«Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.» — Juan 15:9.
¡Bendito Señor, ilumina nuestros ojos para ver la gloria de esta palabra maravillosa! Abre a nuestra meditación la cámara secreta de TU AMOR, para que nuestras almas entren allí y encuentren su morada eterna. ¿Cómo podríamos conocer, si no, un amor que sobrepasa todo conocimiento?
Antes de que el Salvador pronuncie la palabra que nos invita a permanecer en Su amor, primero nos dice qué clase de amor es. Lo que Él dice al respecto debe dar fuerza a Su invitación y hacer que la idea de no aceptarla sea impensable: «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado.»
«Como el Padre me ha amado.» ¿Cómo podremos formarnos un concepto correcto de este amor? Señor, enséñanos. Dios es amor. El amor es Su mismo ser. El amor no es un atributo más, sino la esencia misma de Su naturaleza, el centro alrededor del cual giran todos Sus gloriosos atributos. Fue porque Él es amor que es Padre, y que hay un Hijo. El amor necesita un objeto al cual pueda entregarse, en quien pueda perderse, con quien pueda hacerse uno. Porque Dios es amor, debe haber un Padre y un Hijo. El amor del Padre al Hijo es esa pasión divina con la que se deleita en el Hijo, y declara: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.» El amor divino es como un fuego ardiente; en toda su intensidad e infinitud, tiene un solo objeto y una sola alegría: el Hijo unigénito. Aun cuando reunimos todos los atributos de Dios — Su infinitud, perfección, inmensidad, majestad, omnipotencia — y los consideramos como los rayos de la gloria de Su amor, aún fallamos en comprender lo que ese amor debe ser. Es un amor que excede a todo conocimiento.
Y aun así, este amor de Dios al Hijo debe servir, oh alma mía, como el espejo en el cual has de aprender cómo Jesús te ama. Como uno de Sus redimidos, eres Su deleite, y todo Su deseo es para ti, con el anhelo de un amor más fuerte que la muerte, que muchas aguas no pueden apagar. Su corazón anhela tu comunión y tu amor. Si fuera necesario, podría morir de nuevo para poseerte. Así como el Padre amó al Hijo y no podía vivir sin Él, no podía ser el Dios bienaventurado sin Él, así también Jesús te ama. Su vida está unida a la tuya; tú eres para Él infinitamente más indispensable y precioso de lo que puedas saber. Eres uno con Él. «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado.» ¡Qué amor!
Es un amor eterno. Desde antes de la fundación del mundo — así nos lo enseña la Palabra de Dios — se había formado el propósito de que Cristo fuese la Cabeza de Su Iglesia, que tuviera un cuerpo en el cual se manifestara Su gloria. En esa eternidad, Él amó y anheló a aquellos que le fueron dados por el Padre; y cuando vino y dijo a Sus discípulos que los amaba, no era con un amor terrenal ni temporal, sino con un amor eterno. Y con ese mismo amor infinito aún fija Su mirada sobre cada uno de nosotros, que buscamos permanecer en Él, y en cada aliento de ese amor hay realmente poder eterno. «Con amor eterno te he amado.»
Es un amor perfecto. Da todo, y no retiene nada. «El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano.» Y así también Jesús ama a los suyos: todo lo que tiene es de ellos. Cuando fue necesario, sacrificó Su trono y Su corona por ti; no consideró demasiado preciada ni Su vida ni Su sangre para entregarlas por ti. Su justicia, Su Espíritu, Su gloria, incluso Su trono: todo es tuyo. Este amor no retiene nada, nada, sino que, de una manera que la mente humana no puede comprender, te hace uno con Él mismo. ¡Oh amor maravilloso! Amarnos así como el Padre lo amó a Él, y ofrecernos este amor como nuestra morada diaria.
Es un amor gentil y tierno. Cuando pensamos en el amor del Padre al Hijo, vemos en el Hijo todo lo infinitamente digno de ese amor. Cuando pensamos en el amor de Cristo por nosotros, no hay más que pecado e indignidad. Y surge la pregunta: ¿cómo puede compararse ese amor en el seno mismo de la vida divina y sus perfecciones con el amor que se posa sobre pecadores? ¿Puede realmente ser el mismo amor? Bendito sea Dios, sabemos que sí lo es. La naturaleza del amor siempre es una sola, por más diferentes que sean los objetos. Cristo no conoce otra ley de amor sino aquella con la que Su Padre lo amó a Él. Nuestra miseria sólo sirve para mostrar más claramente la belleza del amor, una belleza que ni siquiera en el cielo podía verse. Con la más tierna compasión se inclina hacia nuestra debilidad, con una paciencia inconcebible soporta nuestra lentitud, con la más dulce benignidad responde a nuestros temores y necedades. Es el amor del Padre al Hijo, embellecido, glorificado en su condescendencia, y adaptado de forma exquisita a nuestras necesidades.
