20. Esperanza para los Caídos

Esperanza para los Caídos

Cargada de Culpa

En el pequeño pueblo de Betania, a unos cinco kilómetros de Jerusalén, vivían dos hermanas, María y Marta, y su hermano Lázaro. Aparentemente, Lázaro era el sostén económico de la familia. Sus padres habían muerto, así que María, Marta y Lázaro vivían juntos en ese pequeño pueblo.

Puedes imaginarte a Lázaro yendo a trabajar cada día con su lonchera, volviendo cansado a casa, tal vez poniéndose al día con las noticias de la tarde, y yéndose a dormir… para comenzar todo otra vez al día siguiente.

Marta era del tipo Marta: podía organizar un almuerzo comunitario, una cena de bodas o un picnic de iglesia. Era más feliz cuando estaba en la cocina, probando una nueva receta. Marta era una buena persona. Nunca hacía nada malo. Probablemente lo peor que hacía era morderse las uñas cuando no funcionaba la batidora. Era religiosa. En ese tiempo y en esa zona era difícil no serlo. Cada sábado por la mañana iba por el sendero desde su casa hasta la sinagoga.

María, en cambio, estaba más interesada en el ambiente social. Le encantaba la gente. Siempre que había una reunión o un picnic de iglesia, se le pedía a María que saludara a las personas y las hiciera sentir bienvenidas. Era atractiva—quizá hasta deslumbrante.

Pero María llevaba una carga secreta de culpa y miseria que nadie sospechaba. Tenía que ver con su Tío Simón. Simón el fariseo.

“Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.”
—Mateo 11:28


Esperanza de Redención

Los fariseos tenían buena reputación en los días de Jesús. No sucede así hoy, pero en aquel entonces sí. Si a alguien le preguntaban qué hacía su hijo, no había mayor orgullo que responder: “Mi hijo es fariseo.”

Así que Simón tenía buena reputación en Betania. Era un líder religioso. Era respetado en la comunidad. Incluso era admirado por su cercanía con la familia de María, Marta y Lázaro. Como pariente cercano, se esperaba que cuidara de ellos.

Pero un día, Simón comenzó a mirar a María demasiado tiempo, y dado el lugar de influencia que ocupaba, pronto llevó a María a ceder ante sus exigencias.

Aparentemente, nadie sabía lo que estaba pasando. Simón seguía liderando en la sinagoga. María seguía sonriendo, conversando y encantando. Pero la carga de culpa que ella llevaba era casi insoportable.

Algunas veces trató de razonar con su tío—trató de romper su control. Pero en esos días no se escuchaba mucho a las mujeres, y era su palabra contra la de él. Él la amenazó con exponerla públicamente e incluso con matarla. La culpó a ella por todo lo ocurrido. Y finalmente, María perdió toda esperanza de volver a ser libre.

“Así que, si el Hijo los libera, serán verdaderamente libres.”
—Juan 8:36


Autocondenación

Como sucede a menudo cuando una persona religiosa cae en pecado secreto, María de Betania comenzó a intentar castigarse a sí misma. Constantemente era recordada por los corderos y la sangre, por los sacrificios de la mañana y la tarde, que alguien tenía que pagar.
Y si estás intentando pagar por tus propios pecados y castigarte, uno de los mejores métodos es cometer el mismo pecado otra vez. Eso te hará sentir aún peor. Y hacerte sentir peor es una forma conveniente de castigo propio.

Si el castigo propio continúa, cometes el mismo pecado una y otra vez, hasta que finalmente solo queda una opción: saltar desde un puente, como forma final de autodestrucción.

Así que María comenzó a castigarse, y como resultado, llegó a ser conocida en el pueblo como una mujer libertina. Las madres hablaban entre ellas por sobre la cerca:
—¿Has oído lo de María?
—Sí.
—Cuidado con María. Mantén alejados a tus jóvenes de María.

