Imagínese que usted es Simón. Ha recorrido un largo camino para llegar a Palestina. Su hogar está en el Norte de África; pero usted, su esposa y sus dos hijos, Alejandro y Rufas, viven cerca de Jerusalén. En este día específico, se dirige hacia la ciudad temprano por la mañana. Esto es poco común. Como ya saben, las personas en esta parte del país trabajan fuera de los muros de la ciudad durante el día, labrando la tierra, y regresan por la noche a la seguridad de los muros de la ciudad. Tal vez en esta ocasión se le olvidó el azadón u otra herramienta que necesitaba para su trabajo. Y entra a la ciudad apenas a tiempo para encontrarse con una extraña procesión.
Puede ver soldados que tratan de controlar a la turba, sacerdotes y dirigentes con sus largas túnicas, y personas de todas las posiciones sociales. Todos siguen a tres hombres que cargan sus cruces. Observa a nueve hombres que siguen a la multitud a corta distancia; la tristeza y la vergüenza se dibujan en sus rostros.
Examina detenidamente a los tres hombres que obviamente son los condenados. Dos son ladrones: hombres rudos, con musculatura bien desarrollada y rostros ásperos; luchan continuamente con los soldados que los obligan a avanzar. Están bien capacitados para soportar la carga que les han puesto sobre los hombros.
El tercero también es fuerte, bien dotado y musculoso. Ha trabajado la mayor parte de su vida en el taller de carpintería, sin la ayuda de herramientas de alto poder. Pero se percibe algo diferente en él. Tiene una expresión en el rostro que llama la atención.
Lo han golpeado duramente y se ve abatido. Su rostro evidencia que ha pasado por una experiencia que los otros dos obviamente no han soportado. No le han dado alimentos ni agua desde el día anterior. Ha luchado solo con los poderes de las tinieblas en el jardín de Getsemaní. Lo han juzgado no menos de siete veces. La turba atrevida lo ha golpeado abusivamente. Dos veces lo han azotado. Y ahora, su naturaleza humana no puede más. Frente a sus propios ojos, cae desfallecido bajo el peso de la cruz.
De los nueve hombres que son sus seguidores, seguramente uno de ellos se adelantará en el momento más crítico para él. Tres de los doce que conformaban su grupo no están allí. Uno yace muerto y quebrantado al pie de un árbol a corta distancia. Otro, todavía está tendido en el jardín llamado Getsemaní, con el corazón quebrantado por haberlo negado como su mejor Amigo. El tercero llegará un poco después, para nuestra sorpresa y gozo.
Pero estos nueve hombres permanecen detrás de la multitud. Están llenos de tristeza y agobiados por la desilusión. Se mantienen a la distancia. Están llenos de tristeza por el dolor de su Maestro, pero aun así mantienen su distancia. El miedo y la vergüenza los dominan. Ninguno de ellos está dispuesto a ofrecerle su apoyo.
Y usted, Simón, queda sorprendido y consternado. Usted no es de los que se amilanan. No se queda callado. Así que exclama: «¡Esto es increíble! ¿Por qué no hay nadie que ayude a ese hombre?» Los soldados escuchan su comentario. Realmente no sabían qué hacer. Es obvio para todos los observadores que Jesús ya no puede seguir llevando su cruz. A duras penas podría sostenerse de pie aun sin el peso adicional del madero. Así que los soldados gustosamente lo toman por la fuerza a usted y colocan la cruz de este Hombre sobre sus hombros.
Tal vez su primera impresión es pensar, Pues, me lo merecía por haber abierto la boca. Pero al tomar la cruz y unirse a la procesión, escucha el nombre de Este, que despierta su simpatía. Es Jesús. ¡Jesús! Recuerda que sus dos hijos, Alejandro y Rufas, le han contado mucho acerca de este Hombre. Ellos ya lo habían visto. Escucharon sus enseñanzas. Llegaron a casa con los rostros emocionados, diciendo que ellos creían que él era el Mesías. Usted decidió investigar este asunto algún día, pero ese día nunca llegó. Ahora, lo obligan a llevar su cruz.
En este momento me gustaría hacer una pausa en la historia. Me gustaría preguntar a mis lectores si alguna vez los han obligado a llevar una cruz. ¿Es usted un miembro de iglesia de segunda, tercera o cuarta generación, cuyos padres y abuelos le han obligado a llevar su cruz? ¿Es usted un joven proveniente de un hogar cristiano a quien obligan a llevar su cruz? ¿Es usted un obrero, ya sea maestro, ministro u otro profesional, que con el deseo de retener su empleo, se siente obligado a llevar su cruz? Me gustaría recordarle que no todo es negativo. Por favor, no pierda de vista las bendiciones de Simón al continuar con la historia.
Usted sigue cargando la cruz hacia el Calvario, y comienza a mirar a la gente de la multitud. Los sacerdotes y dirigentes se han confabulado con lo más bajo de la sociedad, insultando y mofándose de Jesús en su misma cara. Abuchean y gritan como el resto de la gentuza. Los soldados con sus látigos y espadas siguen tratando de mantener a la procesión en marcha, aunque usted nota que frecuentemente uno de ellos se da vuelta para mirar a Jesús y no le quita la mirada de encima.
