11. El Crucificado

«Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.» — Gálatas 2:20

«Hemos sido plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte.» — Romanos 6:5

«Estoy crucificado con Cristo.» Así expresa el apóstol su certeza de tener comunión con Cristo en sus sufrimientos y muerte, y su plena participación en todo el poder y la bendición de esa muerte. Y lo dijo con tal convicción, sabiendo que en verdad estaba muerto, que añade: “Y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. ¡Qué bendita debe ser la experiencia de una unión así con el Señor Jesús! Poder considerar Su muerte como propia, tan real como lo fue para Él; ver Su obediencia perfecta a Dios, Su victoria sobre el pecado y Su total liberación del poder del pecado, como propias; y darse cuenta de que el poder de esa muerte, por la fe, obra diariamente con energía divina, mortificando la carne y renovando toda la vida en conformidad perfecta con la vida resucitada de Jesús. Permanecer en Jesús, el Crucificado, es el secreto del crecimiento de esa vida nueva, la cual siempre nace de la muerte del yo natural.

Intentemos comprender esto. La expresión sugerente “plantados en la semejanza de su muerte” nos enseñará qué significa permanecer en el Crucificado. Cuando se injerta una rama en un tronco, sabemos que debe permanecer fija, debe permanecer en el lugar donde el tronco ha sido cortado, herido, para hacer espacio y recibir el injerto. No hay injerto sin herida — es necesario desnudar y abrir la vida interior del árbol para recibir la rama ajena. Solo a través de esa herida se accede a la savia, al crecimiento y a la vida del tronco más fuerte. Así ocurre con Jesús y el pecador. Solo cuando somos plantados en la semejanza de su muerte, podremos estar también en la semejanza de su resurrección, participando de la vida y el poder que hay en Él. En la muerte de la cruz, Cristo fue herido, y en sus heridas abiertas se preparó un lugar donde podamos ser injertados. Así como uno podría decirle a un injerto, y de hecho se dice cuando se lo coloca: “Permanece aquí en la herida del tronco que ahora ha de sostenerte”; así le llega al alma creyente el mensaje: “Permanece en las heridas de Jesús; allí está el lugar de unión, de vida y de crecimiento. Allí verás cómo su corazón fue abierto para recibirte; cómo su carne fue desgarrada para que el camino se abriera y tú fueras hecho uno con Él y tuvieras acceso a todas las bendiciones que fluyen de su naturaleza divina”.

También habrás notado que el injerto debe ser arrancado del árbol donde creció naturalmente, y debe ser cortado para encajar en el lugar preparado en el tronco herido. Del mismo modo, el creyente debe ser hecho conforme a la muerte de Cristo — ser crucificado y morir con Él. El tronco herido y el injerto herido son cortados para encajar el uno en el otro, en mutua semejanza. Hay una comunión entre los sufrimientos de Cristo y los tuyos. Sus experiencias deben volverse las tuyas. La disposición que Él manifestó al elegir y llevar la cruz debe ser también tuya. Como Él, deberás dar pleno consentimiento al justo juicio y maldición de un Dios santo contra el pecado. Como Él, deberás consentir en entregar tu vida, cargada de pecado y maldición, a la muerte, y por medio de ella pasar a la nueva vida. Como Él, experimentarás que solo mediante el autosacrificio de Getsemaní y el Calvario se halla el camino hacia el gozo y la fecundidad de la vida resucitada. Cuanto más clara sea la semejanza entre el tronco herido y el injerto herido, cuanto más exactamente encajen sus heridas, más segura, fácil y completa será la unión y el crecimiento.

Es en Jesús, el Crucificado, donde debo permanecer. Debo aprender a ver la Cruz no solo como una expiación ante Dios, sino también como una victoria sobre el diablo — no solo como una liberación de la culpa, sino también del poder del pecado. Debo contemplarlo en la Cruz como totalmente mío, ofreciéndose para recibirme en la más íntima unión y comunión, y hacerme partícipe del poder completo de su muerte al pecado, y de la nueva vida de victoria para la cual la muerte es solo la puerta de entrada. Debo entregarme a Él con una rendición total, con mucha oración y ferviente deseo, implorando ser admitido a una comunión y conformidad cada vez más profundas con su muerte, y con el Espíritu en que Él murió.

