Cuando era un niño de doce años vivíamos en el Estado de Míchigan. Allí acostumbrábamos a patinar sobre el hielo. Una noche mi padre -que es pastor de iglesia- debía ir al otro lado del pueblo donde residíamos para dar un estudio bíblico. Sabía que pasaría cerca de un parque con un magnífico lago donde podría patinar sobre el hielo. Así que le pedí que me llevara con él y que me dejara en el parque mientras él daba su estudio bíblico.
¡Han de haber estudiado acerca del milenio aquella noche! Demoró tanto tiempo que cerraron el parque, y los otros patinadores se fueron a sus casas. Apagaron las luces y yo me quedé solo en la oscuridad del lago, tratando de patinar lo suficiente para no congelarme. Después de lo que me pareció una eternidad, finalmente creí que mi papá se había olvidado de mí y había regresado a casa sin mí. Tenía demasiado frío para seguir patinando, y simplemente me senté contra un árbol que me protegía un poco del viento.
Se cree que los niños de doce años no lloran, ¡pero sí lloran! Tenía toda clase de sentimientos; me sentía triste y enfadado. Pero poco antes de morir, pude ver las luces conocidas del carro de mi papá que venía por el camino. Nunca en mi vida me había sentido tan contento. Al preparar esta sección, recordé mi experiencia de sentirme desamparado por el padre.
Con este capítulo, hacemos una especie de transición entre cómo trató Jesús a la gente, y cómo trató la gente a Jesús. Hasta el momento, hemos estudiado varias de las clases de personas con las cuales Jesús caminó y trabajó, y cómo trató a cada persona con amor y bondad infinitos. Ahora, al estudiar las últimas escenas de su vida, vemos el desenvolvimiento trágico de cómo respondió la gente a su vida y misión.
Observemos la descripción de cómo trataron a Jesús en el jardín. «Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro. Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte». Nosotros tal vez diríamos «Estoy muerto».
«Quedaos aquí, y velad conmigo. Y yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mateo 26:36-39).
Veamos esta escena como ustedes la recuerdan. Jesús había pasado algún tiempo con sus discípulos en el aposento alto. Habían celebrado la Pascua. Les había dado lecciones muy animadoras, algunas palabras acerca de la vid y los pámpanos, y con ellos elevó una oración muy poderosa, no sólo en favor de sus discípulos (ahora quedaban sólo once), sino también en favor de sus seguidores de todas las edades.
Juntos abandonaron el aposento alto y se dirigieron hacia el jardín, que era uno de los lugares favoritos de Jesús para orar y estar en comunión con su Padre. En el camino hacia el jardín, Jesús fue sobrecogido por un tremendo peso. Los discípulos notaron que la carga era tal que Jesús caminaba como si tuviera un gran peso encima. Daba pasos forzados poniendo dolorosamente un pie delante del otro. Los discípulos se acercaron más a él, deseando ayudarlo, aunque no comprendían la tristeza que agobiaba su alma.
Cuando llegaron a la entrada del jardín, la mayoría de los discípulos se quedaron atrás, pero Jesús escogió a tres para que lo acompañaran hasta más adelante. Luego se dirigió hacia uno de sus lugares favoritos para orar, mientras los discípulos que estaban con él esperaban a corta distancia. Cuántas veces hemos visto cuadros de esta escena: Jesús arrodillado, orando en el jardín. Esta era la noche cuando su alma estaba sumamente triste, cuando él sintió que iba a morir.
Al considerar esta experiencia del Getsemaní, notemos la relación de diferentes personas con él: cómo lo trataron otros en el jardín.
En primer lugar, consideremos a su propio Padre. En el plan que se había preparado desde antes de la fundación del mundo, Jesús y su Padre eligieron un determinado curso de acción del cual ahora Jesús no quería desviarse, a pesar del dolor. Humanamente hablando, quería evitar tan terrible experiencia. Había llegado el momento cuando su Padre, de acuerdo con la Escritura, había puesto sobre su cabeza la iniquidad de todos nosotros. Era una carga abrumadora.