Y es un amor inmutable. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.» «Aunque los montes se aparten y los collados se muevan, no se apartará de ti mi misericordia.» La promesa con la que comienza Su obra en el alma es esta: «No te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho.» Y así como nuestra miseria fue lo que primero atrajo Su amor, así también el pecado, que tantas veces lo entristece y que podría llevarnos al temor y a la duda, no es sino un nuevo motivo para aferrarse aún más a nosotros. ¿Y por qué? No podemos dar otra razón sino esta: «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado.»
Y ahora, ¿acaso este amor no sugiere el motivo, la medida y el medio de esa entrega con la que nos rendimos para permanecer en Él?
Este amor ciertamente nos da un motivo. Sólo hay que mirar y ver cómo este amor se presenta y suplica y ruega. Contempla, oh contempla la forma divina, la gloria eterna, la hermosura celestial, la ternura suplicante del amor crucificado, mientras extiende Sus manos traspasadas y dice: «¿No querrás permanecer conmigo? ¿No vendrás a permanecer en mí?» Te señala la eternidad del amor de donde vino a buscarte. Te muestra la cruz y todo lo que ha soportado para probar la realidad de Su afecto y ganarte para sí. Te recuerda todo lo que ha prometido hacer por ti, si sólo te entregas por completo a Sus brazos. Te pregunta si, hasta aquí, al morar con Él y probar Su bendición, no ha obrado bien contigo. Y con una autoridad divina, mezclada con una ternura inefable — hasta el punto que uno casi podría escuchar un leve tono de reproche — te dice: «Alma, como el Padre me ha amado, así también yo te he amado: permanece en mi amor.» Seguramente no puede haber más que una sola respuesta ante tal súplica: ¡Señor Jesucristo! Aquí estoy. En adelante, Tu amor será el único hogar de mi alma: sólo en Tu amor permaneceré.
Ese amor no es sólo el motivo, sino también la medida de nuestra entrega para permanecer en Él. El amor lo da todo, pero también pide todo. Lo hace, no porque nos niegue algo, sino porque sin esa entrega total no puede poseernos y llenarnos de sí mismo. Así fue en el amor del Padre y del Hijo. Así fue en el amor de Jesús hacia nosotros. Así también debe ser en nuestra entrada a Su amor para permanecer en él: nuestra entrega no debe tener otra medida que la entrega de Él hacia nosotros. ¡Oh, si entendiéramos que el amor que nos llama tiene riquezas infinitas y plenitud de gozo para nosotros, y que lo que dejamos por amor a Él será recompensado cien veces en esta vida! O mejor aún, ¡si entendiéramos que es un AMOR con altura, profundidad, longitud y anchura que sobrepasa todo conocimiento! ¡Cómo desaparecería todo pensamiento de sacrificio o renuncia, y nuestras almas se llenarían de asombro ante el privilegio indecible de ser amados con tal amor, de ser invitados a permanecer en Él para siempre!
Y si la duda vuelve a sugerir la pregunta: ¿Pero es posible, puedo yo realmente permanecer siempre en Su amor?, escucha cómo ese mismo amor provee el único medio para permanecer en Él: es la fe en ese amor la que nos capacitará para permanecer en él. Si ese amor es verdaderamente tan divino, tan intenso y ardiente, entonces ciertamente puedo depender de él para que me guarde y me sostenga. Entonces, toda mi indignidad y debilidad no pueden ser obstáculo. Si este amor es verdaderamente divino, con poder infinito a su disposición, con toda seguridad tengo derecho a confiar en que es más fuerte que mi debilidad; y que con Su brazo omnipotente me abrazará contra Su pecho, y no permitirá que me aleje jamás. Veo que esta es la única cosa que mi Dios requiere de mí. Al tratarme como un ser razonable, dotado del maravilloso poder de querer y elegir, Él no puede imponerme toda esta bienaventuranza por la fuerza, sino que espera hasta que yo dé el consentimiento voluntario del corazón. Y la señal de ese consentimiento — en Su gran bondad — ha determinado que sea la fe: esa fe con la que el pecado absoluto se lanza en brazos del amor para ser salvo, y la debilidad absoluta para ser sostenida y fortalecida. ¡Oh Amor Infinito! ¡Amor con que el Padre amó al Hijo! ¡Amor con que el Hijo nos ama! Puedo confiar en Ti, confío en Ti. Oh, mantenme permaneciendo en Ti.