2. Lo que Jesús dijo sobre la relación de fe

Cuando mi hijo era un niño, le hice una bicicleta personalizada. Trabajé durante horas en ella, en secreto, en el garaje, antes del día de Navidad. Era un regalo. Era lo mejor que podía hacer. Era un regalo para él, pero no le habría servido de nada si no lo hubiera aceptado el día que se lo di. De hecho, si no lo hubiera aceptado, no solo el regalo no le habría servido de nada, sino que también habría sido una bofetada para mí después de haberlo hecho para él.

No importa cuán bueno o malo sea un regalo, un regalo no sirve de nada a menos que sea aceptado. Si el regalo es perfecto, rechazarlo no solo es inútil, sino que también es una ofensa al dador.

Tan hermosa como es la doctrina y la verdad de la justificación, tan hermoso como es lo que Dios ha hecho por nosotros, tan sublime como es el sacrificio en la cruz en toda la historia, no sirve de nada para nadie hasta que se lo acepta.

La justificación es que la humanidad sea reconciliada con Dios por medio de lo que Jesús ha hecho. Es una provisión en el cielo para la redención de toda la raza humana. Y tiene como fundamento la justicia impecable de Jesús. Sin embargo, la justificación no sirve de nada para ningún pecador hasta que ese pecador la acepta. La Biblia no enseña que la justificación es solo por gracia; siempre es por gracia mediante la fe. La fe es esencial por parte del pecador. La mejor definición de fe es confianza. La confianza generalmente involucra a dos partes: una confía en la otra. Cuando el pecador confía en Jesús para su salvación, se establece una relación salvadora. Cuando el pecador acepta la salvación por la fe, hay más que una declaración legal en el cielo: comienza una relación con Dios, seguida de resultados y expectativas éticas.

Al explorar lo que Jesús dijo sobre esta relación de fe, quisiera sugerir que tratemos de entender claramente la diferencia entre “solo cree” y una relación viva y vital. Tal vez sabés que el mundo cristiano nominal ha sostenido durante años la idea de “solo cree” como su definición de fe. Tenemos algunos consejos muy específicos contra esta enseñanza escritos para nuestra iglesia, y estos consejos están basados en el hecho de que “solo cree” muchas veces incluye únicamente un asentimiento intelectual a la verdad, en lugar de una relación personal y vital con Dios. La persona que cree que “solo creer” es fe, también es la persona que no cree que podamos obedecer los mandamientos de Dios. La persona que cree en una relación vital con Cristo como necesaria para producir fe genuina cree que sí podemos obedecer los mandamientos de Dios, que hay poder disponible para hacernos vencedores.

Comencemos con Juan 17:3, donde Jesús va directamente al punto sobre lo que significa la vida eterna, en cuanto a cómo la recibimos. Juan 17:3 dice: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. La vida eterna, obviamente, se basa en Jesús y lo que Él ha hecho, pero aquí el énfasis está en nuestra recepción, nuestra aceptación del regalo, el papel que nosotros jugamos. Entramos en esta relación de conocerlo a Él. Cuando primero aceptamos Su poderosa gracia —la justificación— comienza la relación. A medida que continuamos aceptando Su gracia diariamente, la relación continúa. Y eso es tan importante como el comienzo de un matrimonio y la continuación del mismo. Es ridículo tratar de decidir qué es más importante, casarse o mantenerse casado. Ambos son importantes; ambos son necesarios. Venir a Jesús es importante. Permanecer con Jesús es importante. Ambos lo son. Uno es una ilustración de la justificación; el otro es una ilustración de la justificación continua y de la santificación: aceptar Su gracia diariamente. Una cosa es que mi hijo monte su bicicleta en Navidad y nunca más la toque. Otra muy distinta es darme cuenta de que le gusta la bicicleta cuando la monta todos los días. Y así, Jesús dijo que la vida eterna, en lo que a nosotros respecta, consiste en entrar en esa relación salvadora con Él.