Los rumores se propagaban hasta que un día, la situación en Betania se volvió tan insoportable para María que decidió marcharse. Empacó sus pertenencias y bajó el camino desde la montaña de las siete colinas hasta llegar a un pequeño pueblo junto al mar, llamado Magdala.

Más tarde sería conocida como María de Magdala, o María Magdalena.

“Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él.”
—Juan 3:17

“Quiero Hacer el Bien…”

María llegó a Magdala decidida a empezar una nueva vida. Buscó trabajo. Probó en la tienda de ropa local, pero no la necesitaban. Intentó en el almacén Stop & Shop, pero ya tenían suficiente personal. Quizás incluso probó en el servicio de banquetes de Magdala, esperando salir adelante con lo poco que había aprendido de su hermana Marta. Pero tampoco la aceptaron.

Después de caminar por las calles de Magdala buscando trabajo y sintiendo hambre, un día María cedió a la tentación de ganar dinero fácil.
—¿Por qué no? —pensó—. Ya estás metida en esto. Hay más corderos de donde vinieron los otros.

María encontró personas dispuestas a pagar su precio.
Y, curiosamente, encontró cierto grado de aceptación.
Pero su carga de culpa se hacía cada vez más pesada.
Se le hacía más y más difícil olvidar los días felices en Betania, antes de la muerte de sus padres, antes de Simón—los días en que conocía la paz.

“Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, no habita nada bueno. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hacer.”
—Romanos 7:18–19


Nacida de Nuevo

Un día, un Predicador viajero llegó a la aldea de Magdala. No fue a hablar a la sinagoga; allí no cabría la multitud. Habló a la gente al aire libre.
Decía cosas como:

“Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.”
—(Mateo 11:28)

“Al que a mí viene, no lo rechazo.”
—(Juan 6:37)

“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.”
—(Mateo 9:13)

María se quedó en el borde de la multitud, escuchando. Jamás había oído algo así. Mientras escuchaba, su corazón se calentó de forma extraña. Esperó hasta que se fue la multitud, y entonces fue hacia Él y le abrió su gran necesidad de ayuda.

Este Predicador viajero se arrodilló y oró por ella a Su Padre, para que recibiera la ayuda que necesitaba. María aceptó a un nuevo Maestro.
El diablo fue reprendido.
Y María fue convertida allí mismo.

¡Qué historia tan hermosa! Pero…

Me gustaría poder decir que la historia terminó allí y que María vivió feliz para siempre. Pero no fue exactamente así.
Porque el Predicador se fue del pueblo, y María no.
Tal vez debió haberse ido.

“Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí.”
—Juan 15:4


¡Otra Vez!

Las personas en Magdala seguían siendo las mismas: los mismos amigos, las mismas voces en el mercado que la llamaban por su nombre.
A medida que pasaban los días, María descubrió que aunque había aceptado la paz que ese Predicador ofrecía, la fuerza que tiraba hacia abajo seguía siendo fuerte.
Y María cayó.

En esta historia tenemos uno de los ejemplos más bellos de toda la Biblia sobre cómo trata Jesús a los caídos.

Jesús volvió al pueblo.
De nuevo se reunieron las multitudes a su alrededor para escucharlo.
Y una vez más, María se hizo un lugar entre la multitud, preguntándose…
¿Todavía sería verdad?

Sí.
Aún decía:

“Al que a mí viene, no lo rechazo.”
Seguía siendo verdad.

Ella fue hacia Él y descubrió que todavía la aceptaba.
Una vez más, le abrió su necesidad con lágrimas.
Y otra vez, Él se arrodilló y clamó a Su Padre por ella.

Y otra vez Jesús se fue del pueblo. Y María no.

Me gustaría poder decir que ahí terminó la historia.
Pero María volvió a caer.
Una y otra y otra vez.

Pero cada vez que Jesús venía al pueblo, María estaba entre la multitud.
Siempre era atraída hacia Aquel que decía:

“Al que a mí viene, no lo rechazo.”

