“Se llamará su nombre Emanuel… Dios con nosotros”. “La luz del conocimiento de la gloria de Dios” se ve “en el rostro d“Y Será llamado su nombre Emmanuel; … Dios con nosotros.” “La luz del conocimiento de la gloria de Dios,” se ve “en el rostro de Jesucristo.” Desde los días de la eternidad, el Señor Jesucristo era uno con el Padre; era “la imagen de Dios,” la imagen de su grandeza y majestad, “el resplandor de su gloria.” Vino a nuestro mundo para manifestar esta gloria. Vino a esta tierra obscurecida por el pecado para revelar la luz del amor de Dios, para ser “Dios con nosotros.” Por lo tanto, fué profetizado de él: “Y será llamado su nombre Emmanuel.”
Al venir a morar con nosotros, Jesús iba a revelar a Dios tanto a los hombres como a los ángeles. El era la Palabra de Dios: el pensamiento de Dios hecho audible. En su oración por sus discípulos, dice: “Yo les he manifestado tu nombre”—“misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad,”—“para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” Pero no sólo para sus hijos nacidos en la tierra fué dada esta revelación. Nuestro pequeño mundo es un libro de texto para el universo. El maravilloso y misericordioso propósito de Dios, el misterio del amor redentor, es el tema en el cual “desean mirar los ángeles,” y será su estudio a través de los siglos sin fin. Tanto los redimidos como los seres que nunca cayeron hallarán en la cruz de Cristo su ciencia y su canción. Se verá que la gloria que resplandece en el rostro de Jesús es la gloria del amor abnegado. A la luz del Calvario, se verá que la ley del renunciamiento por amor es la ley de la vida para la tierra y el cielo; que el amor que “no busca lo suyo” tiene su fuente en el corazón de Dios; y que en el Manso y Humilde se manifiesta el carácter de Aquel que mora en la luz inaccesible al hombre.
Al principio, Dios se revelaba en todas las obras de la creación. Fué Cristo quien extendió los cielos y echó los cimientos de la tierra. Fué su mano la que colgó los mundos en el espacio, y modeló las flores del campo. El “asienta las montañas con su fortaleza,” “suyo es el mar, pues que él lo hizo.” Fué él quien llenó la tierra de hermosura y el aire con cantos. Y sobre todas las cosas de la tierra, del aire y el cielo, escribió el mensaje del amor del Padre.
Aunque el pecado ha estropeado la obra perfecta de Dios, esa escritura permanece. Aun ahora todas las cosas creadas declaran la gloria de su excelencia. Fuera del egoísta corazón humano, no hay nada que viva para sí. No hay ningún pájaro que surca el aire, ningún animal que se mueve en el suelo, que no sirva a alguna otra vida. No hay siquiera una hoja del bosque, ni una humilde brizna de hierba que no tenga su utilidad. Cada árbol, arbusto y hoja emite ese elemento de vida, sin el cual no podrían sostenerse ni el hombre ni los animales; y el hombre y el animal, a su vez, sirven a la vida del árbol y del arbusto y de la hoja. Las flores exhalan fragancia y ostentan su belleza para beneficio del mundo. El sol derrama su luz para alegrar mil mundos. El océano, origen de todos nuestros manantiales y fuentes, recibe las corrientes de todas las tierras, pero recibe para dar. Las neblinas que ascienden de su seno, riegan la tierra, para que produzca y florezca.
Los ángeles de gloria hallan su gozo en dar, dar amor y cuidado incansable a las almas que están caídas y destituídas de santidad. Los seres celestiales desean ganar el corazón de los hombres; traen a este obscuro mundo luz de los atrios celestiales; por un ministerio amable y paciente, obran sobre el espíritu humano, para poner a los perdidos en una comunión con Cristo aun más íntima que la que ellos mismos pueden conocer.