Jesús contrasta esto claramente en otros dos textos, mostrando por qué algunas personas se perderán. Mateo 25:1-13, la historia de las diez jóvenes del cortejo nupcial, conduce a esta conclusión: cinco pidieron ser admitidas al banquete, y la respuesta fue: “No os conozco”. Su problema era que no tenían una relación personal con Dios. El otro texto está en el mismo libro, Mateo 7:23, donde una vez más se declara claramente: “Entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”. ¿Habían estado haciendo maldad? Fijate en lo que habían hecho. Dijeron: “Señor, Señor”. (Versículo 22). Sabían cómo pronunciar el nombre de Jesús. Habían estado profetizando, habían expulsado demonios, y habían hecho muchas obras maravillosas. Sin embargo, Jesús dijo: todo eso es iniquidad. ¿Por qué? Porque no lo conocían. Así que evidentemente, es posible, mediante algún otro poder, hacer todas estas cosas y aun así no conocer a Dios, no conocer a Jesucristo.

Ahí está, en pocas palabras. Y supongo que podríamos cerrar el capítulo aquí. Jesús dejó en claro que tu vida eterna y la mía se basan en conocerlo a Él y lo que Él ha hecho por nosotros. Y los que se perderán serán los que no lo conocen. Eso significa que solo hay dos clases de personas en el mundo: los que conocen a Dios y los que no lo conocen. Los que conocen a Dios han aceptado Su gracia justificadora y continúan aceptándola día tras día. Y los que no lo conocen, o no han aceptado Su gracia, o alguna vez la aceptaron pero no hicieron nada con ella desde entonces. Es cierto que algunas personas se hicieron cristianas hace veinte años y no han hecho nada con eso desde entonces, igual que algunas personas se casaron hace veinte años y no han hecho nada con su matrimonio desde entonces.

Ahora consideremos la cuestión de la fe, porque estamos viendo estos dos temas juntos —la fe y la relación— como una misma cosa, en cierto sentido. No hay fe, no hay fe salvadora, sin esta relación. Y no hay relación sin fe. ¿Qué es la fe? La próxima vez que recorras los cuatro Evangelios —Mateo, Marcos, Lucas y Juan— sustituí la palabra confianza cada vez que aparezca la palabra creer o fe. Vas a ver que la definición más clara de fe es confianza. La razón por la que nos ayuda ver la fe como confianza es porque se necesita una relación para que alguien confíe en otro.

Si quiero desarrollar una fe genuina —o confianza—, entonces la forma de aprender a confiar en alguien es conociéndolo. Si nos familiarizamos con alguien digno de confianza, lo confiaremos espontáneamente. Y la forma de familiarizarnos es comunicándonos, lo cual está directamente relacionado con la vida eterna en cuanto a cómo la recibimos. ¿Cómo podemos conocer a Dios? De la misma forma en que podemos conocer a cualquier persona: nos familiarizamos con alguien al hablarle, al escucharlo, y al ir a lugares y hacer cosas con él. Así que si vamos a unir fe y relación y mirar el denominador común entre ambas, descubrimos que la confianza, desarrollada a través del compañerismo y la comunión, es la esencia de todo.

Si vas a buscar en la Biblia la base de una relación continua con Dios, la vas a encontrar en Juan 17:3: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero”. La gran verdad bíblica es que la fe nunca es algo que uno “trabaja” por su cuenta. No es algo que generamos mentalmente con algún tipo de gimnasia intelectual. La fe siempre es espontánea y surge como resultado de conocer a Dios. La persona que no conoce a Dios no tiene fe. Y solo tenemos esta fe salvadora mientras conozcamos a Dios como nuestro Amigo personal en una relación uno a uno.

Eso nos lleva a la cuestión del pecado. ¿Cuál es el problema con el pecado, después de todo? ¿Cómo comenzó todo? Se originó a partir de una falta de confianza. La esencia del pecado fue una relación rota. El originador del pecado decidió que ya no necesitaba confiar más en Dios, su Creador. Y cuando introdujo el pecado en este mundo, ese seguía siendo el problema. No se trataba simplemente de hacer cosas malas; no era solo mal comportamiento o malas acciones: era, fundamentalmente, una relación quebrada.

Cuando una persona ha perdido su relación con Cristo, también ha perdido la justicia, en lo que a Dios respecta. La verdad bíblica es que no existe tal cosa como justicia separada de Jesús. Viene con Él. Cuando no lo tengo a Él, no tengo justicia. Cuando vuelvo a entrar en una relación con Él, entonces la justicia viene por medio de esa relación con Él. Jesús lo dijo en Juan 16:8-9, cuando declaró que cuando viniera el Espíritu Santo, convencería al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Y luego añadió: “De pecado, por cuanto no creen en mí”. Sustituí la palabra “creen” por “confían”: “De pecado, porque no confían en mí”.

