5. El Espíritu Santo y la Purificación

¿Ha sentido usted alguna vez temor de haber cometido el pecado imperdonable, aun sin saber exactamente en qué consiste dicho pecado?

¿Ha prometido alguna vez a Dios, que si él lo perdonaba sólo una vez más, usted no volvería a hacer lo mismo, y cuando lo hizo nuevamente hasta temió orar al respecto? ¿Ha oído hablar alguna vez sobre cierta señal de los tiempos, particularmente ominosa y terrible, en la que se decía que la venida de Jesús está más cerca de lo que usted había imaginado, y en consecuencia se quedó muy asustado? Si algo de lo que acaba de leer le suena familiar, hay noticias extraordinarias para usted, contenidas en el tercer aspecto de la obra del Espíritu Santo, a saber, la purificación del cristiano.

La obra de purificación que realiza el Espíritu Santo, probablemente es una de las áreas de estudio más descuidadas y, por lo tanto, una de las más incomprendidas por la cristiandad. Se han escrito libros, se han compuesto himnos y presentado dramas que describen el proceso de la conversión, en el que una persona, paso a paso, transita de una vida de abierta rebelión a otra de sumisión al Señor Jesús. Y hay también un número igual, si no mayor, de himnos, libros y dramas producidos con relación a la esperanza celestial, la recompensa final de los hijos de Dios, y el pronto retorno de Jesús.

Pero la mayoría de nosotros vive en algún punto intermedio entre estos dos eventos. La mayoría de los miembros de la iglesia se han entregado a Cristo en algún momento, pues de otra manera nunca se habrían unido a la iglesia. Por otra parte, ¡no es difícil demostrar que todavía no estamos en el cielo! Para decirlo con términos usados en el púlpito, hemos comprendido algo acerca de la justificación, y vamos en camino a la glorificación. Pero ¿que sabemos de la santificación?, ¿qué acerca de la obediencia y la victoria en la vida cristiana?

Hemos hablado mucho de la obediencia en términos del qué, por ejemplo, qué requiere la ley, qué es lo correcto, y qué es lo erróneo, según las Escrituras. Pero hemos hablado muy poco acerca del cómo. Y si usted no comprende cómo se produce la obediencia, mientras más sepa acerca de lo que es correcto y lo que es erróneo, mayor será su desaliento.

Algunos tienen la impresión equivocada, de que después de haber caminado hacia el altar o hacia el bautisterio, todo ocurrirá más o menos automáticamente, si son sinceros. Para muchos jóvenes, la seguridad de la salvación que experimentan con la justificación, resulta una experiencia muy breve. Demasiado pronto descubren que todavía prevalecen muchos de sus antiguos problemas, las mismas tentaciones y las mismas debilidades que tenían antes de tomar la decisión de invitar a Cristo a entrar en sus vidas. Perplejos y avergonzados, muy a menudo llegan a la conclusión de que estaban equivocados, y que en realidad no se habían convertido. Así, desalentados, esperan la siguiente semana de oración, la siguiente reunión de reavivamiento, o el próximo llamado al altar, para tratar una vez mas de hallar la fórmula mágica que sí les dé resultado, y que los haga sentirse mejor. Este problema no es exclusivo de los jóvenes. También hay muchos adultos que nunca han aprendido como manejar el problema del pecado que encuentran en sus vidas.

En los primeros años de la Iglesia Adventista, la experiencia de nuestros antepasados con el Señor Jesús era profunda y duradera. Ellos forjaron los conocimientos doctrinales, que constituyeron los fundamentos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Pero con el paso del tiempo, una nueva generación puso su confianza únicamente en la verdad doctrinal, y no buscó la experiencia personal de fe que sus padres habían conocido. Así surgió el formalismo y el problema de la salvación por las obras, que dejó a la Iglesia tan árida como las colinas de Gilboa.

Pero cuando la tercera y cuarta generaciones de miembros de la iglesia aparecieron en el escenario, no sólo desconocían la relación personal con Cristo que sus abuelos habían experimentado, sino que también perdieron de vista el valor de las doctrinas de la iglesia. Por esta causa, muchos jóvenes han dejado la iglesia, y han tratado de hallarle significado a la vida en otro lugar y de modo diferente.

Algunos que permanecen en el seno de la iglesia después de tratar en vano de ser buenos, y de fracasar una y otra vez, llegan a la conclusión de que la santificación es obra de toda la vida, y esperan alcanzarla algún buen día antes de morir, para que la muerte los encuentre preparados. Pero ante la evidencia de que el humo del horno del día final parece haber comenzado a elevarse, se ponen nerviosos, ajustan su teología a su experiencia, y concluyen que una vida de derrotas es lo máximo que Dios puede ofrecer.

