Jesús se quedó en silencio. No habló—ni una palabra. A pesar de las muchas preguntas que se le hicieron, a pesar de los desesperados intentos por inducirlo a hablar, Él permaneció en silencio. Fue la respuesta más solemne que Jesús dio jamás, y hay una verdad significativa que aprender hoy de ese silencio.
Fue durante Su juicio ante Herodes. Jesús había sido arrestado en Getsemaní. Fue llevado a la corte de Anás, luego a la de Caifás, y después ante el Sanedrín. Había sido llevado ante Pilato, y Pilato, a su vez, lo envió a Herodes. “Y viendo Herodes a Jesús, se alegró mucho; porque hacía tiempo que deseaba verle, porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal. Y le hizo muchas preguntas; pero él nada le respondió.” Lucas 23:8, 9.
Cuando leí por primera vez acerca del trato silencioso de Jesús hacia Herodes, me sentí feliz. Herodes fue quien mató a Juan el Bautista como resultado de una fiesta de borrachos con sus nobles y de su juramento imprudente a Salomé. Así que cuando leí cómo Jesús lo trató, mi reacción fue: “¡Bien hecho, Señor! ¡Así se hace! Ignóralo. ¡Sé descortés!” Y si yo hubiera estado en los zapatos de Jesús, habría torcido los labios y puesto una mueca en mi rostro; habría mirado con desprecio a Herodes. Pero luego me di cuenta de que Jesús no sentía eso en absoluto. Jesús vino a este mundo a morir por Herodes tanto como vino a morir por mí.
No deberíamos ver el silencio de Jesús como una rudeza o venganza hacia Herodes. En cambio, deberíamos verlo allí de pie, en silencio, tal vez con lágrimas en los ojos, lamentándose de que otro de Sus hijos creados lo había rechazado. Jesús simplemente estaba aceptando la decisión que Herodes ya había tomado. Herodes había rechazado el mensaje de Juan el Bautista, el más grande de los profetas, y no había nada más que ni siquiera Jesús mismo pudiera hacer o decir para alcanzarlo.
Juan el Bautista fue un profeta y “más que profeta” (Mateo 11:9). Sin embargo, enseñó al pueblo que Cristo era mayor que él (ver Lucas 3:16). Él era una luz menor para guiarlos a la Luz Mayor. Era el mensajero del Señor (ver Mateo 11:10). ¿Alguna vez oíste hablar de alguien en tiempos modernos que fuera más que profeta, que fuera una luz menor que guiara a la Luz Mayor, y que fuera llamado el mensajero del Señor?
Ha habido un contraparte moderna de Juan el Bautista, un “más que profeta.” Y hay un registro de otra ocasión en la que un profeta fue “más que profeta.” Encontramos ese registro en Números 12. María y Aarón habían decidido que Moisés no era nada especial. Dijeron: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?” (verso 2). Dios mismo salió en defensa de Moisés, apareciendo en la columna de nube a la puerta del tabernáculo. Le explicó a María y a Aarón que Moisés sí era más que profeta, y luego les preguntó: “¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?” (verso 8). María, quien había sido la principal en la crítica, fue herida con lepra.
Herodes, quien debería haber tenido temor incluso de hablar contra el mensajero del Señor, estaba tan insensible a la importancia de Juan a los ojos del cielo que ¡lo mandó matar! Y cuando la voz del profeta fue silenciada, Jesús mismo no tuvo nada más que decir. No tenía nada que decir porque habría sido inútil decir algo más. De la historia de Jesús y Herodes podemos aprender que si uno no es receptivo hacia los profetas, no será receptivo hacia Jesús mismo. Las dos actitudes siempre van juntas.
Una de las características más destacadas del pueblo de Palestina en el tiempo del primer advenimiento de Cristo era que tenían problemas con los profetas. Siempre habían tenido problemas con los profetas. En los días de Cristo, venían y adornaban las tumbas de los profetas y decían: “Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido partícipes con ellos en la sangre de los profetas.” Blanqueaban las tumbas y colgaban coronas. Y luego regresaban a Jerusalén, después de vaciar sus cubetas, y planeaban matar a Jesús.
Jesús les habló con palabras fuertes: “Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mateo 23:31–33).