No hay manera de que podamos comprender cuán pesada era la carga que llevó Jesús; pero piense por unos instantes acerca de algún fracaso en su vida. Recuerde la ocasión cuando cayó miserablemente en pecado y el enemigo llegó a golpearlo con el sentimiento de culpabilidad. ¿Puede pensar en un momento crítico de su vida cuando se sintió alejado de Dios y experimentó el mayor remordimiento y dolor por su pecado? He conversado con personas que han sentido tan pesada la carga de pecado, al cosechar los resultados de su propio estilo de vida, que han querido ponerle fin al problema. Sentían que no valía la pena prolongar su vida debido al sentimiento de culpa y dolor. Ahora tome esa experiencia como si fuera propia y agréguele todas las demás en las que ha experimentado culpa, fracaso o pecado. Y luego multiplíquelas por el número de personas que hay en el mundo, con su culpa acumulada. Después multiplique el peso de todas las personas de todas las edades. Este es el peso que Jesús tomó sobre sus hombros. Esta es la razón por la cual ni siquiera podemos empezar a comprender o imaginar la carga que Jesús sintió cuando Dios puso sobre él toda nuestra iniquidad.
Y lo más sorprendente de todo es que Jesús estuvo tan involucrado en el desarrollo de este plan como su propio Padre. Dios no colocó todo este peso sobre Jesús en contra de su voluntad. La Biblia nos dice que tanto el Padre como el Hijo estaban de acuerdo en esta reconciliación. Y aunque Dios ama al pecador, y siempre ha amado a los pecadores, odia el pecado. Jesús odiaba el pecado. La carga del pecado del mundo entero estaba aplastando su vida. Sin embargo, Jesús asumió esa carga voluntariamente para que Dios fuera justo y además, el justificador de todo aquel que cree y acepta el sacrificio que le fue provisto.
Durante el tiempo de prueba de Jesús en el Getsemaní, cuando murió antes de morir, hubo una aparente separación entre Jesús y su Padre. Así será la separación que el pecador experimentará si sigue en su rebelión contra Dios y finalmente se pierda para siempre.
A veces pensamos que cuando Jesús llegó a este momento de su vida, dependió de sus propias fuerzas. Vemos que durante toda su vida dependió totalmente de su Padre: vivió en íntima relación con su Padre. Pero ahora, desde el Getsemaní hasta la cruz, pareciera como si su Padre hubiera desaparecido, y Jesús queda solo para luchar contra el pecado. En este momento conviene dar una segunda consideración a este asunto; porque aun cuando Jesús se sintió abandonado, no lo estaba. Jesús había predicho su gran dolor en Juan 16:31, cuando dijo: «He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo».
Jesús sabía que su Padre estaría con él, pero él también sabía que se sentiría absolutamente abandonado y separado cuando llegara el momento de la crisis. Los sentimientos eran tan reales como si no lo supiera. Jesús sintió que el pecado lo estaba separando de su Padre. Sintió que la ira de Dios contra el pecado era tan grande que su unidad con el Padre quedaría destruida. Pero Dios estuvo ahí. El Padre estuvo ahí, «en Cristo, reconciliando consigo al mundo» (véase 2 Corintios 5:19).
Jesús tuvo miedo. Estaba temeroso. Temía no poder cumplir con su parte del trato cuando se sintiera separado de su Padre. Se sintió solo. Sabía que era humano. Lo cierto es que podríamos pasar mucho tiempo especulando sobre los detalles exactos de la naturaleza humana de Cristo. Pero sabemos claramente lo siguiente: él conocía por experiencia la debilidad de la humanidad después de 4000 años de pecado. No era tan fuerte como Adán, y bien sabía cómo Adán había fallado la prueba. Se sintió solo y desamparado, y no es de sorprenderse cómo se aferró al suelo, pues no quería separarse más de lo que ya sentía. No es de sorprenderse que llorara y sudara gotas de sangre mezcladas con sudor. Estos momentos de lucha con la muerte de Jesús en el jardín sólo pueden describirse con palabras como desesperación y horror tenebroso. Ningún dolor puede compararse con el que sintió Jesús. Cuán difícil debe de haberle sido, y también a su Padre. Consideremos a otro personaje en este momento. Vayamos al polo opuesto del cuadro; consideremos a Satanás. ¿Cómo trabajaba Satanás en esta hora de oscuridad? Se aproximaba su gran momento, cuando todo estaba en juego. Durante toda la vida de Jesús, Satanás había tratado de conquistarlo, de hacer que fracasara. Todo comenzó desde antes de su nacimiento. Cuando Jesús era un bebé, todos los infantes varones de Belén fueron muertos durante el fallido plan que Satanás realizó para poner fin a la vida de Jesús.
