiado. El proceso mental que la había llevado a adulterar aún permanecía en su mente.

En los capítulos 2 y 3 exploramos el modelo organizacional de la mente. Descubrimos que la razón y la conciencia constituyen nuestro juicio, y son las que dirigen la voluntad al tomar decisiones. También aprendimos que nuestros sentimientos pueden llevarnos por el camino incorrecto o tentarnos. Ahora consideremos el proceso mental de aquellos que deciden cometer adulterio. ¿Usan la razón y la conciencia, pesan la evidencia, oran por sabiduría y, con una clara conciencia, toman la decisión de cometer adulterio? ¿O experimentan fuertes sentimientos de excitación e ignoran su razón y su conciencia?

Ahora, ¿qué pasa cuando el mismo proceso ocurre en un problema diferente? Un día, en la oficina, una compañera de trabajo le pidió a Sara que le prestara su automóvil. Inmediatamente, Sara razonó a partir del hecho de que su seguro no permitía que otra persona manejara su automóvil. Además, la persona que le había presentado tal solicitud había tenido varios accidentes automovilísticos recientemente, y concluyó, en su juicio, que no le prestaría su automóvil. Pero entonces los sentimientos de temor e inseguridad la desbordaron. No quiero que se moleste. Quiero caerle bien. No quiero que empiece a decir chismes sobre mí. Y yo odio la confrontación. Así que, basada en todos sus sentimientos, ignoró su propio juicio y permitió que su compañera de trabajo tomara su automóvil.

Aquí encontramos que su mente operaba del mismo modo en que lo hizo cuando cometió adulterio. Siente culpa por no escoger hacer lo que su juicio decidió que era lo mejor. Al no poder entender cómo Dios diseñó que funcionara su mente, y dado que el problema de prestar su automóvil no era un asunto moral, Sara no podía identificar la fuente de su culpa. En vez de sentir culpa por prestar su automóvil a su compañera de trabajo, su mente le recuerda el más claro ejemplo del triunfo de sus sentimientos sobre su juicio y experimenta de nuevo la culpa de su aventura extramatrimonial. Así que, durante los últimos siete años, cada vez que permitía que sus sentimientos primaran por sobre su juicio, pasaba de nuevo por la culpa que sentía por su aventura, lo que causaba que se arrepintiera una vez más. Como nunca había entendido la forma en que funcionaba su mente, nunca experimentó paz o una sensación de perdón real. Es solamente cuando ponemos nuestras mentes en el equilibrio correcto que podemos ser curados.

La verdad quita la culpa inapropiada

Es por el ejercicio de la razón, evaluando los hechos y las circunstancias, y la posterior comprensión y aplicación de la verdad, que la culpa inapropiada es quitada de la mente, permitiendo que ocurra la sanación.

Dios ha diseñado nuestro universo de una manera muy ordenada. Cuando operamos en armonía con sus principios y métodos, experimentamos una mente sana y un corazón en paz. Mientras nuestra mente funcione en el orden jerárquico que el Señor estableció, nuestra autoestima y nuestra confianza propia automáticamente aumentarán. Del mismo modo, siempre que permitimos que nuestras mentes operen sin que la razón y la conciencia dirijan nuestras acciones, entonces nuestra autoestima y nuestra confianza propia decaerán.

Los principios fundamentales del gobierno de Dios son el amor, la verdad y la libertad. El proceso de aplicar la verdad a la mente y practicar los métodos que están en armonía con sus métodos se conoce como batalla espiritual. Profundizaremos este tema en el siguiente capítulo.