El apóstol Pablo también habló sobre esto: “Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús ni las palabras de los profetas que se leen todos los sábados, las cumplieron al condenarle.” (Hechos 13:27). Así que Pablo dejó claro que lo que el pueblo hacía con los profetas, lo hacía con Jesús, y su relación con los profetas era simplemente un preludio de cómo se relacionarían con Jesús.
En Hechos 7 encontramos la conocida experiencia de Esteban, a veces llamado el primer mártir cristiano. En medio de su discurso final, interrumpió su repaso de la historia de Israel y acusó con fuerza a sus oyentes: “¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y asesinos; vosotros que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis.” (versos 51–53).
Esto fue demasiado para sus oyentes, y se lanzaron sobre Esteban, lo arrastraron fuera de la ciudad, y mientras un joven llamado Saulo cuidaba los mantos, lo apedrearon hasta matarlo. Pero en sus últimos momentos de vida, Esteban tuvo una visión. Miró al cielo y vio a Jesús a la diestra de Dios, de pie. Siempre me ha gustado esa parte de la historia. Jesús no iba a tolerar este ataque contra su siervo sentado. Estaba de pie por Esteban. Y Esteban murió en paz, orando por sus enemigos. Había dicho la verdad. Y fue demasiado profunda: dolió demasiado. Él había dicho: “Ustedes escuchan a los profetas cada sábado y les rinden homenaje con los labios, pero los rechazan, y también al que ellos anunciaron.” Lo mismo puede seguir siendo cierto hoy.
En la parábola del rico y Lázaro, Jesús contó cómo el rico pidió que a Lázaro se le permitiera volver de entre los muertos para advertir a sus cinco hermanos. Pero Jesús hizo que Abraham le dijera al rico: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos.” (Lucas 16:31).
Poco después de que Jesús contara esta parábola, otro Lázaro fue resucitado de entre los muertos, confirmando que Jesús tenía razón, pues ni siquiera la resurrección de Lázaro convenció a quienes rechazaban las instrucciones y advertencias de los profetas. Y cuando Jesús mismo resucitó de entre los muertos, aquellos que, junto con Herodes, habían rechazado el testimonio de los profetas y lo habían matado, quedaron llenos de terror. Pero aún así no fueron persuadidos.
Jesús siempre manifestó el mayor respeto por los profetas. “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas,” dijo en Mateo 5:17. En otra ocasión prometió que “el que recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de profeta recibirá.” (Mateo 10:41). Los escritores de los evangelios apuntan repetidamente a eventos en su vida diciendo: “Esto sucedió para que se cumpliera lo que fue dicho por el Señor por medio del profeta…” (Mateo 1:22; 21:4). Véanse también Mateo 2:15; 3:3; 8:17; Lucas 3:4; Juan 1:23; 12:38. Al inicio de su ministerio, Jesús leyó del libro del profeta Isaías en la sinagoga de su ciudad natal, en sábado. Como resultado, lo sacaron fuera y lo empujaron al borde de un precipicio cercano (ver Lucas 4:16–30). Citó o aludió a los profetas repetidamente en sus enseñanzas—de Daniel (Mateo 24:15), de Jonás (Mateo 12:39), de Moisés (Lucas 24:27), y otros.
Jesús habló a los líderes judíos, advirtiéndoles del peligro de seguir tradiciones humanas en lugar de los mandamientos de Dios. Véase Mateo 15:1–9. Y Sus discípulos, olvidando cuán a menudo había leído los pensamientos, vinieron a Él y le dijeron: “¿Sabes que los fariseos se ofendieron cuando oyeron esta palabra?” (verso 12). Jesús respondió dándoles una de Sus parábolas más breves: “Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo.” (verso 14).
Esta breve parábola es relevante hoy; porque la iglesia llamada Laodicea, la última iglesia justo antes del regreso de Jesús, también tiene, entre otras cosas, un problema de ceguera. Véase Apocalipsis 3:14–22. Así que no fueron solo las personas del tiempo de Cristo las que estaban ciegas.
