19. Cómo Trató Pedro a Jesús

Una pregunta a la que todo padre tiene que enfrentarse es si conviene castigar físicamente a los hijos o no. Los estudios han mostrado que el tipo de castigo no es tan importante como el hecho de que el niño sepa que es amado y aceptado a pesar del castigo. ¡Sin embargo, mi padre escogió el método de las nalgadas!

Cuando éramos pequeños, usaba un látigo liviano. Un día, después de una sesión de nalgadas, llegué donde estaba mi madre, con una tremenda sonrisa en los labios y le dije: «¡Eso ni me dolió!» Ese fue uno de los más grandes errores de mi vida, porque ella le contó a papá lo que yo había dicho, ¡y desde ese momento en adelante él se aseguró de hacerlo bien! Pero la peor tunda que recibí fue cuando mi padre ni siquiera me tocó.

Estábamos de vacaciones en una isla en medio del Lago Gull, en Míchigan. Mi hermano y yo estábamos otra vez peleando. Ese era nuestro pasatiempo favorito. Estábamos arruinando nuestras vacaciones y la de nuestros padres. Mi papá intentó todo cuanto pudo para que dejáramos de pelear. Probó quitarnos el postre. Nos mandó a la cama sin cenar. Nos hizo quedar en la cabaña. Nos dio unas nalgadas. ¡Nada funcionó! Finalmente llegó el momento cuando nos llamó a los dos a la cabaña. Estaba tratando de pensar qué camino tomar. Pero obviamente se le habían acabado todas las ideas. Entonces vi cómo comenzaron a brotarle las lágrimas. Ver aquellas lágrimas en el rostro de aquel hombre grande y fuerte fue una experiencia nueva para mí. Me di cuenta que había causado desilusión y dolor a alguien que me amaba, y no podía soportar esas lágrimas. Podía soportar cualquier castigo menos ese. De repente, me entró un fuerte deseo de cambiar. ¡Fue la peor paliza que he recibido!

Esta misma lección aprendió Pedro. Nuestro capítulo anterior termina con la experiencia de Jesús en el Jardín de Getsemaní (Mateo 26:36-46). El ángel regresa al cielo, mientras Jesús les pide a sus discípulos que descansen. «Mientras todavía hablaba, vino Judas, uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo» (vers. 47). «En aquella misma hora dijo Jesús a la gente: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis. Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas. Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron» (vers. 55, 56).

Los discípulos despertaron repentinamente, allí en el jardín. Judas condujo a la turba hacia Jesús, dándole el beso que sirvió como señal para distinguirlo de sus discípulos. Pedro no se contuvo, tomó su espada y le amputó la oreja al siervo del sumo sacerdote. Mientras Jesús hablaba brevemente con ellos, un ángel se interpuso entre él y la turba. Por unos momentos, pareció que todos sus planes se derrumbarían. Pero el ángel desapareció nuevamente, y los discípulos, quienes habían jurado que nunca abandonarían a Jesús, huyeron en la oscuridad. Aun Pedro, quien le había asegurado con vehemencia, «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré», lo abandonó cobardemente y huyó.

Luego la turba llevó a Jesús al palacio de Caifás. Allí trataron de encontrar testigos falsos con los cuales presentar la acusación que comprometiese a Jesús como digno de muerte. Pero los testigos falsos se contradecían y sus testimonios no concordaban. Jesús esperó pacientemente, sin decir palabra alguna, hasta que finalmente, Caifás se desesperó. Conjuró a Jesús a que declarara si era el Cristo, el Hijo de Dios.

En ese momento, Jesús rompió el silencio y dijo: «Lo soy». Y mientras todo oído escuchó su confesión bajo juramento ante el sumo sacerdote, y ante la mirada de todos los presentes, su rostro brilló con la gloria celestial. Luego Jesús agregó algo que Caifás no había pedido. Dijo: «Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios, y viniendo en las nubes del cielo» (vers. 64). Caifás gritó: «¡blasfemia!» Y la turba, airada, comenzó a darle de puñetazos, otros le abofeteaban y otros le escupían. Esa fue una noche horrible en la sala de juicio de Caifás. Le cubrieron la cabeza con trapos viejos y lo golpearon mientras le decían: «Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó». Le escupieron el rostro … Jesús fue tratado más cruel e injustamente que ningún otro prisionero.

