«Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.» —JUAN 15:12
«Como el Padre me amó, ASÍ también yo os he amado; ASÍ como yo os he amado, ASÍ también amaos los unos a los otros.» Dios se hizo hombre; el amor divino comenzó a fluir por el cauce de un corazón humano; se convierte en el amor del hombre hacia el hombre. El amor que llena el cielo y la eternidad debe verse cada día aquí, en la vida terrenal y temporal.
«Este es mi mandamiento», dice el Salvador, «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.» A veces hablaba de mandamientos, pero el amor, que es el cumplimiento de la ley, lo abarca todo y por eso se llama su mandamiento—el nuevo mandamiento. Ha de ser la gran evidencia de la realidad del Nuevo Pacto, del poder de la nueva vida revelada en Jesucristo. Debe ser la señal convincente e indiscutible del discipulado: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos»; «Que todos sean uno en nosotros, para que el mundo crea»; «Que sean perfectos en unidad, para que el mundo sepa que tú los has amado, como también a mí me has amado.» Para el creyente que busca la comunión perfecta con Cristo, guardar este mandamiento es a la vez la prueba bendita de que permanece en Él, y el camino hacia una unión más plena y perfecta.
Tratemos de entender cómo es esto posible. Sabemos que Dios es amor, y que Cristo vino a revelarlo, no como doctrina sino como vida. Su vida, en su admirable abnegación y sacrificio, fue, por encima de todo, la encarnación del amor divino, la manifestación comprensible para los hombres de cómo ama Dios. En su amor hacia los indignos e ingratos, en su humillación para andar entre los hombres como siervo, en entregarse a la muerte, vivió y actuó simplemente la vida del amor divino que estaba en el corazón de Dios. Vivió y murió para mostrarnos el amor del Padre.
Y ahora, así como Cristo mostró el amor de Dios, los creyentes deben mostrar al mundo el amor de Cristo. Deben demostrar a los hombres que Cristo los ama, y que ese amor los llena con una clase de amor que no es terrenal. Al vivir y amar como Él, han de ser testigos permanentes del amor que se entregó a morir. Él amó tanto que incluso los judíos exclamaron en Betania: «¡Mirad cómo le amaba!» Los cristianos deben vivir de tal manera que los hombres se vean obligados a decir: «Miren cómo se aman estos cristianos.» En su trato diario, los cristianos son un espectáculo para Dios, para los ángeles y para los hombres; y en la semejanza a Cristo en su amor mutuo, deben demostrar qué clase de espíritu hay en ellos. A pesar de la diversidad de carácter o credo, idioma o estatus, deben mostrar que el amor los ha hecho miembros de un solo cuerpo y los unos de los otros, y que les ha enseñado a olvidar y sacrificarse a sí mismos por el bien del otro. Su vida de amor es la prueba principal del cristianismo, la evidencia para el mundo de que Dios envió a Cristo, y que ha derramado en ellos el mismo amor con que amó a Su Hijo. De todas las evidencias del cristianismo, esta es la más poderosa y convincente.
Este amor de los discípulos de Cristo entre sí ocupa una posición central entre su amor a Dios y su amor a todos los hombres. Es la prueba de su amor a Dios, a quien no pueden ver. El amor al invisible puede fácilmente reducirse a un mero sentimiento o imaginación; en el trato con los hijos de Dios, el amor a Él se pone realmente en práctica y se manifiesta en obras que el Padre acepta como hechas para Él. Así solamente puede probarse que es verdadero. El amor entre hermanos es la flor y el fruto de la raíz oculta del amor a Dios en el corazón. Y ese fruto se convierte a su vez en la semilla del amor a todos los hombres: el trato entre cristianos es la escuela en la que se entrena y fortalece el amor hacia los que aún están fuera de Cristo, no simplemente con la simpatía que se basa en coincidencias, sino con el santo amor que alcanza al más indigno y soporta al más difícil por amor a Jesús. Es el amor mutuo como discípulos el que se pone siempre como el eslabón entre el amor a Dios y el amor general al prójimo.
