En cierta ocasión, un grupo de estudiantes universitarios regresaban a sus casas durante las vacaciones de primavera. Mientras viajaban, se encontraron con una señal en la carretera que decía: «¡No leas lo que dice en la parte trasera de esta señal!» ¡Nadie dijo una palabra, pero cuando la pasamos, todos los que estábamos en el automóvil volteamos la cabeza para ver el dorso del anuncio! La publicidad negativa puede ser una forma muy efectiva de dar a conocer un producto. Tal vez hasta Dios la usa en algunas ocasiones.
Cuando Jesús se acercaba al final de su vida y misión terrenas, las cosas no andaban muy bien. Había excesiva mala publicidad. Mucha gente había abandonado a Jesús, hasta aquellos a quienes había sanado. Nueve de diez leprosos aceptaron sólo las bendiciones físicas, mientras rehusaban el ofrecimiento de las bendiciones espirituales.
Durante un tiempo la gente se aglomeraba para escucharlo y verlo. Pero a medida que su tiempo llegaba a su final, toda su misión asumió el aspecto de cruel derrota. Su caso parecía perdido. Aparentemente Jesús había hecho poco del trabajo que había venido a hacer.
Pero a pesar del aparente fracaso, podía sentarse tranquilamente en la cumbre del Monte de los Olivos, mirar hacia otra montaña que tenía la apariencia de una calavera y decir: «El evangelio que yo enseño irá a todo el mundo». Si hubiera confiado en los recursos humanos, habría fracasado. Tenía un puñado de discípulos y unas pocas mujeres que lo seguían; y hasta sus discípulos emprendieron la carrera de cien metros al llegar el momento de la verdad. Cualquier observador habría pronosticado que jamás sería aceptado por los dirigentes de la iglesia. Parecía imposible que tuviera éxito.
Sin embargo, hoy vivimos en el cumplimiento de su predicción, o por lo menos su cumplimiento potencial. Hoy, la iglesia recibe muchas críticas. Pero Dios puede hacer que todo esto cambie, así como el cuadro tétrico de los días de Jesús cambió por completo. La mala publicidad sigue siendo publicidad. Proponer que no se lea el reverso del anuncio puede incitar a que muchos lo hagan. Así que hay varias lecciones que pueden aprenderse hoy del aparente fracaso con que se caracterizaron los días previos a la crucifixión de Jesús.
Comencemos leyendo Juan 12:20 en adelante, donde se registra un episodio que infundió ánimo al corazón de Cristo. «Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta». Jesús estuvo presente en la fiesta, parado en el atrio del templo, a punto de irse para siempre. «Estos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: «Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés; entonces Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús. Jesús les respondió diciendo: ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado» (Juan 12:21-23).
Luego inicia un párrafo que a primera vista no pareciera ser demasiado relevante; pero si lo observamos bien, cobra nuevo significado. «De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (vers. 24). Jesús quería decir que sería glorificado; pero para que esto se llevara a cabo, primero debía morir. Luego hace la aplicación a sus seguidores. «El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará» (vers. 25, 26). De esta manera Jesús señalaba que para que podamos ser glorificados, debemos seguirlo a la cruz.
«Y ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?» Entendemos que en lo que concernía a Jesús, si se le hubiera concedido su preferencia personal, hubiera evitado el camino a la cruz. Pero luego presentó su verdadero espíritu de sumisión a la voluntad de su Padre y el plan de salvación: «Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre».
«Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez. Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado. Respondió Jesús y dijo: no ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros» (vers. 27-30). Dios les concedía otra oportunidad, una última oportunidad para que ellos escucharan. Pero notemos que la voz de Dios sólo suena como truenos para algunas personas. «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (vers. 31, 32).
Cuánto ánimo le ha de haber infundido a Jesús cuando estos hombres de Oriente vinieron y dijeron: «Nos gustaría ver a Jesús». Este fue uno de los pocos momentos de ánimo hacia el final de su vida, puesto que ya estaba bajo la sombra de la cruz. Lo había predicho, aun cuando a sus seguidores no les gustaba la idea. Pero la aparición de estos hombres llegó a ser el cumplimiento de una profecía registrada en Mateo 8:11, 12. Jesús había sanado al siervo del centurión y había felicitado al dirigente militar por su gran fe. Luego hizo esta gran declaración: «Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes».
Jesús predijo un intercambio, un momento en el cual su propio pueblo lo abandonaría y otros pueblos vendrían del oriente y del occidente (y Lucas agrega del norte y del sur también) y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob. Al mismo principio del ministerio de Jesús, los sabios vinieron del Oriente y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en Oriente, y venimos a adorarle» (Mateo 2:2).
Luego, al final de su ministerio, un grupo vino del Occidente, en seguimiento del cumplimiento de la profecía.