Pero apartándonos de todas las representaciones menores, contemplamos a Dios en Jesús. Mirando a Jesús, vemos que la gloria de nuestro Dios consiste en dar. “Nada hago de mí mismo,” dijo Cristo; “me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre.” “No busco mi gloria,” sino la gloria del que me envió. En estas palabras se presenta el gran principio que es la ley de la vida para el universo. Cristo recibió todas las cosas de Dios, pero las recibió para darlas. Así también en los atrios celestiales, en su ministerio en favor de todos los seres creados, por medio del Hijo amado fluye a todos la vida del Padre; por medio del Hijo vuelve, en alabanza y gozoso servicio, como una marea de amor, a la gran Fuente de todo. Y así, por medio de Cristo, se completa el circuito de beneficencia, que representa el carácter del gran Dador, la ley de la vida.
Esta ley fué quebrantada en el cielo mismo. El pecado tuvo su origen en el egoísmo. Lucifer, el querubín protector, deseó ser el primero en el cielo. Trató de dominar a los seres celestiales, apartándolos de su Creador, y granjearse su homenaje. Para ello, representó falsamente a Dios, atribuyéndole el deseo de ensalzarse. Trató de investir al amante Creador con sus propias malas características. Así engañó a los ángeles. Así sedujo a los hombres. Los indujo a dudar de la palabra de Dios, y a desconfiar de su bondad. Por cuanto Dios es un Dios de justicia y terrible majestad, Satanás los indujo a considerarle como severo e inexorable. Así consiguió que se uniesen con él en su rebelión contra Dios, y la noche de la desgracia se asentó sobre el mundo.
La tierra quedó obscura porque se comprendió mal a Dios. A fin de que pudiesen iluminarse las lóbregas sombras, a fin de que el mundo pudiera ser traído de nuevo a Dios, había que quebrantar el engañoso poder de Satanás. Esto no podía hacerse por la fuerza. El ejercicio de la fuerza es contrario a los principios del gobierno de Dios; él desea tan sólo el servicio de amor; y el amor no puede ser exigido; no puede ser obtenido por la fuerza o la autoridad. El amor se despierta únicamente por el amor. El conocer a Dios es amarle; su carácter debe ser manifestado en contraste con el carácter de Satanás. En todo el universo había un solo ser que podía realizar esta obra. Únicamente Aquel que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios, podía darlo a conocer. Sobre la obscura noche del mundo, debía nacer el Sol de justicia, “trayendo salud eterna en sus alas.”
El plan de nuestra redención no fué una reflexión ulterior, formulada después de la caída de Adán. Fué una revelación “del misterio que por tiempos eternos fué guardado en silencio.” Fué una manifestación de los principios que desde edades eternas habían sido el fundamento del trono de Dios. Desde el principio, Dios y Cristo sabían de la apostasía de Satanás y de la caída del hombre seducido por el apóstata. Dios no ordenó que el pecado existiese, sino que previó su existencia, e hizo provisión para hacer frente a la terrible emergencia. Tan grande fué su amor por el mundo, que se comprometió a dar a su Hijo unigénito “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Lucifer había dicho: “Sobre las estrellas de Dios ensalzaré mi trono, … seré semejante al Altísimo.” Pero Cristo, “existiendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que debía aferrarse; sino que se desprendió de ella, tomando antes la forma de un siervo, siendo hecho en semejanza de los hombres.”
Este fué un sacrificio voluntario. Jesús podría haber permanecido al lado del Padre. Podría haber conservado la gloria del cielo, y el homenaje de los ángeles. Pero prefirió devolver el cetro a las manos del Padre, y bajar del trono del universo, a fin de traer luz a los que estaban en tinieblas, y vida a los que perecían.
Hace casi dos mil años, se oyó en el cielo una voz de significado misterioso que, partiendo del trono de Dios, decía: “He aquí yo vengo.” “Sacrificio y ofrenda, no los quisiste; empero un cuerpo me has preparado…. He aquí yo vengo (en el rollo del libro está escrito de mí), para hacer, oh Dios, tu voluntad.” En estas palabras se anunció el cumplimiento del propósito que había estado oculto desde las edades eternas. Cristo estaba por visitar nuestro mundo, y encarnarse. El dice: “Un cuerpo me has preparado.” Si hubiese aparecido con la gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuese, no podríamos haber soportado la luz de su presencia. A fin de que pudiésemos contemplarla y no ser destruídos, la manifestación de su gloria fué velada. Su divinidad fué cubierta de humanidad, la gloria invisible tomó forma humana visible.
