1. Lo que Jesús dijo sobre la justificación

La acusación original de Satanás fue que la ley de Dios no podía ser obedecida. Cuando el ser humano quebrantó la ley de Dios, Satanás se regocijó y añadió otra acusación: que el ser humano no podía ser perdonado. No tenía idea de que Dios mismo pagaría la penalidad. Pero la vida y la muerte de Jesús demostraron que los pecadores pueden ser perdonados y que la ley de Dios puede ser obedecida, no solo por Jesús, sino también por aquellos que viven la vida de fe como Él lo hizo. Este mensaje doble de perdón y obediencia es el corazón de la misión del remanente durante el tiempo de los tres ángeles y la obra final de Cristo en el cielo. Jesús, como nuestro Sumo Sacerdote, provee perdón para los pecadores y poder para obedecer. Estas dos verdades son igualmente necesarias. Es extremadamente importante que el pueblo remanente entienda esta obra doble de Cristo en el cielo; de lo contrario, les será imposible cumplir su misión. La justificación por la fe (la obra de Dios por nosotros) y la justicia de Cristo (que incluye la obra de Dios en nosotros) son los temas que deben presentarse a un mundo que perece.

Justificación es la verdad fundamental en el estudio de la salvación por la fe solamente. Jesús vino a ofrecernos perdón, gracia y aceptación ante el Padre, gracias a Sus méritos. Mateo 1:21 presenta a Jesús como Aquel que “salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesús es exaltado como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Los fariseos y escribas dijeron la verdad cuando dijeron: “Este recibe a los pecadores” (Lucas 15:2).

Jesús no vino a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento (ver Mateo 9:13). Vino a buscar y salvar lo que se había perdido (ver Lucas 19:10). Repetidamente, en Su trato con las personas de Su época, les aseguraba que los perdonaba, que los aceptaba, y que no los condenaba (ver Juan 3:17; Lucas 5:20-24; Juan 8:11; Lucas 7:48).

Veamos con más detalle la historia que Jesús contó de un pecador que fue justificado, que se encuentra en Lucas 18:9-14:

“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. (Algunas otras versiones dicen: ‘sé propicio a mí, el pecador.’) Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.” (énfasis añadido)

Lo primero que notamos es que esta parábola fue dirigida a “algunos que confiaban en sí mismos”. El grupo principal al que iba dirigida eran los fariseos—los diezmadores, los que ayunaban regularmente. Observa que tanto el fariseo como el publicano fueron al templo a adorar, pero solo uno realmente adoró, porque no se puede adorar a Dios y a uno mismo al mismo tiempo. Ambos fueron a orar. Solo uno realmente oró. El texto dice que el fariseo oraba “consigo mismo”. No le estaba orando a Dios.

Y este fariseo nos recuerda lo que Jesús dijo en Mateo 9:13: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento”. También dijo en Mateo 5:20: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. El problema del fariseo era que pensaba que podía salvarse a sí mismo. Y hay una advertencia contra esto: cualquiera que piense que puede salvarse a sí mismo se convierte en su propio dios. Y convertirse en su propio dios, o en su propio salvador, es lo mismo que tratar de ocupar el lugar de Dios. Las advertencias más duras de toda la Escritura, particularmente en Apocalipsis, son contra esta actitud. Alguien que intenta ocupar el lugar de Dios es llamado blasfemo (ver Juan 10:33). Y los blasfemos no reciben buenas calificaciones en la Biblia; de hecho, esto raya en el pecado imperdonable.

Además, cuando estudiamos incidentes en la vida de Jesús, notamos que el siguiente paso para quien intenta salvarse a sí mismo es abandonar a Jesús. Leemos, por ejemplo, en Mateo 26:51-56, que Pedro sacó su espada para intentar salvarse. Y lo siguiente que ocurrió fue que “todos [incluido Pedro] le dejaron y huyeron”. Se alejaron de Jesús. Esto es lo que inevitablemente le sucede a cualquiera que intenta salvarse por sí mismo: al final, se aleja de Jesús.

La historia del fariseo y el publicano nos recuerda que la salvación es un regalo. No es algo que podamos obtener por ayunar, por diezmar o por cualquier otra cosa que consideremos que nos hace justos. La salvación es un don. Jesús dijo, en relación con el templo donde ambos fueron a adorar, que todo lo que hacía de Su casa un mercado debía ser expulsado. Esto va más allá de hablar de palomas, corderos o mercancías. La casa de Dios no es un mercado: es una verdadera tienda de regalos. La salvación no se compra ni se vende. Y Jesús dijo en Lucas 14:14 que aquellos que no pueden pagar son los que serán recompensados en la resurrección. En otras palabras, son los invitados al banquete del evangelio. De hecho, Mateo 22:10 dice que incluso los malos son invitados—¿recuerdas que los siervos del rey invitaron a buenos y malos? Y la Biblia es clara acerca de cuántos buenos hay: ninguno. Así que, los únicos que quedan para invitar al banquete del evangelio son los malos.