“Los que viven conforme a la naturaleza pecaminosa fijan la mente en los deseos de tal naturaleza; en cambio, los que viven conforme al Espíritu, fijan la mente en los deseos del Espíritu.”
—Romanos 8:5

El Juicio Público

Un día, María recibió una invitación para ir a Jerusalén.
Quizás los mensajeros le ofrecieron una gran suma de dinero por sus servicios.
Tal vez le prometieron un matrimonio arreglado.
O posiblemente le dijeron que la necesitaban en casa—que su tío Simón la había mandado llamar.
Cualquiera haya sido el método, María fue engañada.
Y la exposición pública que tanto había temido se convirtió en realidad.

La puerta del apartamento que le habían proporcionado se abrió de golpe.
Voces fuertes la denunciaron como pecadora, digna de morir.
Manos rudas la agarraron y la arrastraron a la calle.
María cerró los ojos y deseó morir.

Fue forzada a través de la multitud y arrojada ante la presencia de Jesús.
Gritos de acusación llenaban el aire mientras María se acurrucaba, temblando, esperando que cayeran los primeros golpes.
Sin duda, había llenado su copa de culpa—ni siquiera Jesús podría ayudarla ahora.

Mientras esperaba allí, en medio del miedo y la vergüenza, los sonidos de la multitud se fueron apagando.
María se preparó para recibir la primera piedra.
Pero en su lugar, escuchó una voz suave preguntando:

“¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”

María levantó la cabeza.
Sus acusadores habían desaparecido.
Incrédula, escuchó las palabras de Jesús:

“Ni yo te condeno. Vete, y no peques más.”

Una vez más, María se arrodilló a los pies de Jesús, clamando por Su perdón, por Su poder.

Aprendió que era posible permanecer a los pies de Jesús incluso cuando Él no estaba en el pueblo.
¿Tú ya descubriste eso?
Es difícil pecar cuando estás sentado a los pies de Jesús.
Allí hay poder.

“Por lo tanto, ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús.”
—Romanos 8:1


Ama a Tu Enemigo

A María se le ocurrió una gran idea.
—¿Por qué no volver a casa, con Marta y Lázaro?

Apenas surgió la idea, su sangre comenzó a cantar en sus venas.
Seguramente el poder de Jesús sería suficiente, incluso para enfrentar a su tío Simón.
Así que empaquetó sus cosas y se dirigió de regreso a Betania.

Al acercarse a la ciudad, comenzó a oír un grito solitario, común en esos días.
Cuanto más se acercaba, más claro se hacía:
un leproso a las afueras de Betania.

Ese sonido era bastante común.
En esos días, la lepra era llamada “el golpe”—el dedo de Dios.
La lepra se consideraba un juicio divino; de hecho, cualquier enfermedad era considerada consecuencia del pecado.
Pero la lepra era lo peor. No importaba si eras el alcalde de la ciudad, un líder en la sinagoga o un fariseo.
Cuando te declaraban leproso, eras considerado inmundo.
Te echaban del pueblo. Te sentabas junto al camino, proclamando tu calamidad al grito de:

“¡Inmundo, inmundo!”

Y rogabas que alguien te arrojara un pedazo de pan.

Así que, cuando María pasó cerca, apenas prestó atención al grito, hasta que reconoció algo en esa voz que decía: “¡Inmundo!”
Era Simón, su tío, el mismo que la había llevado al pecado.

Y cuando oí eso, me dije:
—¡Bien! ¡Bien por Simón! ¡Que se pudra al costado del camino!

Eso dice algo sobre mi forma de pensar.

“El castigo que recibió […] ya es suficiente. Más bien, deberían perdonarlo y consolarlo, para que no sea consumido por tanta tristeza. Por eso les ruego que confirmen su amor hacia él.”
—2 Corintios 2:6–8

Caminando en Su Presencia

María se cubrió el rostro con su manto al pasar junto a Simón el leproso, y entró en la aldea de Betania, tratando de asimilar el hecho de que ya no tenía nada que temer de Simón el fariseo.