A fin de comprender la obra del Espíritu Santo de purificar el corazón de todo pecado, es esencial definir, en primer lugar, qué es el pecado en esencia. Y a fin de vencerlo, es vital no sólo definirlo, sino saber por qué medio se puede obtener la victoria sobre él.

Consideremos primero una definición de pecado. ¿Ha oído hablar alguna vez sobre 1 Juan 3:4: «El pecado es transgresión de la ley»? Probablemente, este es el pasaje que citamos con más frecuencia. Pero añadamos otros dos textos: Romanos 14:23, «Y todo lo que no es de fe es pecado»; y Juan 16:9, donde Jesús habla acerca de la obra del Espíritu Santo, de convencer al mundo de pecado: «De pecado ciertamente, porque no creen mí».

Si el pecado consistiera únicamente en violar la ley; entonces todo lo que tendríamos que hacer para ser salvos sería guardar la ley. Pero, ¿es guardando la ley como nos salvamos? ¿Se resuelve el problema del pecado con la moralidad, o es que el pecador necesita un Salvador?

Considere por un momento, y en primer lugar, cómo comenzó el pecado. ¿Ha participado usted, alguna vez, en un debate en el que se discutía si Eva pecó cuando tomó el fruto, cuando lo comió, o cuando se distrajo y se apartó de Adán? ¡No olvide que el pecado comenzó con Lucifer, no con Eva! ¿Y cuál fue el problema de Lucifer? ¿Comenzó su pecado al trabajar en sábado, o cuando robó mangos? ¿Qué dice la Biblia al respecto? Lea Isaías 14:13-14: «Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo, en lo alto, junto a las estrellas de Dios ensalzaré mi solio … y seré semejante al Altísimo». Lucifer pecó cuando dejó de depender de Dios, y comenzó a depender de sí mismo. Ello ocurrió cuando rompió su relación de confianza con su Creador, y trató de endiosarse a sí mismo.

Lo propio ocurrió con Eva. Satanás le presentó la misma tentación que lo había conducido a su propia caída: «Seréis como dioses…»

Así que la base del pecado radica en la dependencia propia, que resulta en la separación de Dios. Quebrantar los mandamientos es la acción pecaminosa que resulta del pecado. Vuelva a 1 de Juan 3:4 y considere el texto completo: «Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley». Cualquiera que se separa de la relación de dependencia de Dios, y confía en sí mismo, de hecho viola los mandamientos, «pues el pecado (vivir separado de Dios) es transgresión de la ley». Siendo que la base de la ley de Dios es la dependencia de él, y no de uno mismo, cada vez que alguien se separe de Dios y trate de ser su propio dios, inevitablemente quebrantará el resto de la ley.

Por otra parte, la premisa fundamental de la justificación por la fe en Jesús es que la humanidad no alcanza la justicia separada de Jesús: «El hombre pecaminoso puede hallar esperanza y justicia solamente en Dios; y ningún ser humano sigue siendo justo después que deja de tener fe en Dios, y de mantener una conexión vital con él» (Testimonios para los Ministros, página 373).

En Juan 15:5 dice: «Sin mí, nada podéis hacer». Y Filipenses 4:13 añade: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Ponga estos dos versículos juntos, y tendrá en una píldora el mensaje completo de la salvación por la fe. En efecto, si sin Cristo nada podemos hacer, pero con él todo es posible, entonces todo lo que nos queda por hacer es permanecer en él. Y Juan 17:3 todavía aclara: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado».

El camino por el cual llegamos a ser pecadores, es en primer lugar, haber nacido. Salmo 58:3: «Se apartaron los impíos desde la matriz, se descarriaron hablando mentira desde que nacieron». Y el Salmo 51:5 explica: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre». Jesús le dijo a Nicodemo en Juan 3, que a menos que nazcamos de nuevo no podremos ver el reino de Dios. Por tanto, algo malo debe de haber ocurrido en nuestro primer nacimiento.

El pecado es separación de Dios y dependencia de uno mismo. La justificación es posible solamente a través de la conexión con Jesús, y la relación de fe con él. Nadie sigue siendo justo si abandona esa relación con Jesús. Y la relación con Cristo se caracteriza por la comunión diaria con él, y se cultiva mediante la entrega cotidiana a su dirección, en vez de tratar de ejercer control sobre nosotros mismos. Esto significa pasar el tiempo más importante del día en compañerismo con él.

