Salvation and the Cleansing of Our Spirit—Part 1 – Come And Reason Ministries
Salvation and the Cleansing of Our Spirit—Part 2 – Come And Reason Ministries
El apóstol Pablo escribió:
Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo. Que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, se mantenga irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Tesalonicenses 5:23 NVI84).
¿Es solo una coincidencia que Pablo mencione estas tres dimensiones —espíritu, alma y cuerpo— en ese orden, o es algo inspirado? ¿Acaso revela que la sanación comienza en el espíritu, pasa al alma y culmina en el cuerpo?
La palabra griega traducida como «cuerpo» es soma, y se refiere a la estructura física de nuestro ser, que es lo más fácil para nosotros de identificar y diferenciar del alma y el espíritu. La Biblia está llena de instrucciones para la salud del cuerpo: consejos sobre higiene, dieta, ejercicio y descanso. Si usamos la metáfora de una computadora, el soma correspondería al hardware, los componentes físicos de la máquina que uno puede tocar.
La palabra griega para «alma» es psique, de donde provienen palabras como «psiquiatría» y «psicología», y se refiere a nuestra individualidad, carácter, personalidad única; la psique correspondería al software de una computadora, que abarca todo lo que aprendemos, como el lenguaje, y lo que consideramos verdadero: nuestros valores, nuestra moral y nuestras creencias. Es decir, es nuestra mente.
La palabra griega para «espíritu» es pneuma y se traduce de diversas maneras en inglés, como viento, espíritu, fantasma y aliento —como en “el aliento de vida”. El espíritu, o aliento de vida, corresponde a la energía de nuestro ser y, ante todo, es la energía vivificadora proveniente de Dios.
El SEÑOR Dios formó al hombre del polvo de la tierra [cuerpo] y sopló en su nariz el aliento de vida [espíritu], y el hombre se convirtió en un ser viviente (Génesis 2:7 NVI84).
Cuando una persona muere, la creación de Dios invierte este proceso: el cuerpo vuelve al polvo y el aliento de vida, la energía de vida proveniente de Dios, el “espíritu”, vuelve a Dios:
El polvo vuelve a la tierra, de donde vino, y el espíritu vuelve a Dios, que lo dio (Eclesiastés 12:7 NVI84).
La palabra “espíritu” aquí se usa para indicar el aliento de vida, la energía vital. Pero la palabra tiene significados adicionales que Pablo aplica cuando escribe a los corintios:
Aunque no estoy físicamente presente, estoy con ustedes en espíritu… cuando se reúnan en el nombre de nuestro Señor Jesús y yo esté con ustedes en espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesús presente (1 Corintios 5:3-4 NVI84).
Nuestro espíritu, como Pablo usa el término aquí, se refiere a nuestros afectos, actitudes del corazón y verdaderos motivos de acción, y es donde Dios trabaja mediante Su Espíritu para provocarnos insatisfacción con el pecado, darnos anhelo por algo más, generar convicción, una inquietud incómoda, cuando nos apartamos de Él y de Su camino para nuestras vidas. El espíritu es el deseo más profundo de nuestro corazón, nuestras preferencias y alineaciones: aquello con lo que resonamos y también la atmósfera de actitud que creamos y preferimos. ¿Tenemos un espíritu de amor o de odio, de bondad o de crueldad, de humildad o de arrogancia, de gentileza o de brutalidad, de miedo o de valor?
Pensá en tu ser querido más cercano, tal vez un hijo o tu pareja, que va a emprender un viaje peligroso, quizás a una zona de guerra, y, con lágrimas, le decís: “Estaré con vos en espíritu”. ¿Qué querés decir? ¿Estás diciendo que vas a ir con esa persona físicamente, en persona? No, no estarás físicamente con ellos cuando decís que estarás “en espíritu”. ¿Estás diciendo que vas a tener una experiencia extracorporal y flotar junto a ellos como una especie de aparición fantasmal? Por supuesto que no.
