Hace algunos años, la Cruzada Universitaria por Cristo, se puso como meta alcanzar a cada hogar norteamericano con el evangelio, para 1980. Planearon lograr su objetivo mediante la difusión de un folleto, que presentaba las cuatro leyes espirituales en forma abreviada. Se recomendaba ir por las calles tocando puertas, y tratar de que la persona que abriese la puerta estudiara brevemente las cuatro leyes espirituales, y terminar con una oración invitando a Cristo que entrara en su vida.
Nuestra iglesia también adoptó ese plan, y animó a los miembros en todo el mundo a esforzarse por alcanzar a cada familia con el evangelio, para 1980. En aquel entonces, mi familia vivía cerca del Colegio de la Unión del Pacífico, en un pueblecito de las montañas del norte de California. Era un «ghetto» adventista, si es que alguna vez he visto uno. La feligresía de la Iglesia Adventista estaba compuesta por 2500 miembros, en tanto que las familias no adventistas en todo el pueblo ¡apenas llegaban a cuarenta!
El panorama era muy alentador para nosotros, pues nos sentíamos capaces de alcanzar aquel blanco en esta parte del mundo. Pero durante ese tiempo, tuve el privilegio de visitar la Iglesia Adventista de Bombay, India. Un sábado de tarde me reuní con el puñado de creyentes de Bombay, ciudad que cuenta con una población de ocho millones de personas. La Iglesia de ese lugar no se hallaba tan optimista. Casi todo lo que podían hacer en respuesta al llamado de la Asociación General, era retorcerse las manos. Hacían frente a una tarea imposible.
Pero supongamos que hubiéramos logrado alcanzar el blanco fijado para el año 1980. Supongamos, asimismo, que hubiéramos tenido éxito en introducir un folleto o una Biblia, en cada hogar en todo el mundo, o todavía más; imaginemos que logramos visitar personalmente a cada familia durante unos minutos, y presentarles las cuatro leyes espirituales, o su equivalente, y orar con ellos. ¿Significa todo eso que la obra habría terminado? Si consigo que una persona ore conmigo en la puerta de su casa, y repita las palabras que yo le voy diciendo, ¿quiere decir que dicha persona ya ha sido alcanzada por Cristo? Y aun si hubiéramos logrado presentar a Cristo en esa medida, ¿qué sería entonces continuar hasta presentar el mensaje de los tres ángeles?
Sólo hay una forma en que el mundo entero puede ser alcanzado, no sólo con información, sino con la convicción que hará evidente la necesidad de información. Esto es posible únicamente por medio del Espíritu Santo. Fue el Espíritu Santo quien un día envió a Felipe a pleno desierto, para asistir a una cita divina con un hombre, que en ese momento estaba preparado para recibir el mensaje de Jesucristo (véase Hechos 8). Fue el Espíritu quien dio la dirección de Saulo a Ananías, después de la experiencia de aquel en el camino a Damasco (véase Hechos 9). ¡El Espíritu Santo fue quien prohibió que se predicara el evangelio en Asia!, seguramente porque vio que todavía no había llegado el tiempo para que las buenas nuevas fueran recibidas en aquel lugar (véase Hechos 16).
Por otra parte, podemos hablar acerca del Espíritu Santo, y de cómo lleva a cabo su obra de convencer al mundo de pecado, y sentarnos a esperar que cumpla su cometido.
Si elegimos este curso de acción, perderemos el elevado privilegio de ser colaboradores de Dios, y de compartir el gozo de salvar a las almas.
El plan de Dios es que el Espíritu Santo trabaje a través de seres humanos, para alcanzar a los seres humanos. En Juan 16:7, Jesús dijo a sus discípulos que les enviaría el Consolador. Fíjese bien en sus palabras: «Mas si me fuere, os lo enviaré». Dios envió el Espíritu Santo a los discípulos, y después ellos fueron enviados a trabajar en favor de aquellos que necesitaban oír las buenas nuevas de salvación, es decir, de Jesús.
Veamos Juan 16:7-11. Jesús estaba hablando, cuando de pronto hizo esta interesante declaración: «Pero yo os digo la verdad». Nosotros sabemos que Jesús tenía el hábito de decir siempre la verdad, ¿no es así? Entonces resulta evidente que al expresarse así, trataba de enfatizar particularmente lo que diría a continuación: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado».