Esta experiencia de la búsqueda diaria de Jesús, se inicia en el momento de la conversión. Durante la conversión se nos da un nuevo corazón, lo cual se manifiesta en una nueva capacidad de conocer y amar a Dios. También recibimos una nueva actitud hacia Dios, como vimos en el capítulo anterior. ¿Quiere decir eso, que desde el momento de nuestra conversión en adelante, nunca más pecaremos? Este punto es el terreno en donde brotan más equivocaciones.

Una «nueva teología» que comenzó a circular en los últimos años, dice: «Por supuesto que pecaremos, caeremos y fracasaremos después de nuestra conversión. De hecho, continuaremos pecando, cayendo y fracasando, hasta el momento de la glorificación. Si no pecamos a sabiendas, pecaremos inconscientemente». Así, la respuesta al dilema que ofrecen los exponentes de esta teoría, es como sigue: «No se preocupen por el pecado, puesto que es nuestra naturaleza, hasta que seamos glorificados. La respuesta al problema es confiar en el sacrificio realizado por Cristo en nuestro favor, y creer que su justicia nos cubrirá hasta que regrese y quite el pecado de nuestros corazones».

Por otra parte, hay algunos adventistas que dicen que usted pierde su salvación cada vez que peca, cae o fracasa. Sostienen que si usted está «realmente convertido», y es «realmente sincero», será victorioso siempre, desde el momento de su conversión, en adelante». Los que aceptan este punto de vista creen que se necesita una gran cantidad de esfuerzo humano para luchar contra el pecado, a fin de evitar la caída y el fracaso. Dicen que hay necesidad de una constante vigilancia contra la tentación, y que se debe rechinar los dientes en el esfuerzo por no hacer nada malo, No niegan que si usted peca, todavía puede volver a Dios y buscar el perdón; aunque algunos de los más estrictos, basados en los servicios del santuario en el Antiguo Testamento, dicen que no hay perdón para los pecados «conocidos», sólo para los pecados en los cuales caemos accidentalmente.

Los argumentos que se presentan entre estos dos extremos son largos y complicados, y se emplea mucho tiempo discutiendo asuntos que tienen que ver con la naturaleza de Cristo, la perfección, y cosas por el estilo. Pero a mí, me gustaría intentar la descripción de una tercera opción. Y me gustaría hacerlo en forma tan sencilla como fuera posible, dejando las aguas teológicas más profundas para otra ocasión.

Tratemos de seguir el método de preguntas y respuestas, mientras examinamos algunas de estas cuestiones.

  1. ¿Puede volver a pecar una persona que ha hecho una entrega sincera y completa de su vida al Señor Jesucristo?

Vayamos a la Biblia en busca de respuestas. ¿Qué pasó con los discípulos de Jesús? Ellos caminaron y hablaron con él durante tres años y medio, y la misma noche que precedió a la crucifixión, en el mismo aposento alto, todavía estaban discutiendo acerca de quién sería el mayor. ¿Se habían convertido o no? Suponemos que sí, porque Jesús les dijo que sus nombres estaban escritos en el libro de la vida (Lucas 10:20). Habían sanado a los enfermos, limpiado a los leprosos, echado fuera demonios, y resucitado muertos en el nombre y con el poder de Jesús. Sin embargo, todavía tenían problemas con el pecado.

Consideremos a los santos del Antiguo Testamento. Moisés se había convertido. Habló con Dios en el Sinaí, y estaba tan seguro de su salvación eterna que se la ofreció a Dios como incentivo en su intercesión por el descarriado Israel. Sin embargo, pecó en la misma frontera de la tierra prometida.

David fue llamado varón conforme al corazón de Dios, sin embargo cometió adulterio y un asesinato, en su relación con Betsabé. Gedeón, bajo el control del Espíritu Santo, tomo 300 hombres con antorchas y cántaros, con los cuales ganó una gran victoria para el pueblo de Israel. De pronto, se emocionó tanto con sus hazañas, que ya no quiso seguir siendo un campesino y decidió convertirse en sacerdote, prerrogativa que sólo pertenecía a los levitas.

Abrahán fue llamado el amigo de Dios. Confió tanto en el Señor como para dejar su tierra e ir a un lugar desconocido. Se atrevió a dialogar con Dios acerca del destino de Sodoma. Sin embargo, mintió a más de un hombre con respecto a su esposa Sara, diciendo que era su hermana.