Este gran propósito había sido anunciado por medio de figuras y símbolos. La zarza ardiente, en la cual Cristo apareció a Moisés, revelaba a Dios. El símbolo elegido para representar a la Divinidad era una humilde planta que no tenía atractivos aparentes. Pero encerraba al Infinito. El Dios que es todo misericordia velaba su gloria en una figura muy humilde, a fin de que Moisés pudiese mirarla y sobrevivir. Así también en la columna de nube de día y la columna de fuego de noche, Dios se comunicaba con Israel, les revelaba su voluntad a los hombres, y les impartía su gracia. La gloria de Dios estaba suavizada, y velada su majestad, a fin de que la débil visión de los hombres finitos pudiese contemplarla. Así Cristo había de venir en “el cuerpo de nuestra bajeza,” “hecho semejante a los hombres.” A los ojos del mundo, no poseía hermosura que lo hiciese desear; sin embargo era Dios encarnado, la luz del cielo y de la tierra. Su gloria estaba velada, su grandeza y majestad ocultas, a fin de que pudiese acercarse a los hombres entristecidos y tentados.
Dios ordenó a Moisés respecto a Israel: “Hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos,” y moraba en el santuario en medio de su pueblo. Durante todas sus penosas peregrinaciones en el desierto, estuvo con ellos el símbolo de su presencia. Así Cristo levantó su tabernáculo en medio de nuestro campamento humano. Hincó su tienda al lado de la tienda de los hombres, a fin de morar entre nosotros y familiarizarnos con su vida y carácter divinos. “Aquel Verbo fué hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
Desde que Jesús vino a morar con nosotros, sabemos que Dios conoce nuestras pruebas y simpatiza con nuestros pesares. Cada hijo e hija de Adán puede comprender que nuestro Creador es el amigo de los pecadores. Porque en toda doctrina de gracia, toda promesa de gozo, todo acto de amor, toda atracción divina presentada en la vida del Salvador en la tierra, vemos a “Dios con nosotros.”
Satanás representa la divina ley de amor como una ley de egoísmo. Declara que nos es imposible obedecer sus preceptos. Imputa al Creador la caída de nuestros primeros padres, con toda la miseria que ha provocado, e induce a los hombres a considerar a Dios como autor del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Jesús había de desenmascarar este engaño. Como uno de nosotros, había de dar un ejemplo de obediencia. Para esto tomó sobre sí nuestra naturaleza, y pasó por nuestras vicisitudes. “Por lo cual convenía que en todo fuese semejado a sus hermanos.” Si tuviésemos que soportar algo que Jesús no soportó, en este detalle Satanás representaría el poder de Dios como insuficiente para nosotros. Por lo tanto, Jesús fué “tentado en todo punto, así como nosotros.” Soportó toda prueba a la cual estemos sujetos. Y no ejerció en favor suyo poder alguno que no nos sea ofrecido generosamente. Como hombre, hizo frente a la tentación, y venció en la fuerza que Dios le daba. El dice: “Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón.” Mientras andaba haciendo bien y sanando a todos los afligidos de Satanás, demostró claramente a los hombres el carácter de la ley de Dios y la naturaleza de su servicio. Su vida testifica que para nosotros también es posible obedecer la ley de Dios.
Por su humanidad, Cristo tocaba a la humanidad; por su divinidad, se asía del trono de Dios. Como Hijo del hombre, nos dió un ejemplo de obediencia; como Hijo de Dios, nos imparte poder para obedecer. Fué Cristo quien habló a Moisés desde la zarza del monte Horeb diciendo: “YO SOY EL QUE SOY…. Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me ha enviado a vosotros.” Tal era la garantía de la liberación de Israel. Asimismo cuando vino “en semejanza de los hombres,” se declaró el YO SOY. El Niño de Belén, el manso y humilde Salvador, es Dios, “manifestado en carne.” Y a nosotros nos dice: “‘YO SOY el buen pastor.’ ‘YO SOY el pan vivo.’ ‘YO SOY el camino, y la verdad, y la vida.’ ‘Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.’ ‘YO SOY la seguridad de toda promesa.’ ‘YO SOY; no tengáis miedo.’” “Dios con nosotros” es la seguridad de nuestra liberación del pecado, la garantía de nuestro poder para obedecer la ley del cielo.