¿Notaron a Felipe y Andrés? Ellos tenían sus radares encendidos. Sus oídos estaban afinados respecto de las almas sedientas, y habían visto a los griegos que entraron en el atrio del templo. Allá en el principio, fue Andrés quien trajo a su hermano Pedro a Jesús. Podemos ver a Andrés, sentado en la última banca de la sinagoga mientras que Pedro está en la plataforma, predicando. Y Andrés se dice a sí mismo, «qué día tan maravilloso cuando traje a Pedro a los pies de Jesús». Andrés estaba dispuesto a permanecer al margen. Participaba poco, y no era tan comunicativo como su hermano. Pero siempre estaba conduciendo a alguien a los pies de Jesús, aunque fuera a un niño con cinco panes y dos peces.
Felipe, uno de los primeros discípulos de Jesús, trajo a Natanael, habiéndolo invitado a venir y ver. De manera que aquí los tenemos otra vez, Felipe y Andrés, trayendo a alguien a los pies de Jesús.
Ciertamente, los griegos tenían la motivación adecuada. «Nos gustaría ver a Jesús». No pidieron que les dieran el informe de la gira misionera en la que los setenta discípulos habían participado. No pidieron un paseo organizado de la sinagoga, ni vinieron para una discusión teológica. Querían ver a Jesús. Y su petición fue cumplida.
En este pasaje de la Escritura, se registra una declaración clásica de nuestro Señor Jesucristo: «Y yo, si fuere levantado …, a todos atraeré … a mí mismo». El levantamiento de Jesús atrae a las personas a él. Jesús colgado en una cruz era una ofensa para la gente de sus días, y es una ofensa para algunos contemporáneos también. La iglesia primitiva tuvo que soportar mucha publicidad negativa por tener a un Dios que había sido crucificado. Esa fue una mala publicidad. Los dioses de aquellos días estaban ajenos al concepto de «Salvó a otros; a sí mismo no puede salvar». Pablo les habló a los corintios acerca de la locura de predicar la cruz. Sin embargo, en ella está el poder de Dios.
Y estos griegos pudieron penetrar en el mismo corazón del asunto, pidiendo y aceptando una revelación de Jesús en un momento cuando otros cerraban las puertas de la salvación. Asimismo la iglesia del tiempo del fin, poco antes de la segunda venida de Jesús, parecerá próxima a caer. Pero no caerá. Más bien, se llevará a cabo una vez más este extraño intercambio; los que están adentro, la dejarán, y aquellos que son del norte y del sur y del este y del oeste, entrarán en ella. Nótese que Abraham, Isaac y Jacob no salen de la iglesia para unirse a los del norte, del sur, del este y del oeste. Son éstos los que entran en ella. ¡No pierdan este detalle!
Así que en el mismo fin, se presenta en la iglesia orgánica un gran éxodo de personas que tienen el mismo problema que el de las personas religiosas de los días de Cristo. Lo rechazan. Y en la medida que éstas lo abandonan, multitudes entran y toman sus lugares.
¿Por qué se llevan a cabo estos cambios? El apóstol Pablo describe la situación y da una respuesta. Si fue acertada para sus días, ¿por qué no para los nuestros?
«¿Qué, pues, diremos? Que los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por la fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó. ¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de tropiezo, como está escrito: He aquí pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que creyere en él, no será avergonzado.
«Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios» (Romanos 9:30-33 y 10:1-3).
Ellos todavía no habían ido a la cruz para unirse con Jesús, quien no podía salvarse a sí mismo. Ellos no han llegado al punto de reconocer que no podían salvarse a sí mismos. Y Pablo termina su argumento con las siguientes palabras: «Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (vers. 4). El punto focal en la salvación por fe y la salvación por obras es la línea divisoria entre aquellos que aceptaron a Jesús, igual que los griegos, y aquellos que lo rechazaron, igual que los líderes judíos. Las personas que han realizado logros por medio de sus propios esfuerzos desean méritos y crédito, y encuentran en Jesús un estorbo y una roca ofensiva. El legalista se ofende con Jesús y lo abandonará exactamente por la misma razón en el tiempo del fin.
¿Acaso no podemos unirnos a Pablo cuando dice: «Hermanos, es el deseo de mi corazón que (¿cuántos?), todos sean salvos». No deseamos ver que miles de nuestros hermanos que han conformado la iglesia salgan a la oscuridad; Dios mismo quisiera que todos permanezcamos firmes. Todos podemos estar allí para sentarnos con Abraham, Isaac y Jacob, junto con la multitud que nadie puede contar provenientes de todas las naciones y tribus y lenguas y pueblos. No podemos salvarnos a nosotros mismos excepto por un método, y eso es caer sobre la Roca y ser quebrantados por nuestra propia voluntad. Podemos decidir entrar en una relación con Jesús hoy, seguirlo y someternos a la verdad. Recordemos que no podemos salvarnos a nosotros mismos. Podemos unirnos a los griegos en el deseo de ver a Jesús hoy.
Qué sería ver a Jesús; al aumentar las sombras de la tarde, Por el pequeño paisaje de nuestra vida; Qué sería ver a Jesús, para fortalecer nuestra débil fe, Para el último conflicto, en esta lucha mortal. Qué sería ver a Jesús, es todo lo que necesitamos; Fortaleza, gozo y disposición se añaden al contemplarlo; Qué sería ver a Jesús, muriendo, levantado y suplicante, ¡Pronto vendrá y terminará esta noche mortal!
-Anna B. Warner