La historia del fariseo y el publicano demuestra que necesitamos un sustituto, alguien que tome nuestro lugar. Incluso los enemigos de Cristo confirmaron este hecho. Caifás dijo, como se registra en Juan 11:50: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”. Y el apóstol Juan comenta en los versículos 51 y 52: “Esto no lo dijo por sí mismo; sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”. Jesús lo dijo de sí mismo, en 1 Corintios 11:24: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es partido”. (énfasis añadido). Juan 10:9-11 dice que el Buen Pastor da su vida por las ovejas.

Si hubiera sido posible que el fariseo aportara algo con sus manos para merecer o ganar el favor o la gracia de Dios, eso habría disminuido inmediatamente el valor del sacrificio de Cristo. La muerte de Jesús como nuestro Sustituto será abordada con más detalle en el capítulo 10, “Lo que Jesús dijo sobre la Expiación”. Pero la salvación es totalmente un regalo de Jesucristo; no se basa de ninguna manera en nuestros propios méritos.

Ahora consideremos al publicano. El publicano sabía que no había nada que pudiera hacer. No había manera de añadir algo a la salvación provista. Una de las razones por las que lo reconocía era que se sabía un gran pecador. Podríamos titular su historia como “Salvación para el peor hombre de la tierra”. Y si la salvación no incluye al peor hombre de la tierra, entonces no sirve de nada, ¿verdad?

Observa al publicano. Se queda lejos—una indicación de que se siente bajo convicción. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos al cielo. Evidentemente se sentía condenado. Pero no era una condenación abrumadora, porque si lo fuera, ni siquiera habría ido al templo, ¿no es cierto? Es un hombre bajo convicción, que se siente condenado porque no puede levantar la cabeza. Y se queda allí, sintiendo su pecado, pero con algo de esperanza—por eso fue.

Y luego dice: “Dios, sé propicio a mí, el pecador”. No simplemente “un pecador”, como traduce la Reina-Valera. Una cosa es decir “soy un pecador”. Pero decir “soy el pecador”, el número uno, el peor de todos, eso es algo diferente. ¿Hay que ser tan malo para hacer esa confesión? ¿Hay que tener un historial espantoso? ¿Hay que haber sido sacado de la calle? Pablo no fue así. Él fue fariseo de fariseos. Tenía una vida intachable, pero un día estuvo dispuesto a decir: “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). ¿No es esa la posición a la que Dios nos invita a todos? “Soy el pecador”.

Pero las palabras son fáciles, ¿sabes? Las palabras salen baratas. Existe un síndrome en círculos cristianos donde las personas no se sienten bien si no se sienten pecadoras. Hay un sistema muy sutil de penitencia y obras, donde el legalismo aparece y decimos las palabras que creemos que debemos decir. Pero hay mucha diferencia entre encontrar seguridad en tu penitencia y ser verdaderamente penitente porque el Espíritu Santo te llevó allí.

Nota que el publicano no dice: “Dios, sé propicio a mí por mi penitencia”. Él dice: “Sé propicio a mí, el pecador”. Fue penitente, no hay duda de eso. Pero no hizo que su salvación dependiera de su penitencia.

A veces a la gente le gusta debatir qué viene primero: ¿el arrepentimiento o el perdón? Hay un sentido en el que el perdón debe ser precedido por el arrepentimiento. Pero hay otro sentido en el que es el perdón de Dios lo que nos lleva al arrepentimiento.

Cuando Pedro negó a su Señor, se nos dice que Jesús se volvió y lo miró allí en el patio, y esa mirada de Cristo le aseguró el perdón. (Ver Palabras de vida del gran Maestro, p. 154). Fue esa mirada de compasión y perdón la que traspasó el corazón de Pedro como una flecha, despertó su conciencia, y lo llevó a salir corriendo del lugar con el corazón quebrantado. Fue esa mirada de perdón la que quebró su corazón y lo condujo al arrepentimiento. Lo mismo nos pasará a nosotros cuando contemplemos al Cordero de Dios y la cruz del Calvario, y el misterio de la redención empiece a desplegarse en nuestras mentes. La bondad de Dios nos guiará al arrepentimiento. (Ver El camino a Cristo, p. 26).