Al condescender a tomar sobre sí la humanidad, Cristo reveló un carácter opuesto al carácter de Satanás. Pero se rebajó aun más en la senda de la humillación. “Hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” Así como el sumo sacerdote ponía a un lado sus magníficas ropas pontificias, y oficiaba en la ropa blanca de lino del sacerdote común, así también Cristo tomó forma de siervo, y ofreció sacrificio, siendo él mismo a la vez el sacerdote y la víctima. “El herido fué por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre él.”
Cristo fué tratado como nosotros merecemos a fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fué condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, a fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. El sufrió la muerte nuestra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya. “Por su llaga fuimos nosotros curados.”
Por su vida y su muerte, Cristo logró aun más que restaurar lo que el pecado había arruinado. Era el propósito de Satanás conseguir una eterna separación entre Dios y el hombre; pero en Cristo llegamos a estar más íntimamente unidos a Dios que si nunca hubiésemos pecado. Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper. A través de las edades eternas, queda ligado con nosotros. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito.” Lo dió no sólo para que llevase nuestros pecados y muriese como sacrificio nuestro; lo dió a la especie caída. Para asegurarnos los beneficios de su inmutable consejo de paz, Dios dió a su Hijo unigénito para que llegase a ser miembro de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana. Tal es la garantía de que Dios cumplirá su promesa. “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado; y el principado sobre su hombro.” Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la llevó al más alto cielo. Es “el Hijo del hombre” quien comparte el trono del universo. Es “el Hijo del hombre” cuyo nombre será llamado: “Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.” El YO SOY es el Mediador entre Dios y la humanidad, que pone su mano sobre ambos. El que es “santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores,” no se avergüenza de llamarnos hermanos. En Cristo, la familia de la tierra y la familia del cielo están ligadas. Cristo glorificado es nuestro hermano. El cielo está incorporado en la humanidad, y la humanidad, envuelta en el seno del Amor Infinito.
Acerca de su pueblo, Dios dice: “Serán como piedras de una diadema, relumbrando sobre su tierra. ¡Porque cuán grande es su bondad! ¡y cuán grande es su hermosura!” La exaltación de los redimidos será un testimonio eterno de la misericordia de Dios. “En los siglos venideros,” él revelará “la soberana riqueza de su gracia, en su bondad para con nosotros en Jesucristo.” “A fin de que … sea dado a conocer a las potestades y a las autoridades en las regiones celestiales, la multiforme sabiduría de Dios, de conformidad con el propósito eterno que se había propuesto en Cristo Jesús, Señor nuestro.”
Por medio de la obra redentora de Cristo, el gobierno de Dios queda justificado. El Omnipotente es dado a conocer como el Dios de amor. Las acusaciones de Satanás quedan refutadas y su carácter desenmascarado. La rebelión no podrá nunca volverse a levantar. El pecado no podrá nunca volver a entrar en el universo. A través de las edades eternas, todos estarán seguros contra la apostasía. Por el sacrificio abnegado del amor, los habitantes de la tierra y del cielo quedarán ligados a su Creador con vínculos de unión indisoluble.
La obra de la redención estará completa. Donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia de Dios. La tierra misma, el campo que Satanás reclama como suyo, ha de quedar no sólo redimida sino exaltada. Nuestro pequeño mundo, que es bajo la maldición del pecado la única mancha obscura de su gloriosa creación, será honrado por encima de todos los demás mundos en el universo de Dios. Aquí, donde el Hijo de Dios habitó en forma humana; donde el Rey de gloria vivió, sufrió y murió; aquí, cuando renueve todas las cosas, estará el tabernáculo de Dios con los hombres, “morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será su Dios con ellos.” Y a través de las edades sin fin, mientras los redimidos anden en la luz del Señor, le alabarán por su Don inefable:
Emmanuel; “Dios con nosotros.”e Jesucristo”. Desde la eternidad, el Señor Jesucristo fue uno con el Padre; era “la imagen de Dios”, la imagen de su grandeza y majestad, “el resplandor de su gloria”. Fue para manifestar esta gloria que vino a nuestro mundo. A esta tierra oscurecida por el pecado, vino para revelar la luz del amor de Dios, para ser “Dios con nosotros”. Por eso se profetizó de él: “Se llamará su nombre Emanuel”.
