«En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza estará vuestra fortaleza.» — Isaías 30:15
«Guarda silencio ante Jehová, y espera en él con paciencia.» — Salmo 37:7
«En Dios solamente está acallada mi alma.» — Salmo 62:1
Hay una manera de ver la vida cristiana como una especie de sociedad en la que Dios y el hombre tienen que hacer cada uno su parte. Se reconoce que el hombre puede hacer poco, y que ese poco está contaminado por el pecado; sin embargo, debe hacer su máximo esfuerzo —solo entonces puede esperar que Dios haga Su parte. Para quienes piensan así, resulta extremadamente difícil entender lo que la Escritura quiere decir cuando habla de estar quietos y no hacer nada, de descansar y esperar para ver la salvación de Dios. Les parece una contradicción completa cuando hablamos de esta quietud y del cese de todo esfuerzo como el secreto de la más alta actividad del hombre y de todas sus facultades. Y sin embargo, esto es exactamente lo que enseña la Escritura.
La explicación del aparente misterio se encuentra en esto: que cuando se habla de Dios y del hombre trabajando juntos, no se trata de una sociedad entre dos socios que contribuyen cada uno con su parte. La relación es muy diferente. La idea correcta es la de una cooperación basada en la subordinación. Así como Jesús dependía enteramente del Padre para todas Sus palabras y obras, así también el creyente no puede hacer nada por sí mismo. Lo que puede hacer por sí mismo es completamente pecaminoso. Por tanto, debe cesar totalmente de sus propias obras y esperar a que Dios obre en él. A medida que cesa el esfuerzo propio, la fe le asegura que Dios hace lo que ha prometido, y obra en él. Y lo que Dios hace es renovar, santificar y despertar todas sus energías a su máximo poder. De modo que, en la medida en que se entregue como un instrumento verdaderamente pasivo en manos de Dios, será usado por Dios como instrumento activo de Su poder omnipotente. El alma en la que se realiza más completamente esta maravillosa combinación de pasividad perfecta con la más alta actividad, tiene la experiencia más profunda de lo que es la vida cristiana.
Entre las lecciones que deben aprender quienes estudian el bendito arte de permanecer en Cristo, no hay ninguna más necesaria y provechosa que esta de la quietud del alma. Solo en ella podemos cultivar ese espíritu enseñable al que el Señor revelará Sus secretos—esa mansedumbre a la que Él mostrará Sus caminos. Es el espíritu que se muestra tan bellamente en las tres Marías:
En aquella cuya única respuesta a la más maravillosa revelación hecha jamás a un ser humano fue: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.» Y de quien, a medida que los misterios se multiplicaban a su alrededor, se escribió: «María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.»
Y en aquella que «se sentó a los pies de Jesús y oía su palabra,» y que mostró, al ungirlo para su sepultura, cómo había comprendido más profundamente el misterio de Su muerte que incluso el discípulo amado.
Y también en aquella que buscó a su Señor en casa del fariseo, con lágrimas que hablaron más que palabras.
Es un alma callada ante Dios la mejor preparación para conocer a Jesús y para conservar las bendiciones que Él otorga. Es cuando el alma está en silencio, en reverencia y adoración ante la Santa Presencia que se revela en su interior, que se puede oír la voz suave y apacible del Espíritu Santo.
Por tanto, amado cristiano, cada vez que busques comprender mejor el bendito misterio de permanecer en Cristo, que este sea tu primer pensamiento (Salmo 62:5, margen):
«Alma mía, en silencio espera solamente en Dios, porque de él viene mi esperanza.»
¿Esperas realmente experimentar la maravillosa unión con la Vid Celestial? Sabe que ni carne ni sangre pueden revelártelo, sino solo el Padre que está en los cielos. «Deja tu propia sabiduría.» Solo tienes que inclinarte en confesión de tu ignorancia e impotencia; el Padre se deleitará en darte la enseñanza del Espíritu Santo. Si tan solo tu oído está abierto, y tus pensamientos sujetos, y tu corazón preparado en silencio para esperar en Dios y oír lo que Él dice, Él te revelará Sus secretos.
Y uno de los primeros secretos será una visión más profunda de esta verdad: que cuando te postras ante Él en nada y en impotencia, en un silencio y quietud del alma que busca captar hasta el más leve susurro de Su amor, te llegarán enseñanzas que nunca habías escuchado por el ruido y agitación de tus propios pensamientos y esfuerzos. Aprenderás que tu gran tarea es escuchar, oír, y creer lo que Él promete; vigilar, esperar y ver lo que Él hace; y luego, con fe, adoración y obediencia, entregarte a Su obrar, el cual actúa poderosamente en ti.