Satanás se encontró con Jesús en el desierto, y casi tuvo éxito en quitarle la vida, pero un ángel vino a fortalecerlo cuando casi moría en el desierto de la tentación. Satanás y sus secuaces desafiaron a Jesús en más de una ocasión, gritándole y diciendo:
«Sabemos quién eres, tú eres el Santo, el Hijo de Dios».
Ahora Satanás vino a tentar a Jesús, para que pensara que su Padre lo había abandonado para siempre. Jesús dijo: «Mi Padre no me ha abandonado», pero Satanás sugirió: «Estás solo. Dios te ha abandonado. Esta separación que experimentas es real. Jamás volverás a ver a tu Padre. La separación que sientes es eterna, así que, ¿de qué te sirve pasar por todo este dolor? Se supone que debes salvar al mundo, pero el mundo te ha rechazado. Tu propia gente quiere destruirte. Uno de tus discípulos se ha convertido en traidor y te ha traicionado. ¿Por qué no te das por vencido? ¿Por qué no regresas a tu Padre y dejas de esforzarte?»
Jesús sintió la tentación de regresar al Padre. Muy interesante. Nuestra gran tentación es vivir separados de Dios. Pero la tentación más grande de Jesús en el Getsemaní fue regresar al lado de su Padre. Todo lo contrario de lo que nos pasa a nosotros, ¿verdad? Satanás no se detuvo con nada, hacía todo cuanto estaba en su poder para convencer a Jesús de que dejara este mundo en sus manos. Sabía que su propio futuro estaba en la balanza.
Ahora, consideremos a los ángeles. ¿Cómo reaccionaron los ángeles aquella noche cuando Jesús luchaba en el jardín? Permanecieron callados. Los ángeles sabían que el momento crucial del universo había llegado. No había cantos en el cielo. Las arpas callaron. Los ángeles quedaron absortos observando el drama. Miraban, sabiendo lo que estaba en juego. Los ángeles, cuya misma vida había estado llena con el gozo del servicio, aquella noche se sintieron frustrados. ¿Se los imaginan caminando de un lado a otro, observando la escena, y luego dando vueltas, con todo el deseo de volar con alas veloces para traerle auxilio, pero sin poder hacerlo?
Miran a Jesús en el jardín. Miran al Padre. ¡Oh! ¡Si tan sólo el Padre les hiciera la más leve señal con la cabeza para ir a ayudarlo. Finalmente tienen que esconder el rostro de la terrible escena. Hay más personas involucradas en el plan de salvación que aquellos que estaban en la tierra. Están los mundos no caídos.
¿Creen que los otros mundos están habitados? ¿Ha leído Apocalipsis 12 últimamente? «Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos» (vers. 12). Existen evidencias en la Biblia que aclaran que otros mundos están habitados. Supongo que podemos especular acerca de cuánto de lo que sucede en este mundo ellos realmente pueden ver. Tal vez tengan la misma visión que tienen los ángeles. Dudo que tengan un sistema de televisión con el noticiero celestial de las seis de la tarde como el que nos brindan muchos de nuestros periodistas latinoamericanos. Pero cuando el mundo fue creado, las estrellas matutinas cantaron juntas y todos los hijos de Dios gritaron de alegría (véase Job 38:4-7). Sabían lo que estaba sucediendo y se preguntaban cuál sería el resultado.
Cuando Satanás comenzó su rebelión, hizo dos acusaciones contra Dios. Primero, que era imposible guardar la ley de Dios; y segundo, que si la ley no se cumplía al pie de la letra, era imposible recibir el perdón de Dios. Si sus acusaciones eran ciertas, todo el universo estaría en peligro. Así que los mundos no caídos y todos los ángeles observaban fascinados el drama que se desarrollaba en el jardín de Getsemaní.
A continuación veamos a los discípulos. Ellos dormían. ¿Alguna vez recibió bajas calificaciones por dormir? Jesús acudió a ellos en busca de simpatía, puesto que él era humano, y uno de los grandes principios del corazón humano es el deseo de simpatía en el sufrimiento. No hay nada anormal en desear consuelo cuando se sufre. Es legítimo el anhelo de que alguien le diga: «Yo estoy contigo, no te dejaré».