El apóstol Pablo, comparando las diferentes partes del cuerpo con las diferentes partes de la iglesia, habla de los ojos de la iglesia. Véase 1 Corintios 12. Ahora bien, los ojos son para ver, y en 1 Samuel 9:9 descubrimos que en tiempos bíblicos un profeta a veces era llamado “vidente”—uno que ve. Al dar a Su iglesia remanente el don de los profetas, Dios ha provisto ojos para que nosotros, los miembros de la iglesia remanente, podamos atender a los mensajes proféticos y evitar ser seguidores ciegos o líderes ciegos. Las personas en el tiempo de Cristo, por ciegas que fueran, no tenían razón para estar ciegas, porque se les habían provisto “ojos.” Eran ciegas porque se negaban a ver. Véase Mateo 13:14, 15. Viendo, no veían, y oyendo, no oían. Jesús les dijo: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora porque decís: ‘Vemos,’ vuestro pecado permanece.” (Juan 9:41). Fue en el rechazo de la luz que estaba disponible para ellos, a través de los videntes, que se volvieron ciegos, y ese mismo rechazo de la luz hizo imposible para ellos recibir más iluminación.
Jesús mismo habló de la imposibilidad de alcanzar a aquellos que rechazan a los profetas. En Su despedida a Jerusalén, clamó diciendo: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37).
En la tarde de la resurrección, mientras Cristo caminaba hacia el pequeño pueblo de Emaús, procuraba llevar ánimo a dos hombres. Sus corazones estaban abatidos, sus ojos llenos de lágrimas. Relataron a este Desconocido los eventos de los últimos días. Y con todos los recursos del cielo a Su disposición, Jesús eligió un método por encima de todos los demás para alcanzar sus mentes y consolar sus corazones: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían.” (Lucas 24:27). Jesús deseaba que Su pueblo fuera guiado por los mensajes dados a través de los profetas. Por esta razón, Él dio máxima prioridad a los profetas, tanto en Su enseñanza como en Su ejemplo.
Sobre la base de las enseñanzas de Jesús, sobre la base de las Escrituras y sobre la base de la repetición de la historia, sostengo que lo que hagas con los profetas, tarde o temprano lo harás con Jesús. Si aceptás a los profetas, los escuchás y seguís su consejo, aceptarás a Jesús, lo escucharás y lo seguirás. Si rechazás a los profetas e ignorás sus mensajes, vas a rechazar e ignorar al Señor Jesús. El pueblo de Israel no fue único en sus problemas con los profetas, y se nos invita a aprender de su experiencia: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos.” (1 Corintios 10:11).
Dentro de nuestra iglesia hoy, la experiencia del pueblo judío se está repitiendo. El Deseado de Todas las Gentes, página 235, lo describe de esta manera: “Los judíos malinterpretaron y mal aplicaron la palabra de Dios, y no conocieron el tiempo de su visitación. Los años del ministerio de Cristo y de sus apóstoles, los preciosos últimos años de gracia para el pueblo escogido, los pasaron tramando la destrucción de los mensajeros del Señor.” (Énfasis añadido).
Se cuenta la historia de un hombre que fue a una exhibición de obras de arte famosas. Mientras observaba algunas de las pinturas, comentó a su compañero: “Dicen que esto se vende por millones de dólares. ¡Yo no te daría ni cinco centavos por todo esto!” Un guardia estaba cerca. Al oír el comentario del visitante, se le acercó, le tocó el hombro y le dijo: “Señor, estas pinturas no están en juicio. Pero quienes las observan sí lo están.”
La lección sigue siendo válida hoy: “Muchos hombres que se deleitan en debatir, en criticar, buscando algo que cuestionar en la Palabra de Dios, creen que con ello están dando evidencia de independencia de pensamiento y agudeza mental. Suponen que están sentándose en juicio sobre la Biblia, cuando en verdad se están juzgando a sí mismos. Manifiestan que son incapaces de apreciar verdades que se originan en el cielo y que abarcan la eternidad. En presencia de la gran montaña de la justicia de Dios, su espíritu no se sobrecoge. Se ocupan en buscar palitos y pajas, y con ello traicionan una naturaleza estrecha y terrenal, un corazón que está perdiendo rápidamente su capacidad de apreciar a Dios.” (El Deseado de Todas las Gentes, p. 468).
El don de la profecía de Dios, ya sea en la Biblia o en el don inspirado a la iglesia, no está hoy en juicio. Ya ha sido probado y comprobado. Nosotros somos quienes estamos en juicio. Depende de nosotros cuál será el resultado de nuestro juicio: si aceptaremos Su don, o si estaremos en los zapatos de Herodes y no recibiremos otro mensaje del cielo. Aquellos que rechacen la voz de Jesús a través de Sus profetas hallarán en el silencio de Jesús la reprensión más solemne que la humanidad puede recibir:
“¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo?”