Entonces, ¿qué viene primero? Bueno, depende del punto de vista. El perdón es un regalo. Pero es más que un regalo: es una experiencia. Y la experiencia del perdón es imposible sin el arrepentimiento. Podríamos decir que la posibilidad del perdón, la seguridad del perdón, es lo que conduce al arrepentimiento. Pero es el Espíritu Santo quien trae ambos. Ninguno es algo que podamos producir por nosotros mismos. Ambos son dones de Jesús, y ninguno puede ser experimentado aparte de Él.

Entonces, si quiero ponerme en los zapatos del publicano y no solo repetir las palabras de arrepentimiento, ¿qué debo hacer? ¿Debo esperar a que llegue el predicador correcto, con el tipo adecuado de llamado poderoso? ¡Hay algo mucho más grande que eso! Podemos elegir deliberadamente estudiar todo lo disponible sobre lo que Jesús ya ha hecho por nosotros, y eso nos quebrantará el corazón.

Lo siguiente que notamos en esta historia es que el publicano que vino de esta manera fue aceptado. Y aquí aparece una palabra clave en todo este hermoso tema de la justificación: aceptación. Al estudiar lo que Jesús dijo y cómo trataba a las personas, no podemos evitar concluir que siempre somos aceptados tal como somos. Esa es la única manera en la que podemos venir a Jesús. No podemos cambiarnos a nosotros mismos antes de venir a Él.

Esto no solo es cierto al comienzo de la vida cristiana, sino también cada día de la vida cristiana. A Jesús le encanta aceptarnos tal como somos. Jesús dijo en Juan 6:37: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Dijo en Juan 7:37: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Y esta aceptación amorosa no lleva consigo condenación. Jesús lo dijo en Juan 3:17: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Se lo dijo a la mujer que los escribas y fariseos arrastraron ante Él en Juan 8:11: “Yo no te condeno”. Lo dijo en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida” (énfasis añadido). Dice que quienes oyen su palabra ni siquiera vendrán a juicio, sino que han pasado de muerte a vida.

¿No es una buena noticia saber que no tenemos que temer al juicio? Esta aceptación es total y gratuita; está basada en lo que Jesús ha hecho. Es válida para cada día, y hace que un pobre publicano que ni siquiera puede entrar al fondo del templo o levantar los ojos al cielo, pueda volver a su casa con la cabeza en alto, porque ahora sabe que vale todo ante los ojos del universo. No solo es aceptado, sino también perdonado. Eso sí que son buenas noticias.

Jesús dijo del publicano en esta historia: “Este descendió a su casa justificado”. Ahora bien, ¿qué tipo de perdón es este, cuánto dura y cuánto lo necesitamos? Leamos tres textos seguidos que son muy relevantes para toda esta cuestión del perdón. El primero se encuentra en Mateo 18:21:

“Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.”

¿Qué significa esto? Jesús no está diciendo que perdones 490 veces y luego te olvides. Está diciendo que perdones a tu hermano mientras siga viniendo a pedirte perdón, ¿no es así?

Ahora vamos al segundo texto: Lucas 17:3-5, y veamos cómo esto va incluso más allá:

“Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano peca contra ti, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces en un día, y siete veces en un día vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale.”

¡Un momento! ¿Quieres decir que si yo te ofendo, y te pido perdón, y tú me perdonas, y lo vuelvo a hacer siete veces en el mismo día, aún así debes perdonarme? ¿Aceptarías eso? ¿O me llevarías a los tribunales al final del día?

“Y los apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe.”

Creo que todos nosotros expresaríamos la misma necesidad, ¿verdad?

Pero estos textos nos recuerdan qué clase de perdón tiene Dios para con nosotros, porque Dios no nos pediría ser más perdonadores entre nosotros de lo que Él es con nosotros. Por favor, esto es el perdón de Dios. Así es como Dios perdona.

Claro que aquí es donde algunos se ponen nerviosos, temiendo que esto lleve al libertinaje. Por eso algunos se incomodan con el tema de la justificación. Pero necesitamos añadir un tercer texto—la prueba contra el libertinaje—Lucas 7:40-43:

Esto ocurrió en el banquete en casa de Simón. Simón había estado condenando interiormente a María y se preguntaba por qué Jesús no la condenaba. Entonces:

“Respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él le dijo: Di, Maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado.”

