13. Cada Momento

“Aquel día cantad acerca de la viña del vino rojo. Yo Jehová la guardo, la regaré en todo momento; para que nadie la dañe, la guardaré noche y día.” —Isaías 27:2-3

La viña era el símbolo del pueblo de Israel, en medio del cual habría de estar la Vid Verdadera. La rama es el símbolo del creyente individual, que permanece en la Vid. El canto de la viña es también el canto de la Vid y de cada una de sus ramas. Todavía resuena la orden para los guardianes de la viña—¡ojalá la obedecieran y cantaran hasta que todo creyente débil de corazón aprendiera y se uniera al alegre cántico!—: “Cantadle: Yo, JEHOVÁ, la guardo; la regaré en todo momento; para que nadie la dañe, la guardaré noche y día.”

¡Qué respuesta, de la boca del mismo Dios, a la pregunta que tan a menudo se plantea!: ¿Es posible para el creyente permanecer siempre en Jesús? ¿Es realmente alcanzable en esta vida terrenal una comunión ininterrumpida con el Hijo de Dios? Ciertamente no, si el permanecer dependiera de nuestra obra, realizada con nuestras fuerzas. Pero lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Si el Señor mismo guardará el alma noche y día, sí, la regará a cada momento, entonces ciertamente la comunión ininterrumpida con Jesús se vuelve una posibilidad bendita para aquellos que pueden confiar en que Dios dice y hace lo que promete. Entonces, el permanecer de la rama en la vid día y noche, en verano e invierno, en una comunión de vida incesante, no es otra cosa que la promesa simple pero segura de tu permanencia en tu Señor.

En un sentido, es cierto que no hay creyente que no permanezca en Jesús en todo momento; sin esto no habría vida verdadera. “El que no permanece en mí, es echado fuera.” Pero cuando el Salvador da el mandato “Permaneced en mí”, con la promesa “El que permanece en mí lleva mucho fruto”, Él habla de esa entrega voluntaria, consciente y total con la que aceptamos Su oferta y consentimos en que permanecer en Él sea la única vida que buscamos o elegimos. Las objeciones que se plantean contra nuestro derecho a esperar que podamos así permanecer voluntaria y conscientemente en Jesús son principalmente dos.

La primera se deriva de la naturaleza humana. Se dice que nuestras capacidades limitadas nos impiden ocuparnos de dos cosas al mismo tiempo. La providencia de Dios sitúa a muchos cristianos en trabajos donde durante horas se requiere una atención total a sus tareas. Se pregunta entonces: ¿cómo puede una persona, cuya mente está completamente centrada en su trabajo, al mismo tiempo estar ocupada con Cristo y mantener comunión con Él? Se considera que la conciencia de permanecer en Jesús exige un esfuerzo tal, y una ocupación mental tan directa con pensamientos celestiales, que disfrutar de esa bendición implicaría apartarse de las ocupaciones ordinarias de la vida. Este es el mismo error que llevó a los primeros monjes al desierto.

¡Bendito sea Dios, no hay necesidad de salir del mundo! Permanecer en Jesús no es una obra que exija tener la mente ocupada a cada instante, ni que los afectos estén activamente dirigidos hacia Él. Es una entrega de uno mismo a la custodia del Amor Eterno, en la fe de que ese amor permanecerá cerca, y con su santa presencia nos guardará del mal, incluso cuando estemos completamente concentrados en otras cosas. Así, el corazón halla descanso, paz y gozo en la conciencia de ser guardado cuando no puede guardarse a sí mismo.

En la vida común tenemos muchas ilustraciones de cómo un afecto supremo puede reinar y proteger el alma, mientras la mente se dedica por completo a otras tareas. Pensá en el padre de familia, separado por un tiempo de su hogar para poder proveer lo necesario a sus seres queridos. Ama a su esposa e hijos, y anhela volver. Puede haber horas de ocupación intensa donde no tiene un segundo para pensar en ellos, y sin embargo, su amor es tan profundo y real como cuando puede imaginar sus rostros; todo el tiempo su amor y el deseo de hacerlos felices lo impulsan y le infunden gozo secreto en su labor. Pensá en un rey: en medio del trabajo, el placer o la prueba, actúa bajo la influencia secreta de la conciencia de su realeza, aunque no esté pensando activamente en ello. Una esposa y madre amorosa nunca pierde por un instante la conciencia de su relación con su esposo e hijos: el amor y la conciencia están allí, en medio de todas sus ocupaciones. ¿Y acaso será imposible que el Amor Eterno tome y mantenga tal posesión de nuestro espíritu, que jamás por un solo instante perdamos la secreta conciencia de que estamos en Cristo, guardados en Él por Su poder omnipotente? ¡Oh, sí es posible; podemos estar seguros de ello! Nuestro permanecer en Jesús es más que una comunión de amor: es una comunión de vida. En el trabajo o en el descanso, la conciencia de estar vivos nunca nos abandona. Así también puede el poder del Espíritu de Vida Eterna mantener en nosotros la conciencia de Su presencia. O mejor aún, Cristo, que es nuestra vida, mora en nosotros y, con Su presencia, sostiene la conciencia de que estamos en Él.