De modo que el Espíritu Santo es enviado para convencer al mundo de su condición pecaminosa. Nuestra mayor necesidad, en el proceso de aceptar la salvación, es darnos cuenta de nuestra necesidad. ¡Nuestra mayor necesidad es ver qué nos falta! De otra manera, no nos sentiríamos motivados a acercarnos a Jesús, y a aceptar la salvación que nos ofrece. ¿Cuántas veces hemos tratado de convencer a alguien de su profunda necesidad espiritual, y lo único que hemos logrado es chasquearnos? Si el Espíritu Santo no está presente para producir convicción, la obra del predicador, del maestro, o de los padres será inútil. Nosotros no podemos convencer a nadie de su necesidad. Es el Espíritu Santo el que hace esta obra especial en el corazón humano. Esa es la obra del Espíritu, toda vez que conoce el tiempo apropiado para cada individuo.
En vista de este hecho, la parte que nos toca es doble: (1) pedir al Espíritu Santo que convenza a las personas en quienes estamos interesados, y (2) pedirle que nos guíe para encontrar a aquellos a quienes ya está convenciendo.
El texto de Juan 16 nos asegura que el Espíritu Santo convencerá al mundo de pecado. Su obra no está circunscrita a una localidad en particular, ni a un grupo exclusivo de personas. Tiene que ver con una misión y una obra de dimensión universal. El Espíritu Santo no hace acepción de personas. «El Espíritu de Dios se concede gratuitamente, para capacitar a cada persona, a fin de asirse de todos los medios de salvación. Así Jesús, la ‘Luz verdadera’ ‘alumbra a todo hombre que viene a este mundo’ … Los hombres pierden la salvación a causa de su rechazo voluntario del don de la vida» (El conflicto de los siglos, página 262).
«Aquellos a quienes Cristo elogia en el juicio, pueden haber sabido poca teología, pero practicaron sus principios. Por la influencia del Espíritu divino fueron una bendición para quienes los rodeaban. Aun entre los paganos hay quienes han abrigado el espíritu de bondad. Antes que las palabras de vida cayesen en sus oídos, manifestaron amistad para con los misioneros, al punto de servirles con riesgo de su propia vida. Entre los paganos hay quienes adoran a Dios ignorantemente, quienes no han recibido jamás la luz por un instrumento humano, y sin embargo, no perecerán. Aunque ignorantes de la ley escrita de Dios, oyeron que su voz les hablaba en la naturaleza, e hicieron las cosas que la ley requería. Sus obras son la evidencia de que el Espíritu de Dios tocó su corazón, y son reconocidos como hijos de Dios» (El Deseado de todas las gentes, página 593).
En Juan 16, Jesús declara que la obra del Espíritu Santo es convencer al mundo de pecado, y formula una exacta definición de lo que es pecado: «De pecado, ciertamente, por cuanto no creen en mí». No dice que están convencidos de pecado porque matan, mienten, o cometen adulterio. No enseña que son convictos porque violan la ley de Dios. Declara que lo son por su falta de fe o confianza en Jesús, el Cristo.
Es fácil decir que creemos en Cristo, cuando limitamos nuestra creencia a un simple asentimiento intelectual. La Biblia enseña que aun los demonios concuerdan en esto. Santiago 2:19 nos dice que los demonios creen y tiemblan. Cuando Jesús estuvo en esta tierra, incluso los discípulos pusieron en duda su divinidad en algún momento. Los sacerdotes y los gobernantes tuvieron problemas para aceptarlo como el Mesías. El común del pueblo, aunque oían de buena gana sus palabras, con frecuencia discutían entre sí, la certeza de que Cristo fuera o no un profeta. En cambio, los demonios creían y confesaban libremente que él era el Cristo, el Santo de Dios (véase Marcos 1:24, por ejemplo).
El pecado del cual el Espíritu Santo convence es la falta de confianza, la falta de fe que va más allá del mero asentimiento intelectual, y alcanza las profundidades del corazón. El Espíritu Santo nos convence de que hemos estado viviendo en rebelión contra Dios, al mantener el control de nuestras vidas, no importa cuán buenas hayan sido. A través del Espíritu Santo somos conducidos a una relación de fe con Jesús, lo que resulta en el establecimiento de una firme confianza en él, porque lo conocemos como él es. Y porque lo conocemos, lo amamos, y nos entregamos a él.