Muy bien, así que Jesús dijo que perdonáramos sin límite. Y está diciendo que para cualquiera que venga, y siga viniendo, el perdón de Su Padre no tiene fin. ¿Llevará esto al libertinaje? No, porque cuanto más eres perdonado, más amas. Y Juan 14:15 dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Así que, si realmente entendemos el perdón de Dios, no nos lleva a jugar con Su gracia, sino que nos lleva al amor, y el amor nos lleva a la obediencia. Es así de simple.

¿Qué incluye el perdón de Dios? Leámoslo en El camino a Cristo, página 62:

“Él murió por nosotros, y ahora nos ofrece quitar nuestros pecados y darnos Su justicia. Si te entregas a Él y lo aceptas como tu Salvador, entonces, por pecaminosa que haya sido tu vida, por causa de Él eres contado como justo. El carácter de Cristo toma el lugar de tu carácter, y eres aceptado delante de Dios como si nunca hubieras pecado.”

¡El perdón de Dios es mucho más que simplemente perdón! Cuando tú me perdonas, aún puedes recordar las palabras que usé para ofenderte. Pero cuando Dios me perdona, yo estoy delante de Él como si jamás hubiera pecado.

¿Durante cuánto tiempo necesitaré ese perdón? Escucha, amigo, no caigas en la trampa de pensar que la justificación es solo para el comienzo de nuestra vida cristiana. Necesitamos la gracia justificadora de Dios cada día. Esa es una de las razones por las que necesitamos una relación diaria con Jesús. Necesitamos acudir a Él cada día por medio del estudio de la Biblia y la oración, y aceptar Su gracia justificadora. Necesitamos Su justificación por nuestro historial pasado, hayamos vuelto a pecar o no. Necesitamos Su gracia justificadora porque tenemos naturalezas pecaminosas, y seguiremos teniéndolas hasta que Jesús vuelva.

Así que el publicano volvió a su casa justificado. Y esa es una buena noticia para nosotros hoy, porque Jesús dijo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Les dijo a Sus discípulos en el aposento alto, antes de que Pedro lo negara: “Ya vosotros estáis limpios” (Juan 15:3). ¿Significaba eso que los discípulos nunca volverían a caer o fallar? No, pero estaban limpios por lo que Jesús había hecho y estaba haciendo por ellos.

¿Esto trae paz? Sí. Trae paz. Jesús dijo: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz” (Juan 16:33). “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí… y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29). “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36). ¿Paz con Dios? Sin duda. Jesús todavía nos ofrece Su paz hoy.

Y el resultado de aceptar Su paz es que tenemos certeza y seguridad con respecto a nuestro destino eterno. El propósito de comprender lo que Él ha hecho por nosotros es darnos este tipo de certeza. Lee tu Biblia algún día—especialmente el evangelio de Juan—y subraya todos los versículos que dicen que tenemos vida eterna. ¡Ya la tenemos! No es algo que recibiremos más adelante: ya la tenemos.

Juan 6:47 y Juan 6:54 son un par de ejemplos de esta promesa. Jesús les dijo a Sus discípulos: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20, versión RSV). (énfasis añadido). No que “serán escritos”, sino que “ya están escritos” allí. Le dijo a Zaqueo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (Lucas 19:9). (énfasis añadido). Y Juan 20:31 dice:

“Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.” (énfasis añadido)

Para muchos de nosotros, esto parece una verdad demasiado buena para ser aceptada. Pero sigue siendo la verdad. En 1 Juan 5:11-12 leemos:

“Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.”

Esto sigue siendo verdad, lo creamos o no. ¿Hay alguien que sea demasiado pecador, que no pueda calificar? ¿Hay alguien hoy que diga: “Eso quizá fue bueno para el publicano en aquel entonces, y puede ser bueno para otros, pero no para mí”?

Entonces, por favor, lee estas palabras alentadoras de El camino a Cristo, páginas 52-53:

“Rechaza la sospecha de que las promesas de Dios no son para ti. Lo son para todo transgresor arrepentido. Fuerza y gracia han sido provistas mediante Cristo, para ser traídas por los ángeles ministradores a toda alma creyente. Nadie es tan pecador que no pueda hallar fuerza, pureza y justicia en Jesús, quien murió por ellos. Él espera para despojarlos de sus vestiduras manchadas y contaminadas por el pecado, y vestirlos con el manto blanco de Su justicia. Él les dice: ‘Vivid, y no muráis.’”

¿Creés eso? ¿Lo aceptás? Es para vos, hoy mismo. Hoy podés volver a tu casa justificado, así como lo hizo el publicano.