Muchas disputas teológicas giran en torno a la cuestión de si pecamos porque somos pecadores o si somos pecadores porque pecamos. Pero una cosa es segura: nadie puede ver el reino de Dios a menos que nazca de nuevo. Véase Juan 3:3. Pero si esto es cierto, entonces debe haber algo mal con nuestro primer nacimiento. El problema con nuestro primer nacimiento es que “nuestros corazones son malos y no podemos cambiarlos”. (El Camino a Cristo, p. 18). Por tanto, enfrentamos la realidad del pecado original. (Déjenme definir aquí qué entiendo por pecado original. No estoy hablando de la versión agustiniana del pecado original, que conlleva culpa original. Estoy hablando de la versión de la Confesión de Augsburgo del pecado original, que básicamente dice que la humanidad nace separada de Dios). A causa del pecado de Adán, todos nosotros desde ese momento hemos nacido separados de Dios, en lo que respecta a cualquier relación espiritual. Todos nacemos separados de Dios, y habríamos permanecido así para siempre, si no fuera por la cruz, que nos dio otra oportunidad. Pero esa opción aún debe ser aceptada por nosotros. El resultado práctico de haber nacido separados de Dios es que nacemos irremediablemente centrados en nosotros mismos. Y ese egocentrismo causa todos los pecados o transgresiones que le siguen.

El problema del pecado incluso ha infiltrado el reino animal. Esta verdad me quedó clara una noche cuando escuché a un par de “pecadores” maullando furiosamente en el bosque detrás de mi casa. Tenían cuatro patas y pelaje. Se prepararon bastante para su pelea, con las colas alzadas. Podías escucharlos por todo el vecindario. Mientras yacía despierto escuchando, me estremecí al oírlos enredarse en “el combate final”. ¿Y por qué peleaban? Porque eran egocéntricos. Ya entendés la idea.

La conclusión lógica de la idea de que nacemos centrados en nosotros mismos es que una persona peca porque es pecadora. No es pecadora porque peca. ¿Qué dijo Jesús al respecto? Dijo muy simplemente en Juan 3, que no podemos ver el reino de los cielos a menos que nazcamos de nuevo. Esas palabras, por simples que sean, nos llevan a la conclusión de que hay algo mal en todos los que nacemos en este mundo. Si defino el pecado solo en el sentido legalista —que nadie es pecador hasta que peca—, entonces eso me conducirá a todo tipo de conceptos erróneos acerca del gran tema de la salvación.

Todos somos pecadores porque todos nacimos pecadores. Entonces, ¿qué ocurre en el nuevo nacimiento? ¿Qué pasa cuando una persona se da cuenta de su gran necesidad y viene a Jesús, reconociendo que sin Jesús no tiene esperanza, ni para este mundo ni para el venidero? ¿Qué es el nuevo nacimiento?

Hace algunos años, un médico de Loma Linda dirigió una semana de oración. Todavía recuerdo su tema: “¿Qué hay de nuevo en el nuevo nacimiento?”. Me gusta cómo se amplía este punto en El Deseado de Todas las Gentes, en los capítulos sobre Nicodemo y la mujer junto al pozo. El nuevo nacimiento es una obra sobrenatural del Espíritu Santo que produce un cambio de actitud hacia Dios y crea una nueva capacidad para conocer a Dios, una capacidad que antes no teníamos. En el nuevo nacimiento se nos da una capacidad para una relación, y si no fuera por esta obra sobrenatural, ni siquiera tendríamos el “equipo” necesario para entrar en una relación con Jesús. Esta capacidad aumenta a medida que continuamos en compañerismo y comunión con Dios. Así que el nuevo nacimiento es absolutamente esencial.

El nuevo nacimiento ocurre simultáneamente con la aceptación de la justificación, y nos da la capacidad para una relación vital con Dios, de la cual surge la fe genuina.