Estaba ansiosa por ver a Marta y Lázaro de nuevo.
Subió corriendo los escalones, cruzó la puerta. Hubo un reencuentro gozoso, y las lágrimas fluyeron al volver a estar reunida la familia.

Pero pronto comenzaron los rumores:
—María volvió. Cuidado con María.
—¿Supiste lo que pasó en Jerusalén?
—Dicen que ha cambiado.
—Bueno, no durará mucho. He oído que ya había cambiado antes, y nunca dura.
—Vos vigilala.

Así hablaba la gente en esos días.

Fue difícil para María soportar los susurros y chismes, pero se quedó, decidida a compartir con otros las buenas nuevas sobre el Amigo que había encontrado—el Amigo que siempre la amaba y la aceptaba, el Amigo que no la condenaba, sino que le daba poder para no pecar más.

Quería que otros encontraran al Amigo a cuyos pies amaba sentarse.
Y esperaba con ansias el momento en que Él volvería a visitar la aldea de Betania.

“Dichosos los que […] caminan a la luz de tu rostro, oh Señor. Se alegran todo el día en tu nombre; se regocijan en tu justicia. Porque tú eres su gloria y su fuerza.”
—Salmo 89:15–17


Pagando por el Regalo

Un día, Jesús subió las colinas hacia Betania con sus doce compañeros.
Al llegar al pueblo, también Él escuchó el grito que María había escuchado:

“¡Inmundo, inmundo!”

Parece casi imposible de entender, pero a Jesús le costaba pasar de largo frente a los leprosos, incluso cuando nueve de cada diez ni siquiera se tomaban el tiempo de darle gracias.

Así que Jesús se detuvo ante el grito de Simón el leproso.
Tocó al intocable y lo sanó, así, sin más.
No le exigió primero que lo aceptara como Salvador.

Jesús sanó a Simón por quien Jesús era, no por quien Simón era.

¿Alguna vez te has preguntado cómo se habrá sentido María al escuchar la noticia?
Quizás Jesús la tranquilizó asegurándole que el poder de Simón sobre ella seguía roto.

Pero la sanidad es una carga pesada para un fariseo.
Un fariseo está acostumbrado a ganarse sus recompensas.
Este regalo de Jesús fue demasiado para Simón.
Así que, después de haber vuelto a Betania y haber sido reintegrado a su posición, se le ve dando vueltas por las noches sin dormir, paseando por el día, tratando de pensar qué hacer.

No había podido ganarse ni merecer su sanación.
Pero de pronto tuvo una idea:
No la había ganado antes, pero… ¿por qué no pagarla después?

Simón se dijo a sí mismo:
—Le pagaré a este Hombre por lo que ha hecho. Le haré un banquete en Su honor.
(Véase Mateo 26 y Juan 12)

“La paga del pecado es muerte, mientras que el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús nuestro Señor.”
—Romanos 6:23


Un Amor Que Conmueve

La mente de Simón se aceleraba mientras planeaba el banquete en su casa.
Marta sería la encargada del servicio—eso estaba bien.
Lázaro estaría presente.
Pero María no estaba invitada.
Simón no se sentía cómodo cerca de María.
¿Quién sabe? Tal vez la lepra le había sobrevenido por su relación con ella—mejor no arriesgarse.

Cuando llegó la noche del banquete, María se quedó en casa.
Le habrían gustado las multitudes, la gente, incluso si algunos aún eran fríos con ella.
Pero lo que realmente la decepcionaba era no poder ver a Jesús.

Había escuchado a Jesús decir, no mucho antes, que iría a Jerusalén, donde sería entregado en manos de pecadores.
Lo matarían.

A un gran costo personal, María había comprado un frasco de alabastro con perfume para ungir a Jesús después de Su muerte.
Pero a María no le gustaba la idea de dar flores en un funeral.
Quería darle su ofrenda de amor a Jesús ahora.