Lo que estás diciendo es que estarás con ellos de corazón, en simpatía, compasión, actitud, deseando su bien, compartiendo sus luchas y dolores, alegrándote en sus triunfos, celebrando su éxito, manteniendo su salud, bienestar y felicidad en el centro de tu afecto y tus oraciones. Tu energía del corazón está orientada hacia ellos para su bien. Estar con tu hijo en espíritu es estar en armonía con él en tu ser más profundo, resonando y conectando con él a través de vínculos invisibles de energía del universo cuántico que Dios ha creado. Es la alineación del corazón, el afecto, la buena voluntad y las intenciones hacia la salud y la felicidad de otro.
La forma en que Dios creó a los seres humanos, luego de que Adán recibiera el “espíritu”, el aliento de vida, de su Creador, fue con la capacidad de impactar y moldear, cambiar, alterar e influir en el tono, la vibración, el carácter, la condición, la calidad y la pureza de esa energía. Así como podemos contaminar el agua pura y volverla sucia, también podemos contaminar la energía pura que recibimos de Dios. De hecho, por medio del pecado de Adán, contaminó la motivación pura y la energía animadora del amor con el miedo y el egoísmo, y todos nosotros nacemos con una vida, un espíritu, que recibimos de Adán, ya contaminado con miedo y egoísmo, que necesita una limpieza espiritual (Salmo 51:5). Esto es lo que Pablo nos está diciendo cuando nos informa que todo nuestro ser necesita ser santificado: nuestras energías motivacionales (espíritus, pneuma) necesitan ser santificadas.
Cómo funciona realmente la salvación
Pero ¿qué significa esto en términos prácticos? Significa que la salvación requiere la limpieza del espíritu de la contaminación del pecado (miedo y egoísmo). La salvación —la limpieza, la eliminación del pecado— comienza en nuestros espíritus (pneuma), pasa a nuestras almas/mentes (psique) y culmina en nuestros cuerpos (soma) en la Segunda Venida.
Para cooperar inteligentemente y de manera más efectiva con Dios en la limpieza de nuestros espíritus, debemos entender qué es nuestro espíritu. El espíritu es la parte de nuestro ser que se conecta con el Espíritu de Dios y es el medio por el cual Dios nos inspira, energiza, alienta, motiva y convence. Nuestro espíritu es donde la energía sanadora de Dios interactúa con nuestra energía (deseos e impulsos más profundos) para influenciarnos. El Espíritu es el poder vitalizante de Dios que da vida.
Jesús dijo: “El Espíritu da vida; la carne no vale para nada” (Juan 6:63 NVI84).
El espíritu es la fuente, la fuente de energía, el poder que da vida y que alimenta nuestro ser; es el aliento de vida que Dios nos dio, pero el Espíritu Santo es el poder sustentador, sanador, purificador, vigorizante, inspirador, transformador, renovador y regenerador de Dios que limpia nuestros espíritus, ilumina nuestras mentes, inspira nuestras canciones, motiva nuestros corazones, limpia nuestras conciencias, ennoblece nuestras mentes y nos sella para el reino de amor de Dios.
Y ustedes también fueron incluidos en Cristo cuando oyeron el mensaje de la verdad, el evangelio de su salvación. Y cuando creyeron, fueron marcados en él con un sello, el Espíritu Santo prometido, que es una garantía de nuestra herencia hasta la redención de los que son posesión de Dios, para alabanza de su gloria (Efesios 1:13-14 NVI84).
Es el Espíritu Santo quien nos trae los nuevos y sanos deseos, los motivos y la presencia de Jesús. Es por medio del Espíritu Santo que llegamos a ser participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Pero cuando el Espíritu se mueve sobre nuestros corazones, nuestro ser más íntimo, debemos elegir decir “sí” a la dirección del Espíritu: perdonar, rechazar los viejos caminos carnales de deshonestidad, egoísmo, suposiciones maliciosas, chismes, celos, venganza… y en cambio, alinear nuestros corazones con el “Espíritu”, con la actitud del mismo Jesús: amar a nuestros enemigos y bendecir a quienes nos persiguen.