La segunda objeción tiene que ver con nuestro pecado. Los cristianos están tan acostumbrados a considerar el pecado diario como inevitable, que creen natural que no se pueda mantener una comunión constante con el Salvador: debemos, de vez en cuando, fallar o ser infieles. ¡Como si no fuera precisamente por tener una naturaleza que no es más que una fuente de pecado, que se nos ha provisto el permanecer en Cristo como nuestra única y suficiente liberación! ¡Como si no fuera el Cristo vivo y amante, la Vid celestial, en quien debemos permanecer, y cuyo poder omnipotente para sostenernos debe ser la medida de nuestras expectativas! ¡Como si Él nos diera el mandato “Permaneced en mí” sin asegurarnos la gracia y el poder para hacerlo realidad! ¡Y sobre todo, como si no tuviéramos al Padre como Labrador, para guardarnos de caer, no de manera general, sino conforme a Su preciosa promesa: “¡Noche y día, en todo momento!”! Oh, si tan solo miramos a nuestro Dios como el Guardián de Israel, de quien se dice: “Jehová te guardará de todo mal; Él guardará tu alma,” aprenderemos a creer que el permanecer conscientemente en Cristo, momento a momento, día y noche, es realmente lo que Dios ha preparado para quienes lo aman.

Mis amados hermanos en Cristo, que nada menos que esto sea vuestra meta. Sé bien que no será fácil alcanzarlo; que habrá más de una hora de lucha cansadora y fracaso amargo. Si la Iglesia de Cristo fuera lo que debería ser—si los creyentes más maduros fueran para los nuevos convertidos lo que deberían ser, testigos de la fidelidad de Dios, como Caleb y Josué animando a sus hermanos a tomar posesión de la tierra diciendo: “Podemos conquistarla; si Jehová se agrada de nosotros, Él nos llevará”—si la atmósfera que respira el nuevo creyente al entrar en comunión con los santos fuera de una consagración sana, confiada y gozosa, el permanecer en Cristo sería el fruto natural de estar en Él. Pero en el estado enfermo en que se encuentra gran parte del cuerpo, las almas que anhelan esta bendición son fuertemente obstaculizadas por la vida y el pensamiento deprimente a su alrededor. No digo esto para desanimar, sino para advertir y urgir a un abandono total a la Palabra de Dios. Puede que lleguen horas en que estés a punto de desesperarte; pero ten buen ánimo. Solo cree. Aquel que puso la bendición a tu alcance, con certeza te guiará a poseerla.

La forma en que las almas llegan a poseerla puede diferir. Para algunos llega como un don repentino. En tiempos de avivamiento, en comunión con otros creyentes en quienes el Espíritu obra eficazmente, bajo la guía de algún siervo de Dios, o a veces incluso en soledad, es como si de repente una nueva revelación llegara al alma. Ve, como a la luz del cielo, la Vid fuerte sosteniendo y llevando con seguridad a las ramas débiles, de modo que la duda se vuelve imposible. Solo puede maravillarse de cómo alguna vez pudo entender esas palabras de otro modo: Permanecer incesantemente en Cristo es la porción de todo creyente. Lo ve; y creer, regocijarse y amar, surgen de forma espontánea.

Para otros llega por un camino más lento y difícil. Día a día, en medio de desalientos y dificultades, el alma debe avanzar. Alégrate; ese camino también lleva al descanso. Solo procurá mantener tu corazón aferrado a la promesa: “YO, EL SEÑOR, LA GUARDO, noche y día.” Tomá de Sus propios labios el lema: “Cada momento.” Allí tenés la ley de Su amor, y la ley de tu esperanza. No te conformes con menos. No pienses más que los deberes, cuidados, penas o pecados de esta vida deban impedir una vida de comunión constante. Tomá más bien como regla diaria el lenguaje de la fe: Estoy persuadido de que ni la muerte con sus temores, ni la vida con sus afanes, ni lo presente con sus demandas, ni lo por venir con sus sombras, ni la altura del gozo, ni la profundidad del dolor, ni ninguna otra cosa creada podrá, ni por un solo instante, separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro, en quien Él me está enseñando a permanecer. Si las cosas se ven oscuras y la fe vacila, cantá nuevamente el canto de la viña: “Yo, el Señor, la guardo; la regaré en todo momento; para que nadie la dañe, la guardaré noche y día.” Y ten la seguridad de que, si Jehová guarda la rama noche y día, y la riega cada momento, una vida de comunión continua e ininterrumpida con Cristo es realmente nuestro privilegio.