Jacob habría sido un buen miembro del Pentágono. Era un maestro de la estrategia. Sabía cómo manejar las circunstancias para sus propios fines. Era astuto. Se especializó con su tío Labán durante veinte años, y finalmente lo manipuló a él mismo. Ahora se encontraba camino a casa para ver a su padre, pero en el recorrido tenía que pasar por el territorio de su hermano Esaú.
Jacob tenía buenas razones para temer que su hermano estuviera todavía enojado con él, desde el último contacto que tuvieron cuando le hubo quitado la primogenitura. Así que empezó a sentirse nervioso. Dividió a su familia y sus siervos en dos grupos, de modo que si un grupo era capturado, el otro pudiera escapar. Incluso, se aseguró de que Raquel, su esposa favorita, estuviera en el grupo que más posibilidades tenía de escapar. Había enviado tributos de paz a su hermano, esperando mitigar el amargo recuerdo de su último encuentro. ¡Era hora de volver a Dios en oración! ¡Había tomado todas las precauciones!
Jacob estaba haciendo frente a la crisis de su vida, la crisis de la entrega. A esta clase de situación se le podrían dar otros nombres, tales como «la crisis de la purificación» o «la crisis de ser plenamente llenos del Espíritu Santo». Este es un tema que a veces se discute, porque algunos insisten que la conversión y la crisis de la entrega deben ocurrir al mismo tiempo. Pero nosotros fundamos nuestra posición en casos históricos que presenta la Biblia, como el de Jacob, por ejemplo, en cuya vida transcurrió un tiempo, entre la conversión y la crisis de la entrega. De hecho, así ocurre en la mayoría de los casos.
Esto no quiere decir que la conversión no incluya la entrega. Pero el corazón humano tiene la tendencia a no permanecer en el estado de entrega, sino que oscila entre la total dependencia de Dios y la dependencia de sí mismo. Esta es una realidad dolorosa que conduce a una crisis igualmente dolorosa: la crisis de la entrega absoluta.
Por supuesto, sabemos que no todas las conversiones son iguales. Una persona puede experimentar una tremenda emoción, en cambio para otra la conversión es casi imperceptible. A veces quizá exageramos esta diferencia, en nuestra calidad de miembros de iglesia de segunda, tercera, o cuarta generación. Nos gusta convencernos de que la conversión puede ser imperceptible, y que uno no necesita saber el tiempo, la fecha, ni la ocasión en que ocurrió. Pero note la siguiente descripción acerca de la conversión, en el libro «El Deseado de todas las gentes», página 144: «…Cristo obra constantemente en el corazón. Poco a poco, tal vez inconscientemente para quien las recibe, se hacen impresiones que tienden a atraer el alma hacia Cristo. Dichas impresiones pueden ser recibidas meditando en él, leyendo las Escrituras, u oyendo la palabra del predicador viviente. Repentinamente, al presentar el Espíritu Santo un llamamiento más directo, el alma se entrega gozosamente a Jesús». ¿Captó usted la transición que se produce entre «poco a poco» y «repentinamente»? El pasaje continúa: «Muchos llaman a esto conversión repentina; pero es el resultado de una larga intercesión del Espíritu de Dios».
De manera que hay un proceso que conduce a la conversión. Puede ser éste lento, imperceptible, gradual, y progresivo. Pero de repente llega el momento en que se produce una crisis.
Tal vez nadie dude que la voluntad de Dios sea que la experiencia inicial de la entrega constituya una entrega permanente. No es el propósito de Dios que exista una laguna entre las dos. Pero, como notamos en el capítulo anterior, en la vida de mucha gente piadosa ha habido un proceso creciente, una cuestión de tiempo, prueba y error, antes de llegar al punto en que se establece la posición de entrega definitiva.
Pero hay algo en lo cual todos podemos estar de acuerdo: que si la conversión le llegó a usted imperceptiblemente, y efectivamente usted es una de esas personas que nunca podría señalar el tiempo, o la fecha, y ni siquiera el año en que se convirtió, y usted simplemente ha sido un buen miembro de iglesia toda su vida, podemos asegurar que la entrega absoluta no le llegará de la misma manera. ¿Por qué? Por lo que dice en «El camino a Cristo», página 43: «La guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás se haya reñido. La entrega de uno mismo, sometiéndolo todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha constante; pero para que el alma sea renovada en santidad, debe someterse antes a Dios». Si usted sigue descubriendo que hay ocasiones en su vida cuando depende de sí mismo, y luego termina derrotado, entonces hay una gran crisis que le espera en el camino: la crisis de la entrega.