Al venir a morar con nosotros, Jesús debía revelar a Dios tanto a los hombres como a los ángeles. Él era la Palabra de Dios, el pensamiento de Dios hecho audible. En su oración por sus discípulos, dice: «Les he declarado tu nombre», «misericordioso y clemente, tardo para la ira y grande en bondad y verdad», «para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos». Pero esta revelación no fue dada solo a sus hijos terrenales. Nuestro pequeño mundo es el libro de texto del universo. El maravilloso propósito de la gracia de Dios, el misterio del amor redentor, es el tema que «los ángeles desean contemplar», y será su estudio a lo largo de los siglos. Tanto los redimidos como los seres no caídos hallarán en la cruz de Cristo su ciencia y su cántico. Se verá que la gloria que brilla en el rostro de Jesús es la gloria del amor abnegado. A la luz del Calvario se verá que la ley del amor abnegado es la ley de vida para la tierra y el cielo; que el amor que no busca lo suyo tiene su fuente en el corazón de Dios; y que en el manso y humilde se manifiesta el carácter de Aquel que mora en la luz a la que ningún hombre puede acercarse.
En el principio, Dios se reveló en todas las obras de la creación. Fue Cristo quien extendió los cielos y puso los cimientos de la tierra. Fue su mano la que colgó los mundos en el espacio y modeló las flores del campo. «Su fuerza afirma los montes». «Suyo es el mar, y él lo hizo». Salmos 65:6; 95:5 . Fue él quien llenó la tierra de belleza y el aire de cánticos. Y sobre todas las cosas de la tierra, el aire y el cielo, escribió el mensaje del amor del Padre.
Ahora el pecado ha manchado la obra perfecta de Dios, pero esa escritura permanece. Incluso ahora, toda la creación proclama la gloria de su excelencia. No hay nada, salvo el corazón egoísta del hombre, que viva para sí mismo. Ningún pájaro que surca el aire, ningún animal que se mueve sobre la tierra, que no atienda a otra vida. No hay hoja del bosque, ni humilde brizna de hierba, que no tenga su ministerio. Cada árbol, arbusto y hoja emana ese elemento de vida sin el cual ni el hombre ni el animal podrían vivir; y el hombre y el animal, a su vez, atienden la vida del árbol, el arbusto y la hoja. Las flores exhalan fragancia y despliegan su belleza en bendición al mundo. El sol derrama su luz para alegrar mil mundos. El océano, fuente de todos nuestros manantiales y fuentes, recibe las corrientes de todas las tierras, pero las necesita para dar. Las brumas que ascienden de su seno caen en lluvias para regar la tierra, para que pueda brotar y florecer.
Los ángeles de gloria encuentran su gozo en dar: brindar amor y cuidado incansable a las almas caídas e impías. Seres celestiales cortejan los corazones de los hombres; traen a este mundo oscuro luz desde las cortes celestiales; mediante un ministerio amable y paciente, conmueven el espíritu humano para llevar a los perdidos a una comunión con Cristo aún más íntima de lo que ellos mismos pueden conocer.
Pero, dejando de lado toda representación inferior, contemplamos a Dios en Jesús. Al mirar a Jesús, vemos que la gloria de nuestro Dios es dar. «No hago nada por mí mismo», dijo Cristo; «me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre». «No busco mi gloria», sino la gloria del que me envió. Juan 8:28 ; 6:57 ; 8:50 ; 7:18. En estas palabras se establece el gran principio que es la ley de vida para el universo. Cristo recibió todo de Dios, pero lo tomó para darlo. Así, en las cortes celestiales, en su ministerio por todos los seres creados: por medio del Hijo amado, la vida del Padre fluye hacia todos; por medio del Hijo, regresa, en alabanza y gozoso servicio, como una oleada de amor, a la gran Fuente de todo. Y así, por medio de Cristo, se completa el ciclo de beneficencia, representando el carácter del gran Dador, la ley de vida.