Uno pensaría que no hay mensaje más hermoso ni más bienvenido que este: que podemos descansar y estar quietos, y que nuestro Dios obrará por y en nosotros. ¡Y sin embargo, qué lejos estamos de vivir así! ¡Y cuán lento es el aprendizaje de que la quietud es bendición, que la quietud es fortaleza, que la quietud es la fuente de la más alta actividad—el secreto de toda verdadera permanencia en Cristo! Aprendámoslo y vigilemos contra todo lo que la estorbe. No son pocos los peligros que amenazan el descanso del alma.
Está la dispersión del alma que proviene de involucrarse innecesaria y profundamente en los intereses del mundo. Cada uno tiene su llamado divino; y dentro del círculo señalado por Dios mismo, el interés por nuestro trabajo y su contexto es un deber. Pero incluso aquí, el cristiano necesita vigilancia y sobriedad. Y aún más, necesitamos templanza santa respecto a lo que no se nos impone expresamente por Dios. Si permanecer en Cristo es realmente nuestra meta principal, cuidémonos de todo exceso de excitación. Aun en lo lícito y necesario, vigilemos contra el poder que estas cosas tienen para mantener al alma tan ocupada, que quede poco tiempo o deseo para la comunión con Dios.
Luego está la inquietud y preocupación por cosas terrenales; estas consumen la vida de la fe y mantienen al alma como un mar agitado. Allí no se pueden oír los suaves susurros del Consolador.
Igualmente perjudicial es el espíritu de temor y desconfianza en lo espiritual; con sus aprensiones y esfuerzos, nunca llega realmente a oír lo que Dios quiere decir. Y por encima de todo, está el desasosiego que proviene de buscar la bendición espiritual por nuestros propios medios y fuerzas, en lugar de recibirla desde lo alto. El corazón ocupado con sus propios planes y esfuerzos para hacer la voluntad de Dios y conseguir la bendición de permanecer en Jesús, fracasará continuamente. La obra de Dios es estorbada por nuestra interferencia. Él solo puede obrar perfectamente cuando el alma cesa de obrar. Él actuará poderosamente en el alma que lo honra esperando que Él mismo quiera y haga.
Y por último, incluso cuando el alma busca sinceramente entrar en el camino de la fe, hay una impaciencia carnal, que juzga la vida y el progreso espiritual no según el estándar divino, sino humano.
Al tratar con todo esto y mucho más, ¡bienaventurado el hombre que aprende la lección de la quietud, y acepta plenamente la palabra de Dios: «En quietud y en confianza estará vuestra fortaleza!» Cada vez que escucha la Palabra del Padre o se dirige a Él en oración, no se atreve a leer la Biblia ni a orar sin antes hacer una pausa, esperar, hasta que el alma esté acallada en la presencia de la Majestad Eterna. Bajo el sentido de la cercanía divina, el alma, al darse cuenta de cómo el yo siempre está listo para entrometerse, aun en lo más santo, se entrega en un acto silencioso de rendición a la enseñanza y obra del Espíritu divino. Está quieta y espera en silencio santo, hasta que todo esté calmo y listo para recibir la revelación de la voluntad y presencia divina. Su lectura y oración se convierten entonces en una espera en Dios con el oído y el corazón abiertos y purificados para recibir solamente lo que Él dice.
«Permaneced en Cristo.» Que nadie piense que puede hacer esto si no tiene diariamente su tiempo de quietud, sus momentos de meditación y espera en Dios. En ellos debe cultivarse un hábito del alma, para que, al salir al mundo y sus distracciones, la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde el corazón y la mente. Es en un alma así, calma y reposada, donde la vida de fe puede echar raíces profundas, donde el Espíritu Santo puede dar Su enseñanza bendita, donde el Padre glorioso puede realizar Su obra gloriosa. Que cada uno de nosotros aprenda cada día a decir: «Verdaderamente en Dios está acallada mi alma.»
Y que toda sensación de dificultad para alcanzar esto solo nos lleve a mirar y confiar en Aquel cuya presencia hace de la tormenta una calma. Cultiva la quietud como un medio para permanecer en Cristo; espera que la quietud y el reposo del cielo vayan profundizándose en tu alma como fruto de permanecer en Él.