A Jesús se le presentó una angustia peor aquella noche. Esta angustia es la que necesitamos considerar, porque involucró a uno de sus seguidores más cercanos.

Los discípulos habían abandonado a Jesús en el jardín cuando la turba lo aprehendió. Pero por lo menos dos de ellos regresaron y siguieron al populacho a corta distancia en camino hacia el palacio de Caifás. Eran Pedro y Juan. No podían estar lejos de Jesús por mucho tiempo.

Cuando entraron en el salón, Juan encontró un lugar lo más cerca que pudo de Jesús, pero Pedro se unió al grupo que estaba junto al fuego, calentándose por lo fresco de la noche y tratando de fingir. Es una historia conocida. Pero casi nunca nos detenemos a considerar cuidadosamente los pasos tomados por Pedro para ubicarse en una posición donde podía negar a su Señor.

El primer paso llegó cuando Jesús trató de advertirle a Pedro de su peligro. Jesús le había dicho: «Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas».

Pero Pedro respondió: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré».

Jesús dijo: «De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces».

Pedro insistió: «Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré» (Mateo 26:31-34). Se sentía seguro de sí mismo. Se sentía fuerte. Estaba seguro de que tenía suficiente fuerza de voluntad y espina dorsal para tomar la decisión adecuada y respetarla hasta su máxima consecuencia. Se consideraba un hombre disciplinado, uno en quien Jesús podía confiar. No se percataba del peligro inminente. Ese es el primer paso que cualquiera puede tomar para negar a su Señor.

El segundo paso hacia la negación fue ceder a la tentación de dormir cuando debió haber estado orando. Es un paso fácil de tomar cuando uno se siente autosuficiente. ¿Quién necesita orar cuando cree poder hacer todo por sí mismo? ¿Quién necesita un poder superior cuando tiene suficiente poder y fuerzas propias? Me gustaría proponer que la razón principal por la cual la mayoría de los cristianos no pasan demasiado tiempo en oración es porque creen que no necesitan tanta ayuda de Dios. Viven muy bien sin su ayuda. Se les hace fácil darse la vuelta y conseguir una horita más de sueño en la mañana en vez de pasar tiempo en comunión con Cristo, porque no sienten que necesitan tanto de la oración. Y eso conduce al siguiente paso.

El tercer paso que dio Pedro fue querer pelear sus propias batallas. Sentía que era suficientemente grande para hacerle frente al enemigo con sus propias fuerzas. Le hizo frente a la turba entera sólo con su espada. Lo único que logró cortar fue una oreja, y ni siquiera era una oreja demasiado importante, ¡excepto para el siervo del sumo sacerdote, el dueño de la oreja!

Cuando nos separamos de la fuente de poder, se nos olvida que jamás debemos luchar solos con el enemigo. Se nos olvida que Dios es el único que puede librar nuestras batallas por nosotros. Es el único suficientemente fuerte para hacerlo. Y cuando comenzamos a blandir nuestras espadas, el resultado inevitable es la vergüenza y la derrota.

El cuarto paso que dio Pedro aquella noche fue tratar de salvarse a sí mismo. Jesús no se le unió a Pedro para ayudarlo a pelear sus batallas de la manera como él esperaba. Así que salió corriendo. Si Jesús no era suficientemente fuerte para salvarlo, entonces valdría más salvarse a sí mismo. Y Pedro salió corriendo en la oscuridad.

El quinto paso dado por Pedro fue seguir a Jesús de lejos. Había sufrido su confianza en Jesús. No estaba listo para apartarse completa y permanentemente de Cristo, pero ahora tenía más cuidado. No quería acercársele demasiado. Deliberadamente quería mantener cierta distancia entre Cristo y él. Así que lo siguió de lejos.