En el cielo mismo, esta ley fue quebrantada. El pecado se originó en el egoísmo. Lucifer, el querubín protector, deseaba ser el primero en el cielo. Buscó controlar a los seres celestiales, alejarlos de su Creador y ganarse su veneración. Por lo tanto, tergiversó a Dios, atribuyéndole el deseo de exaltación propia. Con sus propias características malvadas, buscó investir al amoroso Creador. Así engañó a los ángeles. Así engañó a los hombres. Los indujo a dudar de la palabra de Dios y a desconfiar de su bondad. Siendo Dios un Dios de justicia y terrible majestad, Satanás los hizo considerarlo severo e implacable. Así, atrajo a los hombres a unirse a él en la rebelión contra Dios, y la noche de la aflicción se cernió sobre el mundo.
La tierra estaba en tinieblas por una interpretación errónea de Dios. Para que las sombras sombrías se iluminaran, para que el mundo volviera a Dios, el poder engañoso de Satanás debía ser quebrantado. Esto no podía hacerse por la fuerza. El ejercicio de la fuerza es contrario a los principios del gobierno de Dios; él solo desea el servicio del amor; y el amor no puede ser ordenado; no puede ser ganado por la fuerza ni la autoridad. Solo por el amor se despierta el amor. Conocer a Dios es amarlo; su carácter debe manifestarse en contraste con el carácter de Satanás. Esta obra solo un Ser en todo el universo podía realizarla. Solo Aquel que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios podía darla a conocer. En la noche oscura del mundo debe nacer el Sol de Justicia, “con salvación en sus alas”. Malaquías 4:2
El plan para nuestra redención no fue una idea posterior, un plan formulado tras la caída de Adán. Fue una revelación del misterio que ha sido guardado en silencio desde tiempos eternos (Romanos 16:25). Fue un desarrollo de los principios que desde la eternidad han sido el fundamento del trono de Dios. Desde el principio, Dios y Cristo conocieron la apostasía de Satanás y la caída del hombre por el poder engañoso del apóstata. Dios no ordenó la existencia del pecado, pero previó su existencia e hizo provisión para afrontar la terrible emergencia. Tan grande fue su amor por el mundo, que pactó dar a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).
Lucifer había dicho: «En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono; … seré semejante al Altísimo». Isaías 14:13, 14. Pero Cristo, «siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres». Filipenses 2:6, 7
Este fue un sacrificio voluntario. Jesús podría haber permanecido al lado del Padre. Podría haber conservado la gloria del cielo y el homenaje de los ángeles. Pero eligió devolver el cetro a las manos del Padre, y descender del trono del universo, para traer luz a los que estaban en tinieblas y vida a los que perecían.
Hace casi dos mil años, una voz de significado misterioso se oyó en el cielo, desde el trono de Dios: «He aquí, vengo». «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo… He aquí, vengo (en el rollo del Libro está escrito de mí), para hacer, oh Dios, tu voluntad». Hebreos 10:5-7. En estas palabras se anuncia el cumplimiento del propósito que había estado oculto desde los siglos eternos. Cristo estaba a punto de visitar nuestro mundo y encarnarse. Él dice: «Me preparaste un cuerpo». Si hubiera aparecido con la gloria que era suya con el Padre antes de que el mundo fuese, no habríamos podido soportar la luz de su presencia. Para que pudiéramos contemplarla y no ser destruidos, la manifestación de su gloria fue velada. Su divinidad fue velada con humanidad: la gloria invisible en la forma humana visible.