Elías se puso valerosamente de parte de Dios, en el monte Carmelo, sin embargo su fe falló esa misma noche ante las amenazas de una mujer. Noé se mantuvo firme durante los 120 años de la construcción del arca, en medio de la burla y el escarnio de un mundo incrédulo, pero después del diluvio lo hallamos sumido en el sopor del alcohol.

Hubo otros que fueron profetas de Dios, como Sansón, Jonás y Balaam, y sin embargo fueron seres débiles y flacos.

¿Así que las personas que un día se han entregado sinceramente a Dios, pueden volver a pecar? Por supuesto que sí.

  1. ¿Significa eso que la obed1enc1a perfecta es imposible?

Aquí es donde más a menudo surgen los malentendidos, cuando se considera este tema. Si todos los personajes bíblicos mencionados pecaron y fracasaron, aun después de haberse convertido, ¿quiere decir que no hay esperanza? ¿Es imposible la obediencia? ¿O ésta es innecesaria? ¿O no es tan importante? No, no y no.

Grábelo en su mente. La obediencia es absolutamente posible. La obediencia es necesaria. ¡Y la obediencia es sumamente importante!

  1. ¿Hubo personajes bíblicos que aparentemente nunca cayeron, ni fracasaron, ni pecaron, después de entregarse a Cristo?

Sí, las buenas noticias son que sí los hubo. Hubo unos pocos. Enoc, Daniel, Eliseo. Sólo unos pocos. Pero suficientes como para probar que es posible permanecer en el mismo estado que teníamos en el momento de entregarnos a Dios, sin apartarnos de esa posición mientras nos toque vivir en un mundo de pecado.

  1. ¿Dónde está entonces la diferencia? Si el fracaso no es inevitable, ¿por qué ocurre?

La respuesta se encuentra en lo que podríamos llamar el principio de «tanto tiempo como». ¡Cuando venimos a Cristo por primera vez, y nos entregamos a él, lo hacemos en forma tan completa que seríamos incapaces de hacerlo más cabalmente! La entrega nunca es parcial. Es todo o nada. O se ha entregado a Cristo, o no se ha entregado en lo absoluto. O depende usted de Dios, o depende de sí mismo. No hay término medio.

Durante todo el tiempo que estemos rendidos a Dios, el pecado no tendrá poder sobre nosotros. Desaparecen no sólo los hechos pecaminosos, sino también los deseos pecaminosos. «El Deseado de todas las gentes», página 621 es la cita clásica acerca de este asunto. «Toda verdadera obediencia proviene del corazón. La de Cristo procedía del corazón. Y si nosotros consentimos, se identificará de tal manera con nuestros pensamientos y fines, amoldará de tal manera nuestro carácter y nuestra mente en conformidad con su voluntad, que cuando le obedezcamos estaremos tan sólo ejecutando nuestros propios impulsos. La voluntad refinada y santificada, hallará su más alto deleite en servirle. Cuando conozcamos a Dios como es nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de continua obediencia. Si apreciamos el carácter de Cristo y tenemos comunión con Dios, el pecado llegará a sernos odioso».

Toda la ayuda está disponible desde el comienzo de la vida cristiana hasta su fin. Dios no da su poder por medida, permitiéndonos solamente la victoria según el tiempo que hayamos estado en su servicio.

Si trazáramos la obra de purificación del Espíritu Santo desde el momento de la conversión, sería más o menos así: Cuando una persona se ha convertido, ha experimentado la entrega por primera vez. Entregarse es darse a sí mismo, y transferir la autodependencia a la dependencia de Dios. Si la persona mantuviera esta posición el resto de sus días, y dependiera totalmente de Dios todo el tiempo, y nunca más de sí mismo, nunca más caería, fracasaría, ni pecaría.

Pero muchos de nosotros hemos descubierto, que en el proceso de crecimiento del cristiano no hemos sabido cómo permanecer en un estado de entrega, y por eso caemos, pecamos, y fracasamos, y tenemos necesidad de venir a Dios una y otra vez, con actos de confesión y arrepentimiento. Esto significa que no hemos permanecido en la posición o estado de entrega. Nos hemos deslizado hacia atrás o hacia adelante, fluctuando entre la dependencia total de Dios, y la dependencia de nosotros mismos.