Intentemos comprender por qué la Cruz es el lugar de unión. En la Cruz, el Hijo de Dios entra en la unión más plena con el ser humano — entra en la experiencia más profunda de lo que significa haberse hecho hijo de hombre, miembro de una raza bajo maldición. Es en la muerte donde el Príncipe de la vida vence el poder de la muerte; es solo en la muerte donde Él puede hacerme partícipe de esa victoria. La vida que Él imparte es vida desde la muerte; cada nueva experiencia del poder de esa vida depende de la comunión con la muerte. Muerte y vida son inseparables. Toda la gracia que Jesús, el Salvador, concede, se da únicamente en el camino de comunión con Jesús, el Crucificado. Cristo vino y tomó mi lugar; yo debo ponerme en su lugar y permanecer allí. Y hay un solo lugar que es suyo y mío — ese lugar es la Cruz. Suyo por elección libre; mío por la maldición del pecado. Él vino allí a buscarme; solo allí puedo hallarlo. Cuando Él me encontró allí, era un lugar de maldición; esto lo experimentó, porque “maldito todo el que es colgado en un madero”. Él lo hizo un lugar de bendición; esto lo experimento yo, pues Cristo nos redimió de la maldición, hecho maldición por nosotros. Cuando Cristo viene a mi lugar, sigue siendo el Amado del Padre; pero en comunión conmigo comparte mi maldición y muere mi muerte. Cuando yo estoy en su lugar, que siempre será mío, sigo siendo lo que era por naturaleza: el maldito, el que merece morir; pero al estar unido a Él, comparto su bendición y recibo su vida. Cuando Él vino a unirse a mí, no pudo evitar la Cruz, porque la maldición siempre conduce a la Cruz como su fin y fruto. Y cuando yo busco unirme a Él, tampoco puedo evitar la Cruz, porque solo en la Cruz se hallan vida y liberación. Tan inevitablemente como mi maldición lo llevó a la Cruz para unirse plenamente a mí, su bendición me lleva a la Cruz como el único lugar donde puedo unirme a Él. Él tomó mi cruz como suya; yo debo tomar su cruz como mía; debo ser crucificado con Él. Es cuando permanezco diariamente y profundamente en Jesús, el Crucificado, que saboreo la dulzura de su amor, el poder de su vida, la plenitud de su salvación.

¡Amado creyente! Es un misterio profundo este de la Cruz de Cristo. Temo que muchos cristianos se conformen con mirar la Cruz, con Cristo muriendo en ella por sus pecados, sin tener mucho interés en la comunión con el Crucificado. Apenas saben que Él los invita a eso. O se conforman con considerar las aflicciones ordinarias de la vida — que los hijos del mundo también padecen — como su parte en la Cruz de Cristo. No tienen idea de lo que significa ser crucificado con Cristo, de que llevar la cruz implica parecerse a Cristo en los principios que lo animaron en su camino de obediencia. La entrega total de la propia voluntad, la negación completa a la carne de todo deseo y placer, la separación perfecta del mundo en sus formas de pensar y actuar, la pérdida y aborrecimiento de la vida propia, la renuncia a uno mismo y a sus intereses por amor a otros — esa es la disposición que caracteriza a quien ha tomado la Cruz de Cristo, a quien busca decir: “Estoy crucificado con Cristo; permanezco en Cristo, el Crucificado”.

¿Deseas realmente agradar a tu Señor y vivir en una comunión tan estrecha con Él como su gracia pueda mantenerte? ¡Oh, ora para que su Espíritu te guíe a esta verdad bendita: este secreto del Señor para los que le temen! Sabemos cómo Pedro conoció y confesó a Cristo como el Hijo del Dios viviente mientras la Cruz aún era un escándalo (Mateo 16:16-17,21,23). La fe que cree en la sangre que perdona y en la vida que renueva solo puede alcanzar su crecimiento perfecto si permanece bajo la Cruz y, en comunión viva con Él, busca una conformidad perfecta con Jesús, el Crucificado.

Oh Jesús, nuestro Redentor crucificado, enséñanos no solo a creer en Ti, sino a permanecer en Ti; a tomar tu Cruz no solo como el fundamento de nuestro perdón, sino también como la ley de nuestra vida. Oh, enséñanos a amarla no solo porque en ella llevaste nuestra maldición, sino porque en ella entramos en la comunión más íntima contigo y somos crucificados contigo. Y enséñanos que, al rendirnos completamente para ser poseídos del Espíritu con el que Tú llevaste la Cruz, seremos hechos partícipes del poder y de la bendición a los que solo la Cruz da acceso.