La turba está compuesta mayormente por ese tipo de personas que gustan de las emociones fuertes, sin importar la fuente. Son de los que pueden formar parte de la procesión triunfal un día, gritando «¡Hosanna al Rey!», y luego unirse a otra gritando «¡Crucifíquenle!», sólo porque es popular hacerlo. Son los que siempre se identifican con las corrientes populares. No piensan por ellos mismos, simplemente siguen voces, y se unen a ellas para gritar más fuerte en un momento dado.
Hay algunos que fueron sanados por Jesús, lo cual comprueba que se requiere más que un milagro para convertirse de corazón. Algunos llevaron a sus seres amados a Jesús y recibieron la ayuda que él jamás rehusó darles. Pero ahora, simplemente forman parte de la turba, se pierden en la muchedumbre.
La procesión se detiene. Cerca de allí hay un grupo de mujeres, mujeres con una naturaleza sensible. Mujeres de cuyos ojos fluyen lágrimas espontáneamente cuando se enfrentan al dolor y la tristeza. Pareciera que estas mujeres son las únicas en las cuales Jesús se fija. Se detiene a conversar con ellas.
Nos gustaría pensar que eran verdaderas creyentes en Jesús, que lo aceptaron como Mesías y lloraban por él porque lo amaban como su Señor y Salvador. Pero la evidencia indica que simplemente lloraban por el drama y la emoción del momento. Es posible llorar hoy, si se presiona el botón indicado del sistema nervioso. Las lágrimas pueden fluir y luego dejar de hacerlo, y la persona permanece igual. Tal vez es por eso que Jesús les dijo: «No lloren por mí, lloren por ustedes mismas y por sus hijos». Él trata de ir más allá de la emoción del momento, hacia la verdadera necesidad de sus corazones.
De repente, usted ve al tercero de los discípulos que faltaban. Es Juan el discípulo que siempre ha estado allí, al lado de Jesús. Él no ha abandonado a Jesús en el tiempo de crisis. Está apoyando a María, la mamá de Jesús, en el momento que más lo necesita. Es posible que Juan hubiese llevado la cruz de Jesús si no hubiera emprendido esta otra tarea. Ahora camina con María mientras ella avanza lo más cerca que puede de su Hijo.
Usted observa a María unos momentos. Su rostro está cubierto de lágrimas. Se recarga sobre Juan, en busca de apoyo, pero sigue con determinación las pisadas de su Hijo amado. Tal vez esté recordando aquel día cuando se le apareció el ángel con el mensaje de que pronto le nacería un hijo. Tal vez aflora a su mente cuando era un niño de ocho años, con un rollo de las Escrituras debajo del brazo, que se dirige hacia las colinas temprano por la mañana para pasar unos momentos de comunión continua con su Padre celestial. Tal vez recuerda el día cuando él cierra la carpintería, se despide de ella con un beso, y sale en una extraña misión. Quizá recuerde, con el corazón quebrantado, sus palabras que profetizaron este evento. Tal vez recuerde las palabras de Simeón en el templo: «Este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha y una espada traspasará tu misma alma» (Lucas 2:34-35). En este instante, la espada penetra dolorosamente.
Pero por todo el camino, usted observa más a Aquel cuya cruz carga sobre sus hombros. Se le deshace el corazón al ver la intensa agonía que sufre. Puede ver su paso inseguro, su forma encorvada, sus gotas de sangre que fluyen sin cesar. Puede ver la mirada de paz y aceptación aun entre tanto dolor. Puede ver su disposición a recorrer el camino del Calvario.
Los ladrones luchan y tratan de escapar. Los soldados deben vigilarlos diligentemente y mantenerlos en línea. Pero éste, cuya cruz usted lleva, es diferente. El camina por su propia voluntad, aun cuando sólo puede poner un pie frente al otro. Usted no puede menos que mirar y maravillarse hasta llegar al destino final.
Los soldados romanos tuvieron que dominar a los ladrones para colocarlos sobre su cruz. Pero Jesús humildemente se somete, se acuesta y estira los brazos sobre la cruz mientras los soldados van en busca del martillo y los clavos. Se oyen los sollozos de su madre, las maldiciones de los ladrones y los soldados y los insultos de la turba. Luego se escucha la dulce voz de Jesús, y usted se acerca para oírla. Escucha que dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
De repente su corazón se quebranta con amor por este hombre. Y usted clama: «Padre, perdóname a mí también. Perdóname por esperar. Perdóname por postergar el momento de conocer más a este Hombre. Perdóname por dudar cuando mis hijos me hablaron acerca de Jesús. Y perdóname por el resentimiento que tuve cuando me obligaron a cargar su cruz».
Y luego lo mira con ojos llorosos, y él le dice: «Gracias, Simón. Gracias por llevar mi cruz».
Y usted lo mira a él y le dice: «Gracias a ti. Gracias, Señor».
Al terminar este recorrido, usted ha podido percibir algo de la manera como trató Jesús a las personas. Y también ha observado cómo trataron a Jesús las personas. Al final, sólo quedan dos opciones: Usted puede estar con los soldados que clavan a Jesús en la cruz, crucificándolo una vez más. O puede estar con Simón, cargando su cruz. ¿Por cuál opción se decide?