La obra purificadora del Espíritu Santo toma al cristiano desde el momento de su conversión, y lo guía pacientemente hacia la experiencia de la entrega, llevándolo, tan lejos como sea posible, hasta el momento feliz en que permanece constantemente en la posición y estado de entrega a Dios, y no sólo parcialmente. El crecimiento en la vida cristiana se produce en virtud de la constancia de la entrega.

El objetivo del Espíritu Santo es llevarnos al punto de que experimentemos una entrega permanente, o lo que podríamos llamar, una entrega absoluta, a tal grado que nunca más dependamos de nosotros mismos, sin importar las circunstancias que nos rodeen. Y para la mayoría de nosotros, eso lleva tiempo.

«El camino a Cristo», página 21, dice: «El Salvador dijo: ‘a menos que el hombre naciere de nuevo’, a menos que reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y motivos, no puede ver el reino de Dios».

La transformación interna conduce a un cambio de vida en términos de comportamiento. Pero normalmente, hay un proceso detrás de todo eso. Muchas veces apartamos nuestros ojos de Cristo, y volvemos a depender de nosotros mismos inconscientemente, entonces somos sorprendidos por el pecado. Pero la clave para disfrutar de una seguridad permanente acerca de nuestra salvación, consiste en venir cada día a Cristo, dedicar tiempo al estudio de su Palabra y a la oración ferviente, e invitarle a que controle y dirija nuestras vidas. En ese marco el Espíritu Santo obra para guiarnos, tan rápidamente como sea posible, al punto en que dependamos de él, cada momento del día.

Es de capital importancia, que se comprenda la diferencia que existe entre el instante en que apartamos los ojos de Cristo, y la deliberada elección de caminar otra vez separados de Dios, rebeldes a su control. Lo primero puede suceder involuntariamente. Lo segundo ocurre solamente cuando decidimos separarnos de Dios, y olvidarnos de buscarlo día a día.

Aun para los cristianos que comienzan el día en compañerismo, comunión, y dedicación a Cristo, todavía es posible apartar los ojos de él en cualquier momento, y comenzar a depender de sí mismos. Cuando esto ocurre, la transgresión es inevitable. Para las personas que tienen fuerza de voluntad podrá ser únicamente el deseo interior de pecar, pero para las personas débiles puede significar acciones equivocadas. Sin embargo, demasiado a menudo nos encontramos dependiendo de nosotros mismos, y en lugar de correr hacia Jesús buscando perdón y poder, preferimos manejar las cosas por nosotros mismos. Esta es la causa de nuestra derrota.

Leamos las tres citas del comentario inspirado, que pueden alentar la esperanza en quienes todavía se hallan en la etapa inicial de su experiencia con la obra purificadora del Espíritu Santo, sin haber alcanzado aún el punto de entrega absoluta.

La primera se encuentra en la Review and Herald del 12 de mayo de 1896: «Si una persona que sostiene una comunión diaria con Dios se aparta de la senda, si deja un momento de mirar a Jesús, no peca voluntariamente, porque cuando ve su error, se vuelve otra vez y fija sus ojos en Jesús, y el hecho de haber errado no lo hace menos amado a los ojos de Dios».

La segunda cita la hallamos en el libro «El camino a Cristo», página 69: «Hay personas que han conocido el amor perdonador de Cristo, y deseado realmente ser hijos de Dios; pero reconocen que su carácter es imperfecto y su vida defectuosa; y propenden a dudar de si sus corazones han sido regenerados o no por el Espíritu Santo. A los tales quiero decir que no cedan a la desesperación. A menudo tenemos que postrarnos y llorar a los pies de Jesús a causa de nuestras culpas y equivocaciones; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos desechados ni abandonados por Dios. No, Cristo está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros. Dice el discípulo amado: ‘Estas cosas os escribo, para que no pequéis. Y si alguno pecare, abogado tenemos para con el Padre, a saber, a Jesucristo el justo’. Y no olvidéis las palabras de Jesús: ‘Porque el padre mismo os ama’. Él desea reconciliaros con él, quiere ver su pureza y santidad reflejada en vosotros. Y si tan sólo estáis dispuestos a entregaros a Él, el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de nuestro Señor Jesucristo. Orad con más fervor; creed más implícitamente. Cuando lleguemos a desconfiar de nuestra propia fuerza, confiaremos en el poder de nuestro Redentor, y alabaremos a Aquel que es la salud de nuestro rostro».

Y esta otra, de «Profetas y reyes», página 433, donde se describe al sacerdote Josué vestido con ropas sucias, y acusado ante Dios: «Sin embargo, aunque los seguidores de Cristo han pecado, no se han entregado al dominio de los agentes satánicos».