Jesús dijo a sus discípulos, cuando le preguntaron si debían hacer descender fuego sobre los samaritanos:
“Ustedes no saben de qué espíritu son. Porque el Hijo del Hombre no vino para destruir la vida de los hombres, sino para salvarla” (Lucas 9:55-56 RVR60, énfasis añadido).
Los discípulos estaban promoviendo un espíritu que era del enemigo de Dios, de venganza, en lugar de un espíritu de amor y gracia. ¡Necesitaban limpieza espiritual!
Aunque el Espíritu Santo nos trae la verdad, el amor y la convicción, depende de nosotros aceptar o rechazar las energías purificadoras del Espíritu de Dios. Si, en lugar de permitir que nuestros espíritus sean limpiados, nos aferramos al resentimiento, la amargura, la falta de perdón, la crueldad, los celos, el deseo de venganza, etc., entristecemos al Espíritu (Efesios 4:30).
Pero al responder a los impulsos del Espíritu Santo sobre nuestro espíritu, pasamos de simplemente estar vivos físicamente y ser buscados por el Espíritu Santo —como el pastor busca a la oveja perdida— a realmente florecer. Cuando elegimos permanecer conectados a Dios en una relación viva de fe y confianza, experimentamos el poder vitalizante de Dios purificando nuestros espíritus. Cuando rendimos nuestros corazones y mentes a Jesús en fe, es entonces cuando recibimos la presencia interior del Espíritu Santo, quien renueva nuestros espíritus, transforma nuestros motivos, deseos, corazones y actitudes, y purifica nuestro ser más íntimo con amor, gozo, esperanza y verdad, al tomar lo que Jesús logró y reproducir Su espíritu en nosotros. Como escribió Pablo:
“He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20 NVI84).
Pero si no permanecemos en una relación viva de fe y confianza con Dios —si, en cambio, seguimos nuestro propio camino y hacemos nuestra propia voluntad después de la conversión— eso sería como atarnos una bolsa de plástico en la cabeza y cortar nuestro acceso al aire fresco que da vida. Si nos desconectamos del Espíritu Santo, solo respiramos de vuelta hacia nuestras almas los desechos espirituales: miedos, incertidumbres, culpa, vergüenza, dudas, errores, malentendidos, debilidades, negaciones, racionalizaciones, dolores, heridas, decepciones y errores. Nuestros espíritus entonces lentamente pierden la atmósfera celestial de gozo, paz, paciencia, amor y esperanza. Así como el aire dentro de una bolsa de plástico se vuelve rancio, nuestros espíritus se vuelven rancios, estancados —y, al igual que lo que sucede cuando respiramos aire viciado, nuestros espíritus eventualmente pierden energía y empuje, y caemos en el desánimo y la tentación de rendirnos.
Pero cuando mantenemos nuestra conexión de fe que da vida con Dios, nuestra comunión diaria con Él, entonces cada día respiramos el Espíritu de Dios y nos llenamos de la presencia de Dios, Su vida, Su energía, Su amor, Su afecto, Su bondad, Su gracia, Su verdad y Su poder.
Nuestro espíritu es nuestra energía vital. El Espíritu de Dios es la energía completa de la tercera Persona divina que se une a nosotros con todo el poder de la divinidad, trayéndonos el “Espíritu” del Señor: la nueva actitud de amor en lugar de odio. Como Pablo le escribió a Timoteo:
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7 RVR60).
Te animo a ser intencional en tus rutinas diarias, a comenzar cada día en comunión personal con Dios, meditando en Su Palabra, Su creación, Su providencia, y hablándole. Invitá al Espíritu Santo a tu corazón para que limpie, renueve, refresque y vigorice tu espíritu, de modo que puedas experimentar “el fruto del Espíritu, [que] es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio propio” (Gálatas 5:22-23 NVI84).