De pronto, tomó su frasco de perfume y corrió por las calles silenciosas de Betania, planeando mientras avanzaba.
Entró por la puerta trasera y pasó por la cocina.
Marta intentó detenerla, pero nada detuvo a María.

Se movió con cuidado por la sala tenuemente iluminada con lámparas de aceite, hasta el lugar donde estaba sentado Jesús.
Su plan era abrir el frasco, ungir los pies de Jesús y marcharse.
Nadie sabría nada.

“El amor de Cristo nos impulsa, porque estamos convencidos de que uno murió por todos.”
—2 Corintios 5:14


¡Perdonada Mucho!

Pero cuando María vertió el perfume de alabastro sobre los pies de Jesús, olvidó algo.
Cuando abres un frasco de alabastro con el perfume más costoso, ¡el olor lo anuncia a gritos!
Todos los ojos se volvieron hacia ella.

Allí estaba Simón, en la cabecera de la mesa, lanzándole miradas asesinas.
Allí estaba Judas, y todos los demás.

María se puso nerviosa. El perfume se derramó.
Había olvidado llevar una toalla, o algo para limpiarlo, así que María hizo lo que en esos días era imperdonable:
soltó su cabello. Solo una mujer de la calle haría eso.
Pero ella no pensó en eso.
Soltó su cabello y comenzó a secar el perfume con él.

Y Simón, al final de la mesa, pensó para sí:
—Si este Hombre fuera realmente un profeta, sabría qué clase de mujer es esta.

Pero en ese momento, María escuchó las palabras amigables de Jesús:

“Déjenla. Ha hecho una buena obra. Y dondequiera que se predique el evangelio, se contará esta historia de María.”

Entonces Jesús se volvió hacia Simón y le dijo:
—Simón…

Y en ese instante, Simón comenzó a sudar de las palmas.
Jesús le dijo:
—Simón, tengo algo que decirte.

Simón se preparó, esperando que la máscara fuera arrancada de su rostro.
Había oído hablar de este Jesús que podía leer los pensamientos, y se preparó para lo peor.

Pero Jesús contó una pequeña parábola sobre dos deudores.
Uno debía una gran suma, y el otro solo un poco.
Ambos fueron perdonados libremente (véase Lucas 7).
Nadie entendió la historia, excepto Simón, María y Jesús.
Pero Simón recibió el mensaje. Vaya si lo recibió.

“Sus muchos pecados le han sido perdonados—porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama.”
—Lucas 7:47


Amor Que Convierte

Simón, en su banquete, pensó para sí:

“Si este hombre fuera profeta, sabría quién lo está tocando y qué clase de mujer es ella—una pecadora.”

Y Jesús le habló con una parábola:

“Dos hombres le debían dinero a cierto prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?”

Simón respondió:

“Supongo que aquel a quien más le perdonó.”

“Has juzgado bien. […] Te digo que sus muchos pecados le han sido perdonados, por eso ha mostrado mucho amor. Pero al que poco se le perdona, poco ama.”
Luego Jesús le dijo a ella:
“Tus pecados te son perdonados.”
—(Lucas 7:41–50)

Simón quedó conmovido por el amor y la compasión de un Hombre que podría haberlo expuesto, pero que en cambio veló el mensaje en una parábola y lo protegió delante de sus amigos.

El corazón de Simón fue quebrantado.
Se dio cuenta de todo lo que Jesús había hecho por él, y que jamás podría devolverlo.
Y allí mismo, en su propio banquete, Simón aceptó a Jesús como Maestro, Salvador y Señor.

¡Jesús también ganó a Simón!

Qué historia.

Y si Jesús pudo aceptar a María y a Simón, sin duda puede aceptarte a ti y a mí hoy, y perdonarnos, y amarnos hasta el fin.

“Pero precisamente por eso Dios fue misericordioso conmigo, para que en mí, el peor de los pecadores, Cristo Jesús mostrara toda su paciencia, como ejemplo para los que creerían en él y recibirían la vida eterna.”
—1 Timoteo 1:16