Pero la noche estaba fría. La noche siempre es fría cuando nos hallamos lejos de Jesús. ¿Ya descubrió esto? Así que Pedro dio el sexto paso, al buscar calor y confort a la manera del mundo. Se unió al resto de la turba junto al fuego, tratando de calentarse allí. Sin embargo, se encontró extrañamente incómodo en ese medio, que lo llevó a tomar el siguiente paso, el séptimo, de asumir una falsa identidad. No encajaba muy bien. Mientras que el resto de los malvivientes se reían cuando maltrataban a Jesús, Pedro se dio cuenta que quería llorar. Pero eso atraería la atención hacia su persona y los demás se darían cuenta que en realidad no era uno de ellos. Así que se rio más fuerte que los demás. Cuando los otros proferían maldiciones y chistes, el espíritu de Pedro se sacudía. Estaba jugando un papel y no lo hacía muy bien, ya que no pasó mucho tiempo sin que lo descubrieran.

Y ese fue el último paso de la negación de Pedro. Cuando una persona se ha separado de Jesús y encuentra calor y aceptación en el mundo, y alguien pregunta: «¿No eres uno de ellos?», instantáneamente contesta: «¡No, no lo soy!» Cuando le llegó la lumbre a Pedro y los demás lo señalaron con el dedo, él comenzó a maldecir y negar con juramento que jamás había conocido a Jesús.

Súbitamente, Jesús volvió la cabeza y miró a Pedro. Se dio vuelta en el lugar donde lo empujaban, golpeaban y apretaban. Jesús -con su corona de espinas y la sangre que se deslizaba lentamente-, se volvió para mirar a Pedro. Hay diferentes clases de miradas. Cuando Jesús miró a Pedro, no le dirigió una mirada de ira ni disgusto. Fue una mirada de compasión y amor por su pobre discípulo.

Probablemente no reclamaríamos a Pedro como discípulo de Jesús en ese momento. El mismo Pedro lo negaba. Pero Jesús vio que él seguía siendo suyo. Pedro no era hipócrita. Cuando dijo que moriría por Jesús, lo dijo con convicción. Pero era débil. Y a Pedro, el enemigo lo había alejado de Jesús paso a paso, lejos de su lado, de confiar plenamente en él. Pedro ni siquiera había notado el proceso hasta ese momento. El diablo siempre trabaja de esa manera. No nos conquista de un salto gigantesco para lanzarnos al precipicio. Sabe que veremos el peligro y que acudiremos inmediatamente a Jesús. Así que nos lleva desde aquí hasta allá, y luego más allá, paso a paso que parecieran ser inocentes, para que no nos percatemos del peligro.

Jesús miró a Pedro con amor, desilusión y tristeza. Si había un momento en que él necesitaba a un amigo, era ahora. Si alguna vez necesitó a alguien que le dijera que todavía estaba con él, que todavía estaba de su parte, era ahora. Es por eso que el más grande dolor al corazón de Jesús le llegó esa noche, cuando uno de sus mejores amigos negó conocerlo.

Cuando la mirada de Pedro se cruzó con la de Jesús, un río de recuerdos acudieron a su mente. Recordó el momento de su llamamiento al lado del mar, cuando Jesús le dijo que lo haría pescador de hombres. Recordó la noche en el lago cuando casi se ahogaba por su presunción, pero Jesús estiró la mano y lo rescató.

Recordó cómo lo rescató Jesús cuando surgió el problema sobre el impuesto del templo. Recordó cómo pocas horas antes, Jesús le lavó los pies, explicándole pacientemente la razón de sus acciones. Recordó cómo Jesús le dijo: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte» (Lucas 22:31-32).

Cuando Pedro vio el rostro pálido y sufriente de Jesús, los labios temblorosos, las gotas de sangre, no pudo soportar más. Se apartó de la escena, atravesó corriendo el patio, y fue por las calles oscurecidas de Jerusalén. Llegó hasta el portón dorado, bajó corriendo la colina y cruzó el arroyo Cedrón. Subió corriendo por el otro lado hasta llegar al jardín de Getsemaní y buscó en la oscuridad hasta llegar al lugar donde Jesús había orado y llorado y sudado gotas de sangre esa misma noche. Y Pedro cayó al suelo, deseando la muerte. Sabía que de todo el dolor que había soportado Jesús esa noche, lo que él había hecho fue lo que más le dolió. Ese dolor atravesó el mismo corazón de Pedro.

Pedro nunca más fue el mismo después de esa noche en el jardín. La crisis de su vida había pasado. El amor y perdón de Jesús le infundieron esperanza y en adelante pudo hablar con seguridad de las buenas nuevas, de lo que Jesús estaba dispuesto a hacer hasta por el más débil de sus hijos.