Este gran propósito se había prefigurado en tipos y símbolos. La zarza ardiente, en la que Cristo se apareció a Moisés, reveló a Dios. El símbolo elegido para representar a la Deidad fue un arbusto humilde, aparentemente sin atractivo. Este entronizaba al Infinito. El Dios misericordioso envolvió su gloria en un tipo sumamente humilde, para que Moisés pudiera contemplarlo y vivir. Así, en la columna de nube de día y en la columna de fuego de noche, Dios se comunicó con Israel, revelando a los hombres su voluntad e impartiéndoles su gracia. La gloria de Dios fue atenuada y su majestad velada, para que la débil visión de los hombres finitos pudiera contemplarla. Así, Cristo vendría en «el cuerpo de nuestra humillación» (Filipenses 3:21), «hecho semejante a los hombres». A los ojos del mundo, no poseía belleza que lo deseara; sin embargo, era el Dios encarnado, la luz del cielo y de la tierra. Su gloria estaba velada, su grandeza y majestad estaban ocultas, para poder acercarse a los hombres tristes y tentados.
Dios le ordenó a Moisés para Israel: “Que me hagan un santuario, y yo habite entre ellos” ( Éxodo 25:8 ), y Él habitó en el santuario, en medio de Su pueblo. Durante todo su agotador peregrinar por el desierto, el símbolo de Su presencia estuvo con ellos. Así, Cristo erigió Su tabernáculo en medio de nuestro campamento humano. Plantó Su tienda junto a las tiendas de los hombres, para morar entre nosotros y familiarizarnos con Su carácter y vida divinos. “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (y vimos Su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” Juan 1:14.
Desde que Jesús vino a morar con nosotros, sabemos que Dios conoce nuestras pruebas y se compadece de nuestras penas. Todo hijo e hija de Adán puede comprender que nuestro Creador es amigo de los pecadores. Porque en cada doctrina de gracia, cada promesa de gozo, cada acto de amor, cada atractivo divino presentado en la vida terrenal del Salvador, vemos a «Dios con nosotros».
Satanás representa la ley de amor de Dios como una ley de egoísmo. Declara que nos es imposible obedecer sus preceptos. Él imputa al Creador la caída de nuestros primeros padres, con toda la aflicción que ha resultado de ella, llevando a los hombres a considerar a Dios como el autor del pecado, el sufrimiento y la muerte. Jesús debía revelar este engaño. Como uno de nosotros, debía dar ejemplo de obediencia. Para ello, asumió nuestra naturaleza y pasó por nuestras experiencias. «En todo debía ser semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17) . Si tuviéramos que soportar algo que Jesús no soportó, entonces, en este punto, Satanás presentaría el poder de Dios como insuficiente para nosotros. Por lo tanto, Jesús fue «tentado en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15). Soportó todas las pruebas a las que estamos sujetos. Y no ejerció en su propio beneficio ningún poder que no nos sea ofrecido libremente. Como hombre, enfrentó la tentación y la venció con la fuerza que Dios le dio. Él dice: «Me deleito en hacer tu voluntad, oh Dios mío; sí, tu ley está en mi corazón». Salmo 40:8 . Mientras andaba haciendo el bien y sanando a todos los afligidos por Satanás, dejó claro a los hombres el carácter de la ley de Dios y la naturaleza de su servicio. Su vida da testimonio de que también nosotros podemos obedecer la ley de Dios.
Por su humanidad, Cristo tocó a la humanidad; por su divinidad, se apoderó del trono de Dios. Como Hijo del hombre, nos dio un ejemplo de obediencia; como Hijo de Dios, nos da poder para obedecer. Fue Cristo quien desde la zarza del monte Horeb le habló a Moisés diciendo: “YO SOY EL QUE SOY… Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me ha enviado a vosotros”. Éxodo 3:14. Esta fue la promesa de la liberación de Israel. Así que cuando vino “en semejanza de hombre”, se declaró a sí mismo el YO SOY. El Niño de Belén, el manso y humilde Salvador, es Dios “manifestado en carne”. 1 Timoteo 3:16 . Y a nosotros nos dice: “YO SOY el Buen Pastor”. “YO SOY el Pan vivo”. “YO SOY el Camino, la Verdad y la Vida”. “Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra.” Juan 10:11 ; 6:51 ; 14:6 ; Mateo 28:18 . YO SOY la garantía de toda promesa. YO SOY; no temas. «Dios con nosotros» es la garantía de nuestra liberación del pecado, la seguridad de nuestro poder para obedecer la ley celestial.