Y como Pablo escribió a los filipenses, cierro con este deseo para vos:
“Si tienen algún estímulo en su unión con Cristo, algún consuelo en su amor, algún compañerismo en el Espíritu, algún afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento” (Filipenses 2:1-2 NVI84).
Cómo Jesús, Nuestro Sustituto, Limpia Nuestro Espíritu
En nuestro blog anterior, exploramos la salvación y la limpieza de nuestro espíritu —cómo somos santificados en espíritu, mente y cuerpo (1 Tesalonicenses 5:23). Hablamos de cómo nuestro espíritu es nuestra energía vital, recibida de Dios, que nos vigoriza y nos motiva a la acción, y de cómo nuestro espíritu puede ser purificado por el Espíritu Santo que habita en nosotros o puede permanecer corrompido y contaminado si rechazamos a Dios y elegimos lo que es malo.
También hablamos de que el Espíritu Santo limpia nuestro espíritu al tomar lo que Cristo logró y reproducirlo en nosotros. Cuando entregamos nuestro corazón a Jesús, nuestro espíritu se une al Suyo, Su amor expulsa nuestro temor, y recibimos una nueva disposición espiritual que nos vigoriza y motiva en nuestra vida. De Jesús recibimos un espíritu de amor, confianza, lealtad, sacrificio propio, bondad, misericordia, mansedumbre y dominio propio.
En este blog, queremos examinar cómo la muerte vicaria, autosacrificial y sustitutiva de Jesús provee para nuestra salvación, redención, nuevo nacimiento y limpieza del pecado.
Déjame ser completamente claro en este punto: ningún ser humano podría ser salvo del pecado sin la vida sin pecado de sustitución y la muerte sacrificial de Jesús.
Creo que Jesús se hizo verdaderamente humano y voluntariamente se colocó en una posición que no era naturalmente la suya, con el propósito de librarnos de la posición que sí era naturalmente nuestra; es decir, tomó nuestro lugar. Se sustituyó a sí mismo. Nunca debemos negar esto, porque es eternamente verdadero.
La pregunta es: ¿por qué su muerte fue necesaria para salvarnos?
Llegar a Ser la Justicia de Dios
Mi visión es que la muerte de Cristo fue para lograr lo que el apóstol Pablo describió:
“Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Corintios 5:21 NVI84, énfasis añadido).
Según este pasaje, la razón de la muerte sacrificial y sustitutiva de Cristo no fue legal; no fue por una razón penal. No fue un pago. Tampoco fue para apaciguar la ira de Dios o propiciar Su enojo, porque Dios nunca fue nuestro problema. Dios siempre ha estado a nuestro favor (Romanos 8:31); Dios estaba en Jesús reconciliando al mundo consigo mismo (2 Corintios 5:19). Dios no fue cambiado por el pecado de Adán, ni tampoco Su ley cambió. Más bien, fue la condición de Adán la que cambió: de ser sin pecado, leal, fiel y digno de confianza, a ser pecador, desleal, infiel e indigno de confianza; se convirtió en un ser dominado por el miedo y el egoísmo. ¡Adán ya no tenía un corazón puro ni un espíritu recto!
Por eso, Jesús se convirtió en nuestro sustituto humano, asumiendo la humanidad que había sido dañada por Adán, para que pudiéramos llegar a ser la justicia de Dios, para que la humanidad fuera limpiada del pecado y restaurada al ideal perfecto de Dios.
Pero ¿por qué fue necesario que Cristo muriera como sustituto para que nosotros llegáramos a ser justos? ¿Por qué fue necesaria la muerte de Cristo para salvar a la humanidad del pecado? ¿Cómo logró el sacrificio voluntario y sustitutivo de Cristo la justicia de Dios en la humanidad?
Después de todo, si Dios es amor y ama tanto al mundo que envió a Su Hijo (Juan 3:16), si Dios es misericordioso (Deuteronomio 4:31), perdona gratuitamente (Isaías 55:7), y no lleva cuenta de nuestros errores (1 Corintios 13:5), entonces ¿por qué simplemente no podía perdonarnos sin la muerte de Jesús?