Una de nuestras mayores equivocaciones como seres humanos, tiene que ver con nuestra verdadera condición. «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá?» (Jeremías 17:9). Es sumamente fácil vivir engañados acerca de nuestra propia condición. ¡Puede ser que a mí no me resulte demasiado difícil estar al tanto de los pecados suyos! Pero, ¿qué en cuanto a mi propia condición? Eso ya es otra cosa. Y es posible que a usted no le resulte difícil discernir la condición pecaminosa de los que lo rodean. Pero, ¿qué tanto conoce la condición real de su propio corazón? Únicamente el Espíritu Santo puede abrir nuestros ojos espirituales, para que discernamos nuestra verdadera condición.
Un día, los padres de un niño problemático vinieron a pedirme consejo. Discutimos el asunto de la disciplina, y exploramos la posibilidad de que hubieran sido demasiado duros con su hijo, originando ellos mismos algunos de sus problemas. Hablamos de aquella regla que sostiene que no hay límite para la disciplina que un niño es capaz de recibir, si sabe que es amado y aceptado. Usted puede ser increíblemente exigente con su hijo, mientras él sepa que es amado y aceptado. En cambio, usted puede ser dulce como un caramelo, pero si el niño no se siente amado y aceptado, tendrá problemas.
Después de conversar acerca de esta regla, los padres dijeron: «Oh, nuestro hijo sabe que es amado y aceptado. ¡Claro que lo sabe!» La madre asintió vigorosamente con la cabeza, y el padre también… aunque pronto las afirmaciones de este último se fueron haciendo más débiles. Momentos después, estaban enredados en una discusión. No se podían poner de acuerdo acerca de si su hijo sabía o no, que era amado y aceptado.
Ocurre que era obvio para todos los que conocíamos al niño desde fuera del hogar, que él no se sentía amado ni aceptado. Sin embargo, los padres eran los últimos en darse cuenta de ello. El corazón es engañoso y perverso más que todas las cosas. Somos expertos engañándonos a nosotros mismos. Únicamente el Espíritu Santo puede convencernos de pecado, y arrancar la máscara de nuestros rostros, a fin de que podamos darnos cuenta de nuestra verdadera condición, y comprender nuestra profunda necesidad de la gracia de Dios.
El Espíritu Santo se esfuerza en producir en nosotros un sentido de apreciación de nuestra propia necesidad, y entonces exalta a Jesús como la respuesta a dicha necesidad. Una historia que ilustra el poder persuasivo del Espíritu Santo en acción, ocurrió el día de pentecostés. Se registra en Hechos 2. Pedro pronunció el sermón ese día. Comenzó con un poquito de historia, algo de genealogía, otro poco de escatología, y al fin algo tomado de la profecía de Joel. Pero cuando llegó al corazón de su mensaje, Cristo Jesús, que había sido crucificado y luego levantado de entre los muertos, el relato informa que fueron compungidos de corazón. ¡Interrumpieron el sermón de Pedro, como si estuvieran haciendo su propio llamado al altar! Dijeron en alta voz: «Varones hermanos, ¿qué haremos?» (versículo 37). ¿Qué haremos? Evidentemente, experimentaron el peso de la convicción, ¡y eso ocurrió cuando Jesús fue puesto en alto!
Ese era el tipo perfecto de llamado al altar. No hubo artificios para despertar las emociones, como eso de poner el salón a media luz, contar historias conmovedoras, o tocar música especial. El Espíritu Santo hizo su obra, y 3000 se convirtieron en un solo día.
Podemos estar agradecidos por esta primera y poderosa actividad del Espíritu Santo, en el desempeño de su función de convencer de pecado. ¡Pero no se detuvo allí! ¡Estas noticias son mejores todavía! No es suficiente que la espada del Espíritu traspase el corazón para producir convicción de pecado, por necesaria que sea esta obra. Para obtener la salvación no basta comprender nuestra necesidad. Es imprescindible que ella sea suplida. El Espíritu Santo sigue trabajando en nuestro favor. No nos hiere para luego dejarnos magullados y sangrantes. Él hiere a fin de curar y vendar nuestras heridas. Hiere profundamente con su espada, para poder derramar aceite y vino en nuestras hondas heridas, y así lograr una completa sanidad y restauración.
Que el Espíritu pueda convencernos del pecado de desconfiar de Dios, de vivir la vida separados de él, no importa cuán buena o mala pueda ser. Y cuán agradecidos debemos estar, al saber que cuando esa convicción ya se produjo en nuestro corazón, el Espíritu Santo no ha hecho sino empezar su obra.