Prefacio

Uno de los esenciales del ser humano, y particularmente del cristiano, es la salvación. Paradójicamente, para alcanzarla, pone en juego mecanismos, recursos, actitudes y procedimientos que, después de todo, le resultan abrumadores e inútiles.

Anhela supremamente «ser limpio y completo», como reza el himno, pero siempre termina en el fracaso. Su conflicto interno es inenarrable y en él, tristemente es un franco perdedor. Prevalecen sobre su naturaleza debilidades y limitaciones; por lo mismo, su degradación lo esclaviza y su debilidad lo incapacita. Su caso es ciertamente desesperado.

Por fortuna, en la bruma de un cuadro tan desolador, las amorosas palabras de Cristo, «sin mí nada podéis hacer», resuenan con inusitado significado, al par que se proyectan como su única esperanza cierta. No tiene que combatir solo, ni elevarse sobre sus pies con sus fuerzas humanas, pues ello sería imposible.

La sumisión voluntaria y gozosa, que precederá a la genuina acción espontánea y constante de sus facultades a la dirección divina, producirá, necesaria y prontamente, el resurgimiento de una vida victoriosa. En adelante, sus motivos, decisiones y el control de su voluntad son obra de un Poder amigo: el omnisapiente Espíritu Santo. Sólo entonces le asistirán la gracia, la justicia, la paz y la fortaleza indispensables para constituirse en un instrumento del Todopoderoso.

A este propósito, conociendo su clamorosa necesidad de ser cambiados y vivificados, los siervos del Señor, los amados hijos del Padre, haríamos bien en revisar, una vez más, las animadoras y reconfortantes exhortaciones registradas en «Los hechos de Los Apóstoles», páginas 41 y 42, con la determinaci6n de no cesar en la lucha con el Ángel, hasta no recibir el cumplimiento de la promesa divina: «Puesto que este es el medio por el cual hemos de recibir poder, ¿Por qué no tener más hambre y sed del don del Espíritu? ¿Por qué no hablamos de él, oramos por él y predicamos respecto a él? El Señor está más dispuesto a dar el Espíritu Santo a los que le sirven, que los padres a dar buenas dádivas a sus hijos. Cada obrero debiera elevar su petición a Dios por el bautismo diario del Espíritu. Debieran reunirse grupos de obreros cristianos para solicitar ayuda especial y sabiduría celestial para hacer planes y ejecutarlos sabiamente. Debieran orar especialmente porque Dios bautice a sus embajadores escogidos en los campos misioneros con una gran medida de su Espíritu. La presencia del Espíritu en los obreros de Dios dará a la proclamación de la verdad, un poder que todo el honor y la gloria del mundo no podrían conferirle».

No obstante lo antedicho, la fuerza espiritual del hijo de Dios, y correlativamente de la iglesia, se manifestará más significativamente a través del sólido testimonio personal que mediante cualquier otro medio. En consecuencia, la fundamentación de los santos sobre la Piedra Angular constituirá la mayor preocupación de cada ciudadano del Reino. Para ello, el bautismo del Espíritu Santo necesita ser una realidad, debe ser buscado como tesoro escondido, con el mismo entusiasmo, insistencia y anticipación, confiando en la promesa inequívoca de Aquel que lo prometió. Por eso le damos una bienvenida entusiasta a SU AMIGO, EL ESPÍRITU SANTO. Su contenido serio, pero ameno y profundo, constituye una verdadera guía en el viaje que conduce al lector, sediento del Espíritu, por la senda refrescante de la comunión con la Persona del Consolador. Que cada página de esta obra, leída con ferviente interés, conduzca a todo investigador sincero a la «crisis de la entrega» de todo su ser a los amantes brazos del Amigo incomparable: el Espíritu Santo. Que su morada interior produzca, de ese modo, un sobreabundante y eterno peso de gloria, es el más sentido deseo de los editores.