¿Qué tipo de crisis es ésta? Es la gran crisis que se produce en la experiencia de quienes han fracasado en las crisis más pequeñas. Una gran crisis para aquellos que hayamos fallado en las pequeñas crisis. Esto es cierto en la vida en general. Si yo no aprendo a tiempo mis tablas de multiplicar, me estaré encaminando a una gran crisis, que ocurrirá cuando trate de pasar la materia de matemáticas en la universidad. Si nunca aprendí a chapotear en el agua, afrontaré una gran crisis el día que trate de cruzar a nado el Canal de la Mancha. Si me da miedo brincar el cerco trasero de mi casa, afrontaré una gran crisis el día que trate de saltar en paracaídas.
Alguien puede pensar que fumar un cigarrillo es un acto sin importancia. Pero para quien lo hace, puede llegar el momento en que afronte una gran crisis: cáncer del pulmón. Otro puede descubrir cómo manipular el aparato del teléfono público, sin poner la moneda necesaria para hacer una llamada. Una pequeña crisis. Pero un día, puede vérselas con la acusación de un gran robo. Nadie pasa de la inocencia de un recién nacido, a la brutalidad de un criminal empedernido, de la noche a la mañana. Requiere tiempo. Es un proceso.
La razón por la cual Pedro se abrazó a la tierra, y restregó su rostro contra el polvo en el Getsemaní, y deseó morir allí mismo, no fue el resultado de un momento. Había fracasado en una crisis menor en el lago, cuando pensó que podía caminar sobre el agua por su propia cuenta. Había fracasado en la crisis con el recaudador de impuestos del templo. Había fallado en su comprensión del lugar que ocupaba la cruz en la misión de Cristo, y había sido severamente reprendido por Jesús con estas duras palabras: «Apártate de delante de mí, Satanás». Pensó que podía pelear sus propias batallas, y logró rebanarle la oreja a Malco, antes que Jesús lo detuviera. «El Deseado de todas las gentes», declara que si Pedro hubiera aprendido lo que Jesús trataba de enseñarle en las pequeñas crisis, no habría fracasado cuando llegó la prueba suprema: «Día tras día, Dios instruye a sus hijos. Por las circunstancias de la vida diaria, los está preparando para desempeñar su parte en aquel escenario más amplio que su providencia les ha asignado. Es el resultado de la prueba diaria, lo que determina su victoria o derrota en la gran crisis de la vida» (página 345).
Así que ocurre una serie de eventos menores en torno a un solo punto: ¿Voy a tratar de manejarlos por mí mismo, o voy a dejar que Dios los maneje por mí? La serie de pequeños eventos sobreviene, y si yo sigo fallando y cayendo, debo prepararme para una tremenda lucha con el ángel, alguna noche a la orilla del arroyo de Jaboc.
Evidentemente, hay quienes, al parecer, supieron actuar correctamente durante todo el camino, como Enoc, Daniel y Eliseo, y pasaron sus pruebas con una lucha menos intensa.
Es posible fracasar en las pruebas pequeñas, y apenas darse cuenta de ello. Esaú pasó por esta experiencia. Un día llegó a su casa muy hambriento, y vendió su primogenitura por un plato de lentejas. ¿Quién iba a pensar que un impulso tan momentáneo relacionado con el hambre, tendría tantas y terribles repercusiones? Pero tome nota de este comentario acerca de Esaú: «Esaú pasó la crisis de su vida sin saberlo. Lo que consideró un asunto apenas digno de un pensamiento, fue el acto que reveló los rasgos predominantes de su carácter. Mostró su elección, mostró su verdadera estima de lo que era sagrado, y que debiera haber sido apreciado como sagrado» (Comentarios de Elena G. de White, Comentario bíblico adventista, tomo 1, página 1108).
Y con esto abordamos el caso de Jacob. Jacob se convirtió en Bethel mientras huía del hogar de su padre. Hasta entonces él tampoco había tenido éxito en las pruebas pequeñas. Había recurrido al engaño, tratando de ayudar a Dios en la obtención de la primogenitura prometida. Pero algo extraordinario ocurrió en Bethel. Y Jacob se entregó a Dios.