La obra purificadora del Espíritu Santo consiste en guiarnos a una entrega a Dios, momento tras momento, dentro del marco de una búsqueda diaria continua de Dios. La obra del Espíritu Santo, que purifica el corazón, no se lleva a cabo con el propósito de salvarnos. Es con el objeto de librarnos de la dependencia propia, a fin de que Dios pueda ser glorificado en nosotros. La obra purificadora del Espíritu Santo no es lo que nos salva; más bien, el Espíritu Santo puede obrar purificando nuestros corazones, porque estamos en una relación salvífica con Jesús.

Nosotros no creemos en una salvación parcial. El plan de Dios para su pueblo es libertarlo del pecado completa y totalmente. Podemos vivir todavía en un mundo de pecado, y experimentar aún los efectos del mismo, a través de sufrimientos, dolor y muerte. Pero no estamos obligados a continuar viviendo en una condición pecaminosa. El pecado no tiene que habitar más en nosotros. La Review and Herald del 19 de septiembre de 1899 declara: «Todo pecado, desde el más pequeño hasta el más grande, puede ser vencido por el poder del Espíritu Santo» . Y la misma revista del 12 de noviembre de 1914 añade: «La religión de Cristo es mucho más que perdón de pecados. Significa que el pecado es quitado y la vida llenada con el Espíritu Santo».

«El Deseado de todas las gentes» dice: «El pecado podía ser resistido y vencido únicamente por la poderosa intervención de la tercera Persona de la divinidad, que iba a venir, no con energía modificada, sino en la plenitud del poder divino. El Espíritu es el que hace eficaz lo que ha sido realizado por el Redentor del mundo. Por el Espíritu es purificado el corazón. Por el Espíritu llega a ser el creyente partícipe de la naturaleza divina. Cristo ha dado su Espíritu como poder divino para vencer todas las tendencias al mal, hereditarias y cultivadas» (página 625).

Primera de Juan 1:9 dice: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad».

Esta obra purificadora del Espíritu Santo ha sido llamada su obra por excelencia. Usted encontrará esta aseveración en «Testimonios para la Iglesia», tomo 7, página 143: «La mayor manifestación de su poder (del Espíritu Santo) se ve al llevar a la naturaleza humana a la perfección del carácter de Cristo».

Esto nos lleva a nuestro último asunto. ¿Cómo sucede este milagro? ¿Qué parte de la obra espera Dios que hagamos? ¿Qué papel desempeña él en nuestro favor, a través de la obra purificadora del Espíritu Santo?

Ya tocamos este asunto del cómo, pero subrayémoslo una vez más, a fin de estar seguros de que quedó bien claro. Nuestra parte consiste en buscar al Señor y ser convertidos cada día. Nuestra parte consiste en dedicar una hora a la reflexión y contemplación de la vida de Cristo, especialmente de las escenas finales de su vida terrenal, ser transformados por medio de esa contemplación. Puede ser que en algún momento del día nos demos cuenta de que nos hemos apartado de Cristo, y dejamos de depender de él, que hemos apartado nuestros ojos de su dulce imagen. Con frecuencia advertimos nuestro descuido cuando sentimos de pronto que hemos sido vencidos por el pecado. ¿Qué hacer entonces? Volvemos «otra vez». Vamos a Dios inmediatamente buscando perdón y poder. Así continuamos buscándole, día tras día, sin importar nuestras fallas, y nuestra conducta, y forma de actuar. Porque únicamente a través del poder del Espíritu Santo podemos abrigar la esperanza de salir vencedores.

¿Cuánto tiempo pasará antes de que seamos completamente purificados del pecado? ¿Cuánto tiempo pasará, hasta cuando ya no dejemos de depender de Cristo, ni siquiera por un instante? No es un asunto de fechas ni de horarios. En el caso de Elíseo parece que el cambio ocurrió de la noche a la mañana. En el caso de Jacob tomó veinte años. Pero su promesa es segura, si continuamos caminando con él: «Dios, que comenzó a hacer la buena obra en ustedes, la irá llevando a buen fin» (Filipenses 1:6, versión Dios Habla Hoy).

Mientras continuamos en estrecha relación, compañerismo, y comunión con Cristo, día tras día, mientras lo buscamos diariamente para que nos conduzca a una entrega constante de nuestra voluntad y nuestra vida a él, nos llevará tan rápidamente como sea posible a la crisis de la entrega absoluta, definitiva, que es el lema del próximo capítulo.