28. Como tu fortaleza

“Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” — MATEO 28:18

“Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza.” — EFESIOS 6:10

“Mi poder se perfecciona en la debilidad.” — 2 CORINTIOS 12:9 (RV)

No hay una verdad más comúnmente aceptada entre los cristianos sinceros que la de su total debilidad. Pero también, no hay una verdad más malentendida y mal usada. Aquí, como en otras cosas, los pensamientos de Dios son más altos que los del hombre—tan altos como el cielo sobre la tierra.

El cristiano a menudo intenta olvidar su debilidad; Dios quiere que la recordemos, que la sintamos profundamente. El cristiano quiere vencer su debilidad y liberarse de ella; Dios quiere que descansemos e incluso nos regocijemos en ella. El cristiano se lamenta por su debilidad; Cristo enseña a su siervo a decir: “Me gozo en mis debilidades; por tanto, de buena gana me gloriaré en ellas.” El cristiano piensa que su debilidad es el mayor obstáculo en la vida y el servicio a Dios; Dios dice que es el secreto de la fortaleza y del éxito. Es nuestra debilidad, aceptada de corazón y constantemente reconocida, lo que nos da derecho y acceso a la fuerza de Aquel que ha dicho: “Mi poder se perfecciona en la debilidad.”

Cuando nuestro Señor estaba por tomar su lugar en el trono, una de sus últimas palabras fue: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Así como su ascensión al trono del poder de Dios fue algo nuevo y real—un verdadero avance en la historia del Dios-hombre—también lo fue este revestimiento de poder. La omnipotencia fue ahora confiada al hombre Cristo Jesús, para que a partir de entonces, a través de los canales de la naturaleza humana, pudiera ejercer sus poderosas energías. Por eso, junto con esta revelación de lo que iba a recibir, unió la promesa de la participación que tendrían sus discípulos: Cuando haya ascendido, recibiréis poder de lo alto (Lucas 24:49; Hechos 1:8). Es en el poder del Salvador omnipotente donde el creyente debe encontrar su fuerza para la vida y para la obra.

Así fue con los discípulos. Durante diez días adoraron y esperaron al pie de su trono. Expresaron su fe en Él como Salvador, su adoración como Señor, su amor como Amigo, su devoción y disposición para trabajar como Maestro. Jesucristo era el único objeto de su pensamiento, su amor y su deleite. En esa adoración de fe y devoción, sus almas entraron en comunión profunda con Él en el trono, y cuando estuvieron preparados, vino el bautismo de poder. Fue poder interior y exterior.

El poder vino para capacitarlos en la obra a la que se habían entregado: testificar con su vida y su palabra acerca de su Señor invisible. En algunos, el testimonio principal sería una vida santa, revelando el cielo y a Cristo del cual provenía. El poder vino para establecer el Reino dentro de ellos, darles victoria sobre el pecado y el yo, capacitarlos mediante experiencia viviente para testificar del poder de Jesús en el trono, y hacer que vivan como santos en el mundo. Otros se dedicarían enteramente a hablar en el nombre de Jesús. Pero todos necesitaban y todos recibieron el don de poder, para probar que Jesús había recibido el Reino del Padre; que toda potestad en el cielo y la tierra le había sido dada, y que Él la impartía a Su pueblo según su necesidad, sea para una vida santa o un servicio eficaz. Recibieron el don de poder para demostrar al mundo que el Reino de Dios no era solo palabra, sino poder. Con poder interior, tenían poder exterior y alrededor. El poder de Dios se sentía incluso en quienes no se rendían a él (Hechos 2:43; 4:13; 5:13).

Y lo que Jesús fue para esos primeros discípulos, también lo es para nosotros. Toda nuestra vida y llamado como discípulos encuentra su origen y garantía en estas palabras: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Lo que Él hace en y a través de nosotros, lo hace con poder omnipotente. Lo que demanda, lo obra Él mismo con ese mismo poder. Todo lo que da, lo da con poder. Toda bendición que otorga, toda promesa que cumple, toda gracia que obra—todo, todo es con poder. Todo lo que proviene de este Jesús en el trono del poder debe llevar el sello del poder. El creyente más débil puede estar seguro de que al pedir ser guardado del pecado, crecer en santidad o dar mucho fruto, puede esperar que esas peticiones sean cumplidas con poder divino. El poder está en Jesús; Jesús es nuestro con toda su plenitud; y es en nosotros, sus miembros, donde ese poder debe obrar y manifestarse.

