«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria.» — Colosenses 3:3-4
Aquel que permanece en Cristo, el Crucificado, aprende lo que significa haber sido crucificado con Él, y estar verdaderamente muerto al pecado en Él. Aquel que permanece en Cristo, el Resucitado y Glorificado, se hace partícipe de Su vida de resurrección y de la gloria con la que ahora ha sido coronado en el cielo. Inenarrables son las bendiciones que fluyen al alma desde la unión con Jesús en Su vida glorificada.
Esta vida es una vida de perfecta victoria y descanso. Antes de Su muerte, el Hijo de Dios tuvo que sufrir y luchar, podía ser tentado y perturbado por el pecado y sus ataques. Pero como el Resucitado, ha triunfado sobre el pecado; y como el Glorificado, Su humanidad ha entrado a participar de la gloria de la Deidad. El creyente que permanece en Él como tal, llega a ver cómo el poder del pecado y de la carne han sido realmente destruidos: la conciencia de una liberación completa y eterna se vuelve cada vez más clara, y el descanso y la paz benditos —fruto de esta convicción de que la victoria y la liberación son un hecho consumado— se apoderan de su vida. Al permanecer en Jesús, en quien ha sido resucitado y sentado en los lugares celestiales, recibe de esa vida gloriosa que fluye desde la Cabeza hacia cada miembro del cuerpo.
Esta vida es una vida de plena comunión con el amor y la santidad del Padre. Jesús destacó a menudo este pensamiento ante Sus discípulos. Su muerte fue un ir al Padre. Oró: “Glorifícame Tú, oh Padre, contigo mismo, con aquella gloria que tuve contigo”. Al permanecer el creyente en Cristo el Glorificado, y buscar comprender y experimentar lo que implica su unión con Jesús en el trono, capta cómo la luz sin velo de la presencia del Padre es Su gloria y bienaventuranza suprema, y también la porción del creyente. Aprende el arte sagrado de vivir siempre, en comunión con su Cabeza exaltada, en el secreto de la presencia del Padre. Además, cuando Jesús estaba en la tierra, aún podía ser tentado; en la gloria, todo es santo y está en perfecta armonía con la voluntad de Dios. Y así el creyente que permanece en Él experimenta que en esta alta comunión su espíritu es santificado en una creciente armonía con la voluntad del Padre. La vida celestial de Jesús es el poder que expulsa el pecado.
Esta vida es una vida de amorosa beneficencia y actividad. Sentado en Su trono, Él reparte Sus dones, concede Su Espíritu y no cesa de velar y obrar en amor por los suyos. El creyente no puede permanecer en Jesús el Glorificado sin sentirse impulsado y fortalecido para obrar: el Espíritu y el amor de Jesús infunden el deseo y el poder de ser bendición para otros. Jesús fue al cielo precisamente para obtener allí poder para bendecir abundantemente. Él hace esto, como la Vid celestial, únicamente por medio de Su pueblo como Sus ramas. Quien, por tanto, permanece en Él, el Glorificado, lleva mucho fruto, porque recibe del Espíritu y del poder de la vida eterna de su Señor exaltado, y se convierte en el canal por el cual la plenitud de Jesús —quien ha sido exaltado como Príncipe y Salvador— fluye para bendecir a los que lo rodean.
Hay un pensamiento más en relación a esta vida del Glorificado y la nuestra en Él. Es una vida de maravillosa expectativa y esperanza. Así lo es también para Cristo. Él está sentado a la diestra de Dios, esperando hasta que todos Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies, esperando el momento en que recibirá Su recompensa completa, cuando Su gloria sea plenamente manifestada, y Su amado pueblo esté con Él en esa gloria. La esperanza de Cristo es la esperanza de Sus redimidos: “Vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. Esta promesa es tan preciosa para Cristo como puede serlo para nosotros. El gozo del reencuentro no es menor para el esposo que viene que para la novia que espera. La vida de Cristo en gloria es una vida de anhelante expectativa: la gloria completa solo llega cuando Sus amados están con Él.
El creyente que permanece cerca de Cristo compartirá con Él este espíritu de expectación. No tanto por el aumento de su felicidad personal, sino desde un espíritu de lealtad entusiasta hacia su Rey, anhela verlo venir en Su gloria, reinando sobre todo enemigo, la plena revelación del amor eterno de Dios. “Hasta que Él venga” es la consigna de todo creyente de corazón sincero. “Cristo aparecerá, y nosotros apareceremos con Él en gloria”.