Así que Jesús se dirigió de su rincón de oración hasta donde estaban los discípulos en busca de palabras de ánimo. Pero ellos dormían. Se quedaron viéndolo un momento, más dormidos que despiertos, pero pudieron despertar lo suficiente como para responder a su pregunta. Luego nuevamente se quedaron profundamente dormidos.
Pero note lo que dice la Escritura acerca de la clase de sueño que sufrían. Hay diferentes clases de sueño. Está el sueño por cansancio físico, después de haber caminado por los caminos polvorientos de Galilea todo el día y se está cansado. Está el sueño por causa del aburrimiento. Y luego está el sueño del que habla Lucas 22:45: «Cuando se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, los halló durmiendo a causa de la tristeza». El sueño de la tristeza.
¿Qué es el sueño de la tristeza? Los mismos psicólogos, que estudian la mente humana, nos hablan acerca de personas que usan el sueño como un medio de escape de alguna terrible tristeza.
La mayoría de nosotros hemos experimentado un poco de esto en nuestras vidas. Los discípulos eran víctimas de esa clase de sueño. Sabían que Jesús estaba sufriendo. Lo habían oído hablar de pruebas y muerte. Habían tratado de no oír, pero tenían miedo. Habían oído sus lamentos de agonía allí en el jardín. Ellos sufrían porque su amado Maestro sufría. El sueño vino como una bendición y un alivio para tanto dolor. Los discípulos dormían el sueño de la tristeza.
Jesús lo sabía, y nosotros también deberíamos saberlo. Jesús sabía que el espíritu de ellos estaba dispuesto pero que su carne era débil. En un sentido, no era un sueño por el que se olvidaron de Jesús; era un sueño por el que se identificaron tanto con él que no pudieron aguantar la presión. Por eso estaban dormidos.
Por lo tanto, la tercera vez que Jesús regresó solo a su lugar, clamó nuevamente a su Padre: «Si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya».
La naturaleza fue la única compañía que tuvo Jesús en esa hora. Los olivos derramaron lágrimas de rocío, los cipreses se postraron con simpatía y el clamor de angustia del Salvador traspasaba el silencio de la noche. Jesús luchó hasta el último momento, aparentemente solo y desamparado por el cielo y la tierra. Nunca trate de comparar la lucha que experimentó Jesús en el jardín con alguna experiencia por la que nosotros hemos pasado. Nunca estaremos en la misma situación de Jesús, como él estuvo esa noche. Nunca lo estaremos. Nunca se nos pedirá que carguemos con todo el peso del pecado del mundo. Mientras Jesús luchaba, lloró, oró y finalmente cayó moribundo. Repentinamente el cuadro cambió.
Gabriel, que tomó el lugar de Lucifer en presencia de Dios, había estado caminando de un lugar a otro, mirando al Padre, mirando al jardín. ¡De repente, el Padre le hace una señal con la cabeza a Gabriel! ¡Y Gabriel sale a una velocidad sobrenatural: la velocidad del universo!
Gabriel desaparece de aquella escena y al instante aparece al lado de Jesús. Levanta de la tierra la cabeza de su General. La sostiene contra su pecho. Señala hacia los cielos abiertos, de donde vino. Ha venido para recordarle a Jesús cuánto lo ama su Padre.
Le recuerda también acerca de las almas que serán eternamente salvadas como resultado de su sacrificio. Le asegura que su Padre es más grande y poderoso que Satanás y que los reinos de este mundo serán rescatados para los santos del Altísimo. Le garantiza que el horrendo sacrificio vale la pena, ya que tendrá consecuencias eternas a favor de aquellos humanos que elijan estar con él por la eternidad.
Y Jesús se levanta de su lugar de oración. Con su cabeza erguida sale del jardín para hacerle frente a la turba. Mantiene erguida su cabeza, como el Rey que es, desde ese momento hasta que llega a la cruz. Mientras lo empujan por todo el camino hacia el Calvario, demuestra una fortaleza y compostura sobrenaturales.
Ha aceptado el amor y poder de su Padre por fe. Aunque se siente solo en la cruz y clama: «¿Por qué me has desamparado?», no está solo. Hacia el final exclama: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46).
¿Se siente agradecido al conocer la historia sublime de Jesús? ¿Su conciencia está cómoda por lo que tuvo que pasar? ¿Experimenta gozo porque usted puede ser uno de los salvados eternamente, gracias a su sacrificio? ¿Por qué no le agradece nuevamente por tan maravilloso amor?