Y si queremos saber cómo se da ese poder, la respuesta es simple: Cristo da Su poder en nosotros al darnos Su vida. Él no, como muchos creyentes imaginan, toma la débil vida que encuentra en ellos y le añade un poco de fuerza para ayudarles en sus débiles esfuerzos. No; es al darnos Su propia vida en nosotros que nos da Su poder. El Espíritu Santo descendió a los discípulos directamente del corazón de su Señor exaltado, trayendo dentro de ellos la gloriosa vida del cielo en la cual Él había entrado. Y así Su pueblo aún hoy es enseñado a fortalecerse en el Señor y en el poder de Su fuerza. Cuando Él los fortalece, no es quitando el sentido de debilidad, ni reemplazándolo por una sensación de fuerza. De ningún modo. Sino que, de manera maravillosa, dejando e incluso aumentando el sentido de impotencia absoluta, les da junto con ello la conciencia de fortaleza en Él. “Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros.” La debilidad y la fuerza están lado a lado; a medida que una crece, también la otra, hasta que entienden la frase: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte; me glorío en mis debilidades para que repose sobre mí el poder de Cristo.”

El discípulo creyente aprende a mirar a Cristo en el trono, a Cristo el Omnipotente, como su vida. Estudia esa vida en su perfección infinita y pureza, en su fortaleza y gloria; es la vida eterna habitando en un hombre glorificado. Y cuando piensa en su propia vida interior y anhela santidad, vivir agradando a Dios o tener poder para hacer la obra del Padre, mira hacia arriba y, regocijándose en que Cristo es su vida, cuenta con confianza que esa vida obrará poderosamente en él todo lo que necesita. En cosas pequeñas y grandes, al ser guardado del pecado momento a momento, o en la lucha con alguna dificultad o tentación especial, el poder de Cristo es la medida de su expectativa. Vive una vida alegre y bendecida, no porque ya no sea débil, sino porque, siendo completamente impotente, acepta y espera que el poderoso Salvador obre en él.

Las lecciones que estas ideas nos enseñan para la vida práctica son simples, pero muy valiosas. La primera es que toda nuestra fortaleza está en Cristo, reservada y esperando ser usada. Está allí como una vida todopoderosa, que está en Él para nosotros, lista para fluir en la medida en que encuentre abiertos los canales. Pero sea que su flujo sea fuerte o débil, cualquiera sea nuestra experiencia de ella, ahí está, en Cristo: “Toda potestad en el cielo y la tierra.” Tomémonos tiempo para meditar en esto. Llenemos nuestra mente con este pensamiento: que para que Jesús sea para nosotros un Salvador perfecto, el Padre le dio todo poder. Esa es la cualificación que lo adapta a nuestras necesidades: todo el poder del cielo sobre todos los poderes de la tierra, incluyendo cada poder terrenal en nuestro corazón y vida.

La segunda lección es: Este poder fluye dentro de nosotros mientras permanezcamos en unión estrecha con Él. Cuando la unión es débil, poco valorada o descuidada, el influjo de fuerza será débil. Cuando la unión con Cristo se goza como nuestro mayor bien y todo se sacrifica para mantenerla, el poder actuará: “Su poder se perfeccionará en nuestra debilidad.” Nuestra única preocupación debe ser permanecer en Cristo como nuestra fortaleza. Nuestro único deber: fortalecernos en el Señor y en el poder de Su fuerza. Que nuestra fe cultive una comprensión amplia y clara de la sobremanera grandeza del poder de Dios en los que creemos, ese mismo poder del Cristo resucitado y exaltado por el cual Él triunfó sobre todo enemigo (Efesios 1:19-21). Que nuestra fe consienta el arreglo maravilloso y bendito de Dios: nada de fuerza en nosotros como propia, todo el poder en Cristo, pero accesible a nosotros como si estuviera dentro nuestro. Que nuestra fe salga cada día de sí misma y su vida, hacia la vida de Cristo, poniendo todo nuestro ser a Su disposición para que Él obre en nosotros. Que nuestra fe, por encima de todo, se regocije con confianza en la seguridad de que Él, con Su poder omnipotente, perfeccionará en verdad Su obra en nosotros. Al permanecer así en Cristo, el Espíritu Santo, el Espíritu de Su poder, obrará poderosamente en nosotros, y también cantaremos: “JEHOVÁ es mi fortaleza y mi cántico: En JEHOVÁ tengo justicia y poder.”
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.”