Al rebajarse a asumir la humanidad, Cristo reveló un carácter opuesto al de Satanás. Pero descendió aún más en el camino de la humillación. «Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:8). Así como el sumo sacerdote se despojaba de sus suntuosas vestiduras pontificias y oficiaba con la vestidura de lino blanco del sacerdote común, Cristo tomó la forma de siervo y ofreció sacrificio, siendo él mismo el sacerdote, la víctima. «Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él» (Isaías 53:5).
Cristo fue tratado como merecemos, para que nosotros fuéramos tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los cuales no tuvo parte, para que fuéramos justificados por su justicia, en la cual no tuvimos parte. Sufrió la muerte que era nuestra, para que pudiéramos recibir la vida que era suya. «Por sus llagas fuimos sanados».
Con su vida y su muerte, Cristo logró mucho más que la recuperación de la ruina causada por el pecado. El propósito de Satanás era separar eternamente a Dios del hombre; pero en Cristo nos unimos más estrechamente a Dios que si nunca hubiéramos caído. Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó a la humanidad con un lazo inquebrantable. A través de los siglos eternos, Él está vinculado con nosotros. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito» (Juan 3:16). Lo dio no solo para cargar con nuestros pecados y morir como nuestro sacrificio; lo dio a la raza caída. Para asegurarnos su inmutable consejo de paz, Dios dio a su Hijo unigénito para que se convirtiera en uno de la familia humana, conservando para siempre su naturaleza humana. Esta es la garantía de que Dios cumplirá su palabra. «Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo; y el gobierno estará sobre sus hombros». Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo y la llevó a las alturas. Es el “Hijo del Hombre” quien comparte el trono del universo. Es el “Hijo del Hombre” cuyo nombre será: “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6). El YO SOY es el Mediador entre Dios y la humanidad, poniendo su mano sobre ambos. Él, que es “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores”, no se avergüenza de llamarnos hermanos ( Hebreos 7:26 ; 2:11 ). En Cristo, la familia de la tierra y la familia del cielo están unidas. Cristo glorificado es nuestro hermano. El Cielo está consagrado en la humanidad, y la humanidad está envuelta en el seno del Amor Infinito.
De su pueblo, Dios dice: «Serán como las piedras de una corona, alzados como un estandarte sobre su tierra. ¡Porque cuán grande es su bondad y cuán grande su hermosura!» (Zacarías 9:16, 17) . La exaltación de los redimidos será un testimonio eterno de la misericordia de Dios. «En los siglos venideros», él «mostrará las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús». «Para que… a los principados y potestades en los lugares celestiales se les dé a conocer… la multiforme sabiduría de Dios, conforme al propósito eterno que se propuso en Cristo Jesús, Señor nuestro». Efesios 2:7 ; 3:10, 11 , RV
Mediante la obra redentora de Cristo, el gobierno de Dios queda justificado. El Omnipotente es dado a conocer como el Dios de amor. Las acusaciones de Satanás son refutadas y su carácter revelado. La rebelión nunca más podrá surgir. El pecado nunca más podrá entrar en el universo. Por las edades eternas, todos están a salvo de la apostasía. Por el autosacrificio del amor, los habitantes de la tierra y del cielo están unidos a su Creador con lazos de unión indisoluble.
La obra de redención será completa. Donde abundó el pecado, la gracia de Dios abunda mucho más. La tierra misma, el mismo campo que Satanás reclama como suyo, no solo será rescatada, sino exaltada. Nuestro pequeño mundo, bajo la maldición del pecado, la única mancha oscura en su gloriosa creación, será honrado por encima de todos los demás mundos del universo de Dios. Aquí, donde el Hijo de Dios habitó en la humanidad; donde el Rey de gloria vivió, sufrió y murió, aquí, cuando Él haga todas las cosas nuevas, el tabernáculo de Dios estará con los hombres, «y él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos, y será su Dios». Y por los siglos de los siglos, mientras los redimidos caminan en la luz del Señor, lo alabarán por su don inefable. Emanuel, “Dios con nosotros”.