Luego, durante veinte años continuó batallando con el problema del inútil esfuerzo propio. Sí, mantenía una relación con Dios. Pero continuó interfiriendo con el control que ejercía sobre su propia vida, tratando de hacer las cosas a su modo. Cuando llegó la noche de la lucha a la orilla del arroyo de Jaboc, ya había agotado hasta el último de sus recursos. Lo había probado todo, ahora todo estaba en juego. De repente, se dio cuenta de que sus esfuerzos no eran suficientes. Comenzó a buscar al Señor como nunca antes lo había hecho. Y el Señor se acercó para responder a la súplica de Jacob, que pedía ayuda desesperada.
Jacob sintió una mano tocándole en el hombro. Estaba seguro de que se trataba de un enemigo y comenzó a luchar. Pasó toda la noche haciendo exactamente lo que había hecho los últimos veinte años. Durante ese tiempo, cada vez que Dios quiso poner su mano sobre él, Jacob lo malinterpretó y comenzó a luchar inmediatamente. Lo hizo ahora otra vez, y la lucha duró hasta el amanecer. Y cuando la larga noche terminó y llegó el amanecer … Jacob, en vez de continuar luchando contra Dios, se aferró de él. A mí me gusta esta escena, ¿y a usted? Como resultado de aquella experiencia, Jacob se convirtió en un hombre diferente. «La confianza en sí mismo había desaparecido» (Patriarcas y profetas, página 208). Y la crisis de la vida de Jacob, la crisis de la entrega, finalmente se había producido.
Toma tiempo. Toma tiempo transformar lo humano en divino; exactamente como toma tiempo degradar hasta lo brutal y satánico, aquello que ha sido formado a la imagen de Dios. Toma tiempo, no importa en qué dirección se vaya. El tiempo había hecho su obra en la vida de Jacob, y nunca más fue el mismo. Alcanzamos nuestra mayor fortaleza cuando sentimos y reconocemos nuestra propia debilidad. Cristo conecta a los hombres y mujeres caídos, cuando confiesan su debilidad y desamparo, con la fuente del poder infinito. ¿Qué fue lo que cambió en Jacob aquella noche? Se dio cuenta que durante veinte años había estado tratando de hacer lo que Dios no esperaba que hiciera; tratando de vivir con sus propias fuerzas, de acuerdo con las promesas que le había hecho a Dios en Bethel. Y ahora, por fin, había comprendido que la entrega definitiva es el camino de la victoria.
Cuando Dios viene a nosotros y pone su mano sobre nuestro hombro, ¿no sería maravilloso reconocerle inmediatamente como amigo, en vez de confundirlo con un enemigo? «Por la entrega de sí , y por su confiada fe, Jacob alcanzó lo que no habría podido alcanzar por su propia fuerza. Así el Señor enseñó a su siervo, que sólo el poder y la gracia de Dios podían darle las bendiciones que anhelaba. Así ocurrirá con los que vivan en los últimos días. Cuando los peligros los rodeen, y la desesperación se apodere de su alma, deberán depender únicamente de los méritos de la expiación. Nada podemos hacer por nosotros mismos. En toda nuestra desamparada indignidad, debemos confiar en los méritos del Salvador crucificado y resucitado. Nadie perecerá jamás mientras haga esto» (Patriarcas y profetas, página 201)
Cualquiera sea la forma que tome en su vida esa gran crisis, puede estar seguro que si continúa buscando la relación de confianza y comunión con Jesús, día a día, usted será llevado por Dios a esa crisis. Y una vez que ello ocurra, nunca más será el mismo.
«Tal será la experiencia del pueblo de Dios en su lucha final contra los poderes del mal. Dios probará la fe de sus seguidores, su constancia, y su confianza en el poder suyo para librarlos. Satanás se esforzará por aterrarlos con el pensamiento de que su situación no tiene esperanza; que sus pecados han sido demasiado grandes para alcanzar el perdón. Tendrán un profundo sentimiento de sus faltas, y al examinar su vida, verán desvanecerse sus esperanzas. Pero recordando la grandeza de la misericordia de Dios, y su propio arrepentimiento sincero, pedirán el cumplimiento de las promesas hechas por Cristo a los pecadores arrepentidos. Su fe no faltará porque sus oraciones no sean contestadas enseguida. Se asirán del poder de Dios, como Jacob se asió del ángel, y el lenguaje de su alma será: ‘No te dejaré si no me bendices’» (Patriarcas y profetas, página 200).
La lucha será intensa. El enemigo hará todo lo posible para que usted se abandone al temor y al desaliento. Pero recuerde, cuando la mano de Dios se pose sobre su hombro, no es la de un enemigo. Es del mejor Amigo que usted haya tenido jamás en su vida.