Primero: ¡Dios sí nos perdonó directamente! Fue Su amor y perdón lo que envió a Su Hijo a hacer lo necesario para salvarnos.
Pero el perdón de Dios, extendido libremente desde Su corazón amoroso, no elimina la pecaminosidad que hay en nosotros. ¡Y la salvación es algo más que perdón! Es sanidad. La salvación requiere que la pecaminosidad, el miedo y el egoísmo que hay en nosotros sean reemplazados por santidad, amor y confianza, dando como resultado justicia, pureza y santidad.
Así, como dijo Juan el Bautista, Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29 NVI84, énfasis añadido). Jesús vino a quitar el pecado, a destruir la muerte (2 Timoteo 1:10) y la causa de la muerte (Hebreos 2:14), sanando así esta creación. Y el miedo y el egoísmo, que son el aspecto corruptor fundamental del pecado que infecta, contamina, corrompe y degrada nuestros espíritus (corazones) y nuestras almas (mentes), deben ser purgados, eliminados, destruidos y limpiados de la humanidad.
Jesús tenía que proporcionar la verdad para liberar nuestras mentes de las mentiras de Satanás —para ganarnos moralmente, influenciarnos hacia la confianza en Él— pero también necesitaba proporcionar, con el fin de salvar a la especie humana creada en Edén, un espíritu humano purificado, renovado, perfeccionado (vida, corazón, energía motivacional) que pudiéramos recibir mediante nuestra confianza en Él.
Cuando Adán pecó, se corrompió a sí mismo, infectando su vida con pecado. Su espíritu (vida, corazón, energía motivacional) se contaminó con miedo y egoísmo; sus impulsos energizantes hacia la acción ya no eran impulsados por el amor y el altruismo, sino por el miedo y el egoísmo: el instinto de supervivencia del más fuerte.
Y todo ser humano es descendiente, brote, extensión de esa misma vida (espíritu).
Todos nacemos infectados con pecaminosidad, con miedo y egoísmo, con impureza (Salmo 51:5). Para salvarnos de esta condición pecaminosa terminal, Jesús no solo tuvo que restaurar nuestra confianza en Dios mediante una revelación de la verdad, sino que también tuvo que purgar, limpiar, eliminar, erradicar y destruir la pecaminosidad (el miedo y el egoísmo) de la humanidad.
Y para hacer eso, Jesús tuvo que participar de la humanidad, de la misma vida (espíritu) que fue dada a Adán en el Edén, esa vida que Adán había corrompido, y purificar esa vida.
La Humanidad como Familia
Dios puede crear nuevas especies cuando quiera.
Después de que Adán pecó, Dios era libre de juntar un poco de tierra, formar un nuevo cuerpo, soplar el aliento de vida en ese cuerpo, y crear un nuevo ser humano sin pecado —pero tal ser no sería parte de la creación que Él había hecho en Edén. No estaría relacionado con Adán y Eva, sino que sería una creación nueva, similar, pero distinta. Crear un humano completamente nuevo no salvaría a Adán, a Eva ni a sus descendientes de su condición pecaminosa terminal; no salvaría a la creación que Dios había hecho en el Edén. No purificaría la vida dada a Adán.
Cuando Dios hizo a Adán, sopló en él el aliento de vida —o energía vital— y cada otro ser humano ha recibido la vida de ese mismo aliento de vida dado a Adán. Eva no fue formada del polvo, y no recibió su propio aliento de vida. En cambio, fue formada a partir del tejido vivo del cuerpo de Adán, tejido que ya estaba vivo: una extensión de ese mismo aliento de vida (energía vital) que Dios había soplado en Adán.