Hubo otro esa misma noche que deseó la muerte, sólo que éste logró su deseo. Su nombre era Judas. Es probable que Judas haya sido el más inteligente de los doce discípulos. Había comprendido lo que Jesús quería enseñar acerca del tipo de reino que planeaba fundar, pero lo abandonó todo después del último y desesperado intento de forzar a Jesús a seguir su propio plan de acción. Cuando alimentó a las multitudes, Judas trató de presionar a Jesús a que fundara su reino con poder terrenal. Ahora nuevamente trató de forzarlo a acceder al trono. ¿Alguna vez ha peleado para que Jesús ocupe el trono de su vida?

Judas había ideado un plan maestro. En realidad iba más allá de las 30 piezas de plata que recibió de los dirigentes judíos. Su verdadero propósito era obligar a Jesús a que estableciera su reino terrenal, que se autocoronara en el trono. Pensó que si entregaba a Jesús en manos de los dirigentes religiosos, lo obligaría a obrar un milagro para salvarse a sí mismo, y por lo tanto, el reino de Jesús como el nuevo Mesías sería establecido. Judas estaba convencido de que por respeto a sus métodos ingeniosos, Jesús lo nombraría primer ministro.

Todo iba bien hasta el momento en que Judas traicionó al Señor con un beso. Entonces dijo a los sacerdotes y dirigentes, «al apresarlo, trátenlo bien». Él esperaba que Jesús venciese a sus enemigos, se liberase a sí mismo y a sus discípulos y ocupase el trono de Israel.

Pero lo que Judas observó a la distancia fue que se llevaron a Jesús como a un cordero al matadero. Vio atadas sus manos. Vio cómo abusaban de él y cómo se burlaban de él en el juicio ante Caifás. Cuando el juicio hubo concluido, un sentimiento de desesperación y temor se apoderó de él, sabiendo que había enviado a Jesús a la muerte.

Luego vino uno de los momentos más dramáticos en el juicio de Jesús. Judas no aguantó más. La escena se describe en el libro «El Deseado de todas las gentes»: «De repente, una voz ronca cruzó la sala, haciendo estremecer de terror todos los corazones: ¡Es inocente; perdónale, oh Caifás! Se vio entonces a Judas, hombre de estatura alta, abrirse paso a través de la muchedumbre asombrada. Su rostro estaba pálido y desencajado, y había en su frente gruesas gotas de sudor. Corriendo hacia el sitial del juez, arrojó delante del sumo sacerdote las piezas de plata que habían sido el precio de la entrega de su Señor. Asiéndose vivamente del manto de Caifás, le imploró que soltase a Jesús y declaró que no había hecho nada digno de muerte. Yo he pecado -gritó otra vez Judas-, he entregado sangre inocente» (DTG 669).

Entonces se echó a los pies de Jesús y le suplicó que se salvara a sí mismo. Pero la respuesta de Jesús fue: «Para esta hora he venido al mundo».

Y bien, ya saben el resto de la historia. Más tarde, en el camino al Calvario, la turba se detuvo abruptamente donde yacía el cuerpo quebrantado de Judas, separado de la soga que había usado para ahorcarse.

El juicio ante Caifás se cerró rápidamente después de la confesión de Judas ante la asamblea. Su reconocimiento de culpa al traicionar a Jesús había puesto al sumo sacerdote en una situación incómoda, y Caifás estaba ansioso de escapar de las miradas indagadoras y la vergüenza.

Ya había llegado la mañana y lo que quisieran lograr, debían hacerlo rápidamente. Era viernes, el inicio de la Pascua, y el espíritu impulsivo de las masas que les había ayudado hasta el momento comenzaba a tranquilizarse. Si se vieran en la obligación de esperar hasta después del sábado, tendrían pocas esperanzas de ver cumplidas sus metas.

Así que el juicio de Jesús ante los máximos dirigentes religiosos del pueblo escogido de Dios llegó a su fin. Estos sacerdotes y ministros de su propio templo lo examinaron y lo condenaron. Ahora lo declararon digno de muerte. ¡Asómbrense, oh cielos, sorpréndete, oh tierra!