Nunca olvidaré cuando intenté convertir a mi hijo. Estaba en la secundaria, y yo estaba preocupado por él. En la escuela donde estudiaba había chicos involucrados con drogas y que las estaban distribuyendo en el campus. Cuando pasan esas cosas, uno se preocupa por su hijo o su hija. Y uno hace todo lo posible por tratar de convertirlos… hasta que se da cuenta de que no puede. Nadie puede convertir a otra persona. Solo el Espíritu Santo puede hacer eso. Creo que si habláramos menos y oráramos más, llegaríamos más lejos. Tengo que confesar que hablé demasiado, y cuando a la mañana siguiente mi hijo ni siquiera me miró en la mesa del desayuno, decidí que era hora de dejar de hablar y empezar a orar más.

Entonces, algunos chicos del colegio (algunos de los que no eran considerados “santurrones”) invitaron a mi hijo a una reunión en casa del profesor de Biblia. Él fue con la intención de hacer preguntas difíciles. Le gustaba hacer ese tipo de preguntas. A mitad de la noche, algo le dijo: “Venden, ¿por qué no te callás? Tal vez aprendas algo”. En ese momento, él no sabía que algunos de esos chicos estaban orando por él. ¡Estoy agradecido por esos chicos del colegio! Antes de que terminara la noche, mi hijo escuchó algo a lo que nunca antes había prestado mucha atención. ¡Pero claro que lo había oído muchas veces antes! ¿Querés saber qué escuchó? Que nunca cambiamos nuestras vidas para venir a Jesús. Siempre venimos a Jesús tal como estamos, y Él es quien cambia nuestras vidas. No puedo decirte cuántas veces lo había escuchado antes, pero de alguna manera nunca le había llegado al corazón.

Llegó a casa, casi hablando en lenguas de lo emocionado que estaba. Dijo: “¡Mirá, papá! ¡Escuchá esto! Nunca cambiamos nuestras vidas para venir a Cristo. Venimos tal como estamos, y a Él le encanta que vengamos tal como somos. ¡Y Él es quien cambia nuestras vidas!”.

No quise apagar su entusiasmo, así que le dije: “¿De verdad? ¡Contame más!”. Y la sangre me cantaba en las venas.

Me contó más, y antes de que terminara la semana, organizó una reunión evangelística en el living, con todos los compañeros del colegio que pudo reunir, tratando de convencer a sus amigos de esta verdad: que uno nunca cambia su vida para venir a Cristo. Uno viene tal como está, y Él es quien cambia la vida. Su madre y yo estábamos en la habitación del fondo, acostados en el piso, escuchando por la ranura debajo de la puerta.

Escuchá, amigo: si alguna vez vamos a venir a Jesús, vamos a tener que venir tal como estamos. Sea lo que sea que oigas en el diálogo actual sobre la salvación por la fe, este es un punto que podés clavar con un mazo: a Jesús le encanta que vengamos a Él tal como estamos. Yo estoy agradecido por un Salvador así, ¿vos no?

La mañana antes de que mi hijo se convirtiera, no le interesaba en lo más mínimo la Biblia. La mañana después, no podía soltarla. Mientras pasaba frente a su habitación y miraba hacia adentro, pensé para mí: “Sucedió”. Quería cantar la doxología: “Alabad a Dios, de quien fluyen todas las bendiciones”. Hay una diferencia, ¿no es cierto? Cuando uno viene a Cristo, recibe una nueva capacidad, y puede sentir la diferencia. Es real.

Pero no termina allí. La vida espiritual debe continuar. No sirve de nada comenzar y dejarlo ahí. La conversión es solo el comienzo. Si tan solo pudiéramos lograr que nuestros jóvenes recordaran eso. Jesús lo dijo una y otra vez: “Permaneced en mí”. Parecía ser una de sus frases favoritas. ¿Qué significa permanecer? Significa quedarse. No se trata solo de venir a Él; se trata de quedarse con Él. De eso se trata esta relación de fe.

En Juan 6:53–56 encontramos algunas palabras difíciles. “Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.”

Estarás de acuerdo conmigo en que no se puede predicar eso a caníbales sin correr peligro. Pero las personas que escucharon estas palabras de Jesús sabían de qué estaba hablando. Sabían más de lo que dejaban ver.