Las palabras griegas (pneuma) y hebreas (ruwach) para “aliento” son las mismas que se traducen como “espíritu”. La energía vivificante de Dios fue dada a Adán pura, santa, sin mancha, con la resonancia, el aura, el carácter y la motivación para amar. El aliento, el espíritu, es la energía motivacional interna que anima y vigoriza a todos nosotros. Adán cobró vida en Edén con un espíritu de pureza, santidad y amor. Sus deseos y motivaciones naturales estaban en perfecta armonía con Dios y el cielo. Y Adán era capaz, con su fuerza y habilidad humana dadas por Dios, de decir no a la tentación y, en su estado sin caída, desarrollar un carácter santo y maduro, estableciendo así su espíritu en pureza eterna y lealtad a Dios.
Adán y Eva debían desarrollar un carácter santo y maduro en el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Era en ese árbol donde debían ejercer sus habilidades dadas por Dios para pensar, razonar y elegir por sí mismos. En ese árbol, debían escoger si conocer —por experiencia— el amor, la confianza, la lealtad, la fidelidad, la justicia, solidificándose así en la santidad y reteniendo un espíritu puro, una vida sin pecado; o creer las mentiras de Satanás y romper la confianza con Dios, y así conocer —por experiencia, en su ser— el miedo, el egoísmo, la desconfianza, la culpa, la vergüenza y el mal, corrompiendo su espíritu, su vida, el aliento de vida con el que Dios los había animado.
Porque Dios le dio a Adán y Eva habilidades procreativas, esa misma “vida” soplada en Adán se comparte con cada ser humano. Somos extensiones de Adán, y la triste realidad es que Adán alteró la calidad de esa energía vital. Su pecado cambió la energía motivacional del amor puro a una vida contaminada con miedo y egoísmo, y todos nacemos con ese impulso motivacional: miedo y egoísmo, el espíritu de miedo. Y tal espíritu (vida) está en desarmonía con Dios y el cielo. El miedo causa egoísmo, lo cual es lo opuesto al amor; está fuera del diseño de Dios para la vida y conduce a la ruina y la muerte (Romanos 6:23; Santiago 1:15; Gálatas 6:8).
Jesús y la Familia Humana
Entonces, ¿qué se necesitaba para salvar a la humanidad de esta condición de pecado terminal?
Se necesitaba un ser humano que fuera parte de Adán, parte de esta creación, un ser humano que participara de esa misma vida, de ese mismo espíritu o energía vital que fue soplado en Adán en el Edén —una vida que ahora está infectada con miedo y egoísmo— y que luego venciera y erradicara la contaminación y purificara esa vida, destruyendo así la condición terminal, eliminando el miedo y el egoísmo, y restaurando el amor puro, perfecto e incontaminado de Dios en esta creación humana, perfeccionando y limpiando el espíritu —la vida que le fue dada a Adán y compartida con todos nosotros.
Por eso Jesús vino como el segundo Adán, participando de la misma vida que fue dada a Adán y transmitida a través de David (Romanos 1:3; Hebreos 2:14). Recibió su vida humana a través de su madre María —una humanidad, una vida que había sido dañada por el pecado, infectada con miedo y egoísmo, y terminal a causa de la caída de Adán (Gálatas 4:4). La descendencia humana de Jesús a través de María es lo que le permitió ser tentado en todo como nosotros (Hebreos 4:15), ya que somos tentados por nuestros propios deseos pecaminosos (Santiago 1:14). La humanidad de Jesús, esa vida recibida de Adán, tenía la capacidad de tentarlo con miedo y egoísmo, lo cual se manifestó en Getsemaní, cuando experimentó terribles emociones humanas y una angustia que lo tentaban a actuar en interés propio y no ir a la cruz.
Pero como el Padre de la humanidad de Jesús es el Espíritu Santo (Mateo 1:18–20), Jesús también nació con, y fue vigorosamente animado por, una vida espiritual pura, santa y sin contaminación. Como un ser humano real, partícipe de la vida transmitida por Adán y de la vida dada por el Espíritu Santo, Jesús fue capaz de enfrentar la tentación y, usando únicamente sus capacidades humanas, decir no a cada tentación que provenía de la infección en el espíritu humano (vida) que recibió de Adán, y sí a Dios, y así vivir una vida santa y pura (Hebreos 4:15) en armonía con el Espíritu Santo. (Nosotros recibimos esa misma capacidad para elegir vivir en armonía con Dios en la conversión, cuando nacemos de nuevo con un nuevo corazón y un espíritu recto—cuando recibimos la nueva vida/espíritu—por la presencia del Espíritu Santo que habita en nosotros).