Puede haber diferencias serias en la forma de interpretar las promesas de Su venida. Para algunos es tan claro como la luz del día que vendrá muy pronto en persona a reinar en la tierra, y esa pronta venida es su esperanza y su sostén. Para otros, que aman igual su Biblia y su Salvador, esa venida no puede significar otra cosa que el día del juicio: la transición solemne del tiempo a la eternidad, el cierre de la historia en la tierra, el comienzo del cielo; y la idea de esa manifestación de la gloria de su Salvador no es menos su gozo y su fortaleza. Es Jesús, Jesús viniendo otra vez, Jesús llevándonos consigo, Jesús adorado como Señor de todo, lo que para toda la Iglesia constituye la suma y el centro de su esperanza.
Es permaneciendo en Cristo el Glorificado que el creyente será vivificado a esa espera verdaderamente espiritual de Su venida, la única que trae bendición verdadera al alma. Hay un interés en el estudio de las cosas por venir en el que a menudo resalta más la afiliación a una escuela que el discipulado de Cristo el manso; en el que se destacan más las contiendas por opiniones y la condenación de hermanos que cualquier señal de la gloria venidera. Solo la humildad que está dispuesta a aprender de quienes puedan tener otros dones y más profundas revelaciones de la verdad que nosotros, y el amor que siempre habla con gentileza y ternura de quienes no ven como nosotros, y la espiritualidad que demuestra que el que viene ya es nuestra vida, persuadirán a la Iglesia y al mundo de que esta fe nuestra no está en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Para testificar del Salvador como el que viene, debemos permanecer en Él y reflejar Su imagen como el Glorificado. No será la corrección de nuestras ideas, ni la vehemencia con que las defendemos, lo que nos preparará para encontrarlo, sino únicamente permanecer en Él. Solo entonces nuestra manifestación con Él en gloria será lo que debe ser: una transfiguración, una irrupción y resplandor de la gloria interior que había estado esperando el día de la revelación.
¡Bendita vida! “la vida escondida con Cristo en Dios”, “sentados en los lugares celestiales en Cristo”, permaneciendo en Cristo el glorificado. Una vez más surge la pregunta: ¿Puede un débil hijo del polvo realmente vivir en comunión con el Rey de la gloria? Y una vez más debe darse la bienaventurada respuesta: Mantener esa unión es precisamente la obra para la cual Cristo tiene todo poder en el cielo y en la tierra a Su disposición. La bendición será dada al que confíe en su Señor para ello, al que, con fe y expectativa confiada, no deje de entregarse por completo para ser uno con Él. Fue un acto de fe maravillosa aunque sencilla, cuando el alma se entregó por primera vez al Salvador. Esa fe crece hacia una comprensión más clara y un asimiento más firme de la verdad de Dios de que somos uno con Él en Su gloria. En esa misma fe maravillosa —maravillosamente simple, pero maravillosamente poderosa— el alma aprende a abandonarse por completo al cuidado del poder omnipotente de Cristo y a las acciones de Su vida eterna. Porque sabe que tiene al Espíritu de Dios habitando dentro para comunicarle todo lo que Cristo es, ya no lo ve como una carga o una tarea, sino que permite que la vida divina siga su curso y haga su obra; su fe es un creciente abandono del yo, la expectativa y aceptación de todo lo que el amor y el poder del Glorificado pueden realizar. En esa fe se mantiene la comunión ininterrumpida, y se realiza una creciente conformidad. Como con Moisés, la comunión hace partícipes de la gloria, y la vida comienza a resplandecer con un brillo que no es de este mundo.
¡Bendita vida! Es nuestra, porque Jesús es nuestro. ¡Bendita vida! Tenemos la posesión dentro nuestro en su poder oculto, y tenemos la promesa delante nuestro en su gloria plena. Que nuestras vidas diarias sean la prueba luminosa y bendita de que el poder oculto mora en nosotros, preparándonos para la gloria que será revelada. Que nuestra permanencia en Cristo el Glorificado sea nuestro poder para vivir para la gloria del Padre, y nuestra aptitud para participar de la gloria del Hijo.
Y AHORA,
HIJITOS,
PERMANECED EN ÉL,
PARA QUE, CUANDO SE MANIFIESTE, TENGAMOS
CONFIANZA, Y NO NOS AVERGONCEMOS
DELANTE DE ÉL EN SU VENIDA.