Fijate en cómo se amplía esto en El Deseado de Todas las Gentes, página 389:
“Comer la carne y beber la sangre de Cristo es recibirle como Salvador personal, creyendo que perdona nuestros pecados y que en Él somos completos.” Esa es una buena noticia. Esa es la primera parte, pero fijate que continúa:
“Es contemplando su amor, habitando en Él, bebiéndolo, que llegamos a ser participantes de su naturaleza. Lo que el alimento es para el cuerpo, Cristo lo debe ser para el alma. El alimento no puede beneficiarnos a menos que lo comamos, a menos que se convierta en parte de nuestro ser. Así también, Cristo no es de ningún valor para nosotros si no lo conocemos como Salvador personal. Un conocimiento teórico no nos hará ningún bien. Debemos alimentarnos de Él, recibirlo en el corazón, de modo que su vida llegue a ser nuestra vida.”

Estas palabras las dijo Jesús, y porque Él las dijo, sabemos lo que significa que Él habite en nosotros y nosotros en Él. Todos sabemos —aun sin mucha educación formal— que nadie puede comer por otra persona. ¡Sería una tontería intentarlo! Y, sin embargo, ¡cuántas veces dependemos de otros para nuestro alimento espiritual!

Así que la primera parte es recibir a Jesús, y la segunda parte es quedarse con Él y tener comunión con Él continuamente. La relación que comienza debe continuar, o Su gracia justificadora no nos beneficiará.

En una ocasión, Jesús fue a una aldea de Samaria. Allí se encontró con una mujer junto al pozo. Después de convencerse de que Jesús era el Mesías, ella dijo a la gente del pueblo: “Vengan y vean”. El relato inspirado dice que toda la ciudad salió. Algunos creyeron por el testimonio de la mujer, pero otros que vinieron dijeron: “Ahora creemos, no solo por lo que tú dijiste, sino porque nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo”.

Nunca es seguro depender de otros para la verdad espiritual. Si lo hacés, tarde o temprano te vas a desviar. La única seguridad está en saber lo que significa estudiar por vos mismo, conocer a Cristo por vos mismo, y determinar por vos mismo lo que es la verdad. Excepto por el Señor Jesucristo, nadie está completamente libre de error.

Dejemos de buscar a alguien que tenga toda la verdad. No vamos a encontrar a una persona así. Y si dependés de otros, vas a caer en el error tan seguro como morirías si dependieras de otra persona para alimentarte. Nadie puede estudiar, orar ni escudriñar por otra persona.

¿Cómo comemos la carne y bebemos la sangre del Hijo de Dios? Es a través de los canales de comunicación que esto sucede. Jesús explicó el significado de estas palabras: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Mateo 4:4 dice: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Pero hay algo más profundo que solo las palabras. En su entrevista nocturna con Nicodemo, Jesús lo llevó a darse cuenta de que había estado estudiando la Palabra de Dios con fines teóricos. Pero no es a través de la controversia y el debate que el alma es iluminada. Debemos mirar a Jesús y vivir. ¿No sería trágico si toda la iglesia se viniera abajo por causa de discusiones y controversias?

Después de su entrevista con Cristo, Nicodemo escudriñó las Escrituras de una manera nueva. Ya no buscaba discutir teorías, sino encontrar vida para su propia alma. Para comer la carne y beber la sangre de Cristo, debemos estudiar la Biblia con el propósito de tener una relación con Cristo y recibir de Él vida espiritual.

Jesús dijo en Mateo 26:41: “Velad y orad”. También dijo que el que pierda su vida por causa de Él y del evangelio, la salvará (véase Marcos 8:35). Así que es por medio de los canales de comunicación —Su Palabra, la oración, y el servicio a los demás— que esta comunión continúa y participamos de Su carne y Su sangre.

¿Y cuál es el resultado? Según Juan 17:20–23, entramos en una relación tan estrecha con Jesús que la Biblia la describe como morar en Él y Él en nosotros. Y el resultado de eso está muy bien expresado en El Deseado de Todas las Gentes, página 668:
“Cuando conozcamos a Dios como es nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de obediencia continua.”