Y en la cruz, Jesús eligió solamente la vida pura, la energía pura del amor que recibió del Espíritu Santo y, al hacerlo, destruyó la infección causante de la muerte, esa cualidad, carácter, inclinación y motivación impura y corrupta de miedo y egoísmo que contaminaba la energía vital soplada en Adán (2 Timoteo 1:10). En la cruz, Jesús destruyó la naturaleza carnal pecaminosa y terminal y resucitó en una humanidad purificada y se convirtió en la nueva cabeza de la humanidad (Hebreos 5:9), y ahora está en la presencia de Dios, no solo en su posición preencarnada como Hijo de Dios, sino también como el representante cabeza de la humanidad —Jesús, un ser humano real, sin pecado y perfecto. Él se presenta en el consejo celestial como el sustituto de Adán, cumpliendo el rol que Dios había diseñado originalmente para él.
Ahora, por la fe, cada uno de nosotros puede recibir esa misma energía vital pura y divina (espíritu—vida) por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros, quien toma lo que Cristo logró y lo reproduce en nosotros, vigorándonos con un espíritu renacido y nuevo. Cristo es la vid y nosotros somos las ramas (Juan 15:5); siendo injertados en Cristo por la fe, recibimos el nuevo espíritu vigorizante (vida) de Él, por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros. Morimos al viejo espíritu de miedo y egoísmo, y vivimos una vida nueva con un nuevo espíritu de amor y confianza. Como escribió Pablo:
“Porque el amor de Cristo nos obliga, ya que estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron. Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos [ya no vivan la vida del egoísmo], sino para aquel que murió por ellos y fue resucitado” (2 Corintios 5:14-15 NVI84, énfasis añadido).
Con nuestra nueva vida, nuestro nuevo espíritu, nuestra nueva energía espiritual purificada, somos motivados, animados, impulsados con nuevos deseos, actitudes y prioridades, de modo que nos convertimos en partícipes literales de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). A medida que nuestros espíritus —nuestra energía vital interna, nuestros motivos, impulsos y deseos— ahora provienen de Jesús y ya no provienen de lo que heredamos de Adán, crecemos cada día en piedad. Y aunque seguimos enfrentando tentaciones debido a nuestros hábitos antiguos y respuestas condicionadas, nuestros espíritus renovados y renacidos ya no están cautivos del miedo y el egoísmo. Como escribió Pablo:
“Porque no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía [el que heredamos de Adán], sino de poder, de amor y de dominio propio [el que recibimos por fe/confianza de Jesús]” (2 Timoteo 1:7 RVR60).
Estamos siendo transformados literalmente de una vida, de un espíritu de miedo y egoísmo, a una vida, un espíritu de amor y confianza, a través del Espíritu Santo que mora en nosotros.
Y esto es posible únicamente porque Jesús, como nuestro sustituto humano, tomó la humanidad infectada por Adán con miedo y egoísmo, y purificó esa vida. Jesús reveló la verdad para ganarse nuestra confianza, y nos provee un nuevo espíritu, una nueva vida, sin pecado y pura.
¡Gracias, Jesús!
Así que te animo, si aún no lo has hecho, a que abras tu corazón e invites a Jesús a entrar, que le pidas la limpieza y el lavado del Espíritu Santo para purificar tu espíritu, para renovarte con nuevos deseos y motivos, para llenarte con amor por Dios y por tu prójimo, para que seas partícipe de la naturaleza divina, con un espíritu nuevo, purificado, semejante al de Cristo: un espíritu de amor y confianza.