En el trato de Cristo con sus discípulos, este amor fraternal encuentra la ley de su conducta. Al estudiar su perdón y paciencia hacia sus amigos, con el setenta veces siete como única medida—al contemplar su incansable paciencia y su humildad infinita—al ver la mansedumbre y humildad con que se presenta como su siervo, totalmente entregado a sus intereses—se acepta con gozo su mandato: «Como yo os he hecho, vosotros también haced» (Juan 13:15). Siguiendo su ejemplo, cada uno no vive para sí mismo sino para el otro. La ley de la bondad está en la lengua, pues el amor ha jurado que nunca cruzará sus labios una palabra cruel. No solo se rehúsa a hablar, sino incluso a oír o pensar mal; es más celoso por el nombre y la reputación del hermano cristiano que por el propio. Mi buen nombre puedo dejarlo al Padre; el de mi hermano, el Padre me lo ha confiado. En dulzura y bondad, en cortesía y generosidad, en sacrificio y servicio, en una vida de bendición y hermosura, el amor divino que ha sido derramado en el corazón del creyente resplandece como lo hizo en la vida de Jesús.
¡Cristiano! ¿Qué dices de este glorioso llamado a amar como Cristo? ¿No se llena tu corazón de gozo al pensar en el privilegio indescriptible de reflejar así la imagen del Amor Eterno? ¿O más bien suspiras pensando en la inaccesible altura de perfección a la que se te llama? Hermano, no suspires por lo que en verdad es la más alta señal del amor del Padre: que nos haya llamado a ser como Cristo en amor, así como Él fue como el Padre en el suyo. Entiende que quien dio el mandamiento en tan estrecha conexión con su enseñanza sobre la Vid y el permanecer en Él, nos dio también la seguridad de que solo tenemos que permanecer en Él para poder amar como Él. Aceptá el mandamiento como un nuevo motivo para permanecer más plenamente en Cristo. Considerá el permanecer en Él más que nunca como permanecer en Su amor; arraigado y cimentado cada día en un amor que sobrepasa todo entendimiento, recibirás de su plenitud y aprenderás a amar. Con Cristo habitando en vos, el Espíritu Santo derrama el amor de Dios en tu corazón, y amás a los hermanos, incluso a los más difíciles y no amables, con un amor que no es tuyo, sino el amor de Cristo en vos. Y el mandamiento sobre tu amor a los hermanos se transforma de carga en gozo, si lo mantenés unido, como Jesús lo hizo, al mandamiento sobre Su amor por vos: «Permaneced en mi amor; amaos los unos a los otros, como yo os he amado.»
«Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.» ¿No es esto acaso parte del mucho fruto que Jesús prometió que daríamos—en verdad un racimo de las uvas de Escol, con el cual podemos demostrar a otros que la tierra prometida es realmente una buena tierra? Tratemos con sencillez y honestidad de ir a nuestro hogar y traducir el lenguaje de la fe elevada y del entusiasmo celestial en la prosa sencilla de la conducta diaria, para que todos los hombres puedan entenderla. Que nuestro carácter esté bajo el dominio del amor de Jesús: Él no solo puede frenarlo—puede hacernos mansos y pacientes. Que el voto de que nunca se oirá de nuestros labios una palabra cruel sobre otros sea depositado con confianza a sus pies. Que la gentileza que rehúsa ofenderse, que siempre está lista para excusar, para pensar y esperar lo mejor, marque nuestro trato con todos. Que el amor que no busca lo suyo, sino que está siempre listo para lavar los pies ajenos, o incluso dar su vida por ellos, sea nuestro objetivo al permanecer en Jesús. Que nuestra vida sea de sacrificio propio, buscando siempre el bien del otro, hallando nuestra mayor alegría en bendecir a los demás. Y que, al estudiar el arte divino de hacer el bien, nos entreguemos como aprendices obedientes a la guía del Espíritu Santo. Por Su gracia, la vida más simple puede ser transfigurada con el resplandor de una belleza celestial, cuando el amor infinito de la naturaleza divina brilla a través de nuestra débil humanidad. Hermano cristiano, ¡alabemos a Dios! Estamos llamados a amar como ama Jesús, como ama Dios.
«Permaneced en mi amor, y amad como yo os he amado.» Bendito sea Dios, es posible. La nueva y santa naturaleza que tenemos, y que se fortalece al permanecer en Cristo la Vid, puede amar como Él amó. Cada descubrimiento del mal en la vieja naturaleza, cada anhelo de obedecer el mandamiento del Señor, cada experiencia del poder y la bendición de amar con el amor de Jesús, nos impulsará a aceptar con renovada fe estas benditas instrucciones: «Permaneced en mí, y yo en vosotros»; «Permaneced en mi amor.»