Ahora me gustaría concluir con esta verdad alentadora: aunque la relación con Cristo produce comportamiento, nuestra relación con Cristo no está basada en nuestro comportamiento. Está basada en nuestra respuesta al llamado de Dios. Cualquiera que piense que su relación con Cristo se basa en su comportamiento, tarde o temprano la abandonará. Cualquiera que se desanime respecto a su relación con Cristo, se desanima porque está tratando de basarla en su comportamiento. Y eso no es otra cosa que legalismo.

Ahora bien, hay una diferencia entre desanimarse por la relación y estar decepcionado con el comportamiento. A veces me decepciona mi comportamiento, pero nunca me desanimo respecto a mi relación con Cristo. ¿Por qué? Porque Jesús tenía una forma muy especial de ayudar a Sus discípulos, incluso cuando caían y pecaban una y otra vez. Leélo en Lucas 9:55, 56:
“Entonces volviéndose Él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea.”

No los abandonó; siguió caminando con ellos.

Vemos esta verdad en Juan 3:20–21:
“Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios.”

Debo confesar que no entendí el significado de ese pasaje durante mucho tiempo, hasta que un día pareció saltar ante mis ojos. Me gustaría compartirlo con vos. Todo el que hace lo malo odia la luz y no viene a la luz. ¿Alguno de ustedes siente que está haciendo lo malo? Quizás por eso estás leyendo este libro: estás buscando ayuda. ¿Sentís que hay pocas posibilidades de ser salvo, por cómo ha sido tu vida, y porque sabés que tu comportamiento no está a la altura de lo que debería ser? Hay un mensaje aquí para vos.

Si una persona realmente está haciendo lo malo —en un contexto de relación— no va a tener ningún deseo de venir a la luz. No tendrá interés en leer sobre Jesús. No se va a preocupar por ir a la iglesia o asistir a reuniones donde se exalte a Jesús. No va a querer orar ni buscar conocer a Dios.

Pero la persona que espera con entusiasmo asistir a reuniones donde se estudia la Biblia puede encontrar esperanza en este texto. Puede que todavía esté luchando y cometiendo errores. Pero hay provisión para el cristiano que lucha y crece. Y hay un sentido en el cual esa persona no está realmente haciendo lo malo, porque todavía está viniendo a la luz.

Es más, para aquel que desea de todo corazón rendirse completamente y absolutamente a Cristo, y que viene a la luz en cada oportunidad, hay un Dios en el cielo que lo nota. Y es Él quien ha puesto ese deseo en tu corazón desde el principio. Y mientras sigas viniendo a la luz, Él es capaz de obrar en vos para cumplir todo lo que ha planeado para tu vida.

¿Estás viniendo a la luz hoy? Esa es la pregunta vital. Y si no fuera por esa realidad, muchos de nosotros ya habríamos abandonado hace mucho tiempo.

“Una sola cosa es esencial para que podamos recibir y comunicar el amor perdonador de Dios: conocer y creer el amor que Él nos tiene” (1 Juan 4:16).
Satanás está obrando con todo engaño posible para que no podamos discernir ese amor. Tratará de hacernos creer que nuestros errores y transgresiones han sido tan graves que el Señor no atenderá nuestras oraciones, ni nos bendecirá ni salvará. En nosotros mismos no podemos ver más que debilidad, nada que nos recomiende ante Dios, y Satanás nos dice que no tiene sentido, que no podemos corregir nuestros defectos de carácter. Cuando tratamos de acercarnos a Dios, el enemigo susurra: “No tiene sentido que ores; ¿acaso no hiciste eso tan malo? ¿No pecaste contra Dios y violaste tu propia conciencia?”
Pero podemos decirle al enemigo: “La sangre de Jesucristo, Su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Cuando sintamos que hemos pecado y que no podemos orar, ese es justamente el momento para orar. Podemos estar avergonzados y profundamente humillados, pero debemos orar y creer.
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15).
El perdón, la reconciliación con Dios, no nos llega como recompensa por nuestras obras. No se nos otorga por el mérito de hombres pecadores. Es un don, que tiene como base la justicia perfecta de Cristo.
(El discurso maestro de Jesucristo, págs. 115, 116).

¡Ánimo, amigo! Jesús sigue caminando con vos mientras sigas teniendo comunión con Él. Y, tarde o temprano, Su poder —que es mayor que tus fracasos— te hará más que vencedor, por Su gran amor